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viernes, 28 de enero de 2011

MARTIRIO DE SANTA FELICIDAD Y DE SUS SIETE HIJOS, BAJO MARCO AURELIO Y LUCIO VERO

"Una infancia piadosa y estudiosa, en la que ya, como lo atestigua una palabra de Adriano, que le llamó Verissimus en lugar de Verus, se revela el rasgo específico de su carácter: la entera sinceridad; una juventud casta, tempranamente asociada a las responsabilidades del gobierno, sin que ni los cuidados ni los cargos atentasen en modo alguno a la espontaneidad y a la intensidad de la vida interior; la edad madura y la vejez, votada sin reserva al servicio del Estado y a los intereses de la Humanidad, en un tiempo en que las dificultades fueron rudas y hasta conoció graves peligros; dejar, en fin, tras sí un librillo, llegado hasta nosotros, de sólo algunas hojas, pero tan llenas, donde sobrevive y se transparenta un alma tan elevada como pura; tal fue el destino de Marco Aurelio. Destino privilegiado, al que parecen haber concurrido por igual—como para justificar los dogmas de la escuela a la que tan firmemente se adhirió el emperador filósofo—, la razón soberana que distribuye su lote a cada uno y la voluntad iluminada del hombre a quien ese lote cayera".
Del mismo Puech es esta nota sobre los nombres de M. Aurelio: "Marco Aurelio era hijo de Annio Vero; primero llevó el nombre de su abuelo materno, Cotilio Severo; luego, después de la muerte de su padre, finado hacia el 130, cuando ejercía la pretura, el de M. Annio Vero; después de su adopción por Antonino, el 25 de febrero de 138, el de M. Elio Aurelio Vero ; después de la muerte de Antonino, tomó el de M. Aurelio Antonino y transmitió el de Vero a L. Elio Aurelio Cómodo, que se llamó desde entonces L. Aurelio Vero. El nombre de Aurelio viene de T. Aurelio Fulvo, abuelo del emperador Antonino."
Un emperador que merece de una pluma moderna este luminoso retrato, y que fue, sin duda, una de las mas puras y luminosas figuras de la antigüedad poniente, no tuvo la más leve comprensión del cristianismo, y manchó o consintió que se manchara su largo reinado de copiosa sangre cristiana. Una sola vez, en sus meditaciones solitarias, le rondan los cristianos su mente estoica: mas cuando el filósofo coronado se para a reflexionar sobre el más sorprendente espectáculo que contempló el mundo antiguo: la serenidad de los cristianos ante la muerte, no ve en el martirio sino un prurito de oposición, espíritu de obstinación y actitud teatral. (A. Puech, Marc-Auréle, Pontee»... Proface (Pnrís. 1&25).
Marco Aurelio sucedió a Antonino Pío el año 161, por quien había sido adoptado el 25 de febrero de 138, a cuyo gobierno estuvo desde entonces asociado. Apenas subido al trono imperial, estalla la guerra de Oriente, con la invasión de Armenia por los partos, y la Germania da los primeros signos de amenazadora agitación. El Imperio parece cuartearse por todas sus fronteras, desde la Britannia al Oriente y del África al Danubio. El Tíber, por añadidura, se sale de madre y se entra devastador por la urbe. Tras la inundación, viene el hambre, y, tras el hambre, la peste devasta (el 166) todo lo ancho y largo del Imperio. Los espíritus, mucho antes, estaban infestados también de peste. El siglo II es, a par, el siglo de las luces y de la superstición, el que produce un charlatán de la estofa de Alejandro de Abonutico, y a Luciano, satírico implacable que lo flagela. Sus más elevadas clases sociales, teñidas superficialmente de filosofía, estaban íntimamente, impregnadas de superstición. Rutiliano—P. Mummius Sisenna Rutilianus—, de la más alta ascendencia aristocrática romana, no vacila en casarse, a sus sesenta años, con la hija del profeta, habida, según este, no menos que de la Luna, una noche que se prendó, como de otro Endimión, de su dormida hermosura. El mismo Marco Aurelio, cuando la invasión de cuados y marcomanos, no se desdeñó de recibir el oráculo que le mandaba Alejandro desde un rincón de la Paflagonia, ordenándole sacrificar al Danubio dos leones que, por cierto, buenos nadadores, no quisieron ahogarse en honor del barbado dios fluvial y se pasaron a la orilla enemiga. Recibidos allí a palos por los intrépidos germanos, al día siguiente era derrotado el ejército romano.
Ahora bien, denso el aire de superstición y peste, nada más fácil que fraguarse la tormenta contra los cristianos. Parece, pues, que en los dos primeros años del Imperio de Marco Aurelio ha de ponerse el martirio de una noble matrona romana con sus siete hijos, cuyas actas más correctas hubo de leer San Gregorio Magno en el siglo VI. ¿Son las que nosotros poseemos? Las actas se encuadran perfectamente en el ambiente de la época. Marco Aurelio, con todo su estoicismo, era tan supersticioso como cualquier Rutiliano de su tiempo. Cuando, unos años mas adelante (el 166), los bárbaros irrumpen por la Retia, el Nórico, la Panonia y la Dacia, como un Danubio sin riberas, y la peste devasta a Roma, el emperador no halla otro remedio a tanta calamidad—y su siglo tampoco le hubiera ofrecido otro — que multiplicar las ceremonias religiosas para aplacar la ira de los dioses:
"Tal fué el terror que infundió la guerra marcománica, que Antonino mandó traer sacerdotes de todas partes, hizo celebrar ritos extranjeros, purificó a Roma con todo género de lustraciones, y hasta atrasó la marcha al campo de batalla para celebrar, conforme al rito romano, los lectisternios por espacio de siete días".
Nada tiene, pues, de sorprendente que, al comienzo de su Imperio, en circunstancias semejantes, le sugiriesen los pontífices de Roma que no había modo de aplacar a los dioses hasta que Felicidad, mujer ilustre, no les ofreciera, junto con sus hijos, sacrificios. El emperador da orden a Publio, prefecto de la urbe, que entienda en el asunto de la madre cristiana y de sus hijos. Y, efectivamente, el 162, bajo Marco Aurelio y Lucio Vero, desempeñó la prefectura urbana Publio Salvio Juliano, sucesor de Q. Lolió Urbico, que nos hizo conocer San Justino en su Apología. Publio Salvio Juliano fue el lamoso redactor del Edictum perpetuum, colección de los edictos del pretor urbano, gran acontecimiento, bajo Adriano, en la historia del Derecho romano. Las actas hablan, ora del emperador Antonino (temporibus Antonini imperatoris), ora de "nuestros señores" (ut dominorum nostrorum iussa contemnant), ya de nuestro señor el emperador Antonino (Dominus noster imperator Antoninus). A uno de los hijos de Felicidad se le ofrece, si sacrifica a los dioses, hacerle "amigo de los Augustos" (amicus Augustorum). En todo esto, no sólo hay signos de autenticidad, sino también un buen indicio cronológico, pues consta que en 162 sólo Marco Aurelio estaba en Roma, mientras Lucio Vero combatía contra los partos. El prefecto, pues, podía hablar unas veces, en plural, de nuestros señores o de los Augustos, pues Marco Aurelio se había asociado a Vero en absoluto pie de igualdad, o, en singular, del emperador Antonino, único presente en Roma. El título de amicus Augusti era también real y muy codiciado, pues los amigos del Augusto formaban como el consejo y séquito íntimo del emperador.
Notemos también la expresión quae sunt regí nostro Antonino gratissima, que apenas concebimos fuera originariamente dicha por un romano, y tenía, en cambio, sentido perfectamente claro para un griego. Los griegos pasaron con la mayor naturalidad del régimen de las monarquías helenísticas al del Imperio romano, y todo se redujo a un cambio de amo. El Imperator romano era la continuación del helenístico. Esto ha hecho pensar en un original griego de estas actas, del que las actuales serían una refundición. En absoluto, el proceso mismo pudo haberse celebrado en griego, pues en este momento no es sólo bilingüe, como en sus comienzos, el Imperio, sino que el griego es la lengua predominante y al uso, y apenas si existe literatura latina. Marco Aurelio escribe en griego sus Meditaciones o Pensamientos. La victoria de la Grecia vencida no podía ser más completa. La Iglesia, desde luego, con Roma a la cabeza, era también totalmente griega. A los emperadores, además, se les da tratamiento de Dominus, lo que pudiera tomarse por otro indicio de origen griego. El latín fue más reservado en este uso, si bien es anterior a Marco Aurelio. La expresión tenía sentido religioso, con una tradición más honda en el mundo helenístico que en Roma, pues para los subditos de los Ptolomeos y demás soberanos sucesores de Alejandro, el rey era ya de por vida un ser divino. En definitiva, el culto imperial es de origen oriental, y Augusto mismo opuso alguna reserva al primer fervor de sus subditos orientales.
La marcha toda del relato nos confirma esta impresión de autenticidad, como la ha sentido un historiador moderno nada sospechoso:
"La actitud y el lenguaje del juez, que se vale alternativamente de ruegos o amenazas para seducir o intimidar a los mártires; que conjura a la madre a tener lástima, si no de sí misma, por lo menos de sus hijos, a quienes espera la gracia imperial si se dejan doblegar; que se irrita de la resistencia que encuentra y la atribuye a secreto acuerdo; sus paternales, acariciadoras palabras, que giran luego hacia la ironía y la amenaza, todo eso es la verdad misma, la verdad eterna y la verdad de la situación. Son rasgos que están en la naturaleza de las cosas, y que se hallan en tan grande número de actas, que sería excesivo poner en duda su carácter plenamente histórico. Por otra parte, el porte de los interrogados: esta santa mujer, cuya alma está en cierto modo llena de Dios, a quien invoca y en quien tiene su esperanza, su refugio y su fuerza; los alientos que infunde a sus hijos al pie mismo del tribunal y a la faz del juez impotente y coronado; estas palabras conmovedoras y firmes: "Hijos míos, levantad los ojos al cielo y mirad a lo alto: allí os está esperando Cristo con el coro de los santos; combatid por vuestras almas, permaneced fieles al amor de Cristo"; estas palabras de tanta altura moral y estética, las breves respuestas de los hijos invencibles que se enardecen mutuamente en la confesión de su fe y de sus esperanzas; todo esto es a la vez grande, verdadero, puro, auténtico, recogido, puede muy bien decirse, de labios mismos de los mártires".
Publio remitió las actas del interrogatorio al propio Emperador, que dictó sentencia a vista de ellas. La ejecución tiene lugar en diversos punto de Roma, sin duda para hacer sentir a la plebe supersticiosa cómo se aplacaba en diversos parajes la cólera de los dioses. Rápidamente, y conforme los iban ejecutando, manos piadosas de cristianos recogían los cuerpos y les daban sepultura. Y es notable que por separado indique las sepulturas de los cuatro grupos de mártires el antiquísimo martirologio bracheriano (así lo llama Ruinart) o ferial romano, compuesto hacia 336 y reeditado en 354. El diez de julio se lee:
Sexto Idus Iulii: Felicis et Philippi in Priscillae; et in Iordanorüm Martialis, Vitalis, Alexandri; et in Maximini, Silani (hunc Silanum martyrem Novati furati sunt) et in Praetextati, ¡anuarii.
Los descubrimientos arqueológicos han confirmado el relato de las actas. Estas no indican, tal vez por precaución, el lugar de enterramiento de los mártires; "mas la indicación de este lugar por documentos independientes de ellas, confirma su testimonio de la manera más precisa; de suerte que aun cuando hubiera que negarles todo parentesco con un original antiguo y, por consiguiente, todo título a una autenticidad siquiera relativa, aun sería posible encontrar, fuera de ellas, las líneas esenciales de su relato" .
No obstante este cúmulo de indicios favorables, la autenticidad de las actas de Santa Felicidad y sus siete hijos no es universalmente admitida. Dom Ruinart escribe en su Admonitio a la pasión de Santa Felicidad:
"He aquí otro ejemplar de madres cristianas, Santa Felicidad, que engendró por el martirio siete hijos a Cristo, los que antes pariera al mundo por la carne. Sus actas las tomamos de varios códices comparadas con Surio y Ughell, y seguramente nadie que compare unas con otras ha de dudar son las mismas que las Gesta emendatiora de que habla San Gregorio Magno en su homilía III sobre los Evangelios" (Gesta=Acta). Dom Leclercq, después de resumir, como nosotros, a Allard, justifica "la alta estima que se ha tenido siempre por estas actas" y la presencia en su colección. Nosotros no hacemos sino imitar tan altos ejemplos. Nada se pierde reproduciendo estos viejos textos, con tal que demos lo cierto como cierto y lo discutido como discutido. Luego, cada uno puede abundar en su sentido.
Como testimonio, siquiera algo tardío, damos la homilía de San Gregorio Magno, habida al pueblo en la basílica de Santa Felicidad, el día de su natalicio. Atento el santo antes a la edificación que a la historia, conocida, por lo demás, de sus oyentes, sólo nos confirma el dato esencial de la muerte de la madre con sus siete hijos, a los que anima e incita al martirio. Esta pieza, además, puede darnos idea de cómo la memoria de los mártires seguía siendo una de las más puras fuentes de fervor para el pueblo cristiano y cómo sus pastores más egregios—un Agustín, un Gregorio Magno—sabían acudir a ella.

Martirio de Santa Felicidad y de sus siete hijos.
I. En tiempo del emperador Antonino se produjo una agitación de los pontífices, y fue detenida Felicidad, mujer ilustre, junto con sus siete cristianísimos hijos. Permaneciendo en su viudez, Felicidad había consagrado a Dios su castidad y, vacando día y noche a la oración, daba de sí gran edificación a las almas castas. Ahora bien, viendo los pontífices cómo por causa de ella iban muy adelante las alabanzas del nombre cristiano, sugirieron contra ella a Antonino Augusto: "En menoscabo de vuestra salud, esta viuda, con sus hijos, insulta a nuestros dioses. Si no venera a los dioses, sepa vuestra piedad que han de irritarse éstos de manera que no haya medio de aplacarlos."
Entonces el emperador Antonino dio orden a Publio, prefecto de la ciudad, que obligara a Felicidad con sus hijos a aplacar con sacrificios a los dioses irritados. En consecuencia, Publio, prefecto de la ciudad, mandó que se la presentaran en audiencia privada, y ora la convidaba con blandas palabras a sacrificar, ora la amenazaba con suplicio de muerte. Felicidad le respondió:
—Ni tus blanduras han de bastar a resolverme ni tus terrores a quebrantarme, pues tengo conmigo al Espíritu Santo, que no permite que sea yo vencida del diablo. Por eso, estoy segura que viva he de vencerte, y, si me quitares la vida, te derrotaré aún mejor muerta.
Publio dijo:
—Desgraciada, si tan suave es para ti el morir, deja al menos que vivan tus hijos.
Felicidad respondió:
—Mis hijos vivirán, si no sacrificaren a los ídolos; mas si cometieran tamaño crimen, su paradero sería la eterna perdición.

II. Al día siguiente, Publio tuvo sesión en el foro de Marte, y mandó que se le trajera a Felicidad con sus hijos, y le dijo:
—Ten lástima de tus hijos, jóvenes excelentes y en la flor de su edad.
Respondió Felicidad:
—Tu compasión es impiedad y tu exhortación crueldad.
Y vuelta a sus hijos, les dirigió estas palabras:
—Mirad, hijos míos, al cielo y levantad a lo alto los ojos: allí os espera Cristo con sus santos. Combatid por vuestras almas y mostraos fieles al amor de Cristo.
Al oírla Publio hablar así, mandó que la abofetearan, diciendo:
—¿En mi presencia te atreves a aconsejar a tus hijos que menosprecien los mandatos de nuestros señores?

III. Entonces llamó el juez al primero de los hijos, por nombre Jenaro, y a par que le prometía bienes infinitos para la presente vida, le amenazaba con los azotes si no sacrificaba a los dioses. Jenaro respondió:
—Necia persuasión la tuya, pues la sabiduría de Dios me guarda y me dará fuerza para superar todo eso.
Al punto mandó el juez que le azotaran con varas y le volvieran a la cárcel.
Mandó el juez que se presentara el segundo hijo, por nombre Félix. Exhortándole Publio a sacrificar a los ídolos, respondió Félix:
—Sólo hay un Dios a quien damos culto y a quien ofrecemos sacrificio de piadosa devoción. Guárdate bien de creer que ni yo ni ninguno de mis hermanos hayamos de apartarnos del amor de Jesucristo. Pueden amenazarnos azotes, pueden tenerse contra nosotros sangrientos consejos; nuestra fe no puede ni ser vencida ni cambiarse.
Retirado éste, mandó Publio acercarse al tercer hijo, por nombre Felipe, al que le dijo:
—Nuestro señor, el emperador Antonino, ha mandado que sacrifiquéis a los dioses omnipotentes.
Respondió Felipe:
—Esos no son ni dioses ni omnipotentes, sino simulacros vanos, miserables e insensibles, y los que a ellos quisieren sacrificar correrán eterno peligro.
Y retirado Felipe, mandó que se le presentara el cuarto, por nombre Silvano, a quien dijo:
—Por lo que veo, os habéis concertado todos con vuestra pésima madre para correr a una, despreciando los mandatos de los príncipes, a vuestra perdición.
Respondió Silvano:
—Si nosotros temiéramos la perdición pasajera, incurriríamos en eterno suplicio; pero sabemos muy bien los premios que están aparejados para los justos y las penas que esperan a los pecadores; por eso no vacilamos en despreciar la ley humana, para guardar los mandamientos divinos. Y es así que los que desprecien a los ídolos y sirvan al Dios omnipotente, alcanzarán la vida eterna; mas los que adoren a los demonios, con ellos irán a la perdición y al fuego eterno.
Retirado Silvano, mandó traer al quinto, por nombre Alejandro, a quien le dijo:
—Si no fueres rebelde e hicieres lo que tan grato es a nuestro emperador Antonino, tendrás lástima de tu edad y salvarás tu vida, que no ha salido aún de la infancia. Así, pues, sacrifica a los dioses, para que llegues a ser amigo de los Augustos y obtengas la vida y la gracia.
Respondió Alejandro:
—Yo soy siervo de Cristo, a quien confieso con mi boca, estrecho en mi corazón e incesantemente adoro. Y esta débil edad, que tú ves, tiene prudencia de canas, con tal de dar culto a un solo Dios; mas tus dioses, a una con quienes los adoran, han de parar en ruina sempiterna.
Retirado éste, mandó acercarse al sexto, Vidal, a quien dijo:
—Tú al menos, quizá deseas vivir y no caminar a tu perdición.
Respondió Vidal:
—¿Quiénes el que desea más de verdad vivir: el que adora al Dios verdadero o el que quiere tener propicio al demonio?
Publio dijo:
—¿Y quién es el demonio?
Respondió Vidal:
—Todos los dioses de los gentiles son demonios, y cuantos les dan culto.
Retirado éste, mandó que entrara el séptimo, Marcial, a quien le dijo:
—Autores de vuestra propia crueldad, despreciáis las leyes de los Augustos y os obstináis en vuestra ruina.
Respondió Marcial:
¡Oh, si conocieras los castigos que están aparejados a los adoradores de los ídolos! Pero Dios dilata por ahora mostrar su ira contra vosotros y contra vuestros ídolos. Porque todos los que no confiesen que Cristo es Dios verdadero, serán arrojados al fuego eterno.
Entonces Publio dio orden de que también este séptimo se retirara, y remitió al Emperador las actas completas, escritas según el orden del proceso.

IV. Antonino, empero, los mandó a diversos jueces a fin de que fueran ejecutados con variedad de suplicios. Uno de los jueces mató al primero de los hermanos azotándole con "plomadas"; otro, sacrificó al segundo y tercero a palos; otro, arrojó al cuarto por un precipicio; otro, hizo sufrir al quinto, sexto y séptimo la sentencia capital; otro, mandó decapitar a la madre. Y así, muertos por diversos suplicios, todos vinieron a ser vencedores y mártires de Cristo, y, triunfadores con su madre, volaron a recibir el premio en los cielos. Los que por amor de Dios despreciaron las amenazas de los hombres, los tormentos y los azotes, se hicieron amigos de Cristo en el reino de los cielos. Que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía de San Gregorio Magno, habida en la basílica
de Santa Felicidad el día de su natalicio.

Lectura del santo Evangelio, según San Mateo (XII, 46-50):
En aquel tiempo, hablando Jesús a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban fuera, buscando hablarle. Dijóle entonces alguien: "Mira que tu madre y tus hermanos están ahí fuera y te buscan." Mas Jesús, dirigiéndose al que se lo decía, dijo:
—¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?—Y extendiendo las manos sobre sus discípulos, dijo: —Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
1. Breve es, hermanos amadísimos, la lección recitada del santo Evangelio, pero mucho pesa por los grandes misterios que encierra. Y en efecto: Jesús, creador y redentor nuestro, aparenta no conocer a su madre y nos señala quién sea su madre, quiénes sus deudos, no por parentesco de la carne, sino por unión del espíritu, diciendo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre. Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa nos insinúa, sino que recoge a muchos de la gentilidad, obedientes a sus mandamientos, y no reconoce a la Judea, de cuya carne fue engendrado? De ahí que su misma madre, como quiera que aparenta no conocerla, se dice que está fuera; lo que significa que la sinagoga no es reconocida por su Autor, pues atenida a la observancia de la ley, perdió la inteligencia espiritual y se quedó fija en la guarda de la letra.
2. Pero no es de maravillar que quien hiciere la voluntad del Padre sea dicho hermano y hermana del Señor, pues de uno y otro sexo se congregan los fieles; lo maravilloso en gran manera es cómo pueda también llamarse madre suya. Pues a sus fieles discípulos se dignó el Señor llamarlos hermanos, diciendo: Id y dad la noticia a mis hermanos (Mt. 28, 10). Así, pues, si el que viene a la fe puede llegar a ser hermano del Señor, hay que investigar cómo pueda también hacerse su madre. Ahora bien, hemos de saber que quien es, creyendo, hermano y hermana del Señor, se hace, predicando, madre suya. Pues viene como a parir al Señor, a quien infunde en el corazón del oyente y se hace madre suya, si por su voz se engendra en el alma del prójimo el amor del Señor.
3. Para confirmar esta doctrina, viene muy a propósito la bienaventurada Felicidad, cuyo natalicio celebramos hoy, la cual fué, creyendo, sierva de Cristo y se hizo, predicando, madre de Cristo, y fue así que, según leemos en sus actas más correctas, así temió dejar tras sí vivos en la carne a sus siete hijos, como los padres carnales se espantan de mandarlos delante de sí muertos. En efecto, prendida en el trabajo de una persecución, fortaleció por su palabra los corazones de sus hijos en el amor de la patria de arriba y estuvo de parto por el espíritu de los mismos que diera a luz por la carne, a fin de parir a Dios, predicando, a los que, por la carne, parió al mundo.
Considerad, hermanos amadísimos, en un pecho femenil un valor varonil. Ante la muerte estuvo impávida. Temió perder en sus hijos la luz de la verdad, si no hubiera sido privada de ellos. ¿Llamaré, pues, mártir a esta mujer? ¡Y más que mártir! Por cierto que hablando el Señor de Juan Bautista, dijo: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿A un profeta? Sí, yo os lo digo; y más que profeta (Mt. 11, 7). Y el mismo Juan, requerido, respondió: Yo no soy profeta (lo. 1,21). Y, en efecto, quien sabía que era más que profeta, podía negar ser profeta. Y es dicho más que profeta, pues oficio es del profeta predecir lo por venir, mas no mostrarlo; ahora bien, Juan es más que profeta, pues a quien anunció por la palabra, le señaló con el dedo.
Así, pues, no llamaré a esta mujer mártir, sino más que mártir; pues mandadas delante de sí siete prendas suyas, otras tantas veces murió ella, y venida la primera al suplicio, llegó a consumarlo la octava. Contempló, como madre, la muerte de sus hijos a par dolorida e impávida, y al dolor de la naturaleza aplicó el gozo de la esperanza. Temió que vivieran y se alegró de que murieran. Deseó no dejar tras sí ningún sobreviviente, por temor de no tenerlo luego por compañero.
Que nadie, pues, de vosotros, hermanos amadísimos, imagine que, viendo morir a sus hijos, el cariño carnal no aceleró en modo alguno el pulso de su corazón; pues no era posible contemplar sin dolor la muerte de los hijos que sabía ser carne suya. Mas había dentro una fuerza de amor capaz de vencer al dolor de la carne. De ahí que a Pedro, que había de sufrir el martirio, se le dice: Cuando seas viejo, otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras (lo. 21, 18). Y a la verdad, si Pedro no hubiera, en todo rigor, querido, tampoco habría podido sufrir el martirio; sino que el martirio que no quiso por la ilaqueza de la carne, lo vino a amar por la virtud del espíritu. Y el mismo que por la carne tiembla ante los tormentos, por el espíritu salta de júbilo ante la gloria, y vino a suceder que, no queriéndolo, quiso el suplicio del martirio. También nosotros, cuando buscamos el gozo de la salud, tomamos el vaso amargo de la purga. La amargura desagrada en el vaso; mas la salud nos agrada restablecida por la amargura.
Amó, pues, Felicidad a sus hijos según la carne, mas por amor de la patria celeste quiso también que murieran delante de sí los mismos a quienes amaba. Ella recibió las llagas de todos; mas ella también se multiplicó en todos los que se le adelantaban al reino de los cielos. Con razón, pues, llamo a esta mujer más que mártir, pues muerta por el deseo en cada uno de sus hijos, alcanzando múltiple martirio, ella venció a la palma misma del martirio. Dícese de los antiguos que tuvieron por costumbre que quien entre ellos había sido cónsul, ocupara puesto de honor conforme al orden de los tiempos; mas si alguno posteriormente venía a serlo por segunda y aun por tercera vez, sobrepasaba en gloria y honor a los que no lo habían sido más que una sola vez. Venció, pues, a los mártires la bienaventurada Felicidad, que murió tantas veces cuantos fueron los hijos que antes que ella murieron por Cristo, pues no le bastó su sola muerte al amor que le tenía.
4. Consideremos, hermanos, a esta mujer y considéremenos a nosotros, que somos varones por los miembros de nuestro cuerpo, y veamos qué estima merecemos en su comparación. Porque es el caso que a menudo nos proponemos hacer algún bien; mas con una palabra, por ligerísima que sea, que salte de labios de un burlón, quebrantados al punto y confusos, nos damos salto atrás en nuestro buen propósito. A nosotros basta, las más de las veces, una palabra para retraernos de la obra buena; a Felicidad, ni los tormentos bastaron para quebrantarla en su santa intención. Nosotros tropezamos en un airecillo de maledicencia; ella caminó al reino rompiendo por el hierro, y no tuvo en nada cuanto se le puso delante. Nosotros no queremos dar, conforme a los mandamientos del Señor, ni aun lo superfluo; ella no sólo ofrecía a Dios sus bienes, sino que dio por Él su propia carne. Nosotros, cuando por permisión divina perdemos los hijos, lloramos sin consuelo; ella los hubiera llorado como muertos, si no los hubiera ofrecido a Dios por el martirio. Así, pues, cuando viniere el riguroso juez para el terrible examen, ¿qué diremos, nosotros, varones, después de ver la gloria de esta mujer? ¿Qué excusa tendrán entonces los varones de la flaqueza de su alma, cuando se les muestre esta mujer, que juntamente con el mundo venció a su sexo? Sigamos, pues, hermanos amadísimos, el camino estrecho y áspero del Redentor, pues por el uso de las virtudes se ha hecho ya tan llano, que por él hallan gusto en caminar las mujeres. Despreciemos todo lo presente, pues nada vale todo lo que puede pasar. No nos venza el amor de las cosas terrenas, no nos hinche la soberbia, no nos desgarre la ira, no nos manche la lujuria, no nos consuma la envidia. Por amor nuestro, hermanos amadísimos, murió nuestro Redentor; nosotros también, por amor suyo, aprendamos a vencernos a nosotros mismos. Y si esto hiciéremos con perfección, no sólo escaparemos a las penas que nos amenazan, sino que seremos, juntamente con los mártires, recompensados con gloria. Pues si es cierto que falta la ocasión de la persecución, tiene también, sin embargo, nuestra paz su martirio. Porque sino ponemos el cuello bajo el hierro, más por la espiritual espada matamos los deseos de la carne, ayudándonos Aquel que con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.

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