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martes, 30 de noviembre de 2010

Fuentes de Revelación. La Tradición y la Biblia.

¿No es la Biblia el único tesoro donde se guarda la Revelación?
No, señor. La Biblia sola es algo así como una carta escrita en otra lengua que necesita un intérprete; no está escrita siguiendo un sistema ordenado y metódico, como está el Catecismo; es con frecuencia muy oscura y dificilísima de entender, como ya lo dijo San Pedro hablando de las Epístolas de San Pablo (2 Pedro III, 16), y expuesta, por lo mismo, a falsas interpretaciones. Hay, además, otras verdades reveladas que han llegado hasta nosotros, no por la pluma de los evangelistas, sino por la tradición. Sin esta divina tradición ni siquiera podríamos saber qué libros fueron inspirados y cuáles no lo fueron, porque la Biblia no nos dice nada en este punto.
Lutero
se engañó miserablemente cuando dijo que la Biblia era la única depositaría de la revelación. Pasó más adelante y dijo que todos eran capaces de interpretar la Biblia; todos hasta los criados de servicio y los muchachos de nueve años. La cosecha de esta siembra la recogió muy pronto, pues, en 1525, escribía indignado: «Hay tantas sectas y opiniones como cabezas. Este niega el bautismo; aquél, los sacramentos; el de más allá cree que hay otro mundo entre el nuestro y el día del Juicio. Unos dicen que Jesucristo no es Dios; otros dicen lo que se les antoja. No hay palurdo ni patán que no considere inspiración del cielo lo que no es más que sueño y alucinación suya» (Grisar, Lutero).
Hoy los protestantes siguen dos corrientes. Unos apelan a las inspiraciones del Espíritu Santo, que—dicen—les declara con palabras interiores el verdadero significado del texto bíblico, y otros hacen a la razón su guía y su maestra. Los primeros pecan por fanáticos; los segundos, por incrédulos.

¿No dijo Cristo: «Escudriñad las Escrituras en las que pensáis poseer la vida eterna, pues ellas son las que dan testimonio de Mi"? (Juan V, 39). ¿No alaba la Biblia a los de Berea porque leían la Escritura para cerciorarse de las enseñanzas de Jesús (Hech 17, 11).
Desde luego, Cristo no invitó a los judíos a que leyesen el Nuevo Testamento, que aún no existía, para que estudiasen en él su Evangelio, sino que les echó en cara que, después de haber leído tanto el Antiguo Testamento, no creyesen que Jesucristo no era el Mesías, ya que todo el Antiguo Testamento estaba lleno de profecías y señales que le pintaban a Cristo muy al vivo.
En cuanto a los judíos de Berea, respondemos que no leían las escrituras para inventar y dar forma a un nuevo sistema de fe y adoración, sino para examinar por sí mismos si San Pablo había citado el Antiguo Testamento con exactitud y para pensar despacio la interpretación paulina.

¿Con qué derecho enseñáis los católicos doctrinas que no están en la Biblia? ¿No es esto poner la Iglesia por encima de la divina palabra? ¿No reprendió Cristo a los fariseos por «enseñar doctrinas y preceptos de hombres (Mat XV, 9), y por desvirtuar la palabra de Dios con vuestras tradiciones»? (Mar VII, 13).
Respondemos preguntando: ¿Dónde dice la Biblia que ella es la única depositaría de la fe? Por el contrario, San Pablo dice terminantemente a sus cristianos que crean fielmente, no sólo lo que les había escrito, sino también lo que les había predicado (2 Tes II, 14). Y a su discípulo Timoteo le dice: «Ten por modelo la sana doctrina que has oído de mí... Guarda ese rico depósito por medio del Espíritu Santo, que habita entre nosotros.» «Las cosas que de mí has oído delante de muchos testigos, confíalas a hombres fieles que sean idóneos para enseñárselas también a otros» (2 Tim 1, 13-14; 2, 2).
El Concilio de Trento, después de declarar que la revelación divina está contenida no sólo en las Sagradas Escrituras, sino también en la tradición (que no es más que el conjunto de verdades que los apóstoles oyeron de labios del mismo Cristo o que el Espíritu Santo les inspiró y ellos transmitieron a sus discípulos y se han conservado hasta nuestros días), dice que él (el Concilio) recibe y venera con igual afecto y piedad «todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento... y todas las tradiciones dichas..., preservadas en la Iglesia católica por sucesión continua (sesión IV).
En el texto arriba citado, Cristo reprende a los fariseos por desvirtuar el cuarto mandamiento con su casuística farisaica (Mar VII, 11-12). La tradición de la Iglesia no es invención ni opinión humanas, sino la enseñanza divina e infalible del apostolado que Jesucristo mismo estableció.
La Escritura nos lo dice en más de un pasaje: «Se me ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra—dijo el Señor antes de subir a los cielos—. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñadles a guardar todas las cosas que os he mandado. Y mirar que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mat XXVIII, 18-19). En las cuales palabras se ve claramente cómo el Señor confió a sus apóstoles la tarea suavísima de enseñar y predicar, no de escribir. Y estamos obligados a creer a estos divinos predicadores bajo pena de condenación eterna, pues San Marcos (XVI, 15-16) añade que dijo Jesús: «Predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará.» San Lucas nos habla del apostolado de «predicar a todas las gentes en el nombre de Jesucristo» (24, 17); y en otra parte afirma que los apóstoles eran testigos auténticos de una revelación divina, garantizada infaliblemente por el Espíritu Santo: «Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y daréis testimonio de Mí en Jerusalén, en toda Judea y en Samaría y hasta los últimos confines de la tierra» (Hech I, 8).
Este apostolado no había de terminar con los apóstoles, sino que debía continuar y perpetuarse en sus sucesores, que habían de ser recibidos como lo sería Jesucristo mismo: «El que a vosotros oye, a Mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia; y el que me desprecia a Mí, desprecia a Aquel que me envió» (Luc X, 16). San Pablo nos dice en términos inequívocos que el Evangelio de Jesucristo no está todo contenido en la Biblia, sino que hay que buscarle también en ese apostolado divino e inefable, que durará hasta el fin del mundo. «Todo el que invoque el nombre del Señor—dice—se salvará. Pero ¿cómo van a invocar a Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo van a creer en Aquel de quien no han oído? Y ¿cómo van a oír hablar de El si no se les predica? O ¿cómo se les va a predicar si no se les envían predicadores?... Luego la fe nos viene por el oído. Pero yo digo: ¿Es que no han oído? Sí, su voz ha sonado en toda la tierra y sus palabras han llegado hasta los confines del mundo» (Rom X, 14-18).
Por eso vemos que los apóstoles se presentaban siempre como embajadores de Cristo, probando su misión con milagros, exigiendo fe y adhesión a sus enseñanzas y amenazando con la excomunión a los que después de recibirlas las cambiasen por otras doctrinas nuevas. No, no ha de interpretar el hombre el Evangelio a su capricho, sino que debe someterse a la interpretación de este apostolado permanente, como claramente lo indicó San Pablo en su carta a Timoteo: «Las cosas que de mí has oído delante de muchos testigos, confíalas a hombres fieles que sean idóneos, para que ellos a su vez se las enseñen a otros" (2 Tim I, 2).
Lutero, en vez de San Pablo, hubiera dicho: «Saca muchas copias de mis cartas y distribuyelas ampliamente para que cada cual las interprete como se le antoje.»
San Ireneo (140-205) confirma lo que venimos diciendo, esto es, que debemos interpretar el Evangelio según la tradición apostólica transmitida hasta nosotros por los sucesores legítimos de los apóstoles, y, especialmente, según la tradición de la Sede de Roma. Escribe así el santo contra los herejes: «En todas las iglesias del orbe se conserva viva la tradición de los apóstoles, pues podemos contar a todos y cada uno de sus sucesores hasta nosotros. Como sería largo enumerar aquí la lista de obispos que sucesivamente han ocupado las sillas de los primeros obispos que ordenaron los mismos apóstoles, baste citar la Silla de Roma, la mayor y más antigua de las iglesias, conocida en todas partes y fundada por San Pedro y San Pablo. La tradición de esta Sede basta para confundir la soberbia de aquellos que por su malicia se han apartado de la verdad; pues, ciertamente, la preeminencia de esta iglesia de Roma es tal, que todas las iglesias que aún conservan la tradición apostólica están en todo de acuerdo con sus enseñanzas.»
Unos cincuenta años más tarde se alzó Orígenes (185-255), condenando en términos enérgicos la opinión herética que entonces corría de que la Biblia era la única fuente de fe. «Lo único verdaderamente cierto—escribía—es lo que en nada se aparte de la tradición eclesiástica y apostólica.» (En el prefacio a su De principiis.)

Los católicos se valen de la Biblia para probar la existencia de un apostolado auténtico e infalible, y luego se valen de ese apostolado para probar la autenticidad de la Biblia. ¿No es esto un círculo vicioso?
—No incurrimos aquí en ningún círculo vicioso. Nosotros consideramos los Evangelios como documentos históricos fidedignos, en los que vemos probado hasta la saciedad que hubo un hombre que con sus milagros demostró que también era Dios. Este Hombre-Dios organizó un cuerpo de apóstoles a los que dotó, entre otros privilegios prerrogativas, del don de la infalibilidad. Luego obligó a todos los hombres a que escuchasen a estos apóstoles como lo escucharían a el mismo. Ahora bien: entre otras muchas enseñanzas que nos trasmirtieron los apóstoles, una es esta: que tales y tales libros (La Biblia Católica) fueron inspirados. ¿Dónde está aquí el círculo vicioso?

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