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lunes, 30 de agosto de 2010

El Último Sínodo en Roma


(Páginas 14 a la 30)
Sobre el primer acontecimiento, me voy a permitir repetir aquí las mismas ideas, que expresé en Roma, durante los días del pasado Sínodo. "Nosotros, los católicos tradicionalistas, ante la novedad de estos sínodos episcopales, establecidos periódicamente por Paulo VI, consideramos que esta modificación estructural de la Iglesia es incom­patible con la institución hecha por Cristo de Su Iglesia. Estos sínodos son una institución de origen humano, que transforman substancialmente la institución divina”.
¿Cuál es la institución divina de la Iglesia?
Jesucristo hizo a su Iglesia monárquica, no democrá­tica. Entre sus discípulos escogió a los "doce", para que continuasen su obra en todo el mundo y hasta la consu­mación de los siglos. A estos "doce" les dio tres prerroga­tivas, tres poderes divinos: la prerrogativa del Magisterio; la de la jurisdicción y la del sacerdocio. Todas estas pre­rrogativas son participación o subdelegación de los pode­res mismos de Cristo.
Entre estos "doce" escogió a uno, a Pedro, para que fuese el fundamento de su Iglesia. A él y sólo a él le dio las llaves del Reino de los Cielos. Si Pedro abre, nadie pue­de cerrar; si él cierra, nadie puede abrir. A él, finalmente, independientemente de los demás apóstoles, dio la supre­ma jurisdicción en su Iglesia: "todo lo que atares en la tie­rra será atado en el cielo; todo lo que desatares en la tie­rra, será desatado en el cielo".
La prerrogativa de la jurisdicción y la del Magisterio es, pues, en Pedro independiente, de los demás apóstoles, de los obispos y de los sacerdotes todos; mientras que la prerrogativa de los obispos, así de su jurisdicción, como de su Magisterio es siempre dependiente de Pedro, aunque enseñen o manden colegialmente.
Es evidente que, en el ejercicio de su misión sublime, el Papa puede consultar, antes de pronunciar su última y decisiva palabra, a los obispos, a los teólogos, a las facultades de teología de las Universidades Católicas, pero sin tener obligación de hacerlo, supuesto el don de la infali­bilidad didáctica, cuando habla ex cathedra, en cuestiones de fe y de moral y definiendo, es decir, diciéndonos que esa verdad que él enseña, concreta y definida, es una ver­dad revelada por Dios, la cual debe ser creída por todo aquel católico que busque su eterna salvación.
En realidad, los Papas siempre han consultado, en sínodos o concilios o reuniones de obispos, unas veces; y otras, en consultas escritas o verbales, con personas de ciencia, de santidad y de experiencia. En esto no hay in­conveniente alguno. Lo grave está en haber establecido Paulo VI, con un "Motu proprio", esos sínodos permanen­tes y periódicos (cada dos años), como una institución que adultera la constitución orgánica de la Iglesia establecida, no por los hombres, sino por el mismo Hijo de Dios. Esa institución humana viene a hacer una Iglesia democrática, parlamentaria, contra la institución monárquica que Cristo quiso dar a su Iglesia. La autoridad del Papa, la autoridad de los Concilios no puede tanto; no puede transfor­mar la constitución divina de la Iglesia. Al establecer esa institución permanente, Paulo VI no sólo ha usurpado poderes que no le pertenecen, sino ha contribuido personal­mente a la demolición de la Iglesia. Este abuso de autori­dad es contra la Verdad Revelada.
Convocar un sínodo o varios sínodos sí está dentro de los poderes del Pontífice, como nos enseña la más sólida teología; pero establecer un sínodo periódico y permanen­te para determinar el ejercicio de su Magisterio o de su jurisdicción, esto no puede hacerlo el Papa, por la razón evidente que ya expuse: esto es cambiar la constitución misma de la Iglesia, fundada por Cristo, no por los hombres. El Papa y el Vaticano II no pueden establecer la democracia en el régimen de la Iglesia.
Dirá alguno: Paulo VI es tímido, es indeciso; el peso de tremenda responsabilidad le hace consultar frecuentemente a sus venerables Hermanos y convocar estos sínodos. Concedamos, por un momento, esta hipótesis. No hay conveniente teológico en esas consultas, ni en que Paulo y convoque, cuando le plazca un Vaticano III o un nuevo sinodo. La dificultad está en la institucionalización perma­nente y periódica de esos sínodos. La dificultad está en es­tablecer un parlamento en la Iglesia, para gobernar la Iglesia.
Por otra parte, —mirando las cosas humanamente y teniendo en cuenta los terribles resultados del Vaticano II, parece que la convocación de nuevos sínodos o concilios, lejos de contribuir al gobierno de la Iglesia y a la tranquili­dad de las conciencias en la reafirmación de nuestra fe, sólo serviría para aumentar la confusión reinante y la pérdida de la fe de innumerables almas.
Supuesto esto, nadie debe ya sorprenderse de las dis­putas escandalosas, de las que dieron cuenta los periódicos y revistas de todos los países, acaecidas en el último Síno­do y que, en cierto modo, superaron las increíbles inter­venciones del Vaticano II, pues en ese parlamento no es­taba, ni podía estar el Espíritu Santo.
Los puntos principales propuestos al estudio o dis­cusión de los Padres sinodales eran: la problemática del clero, la justicia social en el mundo y la nueva estructura­ción del Derecho Canónico.
"La atención del público mundial sobre el Sínodo (el de 1971) ha sido polarizada, por influencia de los me­dios de comunicación en un par de puntos —quizá los más marginales— al tema general del sacerdocio (como celibato y conveniencia o no de ordenar hombres casados), dejando en penumbra y, a veces hasta inaludidos, otros sustanciales temas más directamente delineables de la imagen del sacerdote y mejor definitorios de su misión apostólica". Así escribe "Ecclesia", Órgano de la Acción Católica Española, (nº 1565, 30 de octubre 1971).
En realidad la problemática del clero no tenía mucho que estudiarse. De sobra sabemos lo que debe ser un sacerdote, lo que debe hacer un sacerdote para cumplir su mi­sión divina. Si algo deberían haber tratado en el Conci­lio y en el sínodo nuestros venerables Prelados es la ma­nera eficaz y oportuna para evitar esa "desacralización", esa "secularización", esas libertades que se han dado a los jóvenes recién ordenados y que a tantos de ellos han Ilevado a abandonar su ministerio, a colgar los hábitos y escandalizar a tantas almas con esos matrimonios autori­zados y bendecidos por las mismas personas, que, por su autoridad y responsabilidades, deberían cuidar con espe­cial esmero a sus sacerdotes. Si algo deberían haber pedido a la Santa Sede era la restricción de tantas facili­dades que hoy se brindan a los sacerdotes infieles, para que puedan contraer nupcias con las personas a las que antes confesaban y dirigían espiritualmente.
El Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, Arzobispo Pri­mado de Toledo, presentó la síntesis de la discusión sinodal acerca de los problemas prácticos del ministerio sacerdotal. He aquí el panorama de esos problemas, a juicio del dis­cutido Primado de España:
"Para que la visión de conjunto sea clara se ordenarán los problemas, según el orden seguido en la relación introductoria. Por eso, ante todo, se habla de la naturaleza específica del sacerdote”.
Se ha puesto de relieve, con suficiente unanimidad, la dimensión misionera del ministerio sacerdotal en la Iglesia considerada como sacramento universal de salvación. Se reconoce de este modo, la íntima e integral conexión entre la evangelización y la celebración de los sacramentos si bien se atribuya una cierta primacía a la predicación, en cuanto la palabra de Dios es el principio de la vida cris­tiana y engendra la fe".
Detengámonos un poco a hacer algunas observacio­nes a las palabras anteriores del Cardenal Tarancón. "Se habla, dice, de la naturaleza específica del sacerdote. Se ha puesto de relieve, con suficiente unanimidad, la dimen­sión misionera del ministerio sacerdotal en la Iglesia, considerada como sacramento universal de salvación". Todo esto es lenguaje progresista. En el lenguaje tradicional, hubiéramos dicho: El sacerdote, por su consagración a Dios, a la salvación de las almas, está obligado a trabajar intensamente no sólo en su propia salvación, sino también en la salvación de las almas. Este es el fin de la Iglesia y este debe ser el fin de los sacerdotes de la Iglesia.
No es posible que un solo sacerdote pueda tomar a su cargo la salvación de todas las almas. Mucho hará si, según los dones recibidos, dedica su tiempo, su vida, su actividad completa a santificarse y salvar y santificar a las almas que le han sido confiadas.
Y prosigue el Primado de España: "Se reconoce, de este modo, la íntima e integral conexión entre la evangelización y la celebración de los sacramentos". Ninguna novedad nos da Mons. Taracón. La fe, como sabemos por la Escritura y por la Tradición, tiene que ser viva, operativa, en orden a la salvación eterna.. Y, sin la gracia de Dios, el hombre es impotente para tener un solo pensamiento conducente a su salvación, según las palabras de San Pa­blo: "No porque seamos capaces, por nosotros mismos, de pensar cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios". Ahora bien, esta capacidad, de la cual habla el Apóstol, nos la da Dios, según la economía de la presente Providencia, por medio de los Sacramen­tos, instituidos por Cristo y, especialmente, por el Santo Sacrificio de la Misa. De nada sirve la predicación, si no hay el Sacrificio Eucarístico y la administración asidua de los Sacramentos.
Es buena, es necesaria la predicación de la palabra de Dios; pero, en orden a la salvación, no tiene otra prima­cía, que la que puede tener la simiente, de donde brota el árbol. Lo que cuenta en la eternidad son los frutos, no la raíz. La fe muerta no salva. Por otra parte, se olvidan estos nuevos teólogos de que en el bautismo, con la gracia santificante, la nueva naturaleza, recibimos las tres virtu­des teologales, que son operativas, que dan valor a nuestros actos conducentes a nuestra salud. Es claro que se ne­cesita, llegado el uso de razón, conocer aquellas verdades de nuestra fe de una manera explícita, para salvarnos. La virtud infusa de la fe teologal es ya la raíz, la única raíz, de donde ha de brotar y crecer el árbol frondoso y cargado de frutos de nuestra eterna salvación. Las palabras del purpu­rado de Toledo, mal entendidas, nos suenan a pelagianismo.
Muy conveniente, muy necesario es el instruir al pue­blo en su religión, según los alcances de las diversas per­sonas; pero, de nada serviría la instrucción sin la virtud in­fusa de la fe y, en cambio, esta virtud infusa, aunque carez­ca de instrucción, puede dar y de hecho da óptimos y abun­dantes frutos de santificación, aun en los ignorantes y los niños.
Predicación sin sacramentos, sin Sacrificio incruento del Altar es protestantismo; es fe muerta. Si los sacerdotes se dedican a predicar y olvidan la administración de los Sacramentos, la celebración del Santo Sacrificio de la Mi­sa, como fue enseñado por Trento, el ministerio sacerdotal, equiparado al ministerio de los pastores protestantes, será estéril; insensiblemente sembrará la irreligión en el pueblo.
Y continua el Primado de España: "Pero, porque la gracia se confiere realmente no en ocasión del ministerio, sino con el ministerio, se ha insistido por los padres en que el valor de la palabra depende también de la calidad de la experiencia humana y cristiana de quién la anuncia".
Aquí de nuevo, con el respeto debido a los Venera­bles Padres sinodales, afirmo que la gracia no se confiere hablo de la gracia santificante, habitual, no de las gracias actuales— "con el ministerio" de la palabra, sino con los sacramentos, con el Santo Sacrificio de la Misa, y no “depende de la experiencia humana y cristiana de quien la anuncia", sino de la eficacia, ex opere operato, de los Sacramentos y del Santo Sacrificio. Las mismas gracias actuales, en realidad, aunque dadas en ocasión del ministerio, dependen principalmente, no de las "experiencias humanas y cristianas" del sacerdote, sino de la bondad gratuita del Señor, según las palabras de San Pablo: "Igitur non volentis, neque currentis, sed miserentis est Dei". (Así es que no es obra del que quiere, ni del que co­rre, sino de Dios que tiene misericordia).
Los que tenemos alguna experiencia del ministerio de la predicación, en misiones, en ejercicios espirituales, en sermones de otro género, sabemos muy bien que la misma predicación, unas veces hace maravillas en las al­mas y otras, en cambio cae, como la semilla de la pará­bola evangélica, en el camino, entre piedras, o entre es­pinas. Hay que tener también en cuenta el misterio de la libertad humana.
Continuemos en el discurso del Primado de España: "Se ha afirmado (supongo que por los Padres sinodales) que la predicación no puede limitarse al sólo ámbito litúr­gico que —según otros— reclamaría nuevas adaptacio­nes, de un modo parecido a lo que concierne a la praxis del sacramento de la Penitencia".
Lo que podemos deducir de estas palabras es lo si­guiente: o hacemos nuevas adaptaciones a la liturgia, pa­ra que el ministerio de la palabra tenga amplio margen o hacemos otras asambleas, exclusivamente dedicadas a la palabra. Nos acercamos más al ministerio protestante y a los servicios religiosos que ellos tienen. Necesaria, sin duda alguna, es la predicación de la palabra de Dios, pe­ro, mucho más necesaria es la gracia divina que fecundi­za la palabra del sacerdote o del obispo, según aquellas palabras del Apóstol: "Yo planté, Apolo regó, pero Dios dio el crecimiento. Y así, ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento. El que planta y el que riega son lo mismo; y cada uno recibirá su galardón en la medida de su trabajo". (I Cor. 3-8).
Y prosigue Don Vicente Enrique y Tarancón: "Han subrayado algunos la libertad, incluso la audacia, la iluminación del Espíritu Santo para promover la conversión de los corazones y la renovación de las estructuras".
Ya salió otra vez, mezclada con conversión de cora­zones y con iluminación del Espíritu Santo, "la libertad, la audacia" para promover "la renovación de las estructu­ras". Con estas palabras quedan a salvo todos esos pre­dicadores de la justicia social, verdaderos demagogos, que han convertido el ampón en una tribuna de socialismo ba­rato. No nos vengan a decir ahora que la Iglesia no hace política, que la Iglesia no quiere usufructuar los derechos exclusivos del Estado. Claro que no es la Iglesia, sino los hombres de la Iglesia, los Padres sinodales los que, se­cundando las directivas que salen de las múltiples orga­nizaciones vaticanas, quieren —con los Estados, sin los Estados o contra los Estados— hacer el cambio audaz y violento de las estructuras, sociales, políticas y aún reli­giosas.
Prosigue el Arzobispo de Toledo: "Alguno pide que se aclare más: a) el aspecto universal del sacerdocio ministe­rial. b) El aspecto de unidad, unido al problema de las re­laciones entre el ministerio sacerdotal y otras actividades". No puedo ver en qué consista este esclarecimiento de la universalidad del sacerdocio ministerial. Yo no conozco ese sacerdocio; yo sólo he conocido el sacerdocio jerárquico, el que instituyó Jesucristo, que con el carácter indeleble, recibido en el día de su ordenación y con los poderes di­vinos a ese carácter unidos, tiene que cumplir su ministe­rio de ser operario en la viña del Señor. Ese sacerdocio mi­nisterial suena de nuevo a protestantismo. La connotación de "universal" puede tener tantos sentidos, que sería im­posible, en este estudio, estudiarlos todos. Pero, para ser franco, no encuentro ningún sentido que le acomode, fue­ra de aquél que implica su consagración a Dios y a la obra apostólica.
Donde encuentro mayor sofisma es en querer esta­blecer una unidad entre el ministerio sacerdotal y "otras actividades". ¿Acaso puede el sacerdote dejar de ser sa­cerdote para dedicarse a otras actividades que no son pro­pias de su sacerdocio o que, por lo menos, son distintas a su sacerdocio? Yo creo que el sacerdote es siempre sacerdote lo mismo cuando dice su Misa o administra los sacramentos, que cuando predica, enseña o se dedica a cualquier otra labor apostólica. El sacerdote, sin perder su carácter sagrado, deja de ser sacerdote cuando se dedica a hacer política, subversión o cuando cambia su sotana por el fusil o por el uniforme de guerrillero.
Notemos bien lo que añade el Primado de España, en el Sínodo de Roma: "todos reconocen que el ministerio sacerdotal, y especialmente la predicación, debe tener cierta conexión con la política y el desarrollo cultural, porque la Iglesia tiene el mandato de salvar en Cristo toda la realidad". He aquí el gran sofisma del progresismo. Que me digan en qué parte del Evangelio mandó Cristo a sus apóstoles el hacer política y el salvar toda la realidad humana.
En la "Inmortale Dei" (lº nov. 1885), León XIII nos hace ver la influencia saludable que el Evangelio y la doctrina de la Iglesia, que de él se deriva, tiene, como la historia lo comprueba, en la constitución y gobierno de la sociedad civil. ¡Cuánto convendría que leyesen esa encíclica los que ahora quieren defender doctrinas anticatólicas, no sólo separando del todo el Estado de la Iglesia, rechazando los privilegios que ésta tenía en los países católicos, rompiendo o restringiendo los concordatos, sino que, asociándose con la subversión, en nombre del Evangelio, en nombre de la Iglesia de los pobres, en nombre del cambio de estructuras, en nombre de la igualdad social, se dedican a implantar el socialismo comunizante!. Citemos algunas palabras de esa admirable Encíclica, que compendia y expresa la doctrina católica sobre punto tan importante:
"Así que todo cuanto en las cosas y personas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado; todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, bien sea tal por su naturaleza o bien que lo sea en razón del fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero, las demás cosas, que el régimen civil y político, como tal, abraza y comprende, justo es que estén sujetas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"...
Más adelante cita el Papa un pasaje hermosísimo de San Agustín, en el que el Doctor de Hipona nos describe los bienes materiales o temporales que redundan a todos de la doctrina y práctica del Evangelio: ", dice San Agus­tín hablando con la Iglesia Católica, instruyes y enseñas dulcemente a los niños, generosamente a los jóvenes, con paz y calma a los ancianos, según lo sufre la edad, no tan solamente del cuerpo, sino también del espíritu. Tú some­tes la mujer al marido con casta y fiel obediencia, no como cebo de la pasión, sino para propagar la prole y para la unión de la familia. Tú antepones a la mujer el marido, no para que afrente al sexo más débil, sino para que le rinda homenaje de amor leal. Tú los hijos a los padres haces servir, pero libremente, y los padres sobre los hijos dominar, pero amorosa y tiernamente. Los ciudadanos a los ciudadanos, las gentes a las gentes, todos los hombres unos a otros, sin distinción ni excepción, aproximas, re­cordándoles que, más que social, es fraterno el vínculo que los une; porque de un solo primer hombre y de una sola primera mujer se formó y desciende la universalidad del linaje humano. Tú enseñas a las autoridades civiles a mi­rar por el bien de los pueblos y a los pueblos a prestar acatamiento a las autoridades civiles. Tú muestras cuida­dosamente a quién es debida la alabanza y la honra, a quién el afecto, a quién la reverencia, a quién el temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhorta­ción, a quién la blanda palabra de la corrección, a quién la dura de la increpación, a quién el castigo, y manifiestas también en qué manera, como quiera que sea verdad que no todo se debe a todos, hay que deber, no obstante, a todos caridad y a nadie agravio".
Y cita León XIII otras palabras de San Agustín, que vienen muy al caso: "Los que dicen ser la doctrina de Cris­to nociva a la república, que nos den un ejército de solda­dos, tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo regidores, gobernantes, cónyuges, padres, hi­jos, amos, siervos, autoridades, jueces, tributarios, en fin, y cobradores del fisco, tales como la enseñanza de Cristo los quiere y forma; y una vez que los hayan dado, atrévan­se, entonces a decir que semejante doctrina se opone al in­terés común. Antes bien, habrán de reconocer que es la gran prenda para la salvación del Estado, si todos la obe­deciesen".
¡Qué palabras más sabias y convincentes! Pero, hoy, los nuevos redentores del progresismo, al echar a vuelo las campanas del libertinaje, tratan de enfrentar nueva­mente a los dos poderes —Iglesia y Estado— predicando desde los ampones, desde los sínodos, desde las Confe­rencias Episcopales la justicia social, precisamente como ellos la conciben, como ellos han decretado imponerla en el mundo entero. Los que me creen exagerado, los que casi me han excomulgado, que lean y comparen minucio­samente la doctrina inmutable que León XIII nos da en su Inmortale Dei y los documentos que nos ofreció el CELAM, después de su reunión de Medellín o los documentos que el último Sínodo nos ha brindado; entonces podrán seña­lar con fundamento mis errores.
Hay otro punto gravísimo en la exposición del Pri­mado de España, que merece también algún estudio. Ha­bla el purpurado de "la acción conjunta en la Iglesia" y dice: "Los padres sinodales concuerdan generalmente en este problema. Muchas palabras (comunión, fraternidad, corresponsabilidad y también colegialidad) expresan la exi­gencia, tanto de ejercitar evangélicamente la autoridad, como la convergencia de todos en la formación del pue­blo de Dios".
Una vez más, la idea de la colegialidad, llevada has­ta los extremos evidentemente falsos y heréticos de la “corresponsabilidad" del Cardenal Suenens, vuelve a pug­nar por imponerse en el gobierno responsable de la Iglesia, adulterando lastimosamente la misma constitución divina de la obra de Cristo. "Casi todos (los padres sinodales) piensan que la misión del presbítero debe ejercerse con el obispo o, mejor, en colaboración con todo el orden de los obispos, con los otros presbíteros, con los laicos: con unión fundada en la misma misión, participada en diversos mo­dos, no sobre bases psicológicas". Según estas palabras, la acción de la Iglesia está fundada entre obispos, pres­bíteros y laicos (no excluyendo al Papa) en "la misma mi­sión", "participada de diversos modos". Es decir, la dis­tinción no es meramente psicológica, ni tampoco es esen­cial, es cuestión de modo, es cuestión de grados. Desapa­rece así la distinción, que, por voluntad de Cristo, debe haber entre la Iglesia docente y la Iglesia discente, entre la Iglesia jurisdiccional y la Iglesia que debe ser regida; entre pastores y ovejas.
Una de las novedades inauditas del Vaticano II y del último Sínodo fue la presencia, esta vez activa, de la mu­jer. Tanta es la actividad de la mujer en la nueva Iglesia, que no sólo lee las epístolas, distribuye la Sagrada Comu­nión, bautiza y tiene a su cargo algunas parroquias, sino que toma parte en estas reuniones sinodales, con voz por ahora, mañana tal vez con voto. Se llegó a hablar según decía la prensa, en el Sínodo, de la posibilidad de ordenar in sacris a la mujer, para llenar el vacío, que en las filas clericales ha hecho la creciente deserción de tantos cléri­gos, que han cambiado el altar por el tálamo. Las pala­bras anteriormente citadas del Arzobispo de Toledo pare­ce que comprueban esta suprema aspiración del progresismo. ¡Todo es cuestión de tiempo!
Por eso, añade Mons. Tarancón: "Algunos padres (sinodales) sostienen que deben institucionalizarse las rela­ciones". ¿De qué relaciones habla el Primado de Espa­ña? Evidentemente, según el contexto, de las relaciones que nacen “de la unión fundada en la misma misión", entre obispos, sacerdotes y laicos (hombres y mujeres). ¡Qué sorpresas nos va a dar el nuevo Derecho Canónico, que actualmente nos prepara una de las múltiples Comisiones del Vaticano! "Pero, si deben constituirse organismos, dicen, es necesaria la acción del Espíritu, para que se salve y se robustezca la libertad de los hijos de Dios". Ya no se habla, en el nuevo lenguaje postconciliar, de la acción del Espíritu Santo, sino del Espíritu, que bien podría designar al maligno.
"En tal contexto los padres (sinodales) atribuyen una particular importancia al Consejo Pastoral y piden que las funciones de ambos Consejos (Presbiteral y Pastoral) se especifiquen mejor, para que su acción sea más eficaz". Seguimos en la borrascosa época de la "pastoral", desentendidos del dogma y de la moral y de la disciplina de la Iglesia. El pensamiento comprometido de los Álvarez Icaza, de los Avilés, de los Genaros o de las nuevas consejeras de la pastoral nos va a conducir, después de ser debidamente institucionalizado, por los caminos novedosos, para regir y amplificar la Iglesia Santa. Por eso se impone ahora cierta fusión entre el Consejo Presbiteral, de Obispos y presbíteros con el Consejo Pastoral, al que también entran los laicos, con voz, con voto y hasta con mando. ¡La corresponsabilidad del Cardenal Suenens ha triunfado, se ha impuesto en la Iglesia! La metáfora del "pueblo de Dios" nos ha homogeneizado a todos y pretende que el sacerdocio laical se confunda con el sacerdocio jerárquico.
"Se desean diócesis más pequeñas; algunos recomiendan asociaciones sacerdotales, mientras otros subrayan los peligros de las mismas; se afirma la necesidad de cierto pluralismo, pero se subraya igualmente su equivocidad, respecto especialmente a tutelar la unidad de la Iglesia universal".
Aquí tenemos una prueba del juego dialéctico, que caracteriza al progresismo: algunos recomiendan las asociaciones sacerdotales, otros subrayan los peligros de las mismas; afirman la necesidad del pluralismo, otros subrayan su equivocidad respecto a tutelar la unidad de la Iglesia. Afirmación y negación, tesis y antítesis. Esta fue lo dialéctica conciliar, que nos dejó la confusión en el equí­voco.
Prosigue el Primado de España: "Se dibuja también la cuestión de la relación entre el ministerio sacerdotal y las demás actividades; a este propósito está bastante di­fundida la opinión: 1) De que no pueden servir verdadera­mente a la misión de la Iglesia, sino en cuanto sirvan a la comunidad cristiana ya aquellos que no han recibido aún el mensaje evangélico; 2) De que deben conciliarse con la vocación a la unidad, propia del ministerio de Cristo".
Este comunitarismo, que, a partir del Vaticano II, tan­to se encarece, es claro que puede tener y de hecho tiene un sentido perfectamente ortodoxo y católico. La misión sacerdotal, los privilegios o prerrogativas que en la orde­nación recibimos, como las que recibieron inmediatamente de Cristo los Apóstoles, no se nos dieron en beneficio pro­pio, sino en beneficio de las almas. La Iglesia, por el minis­terio de sus sacerdotes, cumple en el mundo su misión salvífica. Pero el comunitarismo y el servicio, de que tanto nos hablan, parece como una adaptación a una humani­dad socializada, según el marxismo-leninismo, cuyas ideas fueron ya equiparadas, por el jesuita José Porfirio Miranda y de la Parra, con la palabra de Dios.
Dado el dogma católico de la Comunión de los Santos, existe indudablemente una intercomunicación de orden so­brenatural y divino entre todos los miembros de la Igle­sia, así triunfante, como purgante y militante: todos for­mamos parte del Cuerpo Místico de Cristo; y, en este sen­tido, toda nuestra actividad, que tiene relación hacia la vi­da eterna, contribuye, como dice el Apóstol, in aedificationem Corporis Christi, en la edificación del Cuerpo de Cristo. Este es el verdadero comunitarismo de la Iglesia de Cristo; de esta fuente ha de brotar nuestro servicio al pró­jimo para que tenga un sentido y un valor de eternidad.
Incluye el resumen del Primado de España la labor ecuménica, cuando dice que el ministerio y las demás actividades sacerdotales "no pueden servir verdaderamente a la misión de la Iglesia sino en cuanto sirvan a aquellos que no han recibido aún el mensaje evangélico". Indiscutiblemente, todo sacerdote, por su propia y específica vocación, debe procurar llevar el mensaje evangélico a todas las almas, que en su paso encuentre, según aquellas palabras del Divino Maestro: "Vosotros sois la luz del mundo... Así brille vuestra luz ante los hombres, de modo tal que, viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre del Cielo". (Mat. V, 14-16).
Pero, no es ése el "ecumenismo" del Vaticano II, ni el de la Iglesia postconciliar, que ha venido a suplantar la “catolicidad" de la Iglesia, su fuerza expansiva, por ese nuevo movimiento a la "unidad" de las sectas protestantes que no es incompatible ni con la diversidad y multiplicidad de los credos, ni con la pluralidad de los ritos, ni con la carencia de la sucesión apostólica, en los que así se llaman obispos o pastores protestantes. "Hoy dice el Vaticano II, existe un movimiento de "unidad", llamado "ecumenismo". Con todo, el Señor de los tiempos, que sabia y pacientemente prosigue su voluntad de gracia para con nosotros los pecadores, en nuestros días ha empezado a infundir, con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí, la compunción de espíritu y el anhelo de unión. Esta gracia ha llegado a muchas almas dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha surgido, por el impulso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar la unidad de todos los cristianos. En este movimiento de unidad, llamado ecumenismo, participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador, y esto lo hacen no solamente por separado, sino también reunidos en asambleas, en las que oyeron el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios. Casi todos, sin embargo, aunque de modo diverso, suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios". (Decr. Unitatis redintegratio,1,2).
He aquí lo que la Iglesia postconciliar entiende por 'ecumenismo" y al que, según el Primado de España, ha de estar subordinado nuestro ministerio sacerdotal, para ser auténticamente católico. Ese movimiento ecuménico, del que habla el Vaticano II, ese Concilio Mundial de las Iglesias, nada tiene que ver con los deseos de Cristo, ni con la doctrina tradicional de la Iglesia Católica. Evidente­mente, deseamos la unidad; pero no el entreguismo. De­seamos la conversión de los "separados", pero no la mu­tilación o claudicación de nuestros dogmas o su silenciamiento; ni mucho menos la adulteración fraudulenta y sacrílega de nuestros sagrados ritos y, en especial, del Santo Sacrificio de la Misa. No podemos atribuir a la acción del Espíritu Santo ese movimiento anticatólico del ecumenis­mo protestante, que no ha beneficiado, sino positivamente ha dañado la fe de muchísimos católicos.
Pero, volvamos al discurso del Arzobispo de Toledo: "La mayoría de los padres insisten en la vocación espiri­tual del sacerdocio y denuncian el peligro de un clerica­lismo o neoclericalismo, así como también de un cierto mesianismo, o, según se dice, horizontalismo. Otros sostienen que deben adoptar responsabilidades directas en materias técnicas o políticas".
Según estas palabras, parece que los padres sinodales centraron muy bien el sacerdocio católico, tal como corres­ponde a los designios divinos; sin embargo, vemos de nue­vo la contradicción dialéctica. Se habla de "vocación es­piritual del sacerdocio" es decir, de que el llamamiento que Dios nos hizo, fue para dedicarnos a las cosas del al­ma, no a las cosas materiales; se denuncia el "clericalis­mo' o neoclericalismo, o sea la injerencia indebida del clero en los asuntos del Estado, de la política. Pero, a renglón seguido, se sostiene que los sacerdotes deben adoptar "res­ponsabilidades directas en materias técnicas o políticas". ¿Qué responsabilidades directas pueden o deben tener los sacerdotes católicos en "materias técnicas o políticas"? ¿Se intenta derrocar a los gobiernos o sustituir los regímenes imperantes por la socialización comunizante? ¿Van los cu­ras, abandonando su ministerio sacro, a dedicarse a ha­cer política, a encabezar movimientos revolucionarios, a dirigir la técnica de las industrias?
Hay una tesis peregrina, sostenida por algunos pa­dres sinodales, de la cual nos dice el Primado de España: "Se ha invocado un sano espíritu creativo o inventivo, sin prescindir de la certeza y de la seguridad jurídica; final­mente se dice que el espíritu de comunión debe penetrar la codificación del nuevo Derecho". Esta terminología, es­ta ideología no son católicas; son innovaciones y reformas, que parecen destruir toda la estructuración canónica de la Iglesia. Dejar al espíritu creativo e inventivo de cada sa­cerdote, de cada obispo, la doctrina, la moral, la liturgia, la disciplina de la Iglesia, es destruir la Iglesia, con los ex­perimentos y mudanzas de los hombres. ¿Es compatible este espíritu inventivo y creativo con la certeza y seguri­dad de la ley de Iglesia?
Tampoco entiendo ese "espíritu de comunión", que, a juicio de los padres sinodales, debe penetrar la codificación del nuevo Derecho Canónico. ¿Quieren los padres sinodales decir que la "corresponsabilidad", que supera la misma "colegialidad" de los destacados corifeos del pro­gresismo, va a imponerse en el nuevo Derecho Canónico? ¡El gobierno de la Iglesia Universal en manos, no tan sólo del colegio de obispos, entre los cuales Pedro tan sólo es primus inter pares, el primero entre los iguales, sino en participación también de los Genaros, de los Álvarez Icaza y de todos esos pontífices mínimos de la Iglesia post­conciliar!
Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga
¿Cisma o Fe?
1972

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