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jueves, 27 de mayo de 2010

Celibato eclesiástico

El celibato eclesiástico no es precepto alguno divino, ni tampoco ley natural; ni siquiera es un dogma de la Iglesia Católica. Es sencillamente una ley obligatoria de la Iglesia Romana, impuesta con miras a la dignidad y a los deberes del sacerdocio. Jesucristo, "el príncipe de los vírgenes", como lo llamó San Metodio, obispo de Olimpo, ensalzó sobre manera la virginidad. Dijo en una ocasión: "No todos somos capaces de esta resolución, sino aquellos a quienes se les ha concedido..., y hay eunucos que se hicieron de propósito eunucos (con el voto de castidad) por amor del reino de los cielos" (Mat. XIX, 11-13). Estando el Señor devolviendo al matrimonio su puridad primitiva, y prohibiendo el divorcio aun en caso de adulterio (Mat. XIX, 6), los discípulos le objetaban la dureza de semejante doctrina y arguian que, en tal caso, era preferible no casarse. Jesucristo aprovecho aquella oportunidad para aconsejar el celibato por amor al reino de los cielos. El divorcio les está prohibido a todos los cristianos absolutamente; al contrario, el celibato no es más que un consejo, y para la flor y nata únicamente. De estas palabras de Jesucristo nació el ascetismo cristiano, pues el elemento esencial del ascetismo es la virginidad. Se puede dar el ascetismo sin la práctica de la pobreza, de la obediencia y de la mortificación; pero sin virginidad, ni existe ni puede existir. San Pablo vivió célibe y recomendó a otros lo mismo, aunque como Jesucristo, nunca lo impuso por obligación. "Me alegrara que fueseis todos tales como yo mismo; mas cada uno tiene de Dios su propio don: quién de una manera, quién de otra, pero yo digo a las viudas y a las personas no casadas: bueno es si así permanecen, como también permanezco yo" (I Cor. VII, 7-8). Sin embargo para hacer ver que el celibato no es cosa de obligación, dice más abajo: "En cuanto a los vírgenes, no tengo precepto del Señor; doy, sí, consejo... Juzgo que es ventajoso al hombre no casarse. ¿Estás ligado a una mujer? No busques quedar desligado. ¿Estás sin tener mujer? No busques el casarte. Si te casares, no por eso pecas. Y si una doncella se casa, tampoco peca... El que no tiene mujer anda únicamente solícito de las cosas del Señor, y en lo que ha de hacer para agradar a Dios. Al contrario, el que tiene mujer anda afanado en las cosas del mundo, y en cómo ha de agradar a la mujer, y así se halla dividido". San Juan, en el Apocalipsis, no tiene mas que palabras de alabanza para la virginidad: "Y cantaban como un cantar nuevo delante del trono... Estos son los que no se mancillaron con mujeres, porque son vírgenes. Estos siguen al Cordero doquiera que vaya. Estos fueron rescatados dentro de los hombres como primicias escogidas para Dios y para el Cordero. Ni se halló mentira en su boca, porque están sin mácula delante del trono de Dios" (Apocalipsis XIV, 3-5).
A medida que la Iglesia se desparramaba por las provincias del Imperio Romano, surgían acá y allá cristianos heroicos que se abrazaban voluntariamente con el celibato, así como con los otros dos consejos del Señor no menos difíciles de guardar, a saber: pobreza y obediencia; y estos tres consejos eran fielmente guardados por innumerables almas buenas ya en el siglo II. Cuando San Ignacio de Antioquía era llevado a Roma para ser martirizado, escribió en el camino varias cartas a diferentes Iglesias, y en la que escribió a Esmirna manda saludos especiales a los que guardaban la virginidad. Ya entonces (año 115) la virginidad era reconocida como un estado de vida permanente, y los cristianos la honraban sobre manera. Tanto era así, que no faltaron algunos de estos ascetas que se consideraban superiores en virginidad al obispo. Cuando San Ignacio se enteró de ello, escribió otra carta a San Policarpo, mandándole que atajase pronto aquel brote de orgullo. En la doctrina de los Apóstoles (100) se pone a los profetas como modelos de virginidad y continencia (11, 12). Hermas nos dice que vivía con su mujer como si fueran hermanos, y que esta continencia le había acarreado muchas gracias de Dios. San Justino, mártir (165), después de pintar con vivos colores la inmoralidad de los paganos, dice así: "Cuando nosotros contraemos matrimonio, lo hacemos para engendrar hijos; cuando renunciamos al matrimonio, guardamos con perfección la continencia". (1 Apol 29). Y mas abajo habla del gran número de cristianos que practican el celibato (14, 2; 15, 6). Otro apologeta ilustre de los primeros siglos, Taciano (120-200), se complace en hacer incapié en la pureza de los ascetas cristianos, "cuyos cuerpos no tienen mancha por la virginidad perpetua que guardan que se han abrazado con el celibato movidos únicamente por el deseo de juntarse y unirse más íntimamente con Dios" (Orat ad Graec 32). Si ya a los principios se contaban por millares los que practicaban el celibato voluntariamente "por el reino de los cielos", imitando así a Jesucristo y a su Santísima Madre, ¿no convenía que en este punto fuesen a la cabeza los jefes, es decir, los obispos, los sacerdotes y los diáconos? De hecho, había muchos clérigos que vivían célibes, aunque les estaba entonces permitido casarse. Tertuliano (200), para disuadir a una viuda que quería volver a contraer matrimonio, le recuerda el gran número de ordenados que vivían continentes y que habían escogido a Dios por esposo (De Exh Cas 13). Orígenes (185-255), comparando los sacerdotes del Antiguo Testamento con los del Nuevo, dice que aquéllos no se obligaban guardar continencia mas que durante el período de sus servicios al templo, mientras que los del Nuevo Testamento no conocen tales limitaciones. Luego contrasta la paternidad espiritual de los sacerdotes cristianos con la paternidad natural de los sacerdotes judíos (In Lev 6, 6). En el siglo IV nos hablan del celibato Eusebio, San Cirilo de Jerusalén, San Jerónimo y San Epifanio. Dicen que era práctica común en Egipto, en el Oriente y en Roma; que la Iglesia tenía en mucha estima el tal celibato, y que, gracias a él, los clérigos podían entregarse en cuerpo y alma a su sagrado ministerio. No negamos que entonces se ordenaba a no pocos casados, pero eso obedecía a que aun no se había promulgado ley alguna sobre esta materia. Sin embargo, ya notó el historiador Sócrates que en Tesalia, Macedonia y Grecia eran depuestos los sacerdotes que rehusaban apartarse de sus mujeres (Hist. Ecles. 5, 22; 440). La primera ley eclesiástica que puso en vigor el celibato eclesiástico fue el canon 33 del Concilio de Elvira, en España, hacia el año 300. Los obispos, sacerdotes y diáconos que rehusasen despedir a sus mujeres y engendrasen hijos debían ser depuestos. El Papa Siricio (384-399) expidió un decreto semejante en el Concilio de Roma y escribió cartas a España y a África insistiendo en la observación del decreto. Poco mas tarde, el Papa Inocencio I (402-417) escribió cartas parecidas a los obispos Victricio, de Rouen, y Exuperio, de Tolosa, y en tiempo de León el Grande (440-461) era obligatoria en todo el Occidente la ley del celibato eclesiástico. En Oriente se procedió en esto con más lentitud. El Concilio de Ancira de Galacia (314) permitió contraer el matrimonio a los diáconos que antes de ser ordenados declaraban que no pretendían vivir cálibes. El Concilio de Neo-Cesarea, en Capadocia (315), prohibió a los sacerdotes casarse segunda vez, bajo pena de deposición. El Concilio de Nicea (325), aunque no aprobó ley alguna en lo referente al celibato, prohibió a los clérigos tener en sus casas mujeres que pudieran excitar las sospechas del pueblo, permitiéndoles únicamente personas de quienes nadie pudiera sospechar, tales como la madre, las hermanas y otros miembros de la familia. La Constitución Apostólica (400) prohibió a los obispos, sacerdotes y diáconos casarse una vez ordenados, aunque les permitía vivir con sus mujeres. Mas aun: en el canon 6 se prohibe a los obispos y sacerdotes despedir a sus mujeres "bajo el pretexto de piedad". Más tarde en tiempo del emperador Justiniano (527-565), se exigió el celibato a los obispos.

Celibato, Continencia, es el estado de los que han renunciado al matrimonio por motivo de religión.
La historia del celibato consideraba en sí misma, la idea que tuvieron de ella los pueblos antiguos, las leyes hechas con el objeto de abolirle, los inconvenientes que de él podían resultar en otras circunstancias diferentes de las nuestras son tratados extraños al objeto de la teología. Nosotros debemos limitarnos a examinar si la Iglesia cristiana ha tenido razones satisfactorias para sujetar a él a sus ministros, y autorizar el voto en el estado monástico; si las pretendidas ventajas que resultarían del matrimonio de los sacerdotes y de los religiosos son tan ciertas y sólidas como se ha querido suponer en nuestros días.
Los críticos de esta disciplina de la Iglesia convienen ya en que el celibato, considerado en sí mismo, no es ilegítimo, cuando se establece por una autoridad divina; que Dios, sin duda alguna, puede manifestar que la práctica de la continencia le es agradable, y efectivamente así lo manifestó.
Jesucristo después de haber dicho: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mat. V, 8), añade en otra parte: "Hay eunucos que han renunciado al matrimonio por el reino de los cielos; el que pueda entenderlo ponga atención... El que dejase a su familia, a su esposa, a sus hijos, sus heredades, a causa de mi nombre, recibirá el céntuplo, y conseguirá la vida eterna", (Mat. XIX, 12, 29). "Si el que viene a mí no está dispuesto a dejar a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y a su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Luc. XIV, 26). Tal es, en efecto, el sacrificio que los Apóstoles se vieron obligados a hacer: o permanecieron en el celibato, o todo lo abandonaron para entregarse a la predicación del Evangelio y a los trabajos del apostolado.
San Pablo dice a los fieles: "No es un mandato el que os doy, sino un consejo; quisiera que vosotros fueseis todos como yo; mas cada uno recibe de Dios el don que le conviene. Yo digo pues a los que están en el celibato o en la viudez, que les conviene permanecer como yo. Si no pueden guardar la continencia, que se casen; esto vale más que abrasarse con un fuego impuro" (I Cor. VII, 6). Empezó por establecer como máxima que es bueno al hombre el no tocar a una mujer, Ibid. 1. La razón que da San Pablo es que el que está casado se ocupa de las cosas de este mundo y del cuidado de agradar a su esposa: al paso que el que vive en celibato no tiene otro cuidado mas que servir a Dios y agradarle, Ibid. 32. Esta razón es seguramente para todas las épocas. Exhorta a Timoteo a que se conserve casto (I Tim. V, 22). Entre las cualidades de un obispo, exige que no tenga mas que una mujer, y que sea continente (Tit. I, 8). Por continencia jamás entendió San Pablo el uso moderado del matrimonio, sino ala abstinencia absoluta: esto aparece claro del primer pasaje que acabamos de citar.
San Juan representa delante del trono de Dios una multitud de bienaventurados mas elevados en gloria que los demás: "He aquí, dice, a los que no se han manchado con las mujeres, son vírgenes, siguen al Cordero a todas partes: estas son las primicias de aquellos que ha rescatado Dios de entre los hombres" (Apoc. XIV, 4).
Los Apóstoles nos representan la continencia como un estado mas perfecto, por lo tanto mas conveniente para los ministros del Señor.
Los mismos críticos confiesan, en segundo lugar, que todos los pueblos antiguos asociaron una idea de perfección al estado de continencia, y juzgaron que este estado convenía principalmente a los hombres consagrados al culto de la Divinidad. Judíos, egipcios, persas, indios, griegos, tracios, romanos, gacios, perubianos, venecianos, filósofos, discípulos de Pitágoras y de Platon, Ciceron y Sócrates, todos convienen en este punto. Todo mundo sabe las prerogativas que los Romanos concedían a las Vestales. No es de admirar pues que los fundadores del cristianismo hayan ratificado y consagrado esta misma idea. A pesar de la alta sabiduría de que se glorian nuestros políticos modernos, presumimos que la opinión de los antiguos estaría mejor fundada que la suya.
En tercer lugar convienen en que el espíritu y el deseo de la Iglesia ha sido siempre que sus principales ministros viviesen en la continencia, y que siempre ha trabajado para establecerlo como ley. Con efecto, el Concilio de Neocesarea, celebrado en 315, diez años antes del de Nicea, manda deponer al sacerdote que se casare después de ordenado. El de Ancira dos años antes, no permitió casarse mas que a dos diáconos que habían protestado contra la obligación del celibato al recibir las órdenes.
El canon 26 de los apóstoles no permitia mas que a los lectores y cantores el tomar esposa. Según Sócrates, lib. 1º, cap. 11, y Sozomeno, lib. 1º, cap. 23, esta era la antigua tradición de la Iglesia, a la cual creyó oportuno adherirse el Concilio de Nicea, observándose también en el día en las diferentes sectas orientales.
Convenimos en que estos concilios no obligaron a los obispos, sacerdotes y diáconos a abandonar a las esposas que tomaron antes de ordenarse; más tampoco puede citarse ningún ejemplo de que se les haya permitido casarse después de su ordenación, ni de vivir conyugalmente con las mujeres con quien se habían casado antes. San Jerónimo, adv. Vigilant. p. 281, y San Epifanio, haer. 59, n. 4, atestiguan que los cánones lo prohibian.
Habían ejemplos de muchos eclesiásticos que vivían con sus esposas como si fueran hermanas. Eusebio da por razón de esto que los sacerdotes de la ley nueva están enteramente ocupados en el servicio de Dios y del cuidado de educar una familia espiritual.
En Occidente es mas antigua la ley del celibato; se encuentra en el canon 33 del Concilio de Elvira, que se cree haber sido celebrado el año 300. Fue confirmada por el Papa Siricio el año 385, por Inocencio I en 404, por el Concilio de Toledo el año 400, por los de Cartago, Orange, Arlés, Tours, Agda, Orleans, etc.
Esta ley no es más que una discíplina; ¿qué importa? se funda en las máximas de Jesucristo y de los apóstoles, en el voto de la Iglesia primitiva, en la santidad de los deberes de un eclesiástico y aun en las razones de una sabia política. ¿Qué más necesita para ser inviolable?
Los deberes de un eclesiástico, y principalmente de un párroco, no se limitan a la oración y al culto de los altares; debe de administrar los sacramentos, y sobre todo la penitencia, instruir con sus discursos y ejemplos y asistir a los enfermos. Es el padre de los pobres, de las viudas, de los huerfanos, de los niños abandonados: su rebaño es su familia; es el repartidor de las limosnas, el administrador de los establecimientos de caridad, el amparo de todos los desgraciados. Esta multitud de funciones penosas y dificiles es incompatible con los cuidados, los obstáculos y disgustos del estado matrimonial. Un sacerdote que estuviera ligado con este lazo no podría conciliarse el grado de respeto y confianza necesaria para el buen éxito de su ministerio; estamos convencidos de esto por la conducta de los griegos respecto de sus papas casados, y de los protestantes respecto de sus ministros.
La Iglesia no obliga a nadie a entrar en el estado eclesiástico; por el contrario, exige pruebas y toma todas las precauciones posibles para asegurarse de la vocación y de la virtud de los que aspiran a él; los que contraen este empeño sagrado lo hacen por elección y con todo conocimiento, y en una edad en que el hombre puede conocer sus fuerzas y su temperamento, mucho tiempo después de la época en que es hábil para contraer matrimonio. Si hay vocaciones falsas provienen de la avaricia y de la ambición de los seglares y no de la disciplina eclesiástica.
¿Para quién es penosa la continencia? Para los que no siempre han sido castos, para aquellos que inficiona la depravación actual de las costumbres públicas. Quítese la causa, y la virtud volverá a adquirir todos sus derechos. Cuando se originan escándalos, no provienen por cierto de los obreros oprimidos con el peso de las funciones eclesiásticas sino de los intrusos a quienes el interés y la ambición de las familias hacen entrar en la Iglesia a pesar de ella.

¿EL CELIBATO ES IMPOSIBLE?

Es falso que el celibato sea imposible. Ahí están para desmentirlo las legiones de sacerdotes seculares, religiosos y religiosas que adornan con su virginidad a la Iglesia, especialmente en el Occidente. No queremos decir que no haya habido ningún escándalo en este particular, pues debajo de la sotana y del hábito religioso se esconde el hombre de carne y hueso con sus pasiones y malas inclinaciones; pero deleitarse en escarbar y ahondar en los casos aislados que forzosamente tienen que ocurrir, dada la miseria humana, es, por no decir otra cosa, imitar al escarabajo, que busca el estiércol para alimentarse. Es de todos sabido que ha habido en la Historia algunas épocas decadentes, como, por ejemplo, lo que sucedió a la desmembración del Imperio de Carlomagno. Debido a las circunstancias anormales del feudalismo y otros males naturales, el celibato padeció menoscabo en Europa, y no eran pocos los clérigos que vivían en concubinato. Pero aun entonces, la voz de los Papas resonó en todos los ámbitos de la cristiandad condenando implacablemente el concubinato de los clérigos e iniciando la reforma que tuvo lugar más tarde. Merecen mención honorífica entre los Papas de entonces San Gregorio VII (1073-1085), Urbano II (1088-1099) y Calixto II (1119-1124). El Concilio de Letrán (1123) declaró inválidos todos los matrimonios contraídos después de las sagradas Ordenes, y este fue el principio de la renovación del celibato en Occidente. No es menester saber mucha Historia para ver que en Occidente se ha observado con fidelidad el celibato eclesiástico para la mayor parte de los clérigos desde el siglo IV. Los únicos que han dicho que el celibato es imposible y contra la naturaleza, fueron aquellos señores feudales, mitad obispos y mitad príncipes, a quienes siguieron más tarde Lutero y los seudoreformadores del siglo XVI. El sermón que predicó Lutero sobre el matrimonio (Grisar, Lutero, 3, 242) en una muestra clara de la Independencia que se había apoderado del monje apóstata.
No, el celibato no es imposible, pues Dios da con abundancia gracia a los sacerdotes para que vivan castamente. La celebración diaria de la Misa, el rezo diario del Oficio Divino, la meditación frecuente de las verdades eternas, los consuelos que se derivan del confesionario, el ayudar a morir y otros ejercicios de caridad y devoción, son ayudas eficaces que mantienen al sacerdote fiel a sus votos. Además, el sacerdote no es un cualquiera, sino que ha sido probado y ejercitado en ciencia y virtud durante los años de estudios sacerdotales, vigilado de cerca por los superiores celosos que solo dan su voto de aprobación cuando el joven seminarista ha dado pruebas inequívocas de solidez en la virtud. A decir verdad, un adarme de sentido común para refutar a los que dicen que el celibato es imposible. Porque, vamos a ver: ¿son impuros los jóvenes solteros de uno y otro sexo, los que por una razón u otra, nunca se han casado, los viudos y las viudas? ¿Están obligados a cometer adulterio los esposos que por negocios o por otros motivos tienen que vivir largos períodos de tiempo separados de sus esposas? ¿Si el celibato es imposible!? Decir que sí a estas preguntas es tildar de inmundos al hermano, a la hermana, al tío, a la tía, al padre y a la madre. Y no creemos que nadie toleraría semejante insulto a un miembro tan cercano de la familia. Sin embargo, nos hacemos cargo perfecto cuando oímos estas acusaciones de boca de un vicioso e impuro. Ya dice el refrán "que piensa el ladrón que todos son de su condición".
Otros dicen que el celibato es contra naturaleza. Tienen toda la razón si por naturaleza entienden la naturaleza baja del hombre, con sus inclinaciones sensuales y corrompidas, esa naturaleza de la que dijo San Pablo que está haciendo guerra perpetua "a la ley del espíritu" (Rom. VII, 23); pero se equivocan de medio a medio si creen que para ser uno puro no tiene mas remedio que casarse. Se cuentan a millares los hombres y las mujeres que han renunciado al matrimonio por fines que no son puramente espirituales, y sin embargo, han vivido una vida pura y ejemplar. Todos conocemos y hemos conocido a hombres que no se han casado por ayudar a su madre viuda y con hijos pequeños, y mujeres que han hecho otro tanto ayudando a su padre viudo con familia numerosa. ¿Sería justo calumniarlos por haber violado las leyes de la naturaleza? Y no olvidemos que la virginidad ha sido tenida siempre en gran estima aun por los paganos, como puede verse son sólo abrir los anales de Roma, Grecia, las Galias y el Perú. Los escándalos aislados que han ocurrido a través de las edades no prueban nada contra lo que venimos diciendo, pues tampoco han faltado escándalos entre clérigos casados, ya sean estos cismáticos rusos, luteranos alemanes o pastores de cualquiera de las sectas norteamericanas. La experiencia de muchos años y muchos siglos ha enseñado a la Iglesia que el clero célibe puede hacer, y de hecho hace, por la gloria de Dios mucho más que el clérigo casado. La mujer y los hijos restan muchas energías al sacerdote, energías que pueden ser empleadas en negocios puramente espirituales. Esto es tan evidente, que parece mentira que haya quien lo pueda poner en duda. Por eso han sido mucho los protestantes que han confesado la superioridad del celibato, especialmente cuando se trata de misioneros entre infieles. En cuanto a la última dificultad, es falso que el casado tenga un carácter más amable y cariñoso que el célibe. Tantos crímenes y atropellos comete el casado como el soltero. El sacerdote fiel a sus votos y obligaciones es la persona más amable y caritativa de todos los mortales; le quieren con desinterés lo mismo los niños que los viejos, y le veneran y admiran los ricos y los pobres, los rústicos y los instruidos. Finalmente, decir que el sacerdote debiera casarse para enseñar la religión con más eficacia, es como decir que el médico debiera gustar y saborear todas las medicinas antes de prescribírselas a los enfermos.

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