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viernes, 15 de octubre de 2010

Cómo San Vicente entró en religión


Llegando, pues, al monasterio el santo mozo en compañía de sus padres y proponiendo su petición delante el prior, fue increíble el gozo que los religiosos recibieron viendo la pieza tan rica que Dios les traía a casa. Entendían muy bien la fama y muchas letras de Vicente Ferrer, y no quisieron detenerle sino hasta el domingo siguiente, que fue de allí a tres días. Vivaldo, Ranzano y Flaminio dicen que tomó el hábito a cinco de febrero, en el cual día se hace la fiesta de Santa Agueda, y fue esto en el año de mil y trescientos y cincuenta y siete.
Recibido en el monasterio, luego se dio a leer la vida de su padre Santo Domingo, por saber cómo podría seguir al que había escogido por guía después de Jesucristo. Procuraba también, a vuelta de la lección, menear las manos y seguir las pisadas de su capitán, como se verá por el discurso de nuestra historia: que cierto en los sesenta años que trajo el hábito, no parece que se remiró sino en ser un vivo retrato del apostólico varón Santo Domingo.
En razón de esto se dio muy de veras a leer libros sagrados y de teología, a los cuales supo que el dicho Santo había sido muy aficionado. Hízose sobremanera enemigo del ocio, que es la fuente de todos los vicios, y quitado el tiempo que oraba y meditaba en particular, o rezaba con la comunidad en el coro, todo lo que quedaba del día y gran parte de la noche empleaba en estudios y ejercicios escolásticos.
Dormía poco y comía menos, y todo lo podía hacer, pues tenía a Dios a su lado: lo que más admiraba en él era la humanidad y llaneza que tenía con sus hermanos los religiosos y la reverencia que guardaba a los mayores, juntamente con el desprecio y abatimiento con que trataba su misma persona. Porque no solamente en su corazón se tenía por indigno del hábito de Santo Domingo, mas también en lo exterior se preciaba de huir toda muestra de altivez y entonamiento.
Siendo él tal, luego le encomendaron un curso de lógica, y leyóle con tanta erudición y claridad de conceptos, que sin los religiosos le venían a oír setenta legos. La doctrina que los estudiantes se llevaban en sus entendimientos era grande: pero todavía se iban del general más edificados en sus voluntades, con el buen ejemplo de tan santo lector. Y como su santidad fuese tan agradable a todo el mundo, no siendo más que diácono (según se dice en el proceso de su canonización), le hacían predicar con tan grande aplauso y devoción de las gentes, que de diez leguas alrededor de Valencia le venían a oír.
Pasados tres años, le enviaron sus prelados al convento de Santa Catalina Mártir de Barcelona, para que allí se rehiciese en la teología y leyese filosofía. En este tiempo, según escriben Flaminio y Laurencio Surio, había grande hambre en Barcelona e iba la gente muy triste y afligida, no tanto por la necesidad presente de mantenimientos (aunque era grandísima), cuanto por las pocas esperanzas que tenían de socorro, pues no se sonaba que hubiese de llegar alguna nave a su playa. Predicando el Santo un domingo, y teniendo en el auditorio veinte mil almas, dijo con gran confianza: Alegráos, hermanos, que antes de la noche llegarán a la playa dos naves cargadas de trigo, con las cuales vuestra necesidad se remediará. No se tomaron estas palabras con la acepción que el tiempo pedía, antes bien se las tuvieron a temeridad y atrevimiento, porque los mercaderes no tenían aviso de ello, y sin esto el mar estaba muy alborotado de algunos días atrás. Lo que más le quitaba el crédito era que hasta entonces no le habían probado en cosa alguna de profecía, no obstante que le tenían por insigne predicador. Murmuróse tanto esto por la ciudad, que llegó a orejas de los padres de su Orden, y les pesó extrañamente de ello, y no faltó quien le rogase que otra vez en púlpito no se atreviese a decir otro tanto, porque se desacreditaría mucho. El Santo, con todo esto, no se desdecía: pero no dejaba de rogar a nuestro Señor que, pues Él le había revelado la venida de las naves, las trajese con bien para que su santo nombre fuese loado. Apenas fue llegada la hora señalada, cuando ya los barceloneses vieron venir las naves tan necesarias y tan mal creídas. De allí adelante se dio mucho crédito a las cosas que el Santo dijo. Es fama muy constante en Barcelona y en Valencia que San Vicente hizo el sobredicho sermón en el Born, que es lugar muy ancho y espacioso.
Florecían entonces mucho las letras, así humanas como divinas, en Lérida. Y por eso le fue mandado que fuese allá a perfeccionarse en todas las letras y ciencias. Podráse alguno maravillar que a un hombre ya docto e insigne predicador le mandasen aún ir por universidades; pero no hay que parar en ello, porque costumbre antigua es de la Orden, a personas muy afamadas, hacerlas ir a estudiar a otras universidades. Bien docto era Santo Tomás de Aquino cuando compuso en la cárcel el opúsculo contra los sofistas, y con todo eso nuestros padres antiguos le mandaron ir desde el reino de Nápoles hasta París, y de allí a Colonia Agripina a cursar en el auditorio de Alberto Magno. Y aun en nuestros días se ven semejantes cosas en Salamanca. Dióse, pues, San Vicente en Lérida tanta prisa a estudiar que llegando a edad de veintiocho años y dando gran luz de doctrina, fue hecho maestro en teología, procurándolo, como dice Ranzano, don Pedro de Luna, el que después fue cardenal y finalmente se llamó Papa.
Antes de tomar el grado, y siendo aún de veinticuatro años, había compuesto un libro muy docto de las Suposiciones: el cual yo no he visto, porque en aquella borrasca que algunos años ha se levantó en ciertas partes de España contra las Summulas, desapareció con otras muchas obras de excelentes varones; pero, según parece, Ranzano y Flaminio, personas muy doctas, le vieron y le alaban sumamente; dicen que a vuelta de las oposiciones, declaraba en él admirables puntos y sutilezas de filosofía y teología.
Y porque se ofrece ahora buena coyuntura para tratar de su doctrina y sabiduría, pondré aquí lo que he hallado en diversas partes del proceso, referido por muchos y bien graves testigos. Tenía la Biblia tan decorada que la allegaba con la misma facilidad que hiciera si la tuviera siempre delante los ojos; las autoridades que sacaba de ella venían tan al propósito de lo que quería probar, como si expresamente se hubieran escrito para aquello. Y no solamente tenía a mano la sagrada Escritura, mas también las Glosas de los Santos sobre ella. Otras cosas se dicen en el proceso de su doctrina, las cuales guardo para referirlas después en sus propios lugares. Sin el libro que dije antes hallo que compuso otro de la venida del anticristo, y otro de la vida espiritual: en el cual como en un espejo se puede ver la santidad del autor.
No será fuera de propósito tratar aquí en pocas palabras algo de la regla que guardaba este Santo en el estudiar, y tomarse ha lo que diremos del deceno capítulo del ya dicho libro de la vida espiritual; y aunque parece que habla solamente enseñando, quien tuviere bien leída aquella obra, verá que no escribía sino lo que él mismo hacía. Dice, pues, así. Ninguno, por excelente y agudo ingenio que tenga, ha de dejar lo que le puede mover a devoción. Antes ha de referir a Jesucristo todo lo que lee y aprende, hablando con Él y escuchándole, y pidiéndole la declaración de lo que lee. Cuando actualmente está leyendo en algún libro, aparte muchas veces los ojos de él, y cerrándolos métase en las llagas de Jesucristo. Hecho esto, vuelva a proseguir su lección. Cuando se deja de estudiar, póngase de rodillas y envíe al cielo alguna breve y encendida oración, según el ímpetu de su espíritu le enseñare; en la cual con gemidos y suspiros que salgan del hervor del alma, pida favor a Dios, descubriéndole sus deseos. Pasado aquel movimiento del espíritu, que comúnmente dura poco, puedes, hermano, encomendar a la memoria lo que poco antes leíste, y Dios te dará más claro conocimiento de ello. Luego torna al estudio, y del estudio vuelve a la oración, yendo y tornando por sus veces de lo uno a lo otro: porque con estas mudanzas y variedad hallarás más devoción en la oración, y en el estudio más claridad. Y no obstante que este hervor indiferentemente se sigue tras el estudio, en cualquiera hora del día según le quiere conceder el que todas las cosas dispone suavemente y como quiere, pero lo más cierto es concedérselo después de maitines. Por tanto, procura de no velar mucho a prima noche, para que después de los maitines puedas emplear todo tu espíritu en estudio y oración.
Hasta aquí son palabras del Santo: guardaba él tan a la letra estas reglas, que (según es fama) preguntándole un devoto suyo en qué libro hallaba tan lindos apuntamientos como traía en sus sermones, él respondió señalando un crucifijo: Hermano, éste es el mejor libro que tengo, y en él hallo lo más de lo que predico. Y dijo muy grande verdad, porque sus sermones más procedían de oración que de lección. Y así le aconteció una vez que, habiendo de predicar delante de un príncipe que le deseaba mucho oír, hizo grande estudio y revolvió muchos libros. Porque licito es a los santos querer que les tengan por doctos, para que su predicación sea tenida en más y haga más efecto en los corazones de los oyentes. Pero nuestro Señor le encaminó por otra vía. Subiéndose, pues, en el púlpito hizo un doctísimo sermón; mas no contentó mucho al príncipe, antes le pareció que era más el ruido que las nueces, y dijo a sus privados: Buen predicador es fray Vicente, mas no tan grande como las gentes dicen. Entendió el Santo lo que pasaba, y al otro día contentóse con el estudio y lección ordinaria, y dióse muy de veras a la oración como solía. Con esto predicó tan eficazmente y con tan grande energía, que el príncipe quedó tan atónito y contrito que le vino a decir: —¿Qué es esto, padre mío? ¿Por qué ayer no predicaste como hoy? —Porque ayer—respondió él— predicó fray Vicente y hoy Jesucristo. De lo cual, los que siendo mozos han estudiado valientemente, deben tomar ejemplo, y cuando son predicadores contentarse con un mediano estudio (porque dejarle del todo sería temeridad de pecado) y emplear lo más del tiempo en rezar sus devociones, y en encomendarse a Dios y sus santos, y en ayudar a los prójimos, y en lo demás que conforme a su estado o religión están obligados.

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