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viernes, 5 de noviembre de 2010

UNA TIERRA NUEVA

"Y VI UN CIELO NUEVO Y UNA TIERRA NUEVA PORQUE EL PRIMER CIELO Y LA PRIMERA TIERRA DESAPARECIERON: YA NO HABÍA MAS" (Ap. XX-1).

Al considerar desde la montaña de la iluminación el porvenir de la Iglesia, San Juan, ve en Patmos, la gloria maravillosa de esta Iglesia renovada.
Mirado el cielo desde la tierra purificada y ennoblecida, el cielo ha de parecer más hermoso aunque sea desde el revés, desde esta ribera, sin penetrar en la gloria interior de esta envoltura celeste.
Cuando yo era niño, muchas veces, sobre el mar contemplaba el ocaso del estío ennoblecido por el oro y los celajes de mil fastuosas primaveras. Yo siempre creí, mecido entre las olas y las riberas cantábricas, que el cielo, era más hermoso, cuando moría un alma santa y entraba por las puertas celestes, aquella fragancia de virtudes y de méritos. Entonces me decía yo, al ver el éxtasis del cielo: ahora acaba de entrar algún santo en la gloria; algo se queda entre las nubes y entre la tersura infinita de la inmensidad, porque casi se adivina la gloria de adentro.
Esta intuición de la gloria, creo que no es sólo un beleño poético: tiene mucho de mística quintaescenciada.
Por eso, al ver ahora sobre la tierra la floración imponente de santos por todos los caminos y todos los hogares, el cielo tiene que reflejar aún en la gloria astronómica, ese humo místico de los pebeteros humanos quemados piadosamente en presencia de la divinidad. El Salmo de David, tiene también íntimas resonancias. "Los cielos cantan su hermosura".
¿Y el cielo no es la gloria y la manifestación soberana de la santidad y del poder de Dios? Podíamos decir que hay una teología astronómica para el cielo. En las horas de los castigos y de las purgaciones, el cielo adopta un ceño de severidad y de calerna. Casi diríamos que tiene personalidad angélica y que interpreta la ira y el pecado cometido, la gloria y la resurrección.
A través de la historia, en los días del pecado, el cielo llueve un diluvio para limpiar la tierra, o manda una aparatosa descarga de fuego. El cielo interpreta la justicia. En el Calvario su ira abre hasta los sepulcros.
El cielo, a su vez, interpreta la gloria. Desde el Sinaí comprendimos la gloria portentosa de la Majestad y del Poder.
En el Jordán intuímos la gloria trinitaria en el bautismo de Jesús. El cielo se abrió y la palabra del Padre justificó al Hijo muy amado que se ajustaba a la ley, como pecador.
En el Tabor, el cielo tuvo un ropaje de Divinidad gloriosa. Luces y glorias sublimadas llenas de perfumes y de profetas legisladores.
Desde el Pentecostés, hasta la gloria íntima y presencial de los santos, el cielo ha sido ese fondo dorado en la silueta renacentista de todos los glorificados. Todos les pintores han interpretado el cielo para el fondo de sus cuadros y el de sus hornacinas.
El oro ha venido a ser, sobre el cielo, el signo de la gloria y de la iluminación en Dios.
A veces, en los espejismos limpios de los ríos o de los estanques, hay una dualidad de tersuras, la del agua y la del cielo. No se sabe dónde comienza el agua y donde termina el reflejo celeste.
La tersura de una Iglesia purificada y cándida, tiene que reflejar en el cielo, una inusitada limpidez. Hay días astronómicos, después de las tormentas en que el cielo adquiere una trasparencia y una perspicuidad en la lejanía purificada.
Después de una tormenta y de una paz moralmente sin pecado, el cielo tiene que reflejar la grandeza de la virtud. No será extraño, que entonces a la gloria de la tierra, lleguen lejanos planetas enseñoreados del espacio y nos visiten con colas y volutas astronómicas y fantásticas. No será extraño, que los arco iris místicos, símbolo de la unión y la alianza de Dios con los hombres, nos ennoblezcan el paisaje cromático de nuestras retinas irritadas con tantas lágrimas pasadas.
Para Jesús, en la tierra, el cielo era una tentación de destierro. Para los justos, el cielo será una elevación ennoblecida por tantas plegarias soberanas. Más hermoso que la constelación de todos los luceros y todas las pléyades de las galaxias, el cielo será desde la tierra el espejo de las almas.
San Juan nos habla en la lejanía de los siglos y en la presencia de la profecía, de una TIERRA NUEVA.
La tierra virgen americana, en los albores de la conquista, tenía qué tener en los paladares aventureros de Castilla, un sabor a tierra de promisión.
Cuando la tierra se vuelva sobre sí misma, y rica en suavidades, desde los abismos, desde las playas lejanas y desde los valles secretos, asista al triunfo de la gracia sobre el suelo, la tierra tiene que tomar sobre su ciega entraña, el sabor y la calidad paradisiaca.
Los profetas han anunciado la vuelta de la tierra al servicio del hombre; la flor tendrá su gloria en las pompas de los jardines y en las glorias exultantes de las altas yerbas llenas de clorofila y de humildad.
Las cosechas y los frutales tendrán aquel sabor que las sibilas y el mantuano Virgilio y los profetas del Antiguo Testamento, auguraron como promesa a los hombres, que nacerían bajo esta raza celeste, endiosada junto a la Cruz.
No es metáfora bucólica, ni piedad sobre el campo, que tiene una lejana afinidad de servicio al altar y a la Eucaristía. No. La añadidura evangélica de Dios, no es una metáfora. Los hombres a porfía, pondrán su ilusión sobre los cielos y sobre los altares. Entonces, como en las yuntas de San Isidro, o como en los peroles de San Juan Bailón, los ángeles harán las cosechas y los mejores menús conventuales. La cocina de los ángeles, como la cosecha de los santos, no son fantasías en las hagiografías. Son realidades adjuntas y entreveradas con los éxtasis, con los salmos y con los cilicios. Hay algo más que una realidad de genio castellano en la frase de Teresa de Avila:
"También junto a los pucheros, anda Dios".
Dios anda entre los pucheros no sólo como éxtasis, sino hasta como realidad que ayuda a los mejores guisados.
La intuición que nos descubre el Génesis, es algo más que una realidad romántica y ducal. Dios paseaba con Adán y Eva, a la hora de la tarde. Y el paseo de Dios sobre el Paraíso, era operativo y admonitivo. Tan operativo que crea las cosas ornamentales de los campos y las útiles para el sustento.
La tierra nueva, será nueva por ese cántico nuevo del fervor y del servicio. Nueva, porque la generación de los que vengan estarán engendrados en la santidad del matrimonio. Habrá nuevas plegarias y nuevos motivos para los himnos y para las renuncias. Habrá nuevas progenies y nuevas conquistas, tales, que las gestas silenciosas a través de las reglas y las disciplinas, brotarán por doquier bajo las sombras de esos atletas sin estadios y sin coronas paganas, llenos de incienso y de agua bendita sublimada.
Y el mar de la tribulación, que dice San Juan, estará retirado y lejano durante cierto tiempo.

'AHORA PUES YO JUAN VI LA CIUDAD SANTA, LA NUEVA JERUSALÉN DESCENDER DEL CIELO POR LA MANO DE DIOS, FORMADA COMO UNA NOVIA ENGALANADA PARA SU ESPOSO" (Verso 2).
¡Qué ricos conceptos y qué gozos para los hijos de la Iglesia, se barruntan y paladean al ver con Juan la ciudad Santa.
Todas las ciudades ilustres de la tierra, tienen semblanzas de heráldicas llenas de armas contra los hombres. La heráldica nueva de esta Iglesia restaurada, será la victoria contra las pasiones y contra el demonio encadenado. Todos los hombres, llevamos una geometría sentimental de las ciudades y una gloria chiquita del pueblo donde nacimos o donde tuvimos nuestro amor o nuestra carrera. Al fin y al cabo, estas glorias menores, de las ciudades cunas o de las ciudades cumbres, es una gloria efímera.
La gloria de pertenecer a una ciudad sin fronteras, a una ciudadanía abierta por el Evangelio, a la unidad y al credo, donde caben todas las glorias chiquitas de las ciudades y de los reinos, es la glorificación de la gran ciudad de Dios: la Iglesia.
La ciudad santa, la Iglesia, que reune todas las cúpulas y todas las lenguas, será una epifanía de hermandades y de caridad.
El lenguaje de los santos tendrá una catolicidad y una categoría unitiva fundamentada en el Evangelio.
—¿De dónde eres?, podréis preguntar.
—Del cielo.
—¿Dónde vives?
—En la Iglesia.
—¿Pero de qué lugar?
—De la tierra de Cristo.

Y bajo estas categorías nuevas, se diluirán por cierto tiempo, el espacio y la geografía sentimental y aristócrata de ciertos pueblos o de ciertas ciudades llamadas Luz, Atenas del Norte, Sultana del Sur, Novia del Mar.
La nueva Jerusalén de la Iglesia, tendrá esa perspectiva de Santos Lugares, reunidos y disociados bajo un solo credo.
La Iglesia como cada alma justificada, tendrá que resumir la biografía victimal y sacerdotal de Cristo.
Cristo, tuvo su pequeña gloria sobre la tierra, pequeña, porque fue momentánea. Una pública, otra íntima. Sin embargo podemos decir históricamente, que la Iglesia no ha tenido su gloria. Aún no ha visto la historia, la epifanía gloriosa de la Iglesia entroncada en el profetismo y en la ley antigua. El Tabor de la Iglesia, tiene que llegar en esta restauración. No sería de Cristo si no fuera también injertada aún en la tierra, a la gloria divina de su fundamento, de sus principios y de su fin. La gloria de la Iglesia, como Tabor, no es sólo un adorno y una falsa ostentación ante los hombres, de algo decoroso y aplastante. La gloria del Tabor en Cristo, era algo sustancial en El, aún desde la tierra.
La Iglesia, que ha buceado este misterio del Tabor, ha comprendido, que sin la luz del Tabor, no excite la luz del Calvario. Sin la gloria no puede llegar la Cruz.
Sin el Hosanna de Ramos, no puede llegar, el tribunal de Pilatos, ni las sombras del martirio de la Cruz. Es un misterio, pero los discípulos, que siguen los pasos de las catacumbas, avizoran en la tierra las cumbres gloriosas del éxtasis y de la divinidad del Tabor.
Esto no es un lujo ni una mera epifanía elocuente. Es una razón teológica llena de misterios. El Tabor de la Iglesia de esta Jerusalén renovada, es la reparación a las sombras de los grandes martirios y de las grandes apostasías. Los tres apóstoles elegidos para el Tabor, tenían que tener una prueba íntima y elocuente para las noches de la traición. Porque en la vida de Cristo se conjuraron tanto las fuerzas secretas y los acontecimientos, que aquel Cristo lleno de milagros y de multitudes, llegó a ser tan olvidado y tan desconocido, que, aún sus mismos discípulos, lo traicionaron.
Para eso, estuvo el Misterio del Tabor, lleno de luces, para afianzar a los escogidos y a los que debían de dar testimonio.
Así también este Tabor y este día de Ramos de la Iglesia, tiene su razón de ser. Día llegará en que la gloria de la Iglesia se desfigure tanto, que cuando El llegue, al final de los tiempos, encontrará apenas un poco de fe.
Le habrán desconocido tanto y se habrá opacado tanto el fulgor de los escogidos, que la cosecha de la Bestia, será abundosa como las arenas del mar. El misterio de la iniquidad, esa gran apostasía de los mejores, será tan copioso que por cierto tiempo, este triunfo de la Iglesia tendrá el sabor de aquellas lágrimas místicas, que Jesús tenía aquel día de Ramos, al entrar en la gloria de Jerusalén. Detrás de aquel triunfo, a los cinco días Jesús, ya estaba en camino de los tribunales, envuelto bajo la traición, caminando hacia la Cruz. No olvidemos, que Jerusalén es signo de elección para la muerte. El Profeta ha señalado a Jerusalén como título sustancial de la Iglesia. Y en el fondo este título, es sustancia de cruz en el ocaso, de martirio final y de renovación para la gloria, el cielo.
Y esta Iglesia, que Juan ve descender del cielo por la mano de Dios, adornada como una novia engalanada para su esposo, tiene toda esa pompa de claro oscuro, de ciertos sepulcros gloriosos renacentistas.
La castidad, serán una nota resplandeciente de la Iglesia. Y sus galas han de sobrepujar a todas las novias y vírgenes pasadas. Es la hora del banquete nupcial, el banquete místico del reino, con los santos y con los justificados. El perfume de la Eucaristía y el de las azucenas, denunciarán a Dios, que borda y que engalana.
La gloria del banquete tendrá un sentido universal. De todos los caminos, como dice el Evangelio, "vendrán los convidados del reino". La conversión de los pueblos traerá su gloria exótica al banquete. Pasará la gloria del banquete de bodas. Pero las novias tienen un sentido victimal de sacrificio. Donde hay un azahar y una constelación de joyas, siguen después las sombras del sacrificio esponsal.
La Iglesia en traje de bodas, después de la gloria exhibida, tendrá que ir al sacrificio. Tiene que ser entregada para engendrar los hijos por la cruz. El Anticristo, con sus profetas y sus secuaces, hará el victimaje glorioso para el reino.

"Y oí una voz grande, que venía del trono y decía: "VED AQUÍ EL TABERNÁCULO DE DIOS ENTRE LOS HOMBRES Y EL SEÑOR MORARA EN ELLOS Y ELLOS SERÁN SU PUEBLO Y EL MISMO DIOS HABITANDO EN MEDIO DE ELLOS SERA SU DIOS" (V. 3).
DIOS NO REINARA VISIBLEMENTE ENTRE LOS HOMBRES COMO DICEN LOS MILENARISTAS. Pero será tal, el perfume de su asistencia y tal, la presencia de las virtudes, que le denunciarán, hasta llegar a pensar que Dios está en medio de nosotros, en el reino de nuestros corazones y en medio de su Iglesia.
El mismo Apocalipsis, en el capítulo XI, nos trae, esa multitud de voces angélicamente envidiosas, de esta transformación deífica, cuándo dice en el versículo XV:
"EL REINO DE ESTE MUNDO HA VENIDO A SER REINO DE NUESTRO SEÑOR Y DE SU CRISTO Y DESTRUIDO YA EL PECADO REINARA POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS. AMEN".
Vivirán tanto los nombres en el cielo, que la tierra será celeste por algún tiempo, y a ratos como en Emmaús, la presencia de incógnito de Cristo, y de sus santos, por los caminos o las Iglesias denunciará, que estamos asediados por el cielo y su conspiración. Entonces la alianza de los hombres con su Dios, tendrá unos lazos sagrados. No me extrañaría que entonces se realice como signo de unión aquella visión del Apocalipsis parecida a la del Sinaí, cuando Dios se manifestó a su pueblo y a Moisés:
"ENTONCES SE ABRIÓ EL TEMPLO DE DIOS EN EL CIELO y fue vista ,el Arca de su Testamento, en su tiempo, y se formaron rayos y voces y truenos y terremotos y pedrisco espantoso".
Con este aplauso cosmológico de grandeza y de poderío, el cielo da a entender la alianza con el pueblo de Dios sobre la tierra. Los hombres comprenderán la alianza del Hijo con el Padre, el ayer patriarcal con el hoy de los santos rejuvenecidos en Cristo.
La Iglesia militante de la tierra, evocará la grandeza triunfante de la Iglesia en el término, contempladora y unitiva. La adoración del cielo, será la misma imagen de los adoradores de la tierra. Un mismo cielo y un mismo Dios, el de la tierra y el del cielo. Casi no habrá diferencia a ratos. Porque la raza celeste estará repartida entre el cielo y la tierra.

Ricardo Rasines Uriarte
1960... Y EL FIN DEL MUNDO
1959

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