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lunes, 6 de septiembre de 2010

RELIGIÓN. SU ORIGEN. NECESIDAD DE LA RELIGIÓN. INDIFERENTISMO

¿No es la religión una invención de curas o estadistas?
No hay en la historia rastro semejante invento. El autor de esta objeción pone el carro delante de los bueyes. ¿Cómo iban a existir los sacerdotes antes que la religión? El recto orden pide que primero haya religión y luego ministros que atiendan a ella. La reli­gión es tan antigua como el primer hombre. «Cuando el racionalista—dice Lotze—atribuye el origen y des­arrollo de la religión a la tendencia que el hombre tie­ne a la superstición, tendencia que los sacerdotes há­bilmente fomentaron para sus fines, olvida que, de haber sido así, la religión nació de una sabia y bien or­ganizada sociedad, que sólo tiene lugar en un estado de cultura y civilización avanzadísima.

¿No habrá que buscar el origen de la religión en el miedo que le sobrevenía al hombre cuando presencia­ba las maravillas de la Naturaleza?
No, señor. El hombre primitivo pudo sobrecogerse de espanto en pre­sencia de una tormenta, de un ciclón o de un terremoto. Esto le pasa a cualquier sabio de nuestros días. Pero éste es un temor puramente natural, incapaz en absoluto de sugerir la idea de Dios si ésta no existía en él de antemano. Dice muy bien De Maistre en sus Veladas de San Petersburgo: «Al llamar a Dios Señor, Maestro, Padre, el hombre da a entender que la idea que tiene Se Dios no proviene de temor. Asimismo vemos que la música y la danza han desempeñado un papel importan­te en el culto divino. Y la idea de festividad va tan unida a la de regocijo, que ya decir «fiesta» equivale a decir solemnidad religiosa

¿Es la religión resultado de un convencimiento intelectual, o es más bien cuestión de circunstancias, como la educación, el ambiente en que uno se cría, etc.?
Claro está que muchos son católicos, protestantes o pa­ganos sencillamente porque sus padres fueron eso mis­mo o porque así se educaron en la juventud. Pero de­cimos, con la Iglesia católica, que fe es un acto del entendimiento, basado en motivos de credibilidad incontrovertibles. Si uno busca sinceramente la verdad y pide a Dios, con humildad, gracia para alcanzarla, Dios le iluminará para que descubra los errores y falsedad de la educación anticatólica que recibió. Dice así el Concilio Vaticano hablando de la fe: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios, su Creador y Señor, y debiendo estar sujeta la razón creada a la verdad increada, siguese que estamos obligados a someter por la fe nues­tro entendimiento y nuestra voluntad a Dios revelador. La Iglesia católica enseña que esta fe, principio de la salvación, es una virtud sobrenatural por la cual, con la ayuda de Dios, creemos lo que Él nos revela, no por­que con nuestro entendimiento descubramos su verdad intrínseca, sino por la autoridad de Dios revelador, que ni se engaña ni puede engañarnos» (sesión III, cap. 3). Si uno nace en el seno de la religión verdadera y en ella crece y se educa, ese tal debe dar gracias a Dios por ello y esforzarse por vivir en armonía con lo que cree; pero el que, con la ayuda de Dios, descubre que está fuera del redil, está obligado en conciencia a buscar e investigar hasta que dé con la verdad.

¿No es la religión pura emoción y sentimiento? ¿No se ve en mítines religiosos que los sentimientos de religión se exaltan a medida que los oradores y las ma­sas se acaloran?
La religión no tiene nada que ver con las exaltaciones producidas en un mitin. La Iglesia católica ha condenado siempre la sensiblería y excitamientos nerviosos, y ha hecho hincapié en la sana doc­trina evangélica, en la confesión dolorosa de los pecados al sacerdote y en una fe sobrenatural que no excluya las buenas obras. Hay en la Iglesia católica culto ex­terno santo y digno que satisface las exigencias del co­razón más religioso, salvaguardándole siempre contra las ilusiones de una emoción puramente sentimental.

¿No son iguales todas las religiones? ¿No son los diversos credos algo accidental, conteniendo todos ellos lo sustancial para salvarse? ¿No nos encontramos en cada esquina con hombres que creen en Jesucristo y su doctrina y hacen cosas que ruborizarían a un pagano?
En esta objeción se aboga francamente por el indiferen­tismo, la enfermedad más común en el día de hoy. Para el indiferente, la religión es algo así como la Guardia Civil, cuyo fin es tener a raya a los descontentos, o como una desembocadura por la que se da salida a las emocio­nes de sentimentalistas píos. El indiferente se hará len­guas de todas las religiones, alabándolas por los hom­bres ilustres que han producido; defenderá tenazmente que la educación y la urbanidad piden tolerancia para todos los credos e ideologías; condenará implacablemen­te a la Iglesia católica por intolerante y dogmática, que exige obediencia a sus definiciones bajo pena de exco­munión. Las religiones—dice el indiferente—son ca­minos que llevan al cielo; tomar éste o aquél es cosa accidental.
Al indiferente lo encontraréis en todas partes. En los campos de la enseñanza es un laico que se maravilla de que los católicos hagamos esfuerzos por tener escue­las aparte donde podamos educar a nuestros niños reli­giosamente; en política es un defensor acérrimo de la separación de la Iglesia y el Estado, y no quiere que éste ponga religión; en cuestiones sociales defiende mil principios subversivos y vocifera que la Iglesia no debe meterse a legislar sobre el matrimonio, el divorcio, la inmoralidad, etc. La Iglesia católica condena el indife­rentismo en términos inequívocos y lo declara el mayor de los enemigos contra la religión. Un hombre que odia a la Iglesia católica porque ha sido imbuido falsamente en toda clase de calumnias contra ella, no es un ene­migo temible. Basta que estudie imparcialmente y a fondo la doctrina católica para que, si es sincero, se con­vierta, como San Agustín, de impugnador en panegiris­ta. Será otro Saulo convertido en San Pablo, el apóstol por excelencia. Pero un hombre que dice que Dios es indiferente a la verdad, porque él lo es, y se gloría de haber fabricado una religión de manga ancha, en la que caben todos los credos e ideologías..., ése difícilmente reaccionará, hasta el punto de someterse con humildad a las enseñanzas infalibles de la Iglesia católica.
Es extraño que hombres que se afanan día y noche para acrecentar sus ganancias y luchan denodadamente por las ideas de su partido político o por los intereses de la ciencia, se muestren tan indiferentes cuando se trata de averiguar cuál es la verdadera religión. «Bus­cad primero el reino de Dios y su justicia—dijo Jesu­cristo—, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mat 6, 33). Y en otro lugar: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O con qué cambio podrá el hombre rescatarla una vez perdi­da?» (Mat 16, 26). Este indiferentismo nefando es la reacción, llevada al extremo, contra la doctrina demole­dora de Lutero. Este dijo: «La fe sola, sin obras, nos salva.» El indiferente dice: «Las obras solas, sin la fe, nos salvan.» Lutero dijo: «Cree y haz lo que se te an­toje.» El indiferente dice: «Obra rectamente, y no te preocupe lo que debas creer.» Asimismo, cuando Lu­tero predicó la doctrina del juicio privado y dejó la Biblia a merced de la interpretación individual, lo que hizo fue sembrar la semilla del indiferentismo; por­que al poco tiempo salían de las imprentas las doctri­nas más opuestas y las versiones más contradictorias sobre los Evangelios, y el pueblo ignorante no estaba capacitado para distinguir las interpretaciones verda­deras de las falsas. Más tarde, por falta de tiempo, de afición o de habilidad para estudiar la cuestión a fondo, el pueblo sacó la conclusión de que creer esto o aquello no era cosa esencial para salvarse.
Siendo Dios todo santidad y la Verdad misma, no puede complacerse igualmente con la verdad y con el error, ni le puede agradar lo mismo el mal y el bien. Cuando, pues, el indiferente nos dice que Dios no se cui­da de lo que debamos creer, dice una blasfemia horren­da. Un hombre a quien lo mismo le da decir la verdad que mentir, nunca será hombre de dignidad y respeto. Un Dios indiferente ante la verdad o el error, no sería acreedor al respeto de los hombres. Por eso no es de ex­trañar que los indiferentes, después de haberse forma­do un concepto tan bajo de Dios, terminen por negar su existencia. El indiferentismo no es más que ateís­mo disfrazado.
Decir que todas las religiones son iguales es un error. Dos proposiciones contradictorias no pueden ser ver­daderas; si una lo es, la otra tiene que ser falsa. Ejem­plos; hay un solo Dios; hay muchos dioses; Jesucristo es Dios: no lo es; Mahoma fue profeta: fue un impos­tor; Jesucristo no permitió el divorcio: lo permitió. Una de dos, o la primera proposición es verdadera, o la segunda; pero las dos verdaderas o las dos falsas, eso no puede ser. Decir, pues, que todas las religiones son verdaderas o que sus diferencias no son esenciales, es negar la verdad objetiva al estilo de los pragmatistas. Si eso fuera cierto, el hombre debería cambiar de reli­gión como cambia el corte del traje, según las modas o las circunstancias. Uno debería ser católico en Italia, luterano en Suecia, mahometano en Turquía, budista en China y sintoísta en el Japón. Esta perniciosa doc­trina está expresamente condenada por Jesucristo, que envió a sus apóstoles a predicar una doctrina definiti­va: «... enseñándoles a cumplir todo lo que os he en­cargado” (Mat 28, 20) y condenando al infierno a los que rehúsen aceptar las enseñanzas apostólicas (Marc 16, 16). Predijo, además, que muchos tergiversarían su doc­trina, pero los desenmascaró para siempre diciendo: «Guardaos de los falsos profetas que vienen vestidos con pieles de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mat 7, 15).
La historia del cristianismo nos muestra cuán opuesto es al verdadero espíritu de Jesucristo este indiferentis­mo material divulgado por los deístas ingleses y por los racionalistas franceses del siglo XIX. Cuando en los tres primeros siglos de la Iglesia arreciaban las perse­cuciones contra los cristianos, éstos escogían con gusto la muerte antes que arrojar granos de incienso en los pebeteros de los dioses; más aún: ni siquiera se rendían ante las demandas de sus amigos y parientes, que les rogaban diesen al tirano sus nombres para que éstos figurasen en las listas de los que habían sacrificado, y se librasen así de una muerte cruel y afrentosa. «¿Qué más da?», preguntaban los paganos. Y los cristianos les respondían citando las palabras del Redentor: «A todo el que me confiese delante de los hombres, le con­fesaré Yo también delante de mi Padre celestial; pero al que me niegue delante de los hombres, Yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos» (Ma­teo 10, 32, 33). No, aquellos cristianos no eran indife­rentes en materias de religión. Dígase lo mismo de los católicos ingleses del siglo XVI: un Tomás Moro, un Fisher y un Edmundo Campión, que murieron por de­fender la supremacía espiritual del Romano Pontífice contra las pretensiones de los Tudores protestantes.
El que hoy dice: «El hombre es libre para creer lo que se le antoje», mañana dirá: «El hombre es libre para hacer lo que le venga bien.» La consecuencia es lógica. Pero el que tal diga sepa que ha levantado el edificio de su moralidad sobre la arena movediza de la opinión, del respeto humano y del capricho, y con dificultad resistirá a los vientos de la tentación, de la desgra­cia, del dolor y de tantos otros contratiempos. Ni vale el argumento de que Fulano, incrédulo, que nunca pone los pies en la iglesia, es amable, caritativo, honesto y de buena vida, mientras que Zutano, católico a machamartillo, es borracho, hipócrita, avariento y de vida escan­dalosa; porque así se compara maliciosamente un cató­lico de nombre, pero vicioso e infame, con un incrédulo naturalmente honrado y decente. Pero, aun suponien­do que de hecho se den algunos ejemplares de incrédulos decentes y honrados, decimos que poseen estas virtudes no por ser incrédulos, sino a pesar de serlo; cosa fácil de explicar, pues el tal Incrédulo vive entre cristianos y nació tal vez de padres cristianos que le dieron una educación cristiana. Esto equivale a decir que nuestro incrédulo es un parásito. «Los biólogos—dice Balfour— nos hablan de parásitos que viven en los cuerpos de se­res mejor organizados, y sólo allí pueden vivir. Esto pasa con los hombres que pretenden demostrar con su buen ejemplo la verdad y consistencia del naturalismo puro sin creencias de ningún género; son parásitos. Su vida espiritual se nutre y vive al abrigo de conviccio­nes que no son suyas, sino de la sociedad cristiana que les rodea. Esa espiritualidad durará lo que duren las convicciones ajenas que la protegen
Un hombre que mira con indiferencia las verdades reveladas por Dios; que considera los diez Mandamien­tos leyes temporales que emanaron de la ideología de un pueblo semítico; que se obstina en dudar de la exis­tencia de Dios; que se ríe de la inmortalidad del alma; que niega el pecado y la libertad de la voluntad..., ¿qué ley moral va a profesar? Si es abogado, sobornará a los jueces y a los testigos, si lo puede hacer sin ser des­cubierto; sí es médico, practicará abortos y hará las operaciones más criminales; si es político, robará del erario todo lo que pueda y colocará pingüemente en car­gos públicos a los amigos y parientes más imbéciles. Nótese que si un católico, vencido de la tentación, cae y peca, tiene probabilidades de reparar el daño arrepin­tiéndose, porque allá en su corazón cree algo positivo y sabe que con la gracia de Dios todo se puede rehacer; pero el incrédulo que atribuye su caída a las circuns­tancias, o a la constitución de la sangre, o al incentivo de una fuerza superior irresistible..., no se levantará. Ya ha llegado a llamar bien al mal, y viceversa. Pero no tiene disculpa. Desde el momento en que duda de la moralidad de sus convicciones, está obligado a investi­gar, y si no lo hace, vive en pecado mortal. Lo mismo peca el que niega las verdades reveladas, que el que, a sabiendas, rehúsa investigarlas, para no saberlas. El mundo ha olvidado esto, pero la Iglesia católica se lo recuerda para que no lo ignore. La Iglesia amonesta a todos con delicadeza, suavidad y paciencia para que abandonen los errores que han abrazado, y jamás de­jará de hacerlo, sin claudicar, sin omitir ni mudar una coma del divino mensaje que Jesucristo le confió para curar a las naciones.

¿No dice la Biblia que Dios no hace acepción de personas, sino que, en cualquier nación, el que le teme y obra bien merece su agrado? (Hech 10, 34, 35). ¿No quiere decir esto que un gentil bueno y caritativo, como el centurión, se puede salvar sin preocuparse de credos ni doctrinas?
Sería absurdo querer defender el indi­ferentismo con este pasaje. San Pedro habla aquí del carácter universal de la Iglesia católica, y afirma que Dios no excluye a nadie del reino mesiánico, ya se trate de un judío, ya de un gentil. No dice que el gentil se salve por las virtudes naturales que practique, sino que Dios se complace en él, porque está bien preparado para recibir la divina gracia y convertirse a la verdadera re­ligión, sea cualquiera su nacionalidad. En este mismo sermón habla San Pedro de la necesidad de la fe y de la contrición (Hech 10, 43), e insiste en que hay que creer en la divinidad de Jesucristo, en sus milagros, en su muerte en la cruz, en su resurrección, en su venida a juzgar a todos los hombres, y cómo en Él se cumplieron las profecías del Antiguo Testamento. Tan pronto como Cornelio vio la verdad del Evangelio, la abrazó y fue recibido en la Iglesia por San Pedro.

¿Cómo me explica usted que siendo Dios la misma Verdad permita tantas religiones en el mundo? Ahora bien: todas ellas dicen que poseen la verdad, y no tiene uno tiempo para estudiarlas todas. Parece, pues, muy racional la posición de un escéptico o la de un agnóstico.
Confesamos ingenuamente que es difícil explicar por qué permite Dios este mal, pues es un mal, y bien grande, el que haya más de una religión; pero esto no nos da derecho a negar la sapientísima Providencia de Dios. Existe el mal, pero existe también la Providencia. Aparentemente, estas dos cosas no pueden coexistir, pero de hecho coexisten. Nuestro empeño, pues—como dice Balmes—, no debe ser negar la existencia simultánea de estos hechos, sino esforzarnos por deshacer la contra­dicción. Si no lo logramos, no echemos la culpa a nadie; atribuyámoslo a nuestra pequeñez. Creemos, con todo, que la solución hay que buscarla en el misterio del pe­cado original, que debilitó nuestro entendimiento y nues­tra voluntad y nos dejó sujetos al error y al pecado. San Pablo habla de los paganos que, ensoberbecidos, «delira­ron en sus discursos y quedó su corazón insensato lleno de tinieblas; y, mientras que se jactaban de sabios, pa­raron en ser unos necios, y la gloria que se debe a Dios incorruptible se la dieron a estatuas de hombres y a fi­guras de ave, y de serpientes, y de bestias cuadrúpe­das» (Rom 1, 21-23). Un hombre sensato no debiera hacerse escéptico ni agnóstico por el mero hecho de que haya muchas religiones. Un billete falso nos dice que hay otro billete que es el verdadero; y no es tan difícil distinguirlos. Los científicos estudian con ahínco las di­versas hipótesis con el fin de convertirlas en leyes si es posible. Estudie el incrédulo la religión con el mismo afán, y saldrá de dudas. A puro raciocinio descubrirá que existe Dios, y que Dios es bueno, veraz y amigo de los hombres, a quienes ha revelado un sinnúmero de verdades sobrenaturales. Descubrirá también que el Nue­vo Testamento no es un libro como los demás, sino un libro excepcional, de contenido sublime, en el que se nos da a conocer la vida de Jesucristo con sus milagros y su doctrina maravillosa.
Si estudia sinceramente con deseo de hallar la verdad, Dios le premiará su esfuerzo perseverante y le dará gracia para conocer cuál es la verdadera religión. Esta no es otra que la que profesa la Iglesia católica, en la que se han cumplido las profecías todas del Antiguo Testamento; esa Iglesia que ha salido incólume de las persecuciones de inacabables centurias; que ha probado su origen divino con milagros sin número; que ha abri­gado en su seno y nutrido con su doctrina sublime a los sabios más capaces que han visto los siglos; que se ha ganado las simpatías de todos con su santidad, su doctrina y el ejemplo benéfico de sus santos.

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