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domingo, 27 de febrero de 2011

Dificultades contra la apostolicidad.

¿Cómo me prueba usted que San Pedro estuvo en Roma?
Son legión los sabios protestantes que se avergüenzan de que haya habido en sus sectas hombres tan poco instruidos que se hayan atrevido a negar esta verdad. Dice el protestante Pearson: «Puesto que se viene afirmando desde los principios de nuestra era que San Pedro predicó el Evangelio en Roma y que fue allí martirizado, sin que nadie jamás haya dicho que los apóstoles Pedro y Pablo fueron coronados con la palma del martirio en otro lugar, es fuerza concluir que se trata de un hecho al que hay que dar fe con asentimiento pleno. Porque ¿cómo pensar que un apóstol tan glorioso iba a morir en la oscuridad, sin que nadie se preocupase por averiguar el lugar de su martirio?» Y Cave, también protestante, escribe: «Afirmamos con todos los antiguos que San Pedro estuvo en Roma y que ocupó aquella Sede durante algún tiempo. Lo aseguran testigos fidedignos desde la más remota antigüedad.» Y luego cita a San Ignacio de Antioquía, Papías, San Ireneo, Dionisio de Corinto, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Cayo de Roma y Orígenes (Historia literaria, 1).
Las mismas escrituras nos dicen que San Pedro estuvo en Roma, pues la Epístola de San Pedro fue escrita en Babilonia, es decir, Roma. En tiempo de los apóstoles, Roma era llamada Babilonia, ciudad de iniquidad, como la llaman los profetas (Isaí 23, 9; Jerem 2, 8). Véanse, si no, algunos textos del Apocalipsis de San Juan (14, 8, 17, 5; 18, 21). En el siglo IV San Jerónimo y Eusebio nos dicen que San Pedro, al decir «Babilonia», quiere decir Roma. Esto lo admiten los protestantes que no se han dejado influenciar tanto por los prejuicios. Elliot, por ejemplo, en su comentario del versículo 13 de la primera Epístola de San Pedro, escribe así: «Hay que confesar que la Babilonia de los caldeos no fue el centro de comunidad alguna cristiana y que no hay testimonio que diga que San Pedro estuvo en Caldea; al contrario, todos los antiguos afirman a una que pasó los últimos años de su vida en el occidente del imperio romano. Por otra parte, en tiempo del evangelista San Juan era un hecho bien conocido por toda el Asia Menor que Roma era simbólicamente llamada Babilonia... Y en esto están contestes los intérpretes de la antigüedad.»
Los Padres de los cuatro primeros siglos hablan con frecuencia de los trabajos apostólicos de San Pedro en Roma y del martirio que allí padeció. Por ejemplo, San Clemente, en su carta a los corintios, el año 97; San Ignacio, en su epístola a los romanos, el año 107; San Clemente de Alejandría, citado por Eusebio, en su Historia eclesiástica, en 190, y San Ireneo, en el tratado que escribió contra los herejes, el año 178. Lo mismo se diga de Orígenes, San Cipriano y otros.
Otro argumento poderoso en favor de la estancia de Pedro en Roma en el estudio de la Arqueología. Del libro que escribió el profesor Lanciani sobre Roma pagana y cristiana, tomamos estos datos: la Arqueología de Roma prueba con evidencia que San Pedro y San Pablo fueron ejecutados en Roma; Constantino edificó dos basílicas sobre sus tumbas; Eudoxia edificó la iglesia ad Vincula; las fuentes de las catacumbas en la vía Nomentana fueron llamadas nimphas Sancti Petri; tanto los cristianos como los paganos ponían a sus hijos los nombres Pedro y Pablo; el 29 de junio fue declarado aniversario de la ejecución de San Pedro; el Papa Dámaso perpetuó su memoria en una rica placa que puso en las catacumbas; desde el siglo II hasta la caída del Imperio rivalizaban en perpetuar la memoria de San Pedro los escultores, pintores, medallistas, trabajadores en vidrio y marfil y demás artesanos de Roma. ¿Se puede siquiera imaginar que todo esto se debió a una ilusión o a un complot en el que todos se pusieron de acuerdo para engañar a las generaciones venideras?

¿Cómo me prueba usted que San Pedro fue obispo de Roma?
No nos fue revelado que San Pedro fue obispo de Roma, pero es un hecho dogmático, es decir, una verdad histórica tan cierta y tan unida con el dogma de la primacía de Pedro, que el Concilio Vaticano la definió como artículo de fe cuando dijo que «San Pedro vive aún, preside y juzga en la persona de sus sucesores, los obispos de Roma» (De Ecclesia, capítulo 2). Esta verdad estaba tan arraigada en el pueblo cristiano, que nadie se atrevió a negarla, hasta que en el siglo XIII la atacaron los valdenses y en el XIV la negó Marsilio Patavino, defensor del cismático emperador Luis de Baviera contra el Papa Juan XXII. Los cismáticos orientales jamás la pusieron en duda, y eso que éste hubiera sido para ellos el mejor de los argumentos. En gracia a la brevedad, citaremos sólo tres testimonios de tres testigos, cuya autoridad es de todos admitida y venerada. San Ireneo (178), escribiendo contra las herejías de su tiempo, habla de «la Iglesia mayor, más antigua y más ilustre, fundada y establecida en Roma por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo, con la cual han de estar en comunión todas las Iglesias». San Cipriano (250), escribiendo a Cornelio, le dice que «Roma es la silla de Pedro y la Iglesia reinante en la que tiene su origen la unidad del sacerdocio». Eusebio (315), en su Historia, nos dice que «Lino sucedió a San Pedro en el episcopado de la Iglesia romana».

¿Se puede probar por la Biblia que Jesucristo nombró a Pedro primer Papa? ¿No eran iguales todos los apóstoles?
La Iglesia católica sostiene que Pedro fue el jefe de los apóstoles y que en virtud de esta dignidad que Jesucristo le confirió, gobernó la Iglesia como cabeza suprema. He aquí la definición, del Concilio Vaticano: «Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro apóstol no fue constituido por Jesucristo príncipe de todos los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que lo que directa e indirectamente recibió del mismo Jesucristo, Señor nuestro, no fue el primado de jurisdicción verdadera y propia, sino solamente de honor, sea anatema.» Tres veces habló claramente Jesucristo de la primacía de San Pedro sobre los demás apóstoles:
1.) Cuando Pedro confesó a su Maestro por Cristo, Hijo de Dios vivo, el Señor le premió la confesión en estos términos: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y Yo te tengo de dar las llaves del reino de los cielos. Y todo cuanto ates en la tierra, será atado también en el cielo; y cuanto desates'en la tierra, será desatado también en el cielo» (Mat 16, 18-19).
a) Examinemos la metáfora de la piedra. Cristo, la piedra angular de la Iglesia (Efes 2, 20), promete hacer a Pedro la piedra sobre la que edificará su Iglesia (1 Cor 3, 9). Nótese que Jesucristo está hablando con Pedro, no con los Apóstoles, pues siempre se dirige a él en segunda persona. Al hablar así, el Señor tiene presente la parábola del hombre prudente que edificó la casa sobre los cimientos de piedra (Mat 7, 24). San Pedro es para la Iglesia lo que el cimiento es para el edificio. Ahora bien: el cimiento da al edificio unidad, fuerza y estabilidad; gracias a él, todas las partes y piezas del edificio forman una sola masa firme y resistente. En una sociedad perfecta como es la Iglesia, esta unidad y firmeza no tendrá lugar a no ser que el cimiento (la primera autoridad, San Pedro en este caso) tenga poder y autoridad máxima para mantener siempre unidos a sus subditos.
b) Jesucristo edifica su Iglesia sobre piedra (sobre Pedro) «para que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella». Hay diversas opiniones sobre el verdadero significado de la palabra infierno en este texto, pero ya signifiquen el infierno de los condenados, ya el poder de la muerte, el significado es obvio: la Iglesia de Jesucristo resistirá valientemente los ataques de todos sus enemigos.
c) Antiguamente, cuando las ciudades estaban amuralladas, dar a uno las llaves de la ciudad equivalía a darle autoridad plena sobre la ciudad. Aun en el día de hoy, cuando un personaje ilustre visita una ciudad, las autoridades le entregan oficialmente y con muchas ceremonias las llaves de la ciudad en señal de admiración, respeto y bienvenida; mera reminiscencia del poder absoluto que antiguamente implicaban las llaves. Cuando Eliacim fue nombrado prefecto del palacio en lugar de Sobna, dijo Dios: «Yo le pondré sobre los hombros la llave de la casa de David; él abrirá, y no habrá quien cierre; él cerrará, y no habrá quien abra» (Isaí 22, 22). Cuando el señor de la casa se ausenta y deja en su lugar un mayordomo, le entrega las llaves, que es darle todo el poder y autoridad que necesita para gobernarla como conviene. Cristo tiene las llaves de David (Apoc 3, 7) y se las da a San Pedro. La autoridad, pues, de San Pedro es la de Jesucristo.
d) «Atar y desatar» entre los judíos significaba la autoridad de los rabinos para declarar lo que era lícito o ilícito. Aquí significa algo más que «declarar», pues las llaves no declaran que la puerta está abierta o cerrada, sino que abren y cierran. San Pedro es algo más que un rabino. Su oficio no es declarar de una manera especulativa la probabilidad de una opinión, sino que tiene derecho a enseñar y gobernar con autoridad, y sabe que lo que él haga lo dará el «cielo» por bien hecho. «El cristiano que le desobedezca debe ser tenido por gentil y publicano» (Mat 18, 17).

2.) La noche que precedió a la Pasión dijo el Señor a Pedro: «Simón, Simón, he ahí que Satanás os ha pedido para zarandearos como trigo; pero Yo he rogado por ti para que tu fe no perezca; y tú, una vez convertido, confirma en ella a tus hermanos» (Luc 22, 31-32). Satanás quiso probar a los apóstoles, y en especial a Pedro, como en otro tiempo había probado a Job; pero Jesucristo se adelantó al mal espíritu, rogando particularmente por Pedro para que siempre se mantuviese fiel y mantuviese también firmes a los demás. El protestante Bengel, comentando este pasaje, dice: «La ruina de Pedro llevaba consigo la ruina de sus hermanos; por eso, al preservarle el Señor, los preservó a todos. Esto quiere decir que San Pedro es el primero de los apóstoles, y que de su estabilidad o caída depende la estabilidad o caída de los once.» Ni obsta para ello la triple negación que luego siguió, pues no negó la divinidad de Jesucristo, sino simplemente dijo que no le conocía. Además, esta negación le fue perdonada más tarde, y a orillas del lago Tiberíades le fue conferida oficialmente la autoridad suprema que aquí le promete. Simón, pues, es el que ha de confirmar en la fe a sus hermanos; es la seguridad de la Iglesia contra Satanás y los poderes del infierno; y la piedra firme sobre la cual Jesucristo edificará su Iglesia.

3.) Luego que resucitó, el Señor confirió a Pedro la supremacía que le había prometido dos veces. Dijo el Señor: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Respondió Pedro: «Sí, Señor; Tú sabes que te amo.» Dícele Jesús: «Apacienta mis corderos.» Dícele de nuevo Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Respondió Pedro: «Sí, Señor; Tú sabes que te amo.» Dícele Jesús: «Apacienta mis corderos.» Dícele Jesús por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Se entristeció Pedro porque le había preguntado por tercera vez si le amaba, y respondió: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo.» Dícele Jesús: «Apacienta mis ovejas» (Juan 21, 15-17). El Concilio Vaticano define como artículo de fe que Jesucristo, al pronunciar estas palabras, «confirió a solo Pedro la jurisdicción de pastor supremo y cabeza de todo el rebaño». Esta triple pregunta le recuerda a Pedro la triple negación en que había caído por presumir demasiado de sí, y les hace ver a los apóstoles que el amor de Pedro era superior al suyo; por eso le confirió el Señor un oficio mayor. Pedro ya no se jacta del amor que profesa a su Maestro, contentándose únicamente con apelar a la omnisciencia del Señor en prueba de su realidad.
Vemos en este pasaje que Jesucristo es el Buen Pastor, dueño por herencia de todo el rebaño. Ahora que está en vísperas de dejar la tierra para subir a sentarse a la diestra de su Padre, deja a Pedro en su lugar con el poder supremo de enseñar, juzgar y gobernar el rebaño como lo había hecho El mismo. Hay otros muchos pasajes del Nuevo Testamento que nos hablan de la preeminencia de San Pedro. Apenas le vio Jesús, cambio cambió su nombre en Pedro (piedra), indicando ya con ello el sublime oficio de fundamento de su Iglesia, que más tarde le había de conferir. Cuando se nombran los apóstoles, Pedro aparece siempre a la cabeza, y es considerado siempre como el jefe de todos (Marc 3, 16; Mat 17, 1, 23-26 ; 26, 37-40). Después de la resurrección, Pedro preside la elección de Matías; es el primero que predica el Evangelio, el primero que hace milagros, el que juzga a Ananías y Safira, el primero que declara la universalidad de la Iglesia, el primero en recibir a un pagano convertido y el que preside en el Concilio de Jerusalén, como puede verse en diversos pasajes de los Hechos de los Apóstoles (1, 22; 2, 14; 3, 6; 5, 1-10; 15).

¿No es Jesucristo la "piedra"? Porque leemos en la Biblia: «Y la piedra era Cristo» (1 Cor, 10, 4).
En este pasaje de San Mateo (16, 18) es tan evidente, que la palabra piedra se refiere a Pedro, que son legión los protestantes que se han visto forzados a reconocerlo. Así, por ejemplo, Thomson de Glasgow escribe en su Monatesseron, 194: «Pedro es la roca sobre la cual dijo Cristo que edificaría su Iglesia. Esto dicen claramente el texto y el contexto. Toda otra interpretación me parece forzada... Los protestantes han tenido siempre no sé qué miedos a esta interpretación, y para evitarla han descargado contra ella la metralla del más infundado criticismo.» Y mucho mejor que los protestantes lo dijeron los Padres de la primitiva Iglesia. Tertuliano: «Pedro, llamado la piedra sobre la cual se había de fundar la Iglesia y que obtuvo las llaves del reino de los cielos» (De Praes 22). San Cipriano: «Pedro, a quien Jesucristo escogió por cabeza y sobre el cual edificó su Iglesia» (Epist 71 Ad Quintum). No decimos que Pedro es la piedra independientemente de Cristo, sino que es la «piedra y el cimiento después de Cristo» (Teofilacto, In Lucam, 22).
Por lo que se refiere a 1 Cor, 10, 4, muchos Padres opinan que Jesucristo en forma de ángel guió a los judíos por la soledad del desierto (Éxodo 23, 20-23). El agua que salió dos veces de la piedra material (Éxodo 17, 6; núm. 20, 11) fue proveída por Jesucristo, piedra espiritual. Otros dicen que la piedra herida por Moisés es llamada «espiritual», porque fue tipo de Cristo, cuya sangre corrió como el agua que salió de la piedra para la salvación de los hombres. Jesucristo es el divino Fundador de la Iglesia y su fundamento primariamente; Pedro es el fundamento secundariamente, por divino nombramiento.

¿No dice San Pablo que el único fundamento de la iglesia es Jesucristo? "Porque nadie puede poner otro fundamento que el que ya está puesto, que es Cristo" (1 Cor 3, 11).
Este texto no hace al caso, pues San Pablo habla aquí de la solidez de la doctrina elemental que predica a los corintios, porque aún no estaban preparados para entender verdades más profundas; sin embargo, el fundamento de esa doctrina elemental es Jesucristo, es decir, la fe en su divinidad y redención. "Porque no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y a Este crucificado" (1 Cor 2, 2).

¿No dice San Pablo que todo el Colegio Apostólico fue el fundamento de la Iglesia? (Efes 2, 19-20). ¿Por qué decís los católicos que sólo fue Pedro?
Los apóstoles fueron el fundamento en el sentido de que predicaron al Cristo profetizado por los profetas. Es evidente que los apóstoles y los profetas no fueron el cimiento de la Iglesia en el mismo sentido. Dice así el texto arriba citado: "Sois conciudadanos de los santos, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas." San Pablo pudo llamarlos fundamento de la Iglesia, como también los llama San Juan (Apoc 21, 14). Quieren con ello decir que los apóstoles fueron los primeros que predicaron el Evangelio de Jesucristo con infalibilidad. Pedro es la piedra sólida sobre la cual fueron puestas las demás piedras del cimiento.

¿No es Cristo llamado "la piedra que desechasteis los edificadores y que se ha convertido en piedra angular"? (Hech 4, 11).
Sí, señor, y con razón, porque El es el Fundador de la Iglesia, la piedra angular de la casa del reino de los cielos. A continuación de ese versículo dice San Pedro: "No hay salvación en otro alguno (fuera de Jesús), ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en el que nos hayamos de salvar." Pero San Pedro no queda por esto excluido. He aquí cómo respondió a esta dificultad San León (440-461): "Tú eres Pedro, es decir, aunque Yo (Cristo) soy la piedra inviolable, la piedra angular principal...; sin embargo, tú, Pedro, también eres piedra, porque estás tan consolidado por mi poder, que lo que es mío por derecho, se te puede derivar a ti por participación" (Sermón IV, In. Nat. Ord., cap. 2).

¿No es evidente que las palabras "Petros" y "Petra" (Mat 16, 18) significan cosa distinta?
No, señor. Jesucristo habló, no en griego, sino en arameo, y en esta lengua la palabra Kefa significa a la vez piedra y Pedro. San Juan nos dice que el nombre de Pedro, Cefas, equivale a Petros, palabra griega.

¿No dicen los Padres primitivos que la fe de Pedro es la piedra? ¿No dice San Agustín que la piedra es la confesión que hizo Pedro? ¿No dicen otros que la piedra es Cristo?
Ninguna de estas interpretaciones niega que Pedro sea la piedra en el sentido en que lo hemos venido explicando. Vistas de conjunto, aclaran, incluso, el texto. Cristo es la piedra original sobre la cual descansa Pedro; éste es la piedra o cimiento de la Iglesia; la fe es la piedra de la Iglesia, es decir, la fe de Pedro es la que le hace ser el cimiento de la Iglesia. La confesión de Pedro también es la piedra en cuanto que Pedro, por haber confesado abiertamente la divinidad de Jesucristo, mereció ser escogido para ser el fundamento de la Iglesia.

Si San Pedro era el jefe de los apóstoles, ¿cómo es que el evangelista San Lucas (30, 24) nos dice que "disputaban los apóstoles sobre quién de ellos era el mayor"?
Pudo suceder muy bien que antes de la resurrección los apóstoles ignorasen la supremacía de Pedro, como ignoraban la Pasión y Resurrección del Señor (Mat 16, 23; Luc 18, 34). Jesucristo no puso fin a la disputa diciendo que todos ellos eran iguales, sino que les da a entender que habrá un caudillo entre ellos. Ese caudillo no será a manera de los reyes de la tierra, sino que usará de su autoridad para servir a sus hermanos. Y se puso a Sí mismo por ejemplo: "Como el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir" (Mat 20, 28). Y en otro lugar: "Yo estoy entre vosotros como uno que sirve" (Luc 22. 27). En realidad, Jesús les declaró que había un jefe entre ellos, pues dijo: "El que es mayor entre vosotros, hágase el menor, y el que precede, hágase como el que sirve" (Luc 22, 26).

¿No es increíble que los apóstoles siendo subditos, enviasen a su supremo pontífice y a otro de los suyos a dar una misión en Samaria? (Hech 8, 14).
No es increíble. Josefo nos habla de una embajada que fue enviada a Roma en el siglo I, compuesta de personas desiguales en dignidad. Los judíos enviaron a Nerón diez legados, entre los que había varios príncipes, más el sumo sacerdote Ismael con otro sacerdote judío. En el Nuevo Testamento leemos que era costumbre entre los discípulos del Señor viajar en binas (Luc 10, 1). Y los Hechos de los Apóstoles están llenos de textos a este propósito. En ellos vemos que viajaban juntos Pablo y Bernabé, Pablo y Silas, Bernabé y Marcos, Judas y Silas (Hech 11, 30; 15, 40, 39, 32). Nótese, además, que en el pasaje a que se alude en la dificultad, San Pedro es el superior. El enseña, juzga, ordena y condena con autoridad. El es el que responde a Simón Mago cendenando su actitud, que creyó que podía comprar con dinero los dones de Dios. San Juan aquí desempeña un papel secundario.

¿No fue Santiago quien presidió el Concilio de Jerusalén y pronunció allí la última sentencia? ¿Cómo, pues, se dice que San Pedro era el jefe de los apóstoles?
El Concilio de Jerusalén lo presidió San Pedro, no Santiago. Se trataba en él de si los gentiles estaban o no obligados a abrazar la ley de Moisés. Pablo, Bernabé, Santiago y otros estaban presentes en calidad de doctores y jueces, como lo estaban los obispos en el Conciilo Vaticano I; pero la cabeza y el arbitro supremo del Concilio fue San Pedro, como en el Vaticano lo fue Pío IX. San Pedro se levantó a hablar el primero, y resolvió lo que se había de hacer, es decir, que los gentiles que abrazasen el cristianismo no debían aceptar la ley mosaica, y añadió que Dios le había escogido especialmente para recibir a los gentiles (Hech 15, 7); a los que opinaban en contra los reprende con cierta severidad (Hech 15, 10). Cuando Pedro terminó su discurso, toda la multitud se apaciguó. Los que hablaron después de Pedro no hicieron más que confirmar lo que éste había dicho. Pablo, por ejemplo, y Bernabé narraron a la asamblea los milagros que Dios había obrado por su medio en sus jiras apostólicas, y Santiago sugirió que los gentiles convertidos deberían abstenerse de lo que detestaban los judíos, para convivir más pacíficamente (Hech 15, 20-21); por donde se ve que no fue Santiago el que presidió. Además, el texto bíblico atribuye los decretos del Concilio a los apóstoles y presbíteros asistidos por el Espíritu Santo (Hech 15, 28; 16, 4), sin mencionar a Santiago para nada.

¿No es cierto que San Pablo rehusó reconocer por superior suyo a San Pedro cuando "le resistió cara a cara" (Gal 2, 11).
Es cierto que San Pablo en este lugar reprendió a San Pedro; pero precisamente de esta reprensión se saca un argumento más en favor de la supremacía de Pedro. Se queja San Pablo de que el proceder de San Pedro mueve a los gentiles a vivir como los judíos, y por eso le reprende. Nótese que no siempre es el superior el que ha de reprender, porque si él comete un desacierto, justo es que un inferior se lo haga notar; como vemos que San Bernardo, Santo Tomás de Cantorbery y Santa Catalina de Sena reprendieron a Papas sin negarles por eso su autoridad suprema. Algunos Padres griegos quisieron obviar la dificultad diciendo que se trata aquí de otro Pedro. Otros, como San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría y San Jerónimo, creyeron que todo el episodio había sido preparado por los apóstoles para decidir la cuestión definitivamente. Pero desde San Agustín han quedado abandonadas estas dos sentencias por ser exclusivamente rebuscadas. Hubo verdadera disensión y reprensión real. Pero nótese que no se trata de puntos doctrinales, sino de la conducta de San Pedro en lo relativo al modo de vivir que debían adoptar los gentiles convertidos. En el Concilio de Jerusalén resolvió el problema con aprobación general; pero luego en Antioquía rehusó sentarse a la mesa con los gentiles para no atraer sobre sí las iras de los judíos convertidos. Estos interpretaron mal aquel acto de delicadeza, y corrieron la voz de que Pedro quería obligar a los gentiles a abrazar la ley mosaica. La acción de Pedro fue, a lo sumo, imprudente. Por eso San Pablo se creyó en el deber de recordar a Pedro que obrase de modo que con sus actos no diese a entender que estimaba más a unos que a otros.

Supongamos que es cierto que San Pedro fue el jefe de los apóstoles y la cabeza de la Iglesia; ¿cómo me prueba usted que su poder se ha venido transmitiendo de generación en generación? ¿Hubo en los tres primeros siglos acto alguno de jurisdicción suprema por parte de los Papas?
El Concilio Vaticano I definió como artículo de fe que el Papa es el sucesor legítimo de San Pedro: "Si alguno dijese que el Sumo Pontífice no es el sucesor de San Pedro en el primado, sea anatema." El primado de Pedro no fue una prerrogativa personal, como lo fue, por ejemplo, el don de hacer milagros, sino una parte esencial de la Iglesia de Jesucristo, la piedra sobre la cual debía ser edificada. Pedro había de durar lo que dure la Iglesia; ésta no puede durar sin un cimiento sólido; Pedro, pues, durará hasta el fin de los siglos, porque las puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia. Ahora bien: San Pedro, el hijo de Juan, el jefe de los apóstoles, murió. De donde se deduce que Pedro seguirá siendo el cimiento de la Iglesia, el mayordomo de la casa de Dios, el confirmador de los hermanos, el pastor del rebaño de Cristo... en la persona de sus sucesores los obispos de Roma. Es falsa la opinión de los que creyeron que a la Iglesia de Roma le vino la preeminencia sobre las demás por residir en la capital del Imperio. La tradición nos dice que los pontífices se han atribuido el primado, no por residir en Roma, sino única y exclusivamente por ser los sucesores de San Pedro. Era lo más natural que la Providencia escogiese para sede de la Iglesia universal la que era capital del mundo civilizado.
Las persecuciones de los tres primeros siglos hicieron desaparecer un sinnúmero de documentos eclesiásticos; sin embargo, por los pocos que escaparon de las manos del tirano vemos que los obispos de Roma ejercieron entonces el triple supremo poder de enseñar, gobernar y juzgar. Veamos, si no, algunos ejemplos:
l.° El Papa Clemente, romano (90-99), aunque vivía aún el apóstol San Juan, escribió por cuenta propia una carta a los cristianos de Corinto exhortándolos a que obedeciesen a los superiores eclesiásticos. No hay memoria de que interviniese San Juan en el asunto, a pesar do que Efeso, donde residía, está más cerca de Corinto que Roma. Los corintios recibieron con palmas el mensaje y los legados de Roma, y conservaron la carta junto a las Escrituras sagradas por cerca de cien años. (Clemente, Ad Cor 1, 1, 2, 44.)
2.° San Ignacio de Antioquía (117) escribió unos años más tarde a la Iglesia de Roma haciendo mención de su supremacía sobre las demás Iglesias: "Ella (la Iglesia de Roma)—dice en su carta—preside sobre los romanos y sobre la caridad." Por "caridad" entiende San Ignacio la congregación de los fieles, pues en una de sus cartas dice: "Os saluda la caridad de los esmirnenses", es decir, os saludan los cristianos de Esmirna. Luego el texto citado de San Ignacio debe interpretarse: "La Iglesia que en el territorio de los romanos preside sobre la congregación de todos los fieles." Un poco más abajo dice San Ignacio: "Tú (la Iglesia de Roma) siempre has guiado bien a todos; tú has enseñado a los demás" (Ad Rom 3).
3.° En el epitafio de Abercio, presbítero u obispo frigio del siglo II, se lee que "Cristo, el Pastor puro, le envió a la regia Roma para admirarla y para contemplar a la reina vestida y calzada de oro". Esta famosa lápida, que fue regalada a León XIII en su jubileo por el sultán de Turquía, habla, en lenguaje místico, del bautismo, de la eucaristía, de la universalidad de la Iglesia, en oposición al montanismo y de la preeminencia de Roma, a la que visitó tomando "la fe por guía".
4.° El Papa Víctor (189-198) mandó a los obispos que se reuniesen en Concilios para determinar la fecha en que se había de celebrar la Pascua. Los asiáticos querían celebrarla el día que la celebraban los judíos; pero Roma determinó que se debía celebrar el domingo siguiente. El Concilio de Asia apoyó su demanda con el ejemplo de los santos Juan, Felipe, Policarpo y el Insigne Papías. El Papa les respondió que si no se ajustaban a las decisiones de Roma, los excomulgaba. Esto prueba bien a las claras que los Papas tuvieron siempre conciencia plena del cargo supremo que desempeñaban en la Iglesia de Jesucristo.
5.° San Irineo, obispo de Lyon, escribió el año 180 un tratado muy conocido contra los gnósticos de su tiempo. Véase lo que dice en él acerca de la Iglesia de Roma: "Como sería prolijo enumerar aquí la lista de obispos que sucesivamente han ocupado las sillas de los primeros obispos que ordenaron los mismos apóstoles, basta citar la Silla de Roma, la mayor y más antigua de las Iglesias, conocidas en todas partes y fundada por San Pedro y San Pablo. La preeminencia de esta Iglesia de Roma es tal, que todas las Iglesias que aún conservan la tradición apostólica están en todo de acuerdo con sus enseñanzas" (Adv Haer 3, 3).
6.° Cuando Pablo de Samosata, obispo hereje de Antioquía, rehusó abandonar su residencia una vez que fue depuesto, se llevó el caso al emperador pagano Aureliano (270-275), quien ordenó "con justicia que se entregase el edificio a los que nombrasen los obispos de Italia y de la ciudad de Roma" (Eusebio, Hist. Eclesiástica 7, 30).
7.° El año 256 surgió un conflicto entre el Papa Esteban y San Cipriano, obispo de Cartago, sobre el bautismo conferido por los herejes. Roma consideraba válidos estos bautismos, mientras que Cipriano los consideraba inválidos. Como Cipriano reuniese un Concilio y decretase que el bautismo conferido por los herejes era inválido, el Papa Esteban le amenazó con excomulgarle a él y a los obispos del Concilio si no se rendían a la decisión de Roma, ni más ni menos como lo había hecho el Papa Víctor en la controversia con los orientales. Ni los abispos de África ni Firmiliano, obispo de Cesárea, negaban la autoridad de la Sede apostólica; simplemente defendían con argumentos una opinión que hoy es tenida por absurda, creyendo erróneamente que eran libres para defender a su arbitrio lo que consideraban materia puramente disciplinar. El mismo San Cipriano había escrito al Papa Cornelio en estos términos: "Se hacen a la vela y llevan cartas de cismáticos y profanos a la Silla de Pedro, la Iglesia primacial de la que proviene la unidad de la Iglesia" (epíst. 59). Asimismo escribió al Papa Esteban rogándole excomulgase a Marciano, obispo de Arles, por hereje; con lo cual dio a entender que reconocía la supremacía del obispo de Roma, es decir, que San Cipriano reconocía que la Iglesia de Roma estaba sobre todas las demás Iglesias, precisamente por ser la Sede ocupada por el apóstol que Cristo escogió para hacerle cabeza de su Iglesia y vicario suyo en la tierra. Esa Iglesia era para él el centro de la unidad y la madre de todas las Iglesias esparcidas por el orbe.
8.° El arzobispo de Alejandría, Dionisio (195-265), fue acusado en Roma de hereje en materias relacionadas con la Santísima Trinidad. El Papa Dionisio le ordenó que explicase claramente lo que sentía sobre ese punto. El arzobispo respondió luego al Papa, y escribió cuatro libros en su defensa. El Papa le mandó que no rechazase la palabra consustancial, aunque este vocablo no se hizo clásico hasta el siglo siguiente. Al hacerlo así, el arzobispo mostró que su doctrina era ortodoxa, y que reconocía la autoridad del obispo de Roma, que le mandaba como superior.
9.° Uno de los escritores más prolíficos del siglo III fue Orígenes, de Alejandría (185-254). Sus errores doctrinales—que cometió no pocos—fueron condenados en Constantinopla el año 543, y más tarde los volvió a condenar el V Concilio ecuménico, el año 553. Durante su vida, aunque tuvo desavenencias con su obispo Demetrio en materias de disciplina, el único obispo que le reprendió por sus errores doctrinales fue San Fabián, obispo de Roma, como atestigua Eusebio en su Historia eclesiástica. Este hecho hizo admitir a Harnack que "la voz de Roma parece tener un influjo especial".

¿No es cierto que la supremacía del Papa destruye el poder individual de los obispos?
No, señor; no es cierto. Los obispos, como sucesores que son de los apóstoles, ejercen verdadera jurisdicción dentro de su territorio, y, hasta cierto punto, sobre sus subditos, aunque están fuera de la diócesis. Como legisladores, pueden dictar leyes y dispensar de su observancia; aunque es evidente que no pueden legislar contra lo legislado por la Sede apostólica, como el gobernador de una provincia no puede legislar contra lo aprobado por el Gobierno central. En su diócesis, el obispo es juez, y da jurisdicción a los sacerdotes para que puedan confesar. Su curia es un tribunal de primera instancia, inferior únicamente a la metropolitana y al Papa. Asimismo, el obispo tiene la facultad de enseñar con autoridad, ya cuando predica, o cuando expide cartas pastorales, o cuando regula la predicación de los sacerdotes, la doctrina de los libros y demás publicaciones y la enseñanza que se da en sus escuelas y seminarios. Aunque el Papa no es superior a los obispos en lo que se refiere a las órdenes, lo es en lo que se refiere a la jurisdicción, pues la tiene suprema, universal e inmediata sobre toda la Iglesia y todos sus miembros. Esta supremacía no la recibe de los cardenales que lo eligen, sino de Dios directa e inmediatamente. El Papa es el maestro supremo e infalible de la Iglesia, el supremo legislador y su juez supremo. Pedro habla por Pío XII como, en 451, habló por boca del Papa León en el IV Concilio ecuménico. La piedra de toque para conocer si uno es miembro visible de la Iglesia de Cristo es esta sumisión a la jurisdicción divina del vicario de Cristo en la tierra, el Papa. Este, además, tiene por derecho divino jurisdicción inmediata y universal sobre toda la Iglesia, además de la que ejerce por medio de los obispos.

¿No es cierto que el Papa Gregorio I (590-604) rehusó el título de obispo universal o ecuménico? ¿Y no equivale esto a negar la supremacía papal?
El título "obispo universal o ecuménico" puede tener tres sentidos. Puede significar la supremacía del Papa como obispo de los obispos, título que dieron los orientales a los Papas Hormisdas (514-523), Bonifacio II (530-532) y Agapito (535-536), aunque los Papas nunca lo usaron, hasta que más tarde lo adoptó León IX (1049-54). Puede también significar un obispo que "gobierna una porción determinada de la cristiandad", como lo declaró Anastasio en el siglo IX. O, finalmente, puede significar que uno reclama para sí solo la dignidad de obispo, considerando a los demás como meros agentes. En este sentido lo entendió San Gregorio, y por eso lo rechazó, como puede verse por las cartas que escribió al emperador Mauricio, a la emperatriz Constancia y a Juan, obispo de Constantinopla. Dice así en su carta al emperador: "Nadie que conozca el Evangelio duda de que el Señor confió el gobierno de su Iglesia al bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles..., pero no el apóstol universal. Sin embargo..., a Juan le gustaría que le llamasen obispo universal." La causa de que los Papas no tomen este título es el temor "de que pudiera privarse a los obispos del honor que les es debido, si a uno se le tributan honores especiales" (Epist 5, 37). Escribiendo al obispo de Constantinopla, que había usurpado "este título nuevo, soberbio y profano", se maravilla de que "uno que poco antes se había considerado indigno de ser llamado obispo, ahora desprecie a sus hermanos y quiera ser llamado obispo único" (Ibid 44).
Las cartas de San Gregorio están llenas de párrafos en los que se afirma la doctrina católica relativa al primado de Pedro y sus sucesores. Llama a la Sede apostólica de Roma "cabeza de la fe, cabeza de todas las Iglesias, porque ocupa el lugar de Pedro, príncipe de los apóstoles". Dice que todos los obispos—y menciona expresamente al de Constantinopla—"están sujetos a la Sede apostólica". La Iglesia católica ha enseñado constantemente que los obispos no son meros agentes del Papa, sino verdaderos sucesores de los apóstoles por institución divina; León XIII, en el siglo xix, confirma lo que su antecesor Gregorio I había dicho en el siglo VII. Dice así: "Aunque el poder de Pedro y sus sucesores es complejo y supremo, no es único. Jesucristo, que hizo a Pedro piedra fundamental de su Iglesia, también escogió a doce, que llamó apóstoles. Así como la autoridad de Pedro se perpetúa en el Romano Pontífice, así el poder ordinario de los apóstoles debe ser heredado por sus sucesores, los obispos, de donde se sigue que el orden episcopal pertenece necesariamente a la constitución de la Iglesia" (De unitate Ecclesiae).

¿No es verdad que los Papas, para sostenerse en la supremacía que usurparon, forjaron en Roma una serie de documentos conocidos con el nombre de decretales falsas? ¿No se valió de ellas Nicolás I (858-67) cuando se atribuyó jurisdicción sobre las demás Iglesias?
Esas decretales falsas no fueron forjadas en Roma, sino en Francia, hacia el año 850, aunque se duda si en Reims o en Tours. En vista de la anarquía que siguió a la muerte de Carlomagno, el compilador anónimo de estos decretos quiso libertar con ellos al clero de los atropellos de que era objeto por parte de la metrópoli y de los seglares. Muchos de estos documentos son cartas auténticas de Papas, verbigracia, de León I (440-61), aunque atribuidas a Papas que habían vivido el siglo anterior. Nada nuevo se introduce en ellos por lo que respecta al gobierno esencial de la Iglesia; únicamente se pretende proteger a los obispos contra las acusaciones injustas de príncipes seglares contra las injusticias de prelados imperiosos como el arzobispo de Reims, Hincmar. Y a eso precisamente se debe su rápida propagación, a que no introdujeron novedad alguna en la legislación eclesiástica. La supremacía del Papa no quedó por eso más encumbrada ni las decretales se propusieron encumbrarla, como admiten hoy día los sabios en general. El Papa Nicolás I las conoció, pero nunca se sirvió de ellas para nada. Fuera de Adriano II (867-872), que las citó una vez de pasada, ningún Papa se interesó jamás por ellas hasta mediados del siglo XI. Mucho antes de la Reforma pusieron en duda su autenticidad teólogos y canonistas de nota, como Esteban de Tournai, Nicolás de Cusa, Juan de Torquemada y otros. La Iglesia ha dejado que se discuta libremente sobre estas decretales falsas, segura como está de que, para probar lo que pretende, no necesita de las falsificaciones bien intencionadas de ningún cronista francés del siglo IX.

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, El protestantismo, refutado. Id. ¿Quién es el Papa?
Gentilini, El catolicismo y el pontificado. Id., Objeciones modernas contra la fe.
Savio, Historia sintética de la Iglesia.
Tusquets, Manual de catecismo.

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