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martes, 21 de diciembre de 2010

LA MEDICINA Y EL CRISTIANISMO

La Medicina greco-romana halló en el Cristianismo la mejor acogida y por él pudo ser conservada y mejorada entre todos los trastornos que implicaron la transición de la antigüedad al mundo moderno.
En realidad, la ciencia médica en manos de Hipócrates y Galeno se había despojado de todas las prácticas supersticiosas del paganismo, conservando, como hemos visto, una elevada espiritualidad; nada en ella podía chocar con el espíritu cristiano. La religión de Cristo, fundada esencialmente en la caridad, lleva naturalmente hacia todo lo que puede resultar útil y bueno para el prójimo: el arte médico se encuentra en primer plano. Finalmente, los médicos paganos hallaron en el Cristianismo el espíritu de caridad que poseían en sus almas de buenos Samaritanos y la solución de los problemas religiosos y filosóficos que habían planteado a sus conciencias el contacto con la miseria humana y la observación de los hechos.
Así hallamos entre los primeros conversos a Lucas el médico, el gran Evangelista y compañero de San Pablo. San Ursicino, médico de Ravena, fué martirizado en el año 67, bajo el reinado de Nerón, y el martirologio de los primeros siglos de la Iglesia está lleno de nombres de médicos: durante la sola persecución de Diocleciano hallamos a una decena de mártires canonizados que pertenecían a la profesión médica.
Numerosos son los médicos que en esos primeros siglos fueron sacerdotes, monjes, obispos y aun papas, como San Eusebio, y que unían a su sagrado ministerio el ejercicio de su primera profesión.
La caridad cristiana abrió los hospitales que recibían a la vez a extranjeros, a mendigos y enfermos; son los xenodochios, pero algunos se especializaron en el cuidado de enfermos y son los nosocomios. Establecimientos de esta naturaleza existieron desde la mitad del siglo III en Segaste y Cesárea. Santa Fabiola —nos dice San Jerónimo— fundó en Italia el primer hospital para los pobres en el año 380.
San Basilio, que había estudiado la medicina en Atenas, fundó en Cesárea de Capadocia, hacia el año 369, un famoso hospital, que sirvió de modelo a los que tuvo cada obispo en Oriente desde el siglo VI.
Casi todos los conventos tuvieron, además de la enfermería destinada a sus miembros, un hospital para los pobres (hospitale pauperum) para los extraños. Casiodoro (468-552) encomendó a los monjes a cargo de la enfermería el estudio de la medicina y sobre todo la lectura de las obras de Hipócrates, de Galeno, de Dioscórides (De instit. div. litterarum, C. XXXI). San Benito, al fundar su Orden hacia el año 529, recomienda con insistencia la atención de los enfermos (Regula, C. XXXVI). Finalmente los concilios y las reglas de las Ordenes religiosas les imponen la construcción y el mantenimiento de hospitales: así el primer sínodo de Bonifacio en 742.
Si se considera que por una parte para el reclutamiento de los clérigos, por otra para obviar la disolución de las organizaciones escolares romanas a causa de las invasiones, obispos y conventos abrieron escuelas con el apoyo de los poderes públicos, se verá que por la fuerza de los acontecimientos las autoridades religiosas fueron encargadas de la enseñanza y de la asistencia pública.
La Medicina de la Edad Media continúa sin interrupción la medicina greco-romana, de la que los monjes copiaron los manuscritos. Hipócrates, Galeno, Celso, Aurelio y Plinio constituyeron el cuerpo teórico de la enseñanza médica, a la que se agregaron la farmacia botánica y la materia médica de Dioscórides, Plinio, Macrobio y Columela. Los manuscritos de esos autores abundan en los comienzos de la Edad Media. San Isidro de Sevilla (siglo VII) alcanzó gran influencia por sus Etimologías, que se difundieron enormemente. Se encuentran sus doctrinas médicas en el siglo IX en Raban Maur (De Universo) y en el siglo XII en Hugo de San Víctor (Migne, Pat. lat.) Finalmente las relaciones entre Bizancio y la Palestina (aun bajo la dominación árabe), las Cruzadas, la toma de Constantinopla por los cruzados en 1203, etc., hicieron familiar para los médicos de esa época el conocimiento de los autores griegos, como Filareto, Teófilo, Juan Actuario, Nicolás Myrespe.
La enseñanza médica de la Edad Media recibió una nueva influencia del centro médico constituido por los establecimientos hospitalarios y monásticos de Salerno, de la Cava y de Monte Casino. Esta región de la Magna Grecia constituyó para el Occidente —por sus vínculos con el imperio de Oriente— algo así como un puerto intelectual abierto a las importaciones del extranjero. Así hallamos en gran honor en Salerno autores griegos como Oríbaso y Teófilo Protospatario. La fama de Salerno comienza en el siglo IX. Sus prácticos, religiosos en origen, son muy pronto a la vez laicos y religiosos. La doctrina, naturalmente, es la greco-romana, como lo atestiguan el Antidotario, célebre recopilación de prescripciones extraídas de Plinio, Macrobio y Escribonio, la Práctica de Petroncelli, el Speculum hominis y también el Pasionarius de Garioponto (muerto en 1054).
Durante la segunda mital del siglo XI, un médico, natural de Cartago, Constantino el Africano, después de numerosos viajes desembarcó en Salerno y vistió los hábitos de Monte Casino. Traía consigo obras de medicina árabe, que tradujo. Creó así una recopilación, empleada como manual, al lado de los libros tradicionales, en las escuelas medievales de medicina hasta fines del siglo XV. Ese manual contiene el Al-Malaki abreviado de Rhazés, el Viático de Al-Djezzar, los libros del judío-árabe Isaac (sobre Orinas, sobre Fiebres, sobre Dietas), la Isagoge de Joanicio, los Aforismos, los Pronósticos y las Enfermedades agudas de Hipócrates, con los Comentarios de Galeno, como también dos obras de origen bizantino. Esta recopilación ecléctica "constantiniana", que representaba la tradición hipocrática vulgar ampliada y que se realizaba en el instante en que la enseñanza de la medicina se codificaría con la organización de las Facultades, llegó a ser la base de los estudios médicos.
El esplendor de Salerno es el canto del cisne de las escuelas de medicina de la primera Edad Media, monásticas como la de la abadía de Bec, hecha famosa por Lanfranco, posteriormente arzobispo de Cantorbery, o episcopales como la de Chartres, célebre por San Fulberto, posteriormente obispo de esa ciudad.
Las letras y las ciencias, salvadas de la tormenta política por la protección de los claustros y las catedrales, se alejarán para desarrollar plenamente la fuerza que han adquirido. El Papa les dará su constitución como organismos independientes: las Universidades. Amparadas por la soberanía Pontificia contra las fluctuaciones del poder civil, enfrentarán la enorme sed de saber que les llevará estudiantes que afluirán por decenas de millares.

LAS FACULTADES DE MEDICINA
París
Hacia fines del siglo XII la enseñanza de las artes, la filosofía, la teología, el derecho y la medicina se impartía alrededor del claustro de Notre-Dame, en la isla de la ciudad. Los maestros de medicina conocidos son Alejandro Neckam, Alfredo el Inglés, Gilíes de Corbeil, canónigo y médico de Felipe Augusto. Celestino III, papa de 1191 a 1198, acordó privilegios de jurisdicción a la asamblea (corporación) de los maestros y estudiantes, sustrayéndolos a la justicia civil y concediéndoles la jurisdicción eclesiástica. En 1200, Felipe Augusto confirmó ese privilegio a toda la corporación. En 1215 el cardenal Roberto de Courcon, legado pontificio, da al Studium las instrucciones que forman el primer estatuto oficial. Y la enseñanza de la medicina es fijada por una bula de Gregorio IX (1231).
Montpellier
La región era rica en establecimientos monásticos y en el siglo XII la ciudad asistió a un magnífico florecimiento de instituciones caritativas y hospitalarias de toda naturaleza. Las Escuelas de medicina, cuyos maestros pertenecían al clero secular, tomaron considerable importancia. Entre 1188 y 1220 la escuela libre se convirtió en Corporación organizada, con la carta orgánica de la Universidad redactada por el cardenal Conrado de Urach, cisterciense.
Tolosa
La Universidad de Tolosa de Francia fue fundada en 1229 a pedido de los papas Honorio III y Gregorio IX por el conde de Tolosa, "para combatir mejor a los herejes (los albigenses) y seguir el estudio de la teología y de las artes". Se le garantizó una jurisdicción puramente eclesiástica. La nueva Universidad
se convirtió muy pronto en un centro no sólo de los estudios teológicos, sino de todas las demás ciencias universitarias, incluyendo la medicina (1242).
Inglaterra
Las grandes escuelas, tan florecientes en los siglos VIII y IX, en York, Cantorbery, Wearmouth y Lindisfarne, habían desaparecido con las invasiones danesas y normandas. Hacia 1110 se organizó un centro intelectual en la pequeña villa de Oxford, teniendo por marco principal la abadía de Oseney y el convento agustiniano de Santa Frideswyde. A raíz de una sublevación en 1208-09, el cardenal Nicolás, legado pontificio, acordó a los grupos estudiantiles la jurisdicción eclesiástica. Inocencio IV colocó la Universidad bajo la protección de San Pedro y la propia. Cuando el famoso Roberto Capeto llegó a canciller —aproximadamente entre 1225 y 1230—, los estudios teológicos eran muy poca cosa aún, comparados con los de derecho y de medicina, mucho más desarrollados.
España y Portugal
Las escuelas episcopales de Sevilla, Segovia, Toledo, Calatayud, Tarragona, Gerona, Oviedo, León y Santiago de Compostela eran célebres antes de la invasión musulmana. La medicina hispano-árabe tuvo gran esplendor, pero decayó con la Reconquista. Al compás de la misma, el sistema cristiano de las Universidades —organización libre de los estudios, corporaciones de trabajadores, con fundamento legal y autonomía— llegó a formar la armazón intelectual de la península.
Así surge la Universidad de Coimbra, que halla su base en la escuela de la catedral de esa ciudad y en los conventos de Santa Cruz, de Guimaraes, de Santarem, de San Vicente de Lisboa y en la abadía de Alcobaca.
Así también se forma la ilustre Universidad de Salamanca, fundada por el rey Alfonso IX en 1220, pero sometida a la jurisdicción eclesiástica. Sucede a las escuelas monásticas de Santa Bárbara, San Esteban y San Francisco y a una escuela episcopal que existía a mediados del siglo XII. Dos cátedras estaban dedicadas a la medicina y una a farmacia.
Italia
La universidad más famosa fue la de Bolonia, nacida a la de la escuela episcopal para las artes, de las escuelas municipales para el derecho civil romano y de las escuelas monásticas para el derecho canónico. Sobre todo por sus legistas laicos se afianzó la fama de Bolonia, ya notable desde el siglo XI. Pero desde 1158, Federico Barbarroja acordó a los estudiantes extranjeros la jurisdicción eclesiástica y en 1278 la autoridad pontificia fue completa. En esa época la medicina formaba ya parte de la enseñanza universitaria.

La evolución de la enseñanza superior de las escuelas episcopales o monásticas a Universidades autónomas irá progresando así en todos los países. Muchas surgirán completas, como creaciones de reyes o emperadores, pero recibirán su investidura de la Santa Sede.
La enseñanza, de acuerdo con la tradición episcopal y monástica, fue gratuita en sus comienzos; los maestros gozaban de beneficios eclesiásticos o vivían en la Orden a la que pertenecían o también de sus honorarios o salarios profesionales; algunos no tenían otras entradas que los derechos pagados por los estudiantes.
A estos últimos prestaban ayuda fundaciones de caridad, especialmente los colegios universitarios. El primero fue el colegio de los "Dieciocho", creado en 1180 en el "Hotel Dieu" de París por el Capítulo de Notre-Dame.
Los estudiantes eran clérigos, pero solamente de nombre, porque no habían recibido órdenes sagradas. En medicina los profesores eran a veces clérigos, pero a menudo sólo revestidos de las órdenes menores; a veces laicos, pero que acostumbraban hacer voto de celibato. Esta última obligación fue eliminada en París en 1452 por el cardenal de Estouteville. La medicina marchaba hacia su total laicización.
En realidad se hallaron muy pronto muchos inconvenientes en la práctica de la medicina por eclesiásticos. Las Decretales autorizaban el ejercicio médico a los clérigos sólo con ciertas reservas y vemos en el siglo VI a San Pablo, médico de renombre antes de su elevación a la sede episcopal de Mérida, escudarse en su carácter sacerdotal para rehusar una operación que se le pedía y aconsejar la intervención de otro médico. La residencia de los monjes-médicos en locales independientes del convento, sus frecuentes salidas, y finalmente la debilidad y la avidez de algunos, indujeron a los Concilios a prohibir a los monjes el ejercicio de la medicina (Concilio de Reims en 1131, de Letrán en 1139, de Tours en 1163, de París en 1212). En 1215 el Concilio de Letrán prohibió a los clérigos la cirugía y todas las cauterizaciones e incisiones.
Por otra parte, la introducción en la medicina de los autores árabes, Avicena y Averroes, con tendencias racionalistas, y de sus comentaristas, alejó a la medicina de la Física antigua con la que se integraba hasta entonces, y la encaminó por un camino propio, distinto de las disciplinas eclesiásticas.
Finalmente, la introducción de la costumbre de las disecciones humanas trajo una posible razón de conveniencia, para que se abandonara la medicina a los laicos. Porque si la Edad Media cristiana admitió en seguida las influencias romanas y judías que vedaban la disección, su avidez intelectual tan viva le hizo romper con ellas y reanudar la tradición griega. Pero como ésta no aportaba más que el ejemplo de sabios que se dedicaban a investigaciones individuales, la Edad Media inauguró la disección como forma de enseñanza regular. La disección humana se practicó en un principio fuera de las Universidades, luego fue incorporada a los estudios universitarios. Un edicto del emperador Federico II en 1230 exige al médico un año de estudios sobre el cuerpo humano y autorizaba a las Escuelas del Reino de Napóles a disecar un cadáver por año.
A mediados del siglo XIII, Tadeo, médico del Papa Honorio IV, alude a las disecciones. Guillermo de Saliceto compuso sobre cadáveres un tratado de anatomía hacia 1275, y Mondino de Luzzi, profesor en la Universidad pontificia de Bolonia, publicó en el año 1316 su Anatomía Mundini con ilustraciones tomadas del natural. Desde el año anterior, la disección había sido autorizada en la Universidad de Montpellier y en 1407 lo fue en la de París. En esa fecha, los maestros de la Facultad hicieron la autopsia completa de un obispo de Arras, fallecido de calculosis.
De cualquier manera, la medicina, cuyo ejercicio y cuya enseñanza habían pasado a mano de los clérigos por la fuerza de las circunstancias, y que desde ese punto de vista había dado lugar a muchas reservas y restricciones de parte de la Iglesia, paulatinamente se va convirtiendo en una ciencia puramente laica.

LA HIGIENE Y LA IGLESIA
Los baños
Es notorio el desarrollo considerable que los Romanos dieron a las termas; el uso de los baños era a un tiempo uno de sus placeres favoritos y una práctica de higiene muy recomendada. Al convertirse en cristianos, los ciudadanos del Imperio romano no cambiaron evidentemente de gustos. Por eso la Iglesia tuvo que ocuparse de los baños en tres maneras diferentes.
a) Desde el punto de vista de la caridad, debió tratar de poner al alcance de todos lo que se consideraba como una necesidad médica para los sanos, los débiles y los cansados (Celso).
Vemos así a pontífices como San Hilario (464), Símaco (514), Gregorio IV (844) dar el ejemplo de construir baños cerca de las basílicas. La mayor parte de los monasterios contienen un lugar especial para los baños, a menudo amplio y bien organizado, y sobre el argumento nos han llegado muchas reglamentaciones: la Regla de San Benito, el Concilio de Aix-le-Chapelle (803), los Estatutos de Lanfranco (siglo XII). Y hay también lavatorio, a menudo fuentes que manan en múltiples chorros, para las abluciones antes y después de las comidas (Abadía de Saint-Denis, de Pontivy, de Fontenay, etcétera).
La limpieza misma es un verdadero acto de devoción: "Es costumbre de los cristianos (Acta Sanctorum, enero 1, 334) —reza la vida de San Melán, obispo de Rennes y contemporáneo de Clodoveo— lavarse el sábado para honrar el domingo y cambiar de traje para entrar en la casa terrenal del Rey del Cielo, es decir, en la iglesia, con el cuerpo y el alma igualmente puros".
De esta manera se facilitó el baño por instituciones que abrían gratis los baños a los pobres el día del aniversario de la muerte de su fundador. Esos baños, fundados como obra piadosa en beneficio espiritual de sus autores, se llamaban: baños para la salud de las almas.
b) La Iglesia debió reprimir los abusos, desde el punto de vista moral, y conservar los baños en su función higiénica. En verdad, muchos baños públicos, hacia el final del Imperio romano, tenían mejor o peor fama, y algunos eran verdaderos lugares de perdición. Más de una vez este inconveniente se volverá a presentar durante la Edad Media y, sobre todo, a comienzos del Renacimiento. De ello provienen las recomendaciones y las prohibiciones. San Jerónimo aconseja a los monjes, a las jóvenes y a las viudas eviten frecuentar los baños públicos. Repetidas veces se renueva la prohibición de recibir en los baños a los dos sexos al mismo tiempo. (Sínodo de Trullan, en 692; Sínodo de Laodicea, en 350).
Los teólogos establecen que el baño al servicio de la voluptuosidad está siempre prohibido, mientras que al servicio de la higiene está siempre permitido:
"Si la lujuria y la voluptuosidad son la causa de la frecuencia del baño —dice San Gregorio—, no lo permitamos ni en domingo ni en otro día cualquiera; si, por el contrario, se toma porque el cuerpo lo necesita, no lo prohibimos ni en domingo, porque está escrito: Nadie odia a su propia carne, sino la alimenta y cuida (A los Efesios). Y al mismo tiempo está escrito: No cuidéis vuestro cuerpo por espíritu de concupiscencia (A los Romanos, XIII)." — (San Gregorio, Opera, Tercera carta del libro XI.)
c) Mas si el baño es cosa útil y agradable, el espíritu de penitencia podrá llevar a privarse del mismo: ciertos ascetas se impusieron la privación del baño durante períodos más o menos largos, como San Antonio el Anacoreta, Bruno, obispo de Augusta (913), Santa Inés (1077), Santa Margarita (1121). Por ese sentido de penitencia muchos cristianos se abstuvieron del baño durante la Cuaresma, la Semana Santa o el viernes. En 1105 el emperador Enrique IV, excomulgado, "pasaba todos los santos días de Navidad sin bañarse ni afeitarse".
Esta forma de penitencia basta por sí sola para demostrar hasta qué punto revestían importancia los baños en la vida de la Edad Media cristiana.
El Renacimiento, con el relajamiento de las costumbres y el buscar voluptuosidad en vez de limpieza, llevó a la desaparición de esa costumbre saludable.
Las epidemias
El papel, en cierto modo de Providencia terrenal, que la Iglesia debió asumir frente a los pueblos, después de la caída del Imperio romano, durante los desórdenes de las invasiones y la larga infancia de las nuevas formas sociales y políticas que se elaboraron en el curso de la Edad Media, la pusieron en contacto con las epidemias.
Había la lepra, tan temida en la antigüedad. La Iglesia, por su espíritu de caridad, organizó o favoreció la fundación de las leproserías que se encuentran citadas por los Bolandistas desde el siglo VI, en el condado de Charolles. San Román, monje de Luxeuil, fundó una en el siglo VII. Los hospitales de leprosos se multiplicaron, instalados comúnmente fuera de las ciudades como medida de profilaxis. La Iglesia apoyó esas medidas de aislamiento con su autoridad y las sancionó con ceremonias y prescripciones religiosas. Por otra parte, estimuló la organización de órdenes religiosas como la de San Lázaro, especialmente consagrada al cuidado de esa clase de enfermedades. Gracias a la coordinación de la acción civil y religiosa, la lepra se atenuó poco a poco y fue extinguiéndose. En el siglo XVI los casos fueron cada vez más raros. El recaudador de Dijón no menciona más que la entrada de 12 leprosos en 35 años, desde 1559 hasta 1594.
La peste, como la lepra, fue un flagelo de la antigüedad. Si resulta difícil identificar las pestes de Atenas (429 a. C), de Orón (125 d.C), de Galen (165), de San Cipriano (251), en cambio, la de Justiniano (531-580) parece ser una verdadera peste. Las invasiones de los árabes, que fueron un factor de propagación de la lepra, resultaron necesariamente el agente de difusión del azote, por los vínculos que establecieron con los focos pestosos de Oriente. El Imperio romano, por la situación de sus fronteras orientales, aislaba en cierta medida a Oriente y Occidente; el mundo musulmán, dominando sobre los dos, suprimió esa protección. Y ya sea las alternativas militares durante la larga lucha que la cristiandad debió librar para defenderse contra la inundación musulmana, ya sea las relaciones comerciales y otras durante la época de paz con ese vecino demasiado cercano, fueron para Europa una fuente permanente de contaminación. Es así como desde el siglo VIII hasta el siglo XVIII las epidemias de peste asolaron a Europa.
En esto, el espíritu cristiano intervino para crear los hospitales y los sitios de aislamiento necesarios para dar la asistencia espiritual y material a los apestados. Las órdenes hospitalarias de San Antonio y del Espíritu Santo se distinguieron por su actividad y su sacrificio. Muchos prelados, como los abates de San Benigno, de Dijón, de Cluny (1030-1033) no vacilaron en vender hasta los sagrados vasos para socorrer a los desdichados. En resumen, a la sensación de pánico que dominaba las poblaciones ante esas plagas y que llevaba a cometer actos de la crueldad más salvaje, masacre de la gente que se sospechaba portadora de la peste, expulsión sin piedad de los extranjeros y de los vagabundos, abandono de los enfermos y fuga egoísta frente al flagelo, la Iglesia opuso el espíritu de caridad y de piedad. Y si las procesiones, las peregrinaciones y las representaciones del Misterio del glorioso amigo de Dios, San Sebastián, no fueron una práctica oportuna desde el punto de vista profiláctico, por lo menos infunden el coraje, desarman el terror criminal y suscitan la abnegación. Tomadas todas las medidas de aislamiento y de desinfección, el efecto moral de esas ceremonias religiosas compensa en amplia medida sus inconvenientes, por sus beneficios espirituales y sobrenaturales.

Las Ordenes hospitalarias
Desde su nacimiento, el Cristianismo se halló bajo los auspicios de la caridad dedicada al cuidado de los enfermos. La parábola del buen Samaritano establece el prototipo de esa caridad. Así vemos la Comunidad cristiana de Jerusalén elegir entre sus miembros más distinguidos a siete enfermeros o diáconos, que además de otros deberes, tenían que ocuparse en primer término del cuidado de los enfermos y de los pobres.
Este ejemplo de Jerusalén fue seguido por otras Comunidades; pero se agregaron otras funciones a las primitivas que correspondían a los diáconos. A su lado se formaron las Asociaciones de viudas, a menudo reclutadas en las clases altas de la sociedad, que se consagraban a la atención de los enfermos y a diversas obras caritativas. En el siglo VI hallamos en Alejandría la asociación de los "parabolanos", que se habían comprometido a socorrer a los enfermos, aun en caso de peste.
Hemos visto el nacimiento y el desarrollo de los hospitales en los episcopados y monasterios.
Fue este florecer de la caridad cristiana lo que impulsó a Juliano el Apóstata a escribir (por el deseo de crear instituciones paganas análogas): "Vemos lo que hace la fuerza de los enemigos de Dios, su amor por el prójimo, que se manifiesta para con los extraños y los pobres, y la santidad un poco ficticia de su vida."
El desarrollo de las órdenes religiosas debía llevar forzosamente a una especialización en sus ocupaciones: vida contemplativa, trabajo intelectual, trabajo manual, obras diversas. El cuidado de los enfermos llegó a ser la especialidad de ciertas comunidades, y nacieron órdenes dedicadas a ese fin. No podemos más que desflorar esta magnífica página de la caridad cristiana recordando los nombres de algunas de las Ordenes más ilustres: los Basilianos de Oriente; los Antoninos, fundados en 1095 en el Delfinado para luchar contra el famoso morbo de los violentos, se dispersaron por Francia, España e Italia y se fusionaron con la Orden de Malta en 1778. Esta última fue creada por los hermanos hospitalarios de Jerusalén que servían en el hospital de Amalfi, fundado en 1048. Los Caballeros Teutónicos fueron creados en Jerusalén en 1128, como los Caballeros del Templo, por iniciativa de Hugo de Poujens. Los Caballeros de San Lázaro se organizaron en 1119 para cuidar a los leprosos. En 1203 un canónigo de Bremen, Alberto de Apeldorn, fundó la Orden de los Portaespada y de los Hermanos de Cristo, para defender y atender a los viajeros. En 1230, Conrado, duque de Moravia, fundó en Polonia los Caballeros de Dobrzin o de Jesucristo, para combatir a los prusianos y hospitalizar a los heridos de guerra.
Al lado de estas Ordenes de caballería, hallamos las Ordenes de la burguesía: los Cruciferos; la Orden del Espíritu Santo, fundada en 1198 por Guido de Montpellier, que se extendió considerablemente por toda Europa; los Hermanos Puentistas, que edificaban hospicios cerca de los puentes que construían; los Hospitalarios de Santiago de Haut-Pas, fundados hacia 1260 en Italia.
Entre las órdenes femeninas se conocen desde el siglo IX las Hermanas de Nuestra Señora de la Scala en Roma; las Hospitalarias de San Juan de Jerusalén; la Orden de Santa Isabel, fundada por esta santa en 1225 y que en 1395 adoptó la regla de la Tercera Orden de San Francisco. A fines del siglo XII Lamberto Begh o Le Begue, sacerdote de Lieja, fundó la Orden de las Beguinas, cuyo primer establecimiento surgió en Nivelle (Brabante).
El curso de los siglos debía ver la eclosión de innumerables órdenes hospitalarias, derivadas de las precedentes o creadas íntegramente, como las Ordenes de San Juan de Dios (1534), de S. Camilo de Lelis (1550), de los Hermanos Redentoristas (1608), de San Vicente de Paul (1617), etc.
No podríamos terminar sin recalcar que aun cuando la fundación de un hospital se debió a los laicos o a las autoridades civiles, casi siempre y durante mucho tiempo fue el espíritu cristiano el que los inspiró, tomando como testimonio el edicto de la fundación de Salpétriére en 1658: "Considerando —dice el edicto— a esos pobres mendigos como miembros vivientes de Cristo y no como miembros inútiles del Estado, y procediendo en la dirección de obra tan grande no por orden de policía, sino por el único motivo de la caridad..."
Religiosos o laicos, no puede haber para los cristianos más que un único espíritu ante el sufrimiento, el de Cristo que llora por Lázaro y que dice: "En verdad, os digo, lo que hacéis a uno de estos hermanos míos, al más miserable y pequeño, a Mí mismo la habréis hecho".

Dr. Henri Bon
MEDICINA CATÓLICA

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