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viernes, 21 de enero de 2011

Lugar que ocupa la maternidad divina en el plan de la Encarnación.


Sin Cristo Redentor ni hubiera habido Madre de Dios ni aun hubiese existido María.
I.—Antes que existiesen los siglos fue predestinado Jesucristo por Dios para Reparador de la naturaleza humana. "Dios inefable, cuyos caminos son misericordia y verdad, y cuya voluntad es omnipotencia; Dios, cuya sabiduría llega con fuerza de una extremidad a la otra, y todas las cosas dispone con suavidad (Sap. VIII, 1), desde toda la eternidad había previsto la ruina lamentable que la prevaricación de Adán llevaría tras de sí. Por esto, con designio oculto a todos los siglos, había resuelto acabar, por secretísimo misterio, la primera obra de su bondad por medio de la Encarnación de su Verbo. Así, el hombre, impulsado al crimen por la astucia de la malicia diabólica, sería sustraído de la muerte, producirían su efecto los designios de la misericordia, y lo que desgraciadamente se hundió en el primer Adán sería más venturosamente reconstruido en el segundo. En consecuencia, el Padre eligió para su Hijo Unigénito una madre, de la que naciera al llegar la dichosa plenitud de los tiempos; una madre que él mismo le preparó y en la que amorosamente se complació hasta preferirla a todas las criaturas" (De la Bula ineffabilis).
Tal fue el plan divino, según que nos lo describe el inmortal Pío IX al principio de la Bula dogmática, en la que definió la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Por tanto, el mismo designio de misericordia que predestinó a nuestro Salvador Jesucristo predestinó también a la Madre de Dios hecho hombre. No hubo dos designios: uno referente al Verbo encarnado y otro relativo a la Virgen su madre, sino uno solo e idéntico plan de bondad infinita, que comprendió al uno y a la otra, a Jesús y a María, dentro de una alianza indisoluble. Ni María sin Jesús, ni Jesús sin María; se reclaman y se atraen, como Adán a Eva, como la primera mujer al primer nombre. Neque vir sine muliere, deque mulier sine viro (I, Cor., XI, 11). Dios nunca los concibió ni los quiso separados el uno del otro. Sondead, si tanto podéis, estas profundidades eternas; más allá de todas las edades, más allá de todos los tiempos, se os presentará el Redentor como Hijo del hombre, como la semilla de la mujer, como la flor que debía abrirse en María, la vara de José. Los dos, la Madre y el Hijo, están enlazados el uno con el otro tan estrechamente que nada los separará jamás. Si el Hijo es en virtud de su elección el primogénito de todas las criaturas, la Madre es junto al hijo la primogénita.
Y no digáis que no veis nada singular en María, pues lo que hemos dicho de ella se puede decir de todos los elegidos. ¿No son todos los elegidos, como María, miembros de Cristo, y no los predestinó Dios desde toda la eternidad para que formen el cuerpo místico del Verbo hecho hombre? (Ephes., I, 5, 11).
No permita Dios que introduzcamos sucesión en los consejos de la sabiduría eterna. Dios no es como los hombres, ni sus designios son como los nuestros, simples gérmenes indeterminados en su origen, que se van desarrollando en el fondo de la inteligencia, conforme el trabajo del pensamiento proyecta sobre ellos más luz y más claridad. El plan de Dios fue perfecto e inmutable desde el principio. Pero la prioridad, que no se da ni puede darse en el acto divino que forma el plan, se da en los objetos a que se refiere el plan. De María canta la Iglesia: El Señor la eligió y la preeligió; la eligió como a todas las criaturas predestinadas; la preeligió porque la eligió, no solamente ante todas las edades, como lo fueron las otras criaturas; no solamente con preeminencia de gracia y santidad sobre todos los seres de la creación, sino para una dignidad, para un oficio que la une con vínculos singularísimos con Aquél, que es el Predestinado por excelencia y la causa de toda predestinación. La elección, pues, de María sobrepuja a toda otra elección incomparablemente, porque la elección del Hijo del hombre implica intrínsicamente la elección de la Madre de Dios.
Para entender mejor todo esto supongamos por un instante, aplicando a Dios lo que sucede en nosotros, que sus designios se forman por sucesión de pensamientos, como los formamos nosotros. Dios, al concebir el plan de misericordia, pensará primero en Jesucristo, fundamento y corona del templo espiritual que se va a elevar a la Majestad divina sobre las ruinas del primero. Mas como el Hijo de Dios no soportará ni coronará el edificio sino con la condición de ser hombre e Hijo del hombre, el primer pensamiento de Dios necesariamente tiene que ir acompañado del pensamiento de la elección de la madre. También será necesario elegir los materiales para la construcción de este templo vivo, definiendo su número y su naturaleza y sus relaciones. Pero esta segunda elección es ya menos importante y no se hará sino después de la principal. Dedúcese, pues, que en María hay una preelección en cuanto al plan divino.
Ella está a la cabeza del libro eterno, in capite libri. Lo está por su alianza, tan estrecha que no puede serlo más, con el Reparador del mundo y por la preeminencia que obtiene después de él en los designios de Dios; lo está porque si Cristo puede, en cierto sentido, prescindir de cada uno de los elegidos separadamente, de su madre no puede prescindir, le es necesaria; lo está, en consecuencia por los dones que pide su dignidad altísima de Madre de Dios. Y todo esto es lo que tan felizmente expresa la palabra preelección empleada por la Iglesia.
Hemos leído muchas veces en los Santos Padres de la Iglesia griega que la Virgen Madre es la única elegida, sola electa. Estas palabras responden a lo que poco ha decíamos de la Santísima Virgen. Es peculiar modo de hablar de las Sagradas Escrituras el atribuir a uno como cosa exclusivamente suya aquello que posee en grado eminente. En este sentido decía Nuestro Señor: "¿Por qué me llamáis bueno? Nadie es bueno sino Dios" (Luc., XVIII, 19). Y en otro lugar: "No dejéis que os llamen maestros: no hay más que un maestro, Cristo" (Matth., XXIII, 10). También había recomendado Nuestro Señor a sus discípulos que no diesen a nadie acá en la tierra el nombre de padre, porque su padre era únicamente el Padre celestial (Ibid., 9). Y en forma parecida de lenguaje escribe San Pablo a los de Efeso: "Tenemos que luchar, no contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades..., contra los espíritus de malicia diseminados por el aire" (Ephes., VI, 12; col. Marc, IX, 36; I, Cor., III, 7). En fin, por razón semejante, no ha sido excluido de la Nueva Ley el magisterio de la Iglesia, aunque el Señor había dicho por boca del profeta Jeremías: "Yo escribiré mi ley en su corazón... y el hombre no enseñará a su prójimo..." (Jerem., XXXI, 33, 34). Dios, con estas palabras, quiere expresar solamente que la luz interior del Espíritu Santo, "la unción del Espíritu", como dice San Juan (I Joan., II, 27), sobrepujará al magisterio exterior, aunque éste sea necesario.
Por consiguiente, cuando los Santos Padres escriben de la Bienaventurada Madre de Dios que es la única elegida, no pretenden disputar a los otros santos su elección, sino afirmar cuanto la elección de la Virgen, por su enlace estrechísimo con la elección del Verbo hecho hombre, sea singular y sin semejante. Tal es la predestinación de la Madre de Dios; tal el decreto que, asociándola al Hijo de Dios, la hizo compañera suya para siempre inseparable.
Los decretos eternos de Dios se revelan en su ejecución temporal. ¡Cuan admirable, cuan íntima fue en las predestinaciones divinas esta alianza entre la madre y el hijo, ya que la unión que la traducirá en el tiempo ha de extenderse por todo el curso de las edades! Descúbrese ya desde el principio del mundo, en las promesas hechas a nuestros primeros padres, y después a los patriarcas, en los oráculos de los profetas, en las figuras y en los símbolos de la Antigua Ley. Todo lo que nos habla del futuro Redentor nos habla también de la mujer, cuya descendencia será él; de la Virgen, cuyo fruto será él. Más adelante tendremos ocasión de insistir en estas ideas; pero ya desde ahora podemos indicar uno de los puntos acerca de los que se ha ejercitado la ingeniosa piedad de nuestro Doctores. Por doquiera en el Antiguo Testamento descubren tipos de Cristo, y por doquiera también descubren, mezclados con las figuras del Hijo, los emblemas de la Madre. Si el Hijo es el nuevo Adán de un nuevo mundo, la Madre es no sólo la nueva Eva, sino el Edén celestial donde Cristo hizo su primera morada. Si el Hijo es el verdadero Noé que poblará el mundo con una generación espiritual, la Madre es el arca salvada de las ondas, de la que saldrá aquella nueva generación. Si Cristo es el maná, María es la urna de oro que lo contiene; si él es el pan sagrado de la proposición, pan vivo y vivificante, ella es la mesa sobre la que fue puesto; si él es el carbón ardiente del que sube hacia Dios el perfume del incienso purísimo, ella es el incensario donde primeramente ardió; si él es la ley viva, ella es el arca santa en la que las tablas fueron encerradas.
Cristo es la luz que resplandece en la casa de Dios, y María el candelabro de oro en el que lució ante nuestros ojos; él es la flor que milagrosamente brotó de la vara de Aarón, y ella la vara. La zarza ardiente con fuego divino sin consumirse; el vellón bañado totalmente por el rocío del cielo, la tierra virgen del paraíso donde crece el árbol de la vida, la puerta oriental del templo, aquella puerta siempre cerrada por la que sin embargo, el Señor Dios de Israel entró en el mundo; la escala misteriosa en la que se apoyó el Señor, la casa de Dios llena de su gloria, la nube ligera que nos trajo el Salvador, la fuente sellada que arroja un río de agua viva para la regeneración del mundo, la montaña profética de la que sin que intervenga la mano del hombre se desprende la tierra que derribará la estatua colosal, símbolo de los imperios; todas estas figuras y otras muchas son para los Santos Padres otros tantos emblemas de Cristo y de María, del Hijo y de la Madre (Cf. S. Joan Damasc, hom. 2 in Nativ. B. M. V. et hom. 1 in Dormit.. S. Andr. Creat.. hom. de Nativ. V. Deip.: Hesych. patr. Hieros., hom. 5 de S. M. Deip.; S. Bern., hom. 2 super Missus est, n. 5, sq. : S. Theodor. Studita., oral. 5 in Dormit. Deip.: n. 4, etc. Sería necesario citar todas las series del Ave, en las que la Iglesia entera, y sobre todo la Iglesia de Oriente, recapitula las figuras de la Virgen benditísima).
Y el mismo enlace se observa cuando de las figuras pasamos a las profecías más expresas, como luego veremos. Y cuando en la plenitud de los tiempos las figuras y las profecías dejen paso a las realidades prometidas y Cristo aparezca en la tierra, la unión no sólo no se aflojará, sino que se estrechará y fortificará. De esto diremos en este mismo capítulo.
No es menester recordar aquí los múltiples vínculos que cada vez más estrecharán a la Madre con el Hijo; ni cómo éste comunicará a aquélla sus virtudes, sus privilegios, sus misterios, sus títulos; ni cómo, en fin, la Iglesia, conformándose al espíritu de Cristo su Esposo, mezclará por doquiera en la sucesión de los siglos el nombre de María, la glorificación de María, la invocación de María, las fiestas de María con los homenajes, las plegarias, las alabanzas, las solemnidades en honor de Cristo Jesús. ¿No es éste un hecho del que venturosamente somos nosotros testigos, y, por nuestra humilde participación en el mismo, también actores? (Véanse estas ideas más ampliamente desarrolladas en nuestra obra acerca de la Devotion au Sacre-Cour de Jesús, L. IV, 4.). ¿Y qué es todo esto sino palpable manifestación, por la fuerza de los hechos, de la eterna asociación de Dios humanado con su Madre en la predestinación divina?
Así, pues, con mucha razón decía a su pueblo San Pedro Damiano, predicando acerca de la Natividad de la Santísima Virgen: "Sí, amadísimos hermanos míos, el nacimiento de la bienaventurada y purísima Madre de Dios debe traer a los hombres una alegría muy principal y singular, porque es el principio de la salvación para el hombre. En efecto, Dios, que con la mirada inefable de su providencia había previsto, aun antes de la creación del mundo, que el hombre perecería víctima de las maquinaciones del diablo; Dios, digo, antes de todos los siglos, concibió en las entrañas de su inmensa misericordia el designio de rescatar al hombre: y desde entonces su profundísima sabiduría determinó el orden, el modo y el tiempo de este rescate. Y, como era imposible que la redención del género humano se efectuase si el Hijo de Dios no nacía de una Virgen, por lo mismo era necesario que naciese la Virgen de la que el Verbo había de tomar su carne" (S. Petr. Damián., serm. 45, in Nativ. B. M. V. P. L. CXLIX, 741).
En otro lugar el mismo santo hace asistir a sus oyentes al consejo, en que desde toda la eternidad Dios decidió el misterio y el modo de la Redención: "Y luego, dice, del tesoro de su divinidad, el Señor saca el nombre de la Virgen María, decretando que todo se haga por ella, en ella, con ella y de ella, y que de la misma manera que nada se hizo sin él (el Hijo de Dios), así nada deberá rehacerse sin ella (sin María)" (Id., serm. 11, de Annunciat., ibíd. 558. Debemos advertir que, según los críticos, es lo más probable que este último discurso sea de Nicolás de Clairvaux, secretario de San Bernardo, aunque se inserta entre las obras de San Pedro Damiano).

II.— La primera consecuencia que se deduce de esta unión primordial entre Jesús, el Verbo hecho hombre, y María su madre, es que si no hubiese habido ni justicia divina que aplacar, ni pecado que reparar, ni redención que obrar, ni cautivos que libertar, María jamás hubiera tenido el innefable honor de la maternidad divina. Esta consecuencia nace con bastante claridad de los textos en que María se nos presenta unida constantemente con el Verbo encarnado en los divinos consejos; y acaso con más claridad aún de todo lo que dejamos expuesto acerca de las conveniencias de la maternidad divina, pues todas se refieren a la obra de la Redención. Pero hay una prueba más clara y más incontestable. No hay Madre de Dios sin Dios hecho hombre; ahora bien, Dios no se hará hombre si no ha de venir para rescatar al mundo.
Cosa fácil sería acumular aquí textos de la Escritura Sagrada y de los Santos Padres en los que, como a porfía, se dice que la venida del Hijo de Dios en carne tuvo por razón terminante la reconciliación del hombre con Dios. "Abrid las Escrituras y las obras de los santos, intérpretes de las Escrituras, y veréis cómo por causa única de la Encarnación asignan la redención de la servidumbre del pecado", dice el Doctor Angélico (S. Thom.. III, D. I. q. I, a. 3: col. 3. p., q. I, a. 3). En efecto, según el testimonio del Evangelio y del mismo Jesucristo, "el Hijo del hombre vino para buscar y salvar lo que había perecido" (Luc, XIX, 10.16), y "si Dios envió a su Hijo al mundo fue para que por él se salvase el mundo" (Joan., III, 16, 17; col. I. Joan., III, 8: IV, 9, 10, Gal., IV, 4, 5; Hebr., II. 14; Matth., XIV, 13, etc.).
Y no solamente los Evangelistas y los Apóstoles nos enseñan esta doctrina; el Antiguo Testamento, cuantas veces habla de la venida del Hijo del hombre, otras tantas la enuncia también y la confirma. La misión de Cristo prometido es aplastar la cabeza de la serpiente (Gen., III, 15), traer el remedio a la humana miseria (Is., LXI, 1), poner fin al pecado (Dan., IX. 24.), quitar a la tierra sus iniquidades (Zach., III, 9), reconciliar al hombre con Dios (Is., LIII, 5; Mich., V, 5; Agg., II, 10). Y si algunas veces los profetas señalan otro fin a la venida del Hijo del hombre, no hay en ello oposición alguna, porque estos otros motivos tocan muy de cerca a la curación de los males causados por el pecado del primer hombre a su descendencia, y, por consiguiente, se relacionan con el fin principal, que es la redención.
No ignoramos que estos testimonios de la Escritura Divina y otros mil semejantes no han bastado para convencer a muchos teólogos, tan notables por su doctrina como por su piedad (Por ejemplo, Alberto el Grande, Escoto y Suárez), los cuales, deseando hallar otra causa principal de la Encarnación del Verbo, han intentado con mil esfuerzos atenuar la importancia y valor de los textos indicados. Pero todos sus intentos se frustran ante esta sencilla pregunta: Si fuera de la redención del mundo hubo otra causa determinante del misterio, ¿por qué los Libros Santos, que tan frecuentemente tratan de este punto, no la mencionan ni indican? Y, sobre todo, ¿por qué Dios, al imponer al Verbo hecho carne un nombre que resumiera lo que había de ser y de hacer entre nosotros; un nombre hacia el cual todos los otros convergen como rayos hacia su centro (S. Thom., 3 p., q. 37. a. 2, ad I); un nombre que sea en cierto modo su definición propia, por qué, decimos, eligió el nombre de Jesús con preferencia a todos los demás nombres?
Tan perentorias juzgaron estas consideraciones los Santos Padres que pudiera decirse que todas las fórmulas exclusivas les parecen pocas para expresar que el único fin, próximo y determinante, de la Encarnación fue la redención del género humano. "Si no hubiese sido necesario salvar la carne, el Verbo de Dios de ninguna manera se hubiese hecho carne" (S. Iren., c. Haeres.. 1. V, c. 14, n. 1. P. G. VIII, 1161). Así habla San Ireneo,en nombre del Oriente y del Occidente. "Jamás, dice a su vez San Atanasio, jamás el Verbo se hubiera revestido de la naturaleza humana si la causa no hubiese sido la necesidad del hombre" (S. Athan., Orat. 2. c. Arian., n. 56. P. G. XXVI, 268). ¿Cuál fue, pregunta San Gregorio Nazianceno, la razón que tuvo Dios para tomar nuestra humanidad? Ciertamente la salud que había de traernos. ¿Qué otra podríamos imaginar?" (S. Gres. Naz., Orat. 30, n. 2. P. G. XXXVI, 105).
Los Padres latinos hablan al unísono con sus hermanos de Oriente. Testimonio de ello, este pasaje de San Agustín: "Es un hecho verídico y digno de pleno asentimiento que Cristo vino al mundo. Pero, ¿por qué vino al mundo? Para salvar a los pecadores. No fué otra la causa de su venida al mundo. Lo que lo trajo del cielo a la tierra no fueron nuestros méritos, sino nuestros pecados. Cierto; si vino fué para salvar a los pecadores. Y le darás, dijo el arcángel, el nombre de Jesús. ¿Por qué el nombre de Jesús? Porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Matth., I, 21). ¿Lo oís? Ved aquí la razón del nombre de Jesús, él salvará a su pueblo de sus pecados" (S. August., serm. 174, n. 8. P. L. XXXVIII, 944).
Testigo también, el gran Papa San León: "Si el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, hubiera conservado la dignidad de su naturaleza; si no se hubiera desviado, engañado por fraude diabólico, de la ley establecida por Dios, el Creador del mundo no se hubiera hecho criatura" (S. Leo. serm 77, De Pentecot., 3, c. 2. P. L. LIV, 412). Testigo también, San Ambrosio: "Habéis oído cómo Cristo ofreció su sacrificio de lo que era nuestro; porque, ¿cuál fué la causa de la Encarnación, sino que la carne pecadora había de ser rescatada por ella misma? (S. Ambros., De Incarn., L. 6. n. 56. P. L. XVI, 832). Y a estos testimonios pudieran añadirse otros mil, con los que nuestros grandes teólogos han enriquecido sus obras (Cf. Petav. De Incarnat., L. II, cap. ult.; Thomass., De Verbi Dir. Incarnat., L. II, 5, cum sq. ; Kleutgen, Von Erloser, n. 334, sq., etc). Si hay un solo Padre que opine distintamente, confesamos que no lo conocemos.
No hemos de ocultar que los defensores de la opinión contraria recurren a San Cirilo de Alejandría; pero basta leerlo con atención para convencerse de que en esta materia sigue paso a paso la doctrina del glorioso San Atanasio, su predecesor, y ya sabemos cuál es esta doctrina. Por lo demás, luego veremos cómo los dos insisten en la misma idea para afirmarla y robustecerla con nueva fuerza y brío (Y entonces caerán por tierra lus argumentos que la opinion contraria intenta sacar de los Libras Sapienciales, porque precisamente explicando estos libros San Atanasio y San Cirilo afirmaron explícitamente la opinión que sostenemos). Por tanto, concluyamos, así como la Encarnación del Hijo de Dios presupone en los designios de Dios la caída original del linaje humano, así también la maternidad de María depende de la misma condición.
Advierte muy bien San Buenaventura que la opinión según la cual el Verbo tomó la naturaleza humana principalmente para expiar nuestros pecados es más conforme a la piedad que la contraria. En efecto, nos da un sentimiento más vivo y más profundo de la amorosa misericordia de Dios hacia nosotros, ingratas y culpables criaturas suyas (S. Bonav., in III, D. 1, art. 2. q. 2). Y esto mismo es lo que Nuestro Señor expresó admirablemente en su plática con Nicodemus: "Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su Unigénito, para que todos los que creyeron en él no perezcan, sino que obtengan la vida eterna" (Joan., III, 16).
¿Y no podemos decir nosotros con la misma verdad que el depender la maternidad de la Virgen Santísima de la caída del género humano es para esta divina Madre un motivo poderosísimo para amar y ayudar más y más a los pobres pecadores?
Consideraciones son éstas que no han olvidado los más insignes devotos de la Virgen María. "Oh dulcísima Virgen, ¡qué sobreabundancia de gracia hallaste delante de Dios! Gracia singular, porque sólo tú mereciste esta plenitud; gracia universal, porque tu plenitud se derrama sobre nosotros... Por tanto, oh Virgen, los pecadores pueden recurrir a ti; tienen derecho de decirte: Haznos partícipes de la gracia que tú hallaste por nosotros; porque si nosotros no hubiésemos sido pecadores, tú no hubieras, sido jamás Madre de Dios." Quien así habla a María es un autor del siglo XIV, el piadoso Raimundo Jordán (Piae lect. seu contemplat. de H. V. P., contempl. 4. n. 3. Al autor de esta obra se le conocía comúnmente con el nombre de el idiota o el sabio idiota, hasta que el P. Teofilo Reynaud, S. J., publicó un manuscrito de sus obras. Entonces se averiguó que el autor era Raimundo Jordán (lat. Jordanus), preboste de Uzés en el 1381 y después abad de Sella en la diócesis de Bouges. Estas piae contemplationes se hallan en la Summa Áurea de Migne t. IV. p. 851, sq.
Son tan consoladores estos pensamientos, que vamos a transcribir también este pasaje de Ricardo de San Lorenzo: "Los pecadores pueden decirle: A nosotros nos debes el haber llegado a ser la Madre de la Misericordia. En efecto, si no hubiese habido ni pecador ni pecado, tampoco hubiera habido Encarnación y, por consiguiente, María no hubiese sido Madre de Dios... Ved por qué uno de nuestros poetas magistralmente le ha cantado: Date prisa a ejercer la misericordia con los miserables, oh bienaventurada Virgen, porque si te miras a ti misma verás como los miserables te hicieron bienaventurada. Por tanto, haz dichosos a los desgraciados, cuya causa te hizo dichosa a ti misma.
"Festina miseris misereri, Virgo beata, Nam si te recolis miseri fecere beatam. Ergo bea miseros, quorum te causa beavit."
Y en otro lugar dice el mismo Ricardo de San Lorenzo: "No tengas odio a los pecadores, sin ellos no hubieras merecido ser la Madre de tal Hijo. Sin hombres que rescatar, faltara la rozón, para que dieses a luz al Redentor".
"Nec abhorre peccatores; Sine quibus numquam fores Tanto digna Filio. Si non essent redimendi, Nulla Ubi pariendi Rcdemptorem ratie."
Ricardo de San Lorenzo, De Deipara, 1. IV, 22. Esta obra se halla al final de las obras de Alberto el Grande, t. XX, con el título: De Laudibus B. Mariae. El autor era penitenciario de Rouen hacia la mitad del siglo XIII.)

Esta especie de requerimiento respetuoso hecho a la Santísima Virgen en nombre de los pecadores es familiar a los escritores místicos de la Edad Media. Veamos otros ejemplos. Serán a un tiempo confirmación de la doctrina que deseamos esclarecer, y estímulo eficacísimo de nuestra devoción a la benditísima Madre del Salvador. He aquí, para empezar, una oración de San Anselmo de Cantorbery, "Oh Dios que viniste a ser el hijo de una mujer, con la mira puesta en la misericordia; olí mujer, que llegaste a ser Madre de Dios por razón también de la misericordia, tened compasión de un miserable; tú, Señor, perdonando, y tú, Señora, intercediendo por mí; y si no, mostrardme otro más misericordioso en quien yo halle refugio más seguro, otro más poderoso en quien descanse con más confianza" (S. Anselm., Orat. 51 ad S. V. M. P. L. CLVIII, 952; Cfr. Orat., 47, ibíd., 945).
Después de oír al maestro, oigamos al discípulo, heredero de su doctrina y aun más de su afectuosa devoción hacia la Virgen María: "Cuando medito entre mí mismo y pienso que el Verbo encarnado vino a ser su hijo para salvación de los pecadores, siento grande esperanza de que yo también participaré de la largueza de esta madre incomparable: porque no puedo olvidar que ella es Madre de Dios más para los pecadores que para los justos. ¿No dijo su misericordiosísimo Hijo que él había venido para llamar, no a los justos, sino a los pecadores? Y en el Apóstol, ¿no leo que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores?... (I. Tim., I, 15). Por consiguiente, si para los pecadores, es decir, para mí y por mis semejantes, fue hecha María Madre de Dios, ¿cómo la grandeza de mis crímenes podrá inducirme a desesperar del perdón, cuando Dios sacó de ella un remedio tan infalible para curarlos?" (Eadmer, De Excellent. V. Mariae, c. I. P. L. CLIX, 557, 558. Esta obra durante mucho tiempo se ha citado como de San Anselmo, pero equivocadamente conforme al sentir unánime actual). Véase otro texto del mismo género, de Ricardo de San Víctor: "Si yo me presento en el juicio confesando humildemente mi miseria, y si es defensora de mi causa la Madre de la misericordia, ¿cómo es posible que no halle gracia delante de mi juez? María fue hecha Madre de Dios para un fin de misericordia. Por eso creo firmemente que ella ejerce perpetuamente este oficio de misericordia, en favor del género humano, ante el Padre y ante su Hijo, Jesucristo Nuestro Señor" (Richard, de S. Vict., In Cantic. c. 39. P. L. CXCVI, 518).
Añadamos, para terminar, algunas líneas llenas de unción de Santo Tomás de Villanueva. Las tomamos de uno de sus discursos sobre la Natividad de la Santísima Virgen: "Celebramos el nacimiento dignísimo de una madre tan excelente... Justo es que en algún modo nos glorifiquemos nosotros junto a ella, porque nosotros le dimos ocasión de alcanzar tan alta dignidad, pues sin la enfermedad del pecado el cielo no nos hubiera enviado al que es nuestro médico por antonomasia. Lo mismo que nos hizo culpables, eso mismo fue ocasión de hacerla a ella Madre de Dios, porque si el hombre no hubiera pecado, no tendríamos al Verbo encarnado. Con todo, oh Virgen, esto no te convierte en deudora nuestra; porque tal maravilla no la obró nuestro mérito, sino nuestro demérito. Mas tal es tu benignidad, que no puedes contemplar tu elevación sin acordarte de nuestra miseria; sí, tú serás verdaderamente abogada de los pecadores, tú que fuiste elevada tan alto por razón de sus pecados. Y aunque sintamos el arrepentimiento de nuestros crímenes, nos gozamos infinitamente en tu grandeza y en tu gloriosa maternidad vemos la compensación de las pérdidas que sufrimos por el pecado" (S. Thom. a Villar., in Nativ. B. V. Cónc. 2. n. 2. Canción. II, 395).

III. — Saquemos otra consecuencia. No solamente María no hubiera sido Madre de Dios si no hubiera habido pecadores que salvar, sino que ni aun el don de la existencia hubiere recibido, a no ser destinada para ser Madre de Dios. Ved, pues, hasta dónde llega la unión maravillosa entre la madre y el hijo, determinada desde toda la eternidad en la preordenación divina.
Pero, ¿es cierto que la existencia de María se enlaza por modo tan indisoluble con su maternidad divina, como la maternidad depende de la economía de la Redención? Para no decir nada de propia cuenta en cosa de tanta monta, buscaremos la solución de este profundo problema siguiendo las huellas de los Santos y de los Doctores. "Si no hubiese habido cruz, la Vida no estuviera suspendida del madero por los clavos; y si la Vida no hubiera estado enclavada en el madero, el costado del Salvador, fuente de inmortalidad, no derramara ni el agua, ni la sangre reparadora... Pero, ¿por qué detenerme aquí? Sin cruz, tampoco Cristo sobre la tierra; y sin Cristo en la tierra, tampoco Virgen María, ni segundo nacimiento de Cristo; porque Dios no se hubiera revestido de nuestra humanidad" (S. Andr. Cret.. Orat. 10. P. G. XCVII. 1020).
Estas palabras de San Andrés de Creta son clarísimas; pero veamos otras, si es posible, aun más explícitas. Citaremos en primer lugar a San Fulberto, gloria purísima de la iglesia de Chartres, cuyo obispo fue. Hablando del nacimiento de la augusta e inmaculada Virgen María, dice así: "Oh bienaventurado alumbramiento, pues da a la tierra la Virgen que había de borrar la antigua ofensa de nuestros primeros padres y enderezar el mundo encorvado bajo el yugo del más cruel enemigo; alumbramiento cuya única razón de ser fue preparar una morada santa y pura al Hijo del Altísimo. Porque, ¿a qué otro fin podía ser enderezado?" (Fulbert. Canrnut., Serm. De ortu almae. V. M. P. L. CXLI, 326).
Entre los libros escritos en la Edad Media en alabanza de María no sabemos si hay alguno más notable, por el saber que encierra y por la unción que destila, que el Tratado acerca de la Concepción de la bienaventurada Virgen María (Este tratado, así como el libro de Las excelencias de la Virgen, creíase de San Anselmo; pero ciertamente es posterior, y parece que tuvo por autor a otro Anselmo, pariente del primero, abad de San Sabas, en Roma (1115-1121), y después obispo de Londres (1136-1139)). Después hablaremos de esta obra. Por ahora baste citar algunas líneas, que son las que hacen al caso: "Dios, Creador y Gobernador soberano de todas las cosas, te hizo madre suya..., te constituyó señora y emperatriz de los cielos, de la tierra y de todo lo que tierra y cielos encierran. He aquí lo que eres, y para serlo, en el primer instante de tu concepción, en el seno de tu madre fuiste creada por la operación del Espíritu Santo" (Tract. de Concept. B. V. M. P. L. CXIX, 306. Con estas palabras, operante Spirítu Sancto creabaris, no quiere significar una concepción virginal, sino una concepción milagrosa, como la de Isaías o Samuel). ¿Es posible afirmar con mayor claridad la Concepción inmaculada de María? Pero al mismo tiempo, ¿no expresan estas palabras con igual calridad el encadenamiento entre la producción de la Virgen y su maternidad?
Oigamos también en este lugar a Raimundo Jordán, el Sabio Idiota, en sus Elevaciones a María: "Entre todas las obras del eterno Obrero, si exceptuamos la unión de la naturaleza humana con tu Hijo en unidad de persona, tú eres la más singular y la más hermosa, oh bienaventurada Virgen María, porque si Dios te hizo fue para que su primera obra, deformada por la malicia humana, fuese reformada por ti. Este Obrero supremo había creado la natualeza angélica, de la cual una gran parte cayó; había creado la naturaleza humana, y la humanidad se había corrompido; la naturaleza corporal, y el pecado del hombre la había envilecido. ¿Qué hará el Obrero divino en presencia de tantas ruinas? Crearte a ti, oh Virgen Santísima, para que con el fruto, más que benditísimo, de tus entrañas, la naturaleza angélica sea reparada; la naturaleza humana, renovada; la naturleza inferior, libertada de la servidumbre" (Piae lect. seu Contemp. de B. V. P. L. IV, contemplat. I, n. 1. Cf. n. 3).
Hasta ahora no hemos preguntado a los Orientales. Vamos, pues, a interrogar a San Juan Damasceno, que es, entre los Padres del Oriente, quien más fielmente resume la doctrina de todos. Hablando con la Virgen María le dice así: "Oh mujer, oh hija del rey David, Madre de Dios, Rey de todas las cosas..., tú tendrás una vida muy por encima de la naturaleza...; pero esta vida no la recibirás para ti misma, pues no es para ti para quien habéis nacido. La tendrás para Dios, porque has venido al mundo únicamente para servir a su gloria, es decir, para cooperar a la salvación del universo y realizar con Dios el decreto eterno de la Encarnación del Verbo y de nuestra deificación" (S. Joan. Damasc, hom. 1. de Nativ. B. V., n. 9, P. G. XCVI, 676).
Y si estuviésemos seguros de su autenticidad, nos atreveríamos a citar estas palabras de San Efrén: "Suponed que Dios no hubiera querido revestirse de nuestra carne; entonces, ¿para qué producir a María? (S. Ephrem, Sermo de Transfigur). Pero es preferible no dejar a San Juan Damasceno. Hay una tradición antigua a la que los Griegos aluden frecuentemente en sus obras y señaladamente en las que tratan de la Concepción de María. La bienaventurada Virgen, por bendición del cielo, había de nacer de una madre por mucho tiempo estéril. Así, fué necesario a los santos esposos San Joaquín y Santa Ana orar mucho y suplicar fervientemente hasta obtener, ya en edad provecta, el fruto bendito de su matrimonio. Y lo que la Sagrada Escritura nos refiere de Isaías, de Samuel y de San Juan Bautista, la tradición a que nos referimos lo aplica a la Madre de Dios. Sobre esto se pregunta San Juan Damasceno: ¿Por qué la divina Virgen nació de una unión naturalmente infecunda? Y responde: ¿Para que la única novedad que hay debajo del sol, el prodigio de los prodigios, fuese preparado por medio de milagros escalonados en progresión ascendente, desde las maravillas más humildes hasta las maravillas más sublimes". Y añade el santo doctor, "Puede aducirse además otra razón más alta y más divina. La naturaleza deja paso libre a la gracia y se detiene temblorosa, impotente para avanzar sola. Puesto que la Virgen Madre de Dios había de nacer de Santa Ana, la naturaleza no se atrevió a ganar la delantera al germen bendito de la gracia; quedó sin fruto hasta que la gracia produjo el suyo. Tratábase, en efecto, del nacimiento, no de una niña vulgar, sino de la primogénita de la cual nacería el Primogénito de todas las criaturas en quien subsisten todas las cosas (Coloss., I, 15, 17). ¡Oh bienaventurada pareja, Joaquín y Ana! Toda la creación os es deudora, porque en vosotros y por medio de vosotros ofrece al Creador el don que sobrepuja en excelencia a todos los dones, quiero decir, la madre castísima, que fue la sola digna del Creador" (S. Joan Damasc, ibíd., n. 2, 664: co!. De Orthod. fide. 1. IV, c. 15. No puede afirmarse de una manera cierta la verdad de esta tradición. Pero, dejando a un lado pormenores que saben a ficción, en cuanto a la substancia nada hay que demuestre su falsedad. Es ciertamente muy antigua, pues ya la refiere el autor del sermón acerca del Nacimiento de Nuestro Señor, inserto entre las obras de San Gregorio de Nisa, el cual dice que leyó en una historia apócrifa que los padres de la Madre de Dios fueron estériles hasta una edad muy avanzada, pero que Santa Ana había obtenido con sus oraciones, como la madre de Samuel, este fruto de bendición en su vejez milagrosamente. (P. G. XLVII, 1137 sq.) Y aquí hay que observar que el calificativo apócrifo en este pasaje no significa que la historia sea totalmente fabulosa, sino que no es de aquellas cuya autoridad es de todo punto indiscutible.
La misma tradición hallamos en los evangelios apócrifos, y señaladamente en el más antiguo de todos, el de Santiago, llamado comúnmente Protoevangelio, cuyo texto griego, en el estado en que lo poseemos, puede remontarse al siglo IV. Su título es: Historia de Santiago del nacimiento de María. El texto italiano es una adaptación del griego, hecha probablemente en el siglo V, con el título ficticio: "Libro del nacimiento de la B. María y de la infancia del Salvador, escrito en hebreo por el bienaventurado evangelista Mateo y traducido al latín por el bienaventurado presbítero Jerónimo". Este Protoevangelio es una compilación católica, formada, a lo que parece, con fragmentos de diverso origen. El primer fragmento, conviene a saber, el relato de la concepción milagrosa, infancia y matrimonio de María, data del siglo II, conforme al sentir de los críticos modernos. Quizá sea el libro de Santiago de que habla Orígenes. Los otros dos fragmentos, el uno atribuidos a San José, acerca del Nacimiento del Salvador, y otro, que cuenta la muerte de Zacarías, parecen ser de la misma época o acaso del siglo III. Véase el Diccionario de la Biblia, en la palabra Evangelios apócrifos, y Tíschendorf (Evang. Apocr., Hagae, 1851). Véanse también curiosos detalles acerca del texto latino del Evangelio de Santiago, en San Fulberto de Chartres, serm. 5 ad populum de Ortutu almae Virginis. P. L. CLXI, 326, 327.
Esta tradición fue aceptada en Oriente por muchísimos de los panegiristas de María: por San Andrés de Creta (Or. I. De Assumptione seu Dormit, V. B. Deiparne), por San Germán de Constantinopla (Orat. de Praesent., 2. P. G. XCXVIII, 313. sq.), por el seudo-Epifanio (Orat. de laudibus Deip. P. G. XLIII. 488), por el emperador León (Orat de Nativ. Matris Dei), etcétera. Del oriente se extendió rápidamente por Occidente, y puede leerse en muchas obras. Véase por ejemplo, el sermón sobre la natividad de la B. V. M., en el apéndice de las de San Ildefonso (P. I,. XCVI. 278) ; el sermón de San Fulberto de Chartres acerca de la natividad de la Madre de Dios (L. C., 324, sq.) : Dionisio el Cartujano la admite y cita en su favor el Corán (De Laudibus Deip., L. I. a. 5). Cf. P. Theph. Raynaud, Diptyca Marian. P. L., pun. I, n. 4.) Obvia es la conclusión que de esto se infiere. La naturaleza de suyo era impotente para producir obra tan maestra; y si la gracia o, en otras palabras, si la intervención del Espíritu Santo viene a ayudar y completar a la naturaleza, es porque la milagrosa niña está destinada a ser Madre de Dios. Por tanto, si María no hubiera debido, conforme a la preordinación divina, engendrar virginalmente al Unigénito de Dios, la naturaleza hubiera quedado privada del socorro de la gracia y hubiera permanecido en la impotencia. Una Virgen no hubiera concebido al hombre sin el concurso del hombre, si aquel hombre no hubiera sido el Verbo hecho carne. Joaquín y Ana no hubieran conocido a esta niña, su corona y su alegría, si ella no hubiera sido la Virgen que había de dar a luz. Nueva prueba de que la existencia y la maternidad de María están inseparablemente unidas entre sí y que la maternidad es la razón de la existencia.
Por lo demás, las Sagradas Escrituras, si bien en ninguna parte afirman expresamente esta trabazón tan estrecha, la dejan adivinar sin trabajo a quien las medita y sabe entenderlas. Es imposible leerlas atentamente sin adquirir la convicción de que la maternidad de María no es una cualidad accidental de su existencia, sino que, por el contrario, es algo que afecta a su constitución substancial y casi diríamos que es su mismo ser. Lo cual presupuesto, nos atreveríamos a comparar, guardada la debida proporción, a María como madre del Hijo con el Padre de este Unigénito, para quien ser Padre y ser una persona divina y ser Dios mismo es todo uno. Y así como en virtud de la relación real que opone el uno al otro y los constituye, pensar en el Padre es pensar en el Hijo, así todos los fieles, al acordarse de la Virgen se acuerdan a la par de aquel cuya madre es. Lejos de nosotros el presentar esta comparación como perfecta; mas cuando hayamos profundizado en el sentido oculto de la Sagrada Escritura veremos que tal comparación no carece de fundamento.
Abramos, pues, las Sagradas Escrituras. Nunca en ellas aparece María sin Jesús. La primera vez que la dan a conocer al mundo es para anunciar su maternidad. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya" (Gen., III, 15). Y después, en todas partes se nos presenta con Jesús: Jesús naciendo, Jesús huyendo a Egipto, Jesús ofreciendo en el Templo, Jesús perdido y hallado, Jesús creciendo, trabajando y obedeciendo; Jesús predicando, Jesús expirando... No hallaréis un lugar de las Sagradas Escrituras en el que se hable de la Madre separadamente del Hijo. Es verdad que María no está siempre junto a Jesús, aunque casi siempre lo acompaña, hasta en sus excursiones apostólicas. Pero la cuestión no es ésta. Lo que queremos decir es que donde quiera que el Evangelio la menciona la presenta o la nombra en su íntima relación con el Hijo de Dios, su hijo.
Estaba ella retirada en el Cenáculo, después de la Ascensión, y Jesús no estaba allí. Pero oíd lo que dicen los Actos Apostólicos: Y los Apóstoles "perseveraban unánimemente en la oración... con María, madre de Jesús" (Act., I, 14).
Diríase que constituye una ley sin excepción el no separar el nombre de la madre del nombre de su hijo, si ya no se la nombra únicamente por medio del nombre de él. Cuatro veces en un solo capítulo del primer Evangelio el ángel y San Mateo la mencionan, y las cuatro veces ligan el nombre de Jesús con el de su madre. Vienen los Magos a adorar al nuevo Rey de Israel, y "hallan al Niño con María su madre" (Matth., II, 11). Isabel, el día de la Visitación, exclamaba bajo la acción del Espíritu Santo: "¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?" (Luc, I. 43). Cuando el santo anciano Simeón hubo acabado su cántico y devuelto el Niño a los brazos de su padre adoptivo y de su Madre, "dijo a María su madre" (Luc, II, 34). "Y su madre conservaba y repasaba todas estas cosas en su corazón" (Luc, II, 51). San Marcos directamente sólo una vez habla de la Virgen: para llamarla madre de Jesús (Marc., III, 81). Y cuando, en otro pasaje, relata ciertas palabras de los judíos en las que es nombrada María, se la designa como madre de Jesús (Marc, VI. 8). San Juan no la conoce con otro nombre que con el de madre de Jesús, conforme lo atestiguan el relato de las bodas de Cana y el de la escena del Calvario (Joan., II, 1. sq., XIX, 25, 26), de tal manera, que ni una sola vez la llama María.
¿Es increíble que esta manera de hablar tan constantemente en libros inspirados por Dios no encierre significación profunda? ¿Y cuál puede ser esta significación si no es la compenetración que el cielo quiso que hubiese entre la existencia de la Virgen y su maternidad? Si preguntáis quién es la Virgen, el Evangelio no nos ofrece más respuesta que ésta: "María de la que nació Jesús, que es Cristo" (Matth., I, 16); y aún brevemente: María de Jesús.
Si fuese necesario, el Antiguo Testamento uniría al Nuevo su testimonio; tan cierto y evidente es que la Sagrada Escritura no habla de María sino en orden a su maternidad divina. Si suprimís los textos que la representan, ora como la enemiga de la serpiente infernal, como aquella cuya descendencia aplastará la cabeza del monstruo (Gen., III, 15), ora como la Virgen que, permaneciendo virgen, concibe y da a luz al Enmanuel (Isa., VII, 14), ora como la mujer que circundará al varón (Jerem., XXXI, 22), ora como aquella que ha de parir (Según el contexto, debe sobrentenderse: al Dominador que, procedente de Belén, tendrá la libertad, es decir, al Mesías. Mich., V, 3, con sus antecedentes y consecuencias), en vano la buscaréis desde el libro del Génesis hasta el último libro de los Macabeos, como no sea que deis con algún otro texto en que se nos presente en su ser de madre. Prueba evidente de que María no tiene existencia nada más que para esto: para ser madre.
Pero, dejando aparte esta consideración, preferimos meditar, bajo la dirección de los Santos Padres, el texto tan conocido de los Proverbios, en el que la divina Sabiduría dice de sí misma: "El Señor me poseyó desde el principio de sus caminos, antes que nada hiciese, desde el principio" (Prov., VIII, 22). Los Setenta, donde la Vulgata del término possedit, poseyó, pusieron la palabra creavit, creó. De aquí tomaron los arríanos ocasión del volver este texto contra la consubstancialidad del Verbo con Dios su Padre, pues parece que el mismo Verbo afirma de sí en este texto que fue creado. No seguiremos a los Santos Padres en todas las explicaciones con que demuestran la inanidad de la argumentación de los herejes; pero notemos en sus respuestas lo que se refiere a la cuestión presente, y tenga la palabra en primer lugar el victorioso campeón de la fe en aquellas luchas, es decir, San Atanasio de Alejandría. Admite la lección del texto griego, a saber la que dice: "Él me creó principio de sus caminos, en vista de sus obras. Yo fui fundada antes de todas las edades..." Y ved cómo lo interpreta.
"El Señor, dice la Sabiduría, me creó principio de sus caminos; esto es, mi Padre me dio un cuerpo, y por lo mismo me creó, no en cuanto soy Dios, sino en cuanto hombre, para la salvación de los hombres... Por consiguiente, si aceptamos la palabra creó de los Proverbios, se ha de entender no del Verbo todo entero, sino del Verbo considerado en cuanto al cuerpo creado, del que el Padre lo revistió por nuestra causa, nostri causa, para que nosotros fuésemos renovados y deificados en él" (S. Athan., Orat. 2, C. Arian., n. 47. V. G. XXVI, 245, sq.). Y añade más abajo: "Por tanto, hablan los Proverbios, no de la naturaleza del Verbo, sino de la humanidad... Antes de toda la creación el Verbo existía desde toda la eternidad... Pero cuando el Creador hubo hecho todas sus obras y cuando fue necesaria una economía de restauración para levantar las ruinas, entonces el mismo Verbo se ofreció y se anonadó hasta hacerse semejante a la obra de Dios, y esto es lo que significa la palabra: El me creó..." (S. Athan., Orat. 2, C. Arian., n. 51, 256). Y continúa el santo: "Y así, la Escritura añade inmediatamente después: para sus obras, en vista de sus obras. Con esto quiere significar la causa de esta creación, cómo el Verbo se encarnó para la restauración de las obras de Dios: es que la Escritura Santa acostumbra, cuando habla del origen de Jesucristo en cuanto a la carne, expresar la causa por la que se hizo hombre... Porque antes de la Encarnación del Verbo existía la necesidad del hombre, sin la que jamás se hubiese revestido de nuestra carne..." (Id., ibíd., 53, 54, 260, 261: col. n. 55, init.).
"Y él me fundó antes de los siglos; como si la Sabiduría dijese: A mí, que soy el Verbo, mi Padre me revistió de un cuerpo terrestre. Y así fué fundado aquél que por nuestra causa se desposó con la naturaleza humana; fue fundado, digo, para que nosotros mismos, adaptados y como incorporados a él, nos elevásemos a la perfección verdadera..." (Id., ibíd., n. 74, in f. 305).
Por lo demás, si la Escritura, a las palabras creó, fundó, añade las expresiones: antes de los siglos, cuando la tierra aún no había sido hecha, no hay en ello motivo de extrañeza; todo esto se refiere al mismo misterio, al del Verbo hecho hombre.
"La gracia que nos hizo el Salvador se reveló en el tiempo; pero antes de nuestro nacimiento, mejor dicho, antes de la reconstitución del mundo, nos estaba preparado en los consejos eternos, porque Dios no tenía menester de esperar para deliberar acerca de nuestra suerte, como si hubiese ignorado en alguna época nuestros futuros destinos. Como sabía desde toda la eternidad que, después de ser creados en la santidad, nos rebelaríamos contra sus órdenes y seríamos arrojados del paraíso, él, que es la bondad por esencia, nos preparó en su propio Verbo una economía de salud que nos devolviese la inmortalidad..." (S. Athan.. Orat. 2. C. Arian.. n. 75, 305).
Así, pues, el consejo y el decreto de nuestra salud se remontan más allá de todas las edades; pero la ejecución se hizo al venir el Salvador en la hora en que la necesidad lo pedía (Id., ibid., n. 75, 309).
Ya dijimos que la doctrina de San Cirilo concuerda perfectamente con la de su ilustre predecesor. Tenemos la prueba de ello en el comentario que escribió sobre el mismo texto para refutar los mismos ataques: "El Señor —dice la Sabiduría— me creó; como si dijera, Mi Padre me revistió de un cuerpo y me creó como hombre, para salud del hombre... Por consiguiente, puesto que el Hijo de Dios se hizo hombre para acabar las obras de Dios y ser el principio de los caminos que conducen a la reparación del género humano, con justo título dice de sí mismo: El Señor me creó principio de sus caminos y para sus obras" (Cyrill. Alex.. Thesaur. Aesert., 15. P. L. LXXV, 266, 274).
"El me ha fundado antes de los siglos. Dios, cuya ciencia no espera la presencia de los acontecimientos para conocerlos, vio aún antes de la constitución del mundo lo que había de suceder en los tiempos más remotos. Y por esto..., antes de todos los tiempos, él colocó a su Hijo en su presencia, como fundamento en que debíamos apoyarnos para levantarnos de nuestra caída y llegar hasta la incorruptible inmortalidad. Porque él sabía que nosotros moriríamos al volvernos pecadores... El Creador, pues, conociendo en su eternidad nuestros destinos futuros, previo y predefinió al que debía ser hombre por nosotros, es decir, a su Verbo, para que fuese principio de sus caminos y base inquebrantable de restauración para la naturaleza humana... Por tanto, si consideramos el decreto y la intención del Padre, Cristo fué fundado antes de todos los siglos; pero si consideramos le ejecución, la obra se ejecutó en el tiempo, conforme al modo que exigía la necesidad de las cosas" (Cyrill. Alex., Thesaur. Assert.. 15. P. L. LXXV, 291-294).
¿Teníamos razón para afirmar la identidad de doctrina cuando hallamos repetidas en ambos aun las mismas fórmulas?
Mas, ¿por qué invocamos el testimonio de estos grandes doctores? Porque confirma no solamente la opinión antes emitida acerca del hecho de la Encarnación, sino que, además, nos ayuda a concebir mejor lo que es la maternidad divina en sus relaciones con la existencia de María. Nadie, en efecto, puede ignorar con cuanta insistencia aplica la Iglesia a la bienaventurada Virgen María este pasaje de los Sagrados Libros. Griegos y latinos, al unísono, lo utilizan, para celebrar su gloriosísimo origen, y la Santa Liturgia, o les ha dado ejemplo o lo ha tomado de ellos (Cf. Offic. comm. B. V., lnmmacul. Concept., Nativit B. M. V., Rosarii B. V. Desponsat, etc.).
Que la aplicación que se hace de estos textos a María no descansa en el sentido literal, lo concedemos de buen grado. Sea así: se le aplican solamente en sentido acomodaticio. Pero no es ésta una de esas acomodaciones facticias que se fundan más en las palabras que en las cosas, nacidas de un ingenioso juego de la fantasía antes que apoyadas sobre un sólido fundamento doctrinal.
Si la Iglesia atribuye constantemente a María lo que el Espíritu Santo reveló de la Sabiduría encarnada, es porque el texto expresa ideas que le convienen; no, cierto, en el mismo grado que al Hijo de Dios, su Hijo, pero sí con toda verdad y en una medida exclusivamente suya (Si suponemos con muchos Padres que el texto de los Proverbios se refiere a la Sabiduría encarnada, entonces, no sólo en sentido acomodativo, sino en sentido literal, de cierta manera, habla dicho texto de la Madre de Dios. Quiero decir que esta divina Madre se halla significada implícitamente: adsiginificata, connotata, como dicen los intérpretes de los Libros Santos. ¿Por qué? Porque la idea del Verbo en la carne, en nuestra carne, trae naturalmente al pensamiento la idea de mujer que es el principio de esta misma carne).
Por consiguiente, María, como el Verbo hecho carne, fue creada para ser y con él y por él, principio de los nuevos caminos y la restauradora de las obras de Dios. Y ver por qué la Iglesia la hace decir, como a él: "Yo fui fundada antes de todos los siglos... Aun no existían los abismos ni las montañas se habían sentado sobre sus bases firmes, y ya había sido concebido yo; antes que las colinas, yo había sido engendrado (Prov., VIII, 23, sq.), no en la realidad, como el Verbo, pero sí en la divina predestinación, como el Verbo mismo en cuanto hombre.
Desde entonces, puede decir la Santísima Virgen, nuestras dos existencias están enlazadas la una con la otra en la unidad de un mismo decreto, en la intención de un mismo fin: la salvación del mundo, de tal manera asociadas y mezcladas, que Dios mismo no nos ha separado jamás en su pensamiento. Siempre le ha querido a él como a Hijo mío y siempre me ha querido a mí como a Madre suya, y al uno y al otro nos ha querido únicamente para su obra por excelencia, la reparación de la naturaleza caída. "No separe, pues, el hombre lo que Dios unió indisolublemente" (Matth., XIX, 6).
Poco importa que sigamos el texto griego de los Proverbios o el de la Vulgata (El texto hebreo indica más especialmente una producción por vía de generación. Fero esto no debilita el razonamiento que precede, porque San Atanasio, San Cirilo y la Liturgia tomaron las lecciones del griego o de la Vulgata para aplicarlas sea al Hijo, sea a la Madre.).
Leed cómo dice nuestra versión latina: "Dios me poseyó en el principio de sus caminos; antes que crease ninguna otra cosa, ya entonces existía yo. Yo fui establecida (ordenada) desde la eternidad..."; la conclusión que fluye naturalmente de la acomodación del pasaje a la bienaventurada Virgen, queda la misma: María, según los consejos de Dios, no debe existir más que para ser la madre de la Sabiduría encarnada.
En los primeros días del mundo, Dios creó primeramente al hombre. Después, del costado del hombre sacó a la mujer, para que le fuese ayuda semejante a él, y el hombre y la mujer fueron los dos en una sola carne: dos operaciones divinas, separadas en el tiempo, pero solidarias la una de la otra, como el texto inspirado nos lo muestra con evidencia. Así, la producción de María es anterior a la de Jesús; pero a ella se refiere; y si es lícito ver alguna diferencia entre la creación de la primera pareja y la formación del nuevo Adán y de la nueva Eva, es para comprobar una unión, digámoslo mejor, una dependencia más estrecha entre el Hijo y la Madre que la que existió entre el primer esposo y la primera esposa. Ellos, Jesús y María, son más uno en una carne sola y en una existencia común que Adán y Eva.
Repitámoslo, pues nada hay tan importante para conocer bien la misión, los destinos y la gloria de María: el Verbo hecho carne y María se compenetran en los decretos de Dios tan estrechamente, que es imposible pensar en el uno sin pensar en la otra. El Salvador fue predestinado en el plan divino, no ciertamente con predestinación tardía o retrasada, sino desde el primer momento, y, por decirlo así, de primera intención como teniendo ya Madre; y esta misma Madre forma indisolublemente parte del mismo plan como un elemento no accesorio, accidental, sino esencial. Por eso mismo el Redentor del mundo no se concibe sin su naturaleza humana y que esta naturaleza únicamente había de existir para ser el órgano animado de Cristo Salvador, este Hijo del hombre requiere una Madre, y esta Madre de tal manera es para él, que jamás hubiese tenido realidad sin él. ¿Quién no presiente ya las consecuencias que de tan alta unidad se deducen para la gloria de la Virgen Madre y los tesoros de gracia y de santidad encerrados para María en una predestinación tan inefable?
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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