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domingo, 27 de febrero de 2011

DOMINICA DE SEXAGÉSIMA

LA NEGLIGENCIA EN OÍR LA PALABRA DE DIOS
"Reunida una gran muchedumbre de los que venían a El de cada ciudad, dijo esta parábola :
"—Salió un sembrador a sembrar su simiente, y, al sembrar, una parte cayó junto al camino y fue pisada, y las aves del cielo la comieron. Otra cayó sobre la peña, y, nacida, se secó por falta de humedad. Otra cayó en medio de espinas, y, creciendo con ella las espinas, la ahogaron. Otra cayó en tierra buena, y, nacida, dio un fruto céntuplo.
"Dicho esto, clamó:
"—El que tenga oídos para oír, que oiga.
"Preguntábanle sus discípulos qué significaba aquella parábola, y El contestó:
"—A vosotros ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, de manera que viendo no vean y oyendo no entiendan.
"He aquí la parábola: La semilla es la palabra de Dios. Los que están a lo largo del camino son los que oyen; pero en seguida viene el diablo y arrebata de su corazón la palabra para que no crean y se salven. Los que están sobre peña son los que, cuando oyen, reciben con alegría la palabra; pero no tienen raíces, creen por algún tiempo y, al tiempo de la tentación, sucumben. Lo que cae entre espinas son aquellos que, oyendo, van y se ahogan en los cuidados, la riqueza y los placeres de la vida, y no llegan a madurar. Lo caído en buena tierra son aquellos que, oyendo con corazón generoso y bueno, retienen la palabra y dan fruto por la perseverancia" (Le, VIII, 4-15).

Esta parábola del Evangelio no necesita explicación, pues ya la dio el mismo Jesucristo nuestro Señor.
La simiente es la palabra de Dios predicada por los sacerdotes y que se halla escrita en los sagrados libros.
Nos detendremos a considerar : 1.°, que la palabra de Dios no ha de descuidarse; 2.°, que debe escucharse con atención para que produzca abundante fruto.
I.—El abandono.
1. Una dolorosa realidad.— Es preciso oír la palabra de Dios; de otra forma, no podría conservarse la fe, pues ésta se sostiene oyendo la divina palabra, como nos lo dice San Pablo (Rom., X, 17), y si se pierde la fe no se harán buenas obras ni será, por tanto, posible la salvación.
¿Puede un campo dar buena cosecha de trigo si no se siembra? Evidentemente que no. Sin embargo, ya veis el contraste, ¡qué pocos son los cristianos que van a la iglesia a oír predicar la palabra de Dios! Es también doloroso que haya chicos que no tengan interés por oírla, a pesar de que sus padres los mandan a la iglesia, donde los está esperando el señor cura.
El Catecismo es palabra de Dios, y ya sabéis que son muchos los niños que no asisten a él ni oyen las enseñanzas de los sacerdotes. En vez de acudir a la iglesia se van a centros de diversión, a las plazas y paseos...
Vosotros no debéis ser así, porque Dios tiene preparado un gran castigo para los que se portan de ese modo.

San Antonio de Padua (+ 1231) predicaba con mucho celo en Rimini, donde había muchos herejes que no querían escucharlo. Viendo el santo que los hombres huían de sus sermones y dejaban la iglesia vacía, se fue a la orilla del mar y allí empezó a predicar a los peces, los cuales se reunieron en gran cantidad cerca de donde el santo estaba, y era de ver cómo levantaban sus cabezas para escuchar la divina palabra con suma reverencia y atención.
El milagro no tardó en propagarse por la ciudad, y, avergonzados los hombres de que hasta los peces les diesen ejemplo, acudieron con presteza a la iglesia y fueron muchísimos los que se convirtieron al Señor y cambiaron de vida.

2. Las consecuencias.—¿Qué se gana no escuchando debidamente la palabra de Dios? Se gana la ignorancia, que es terreno abonado para todos los vicios y errores; la ceguera de la mente; la dureza del corazón; la obstinación en el mal; la muerte del alma, y la condenación eterna.
Cuando Jesús predicaba su salvadora doctrina por la Judea y Galilea y demás tierras de Palestina, eran muchos los que acudían a oírle, pero no todos. Había quien se quedaba en su casa, diciendo aue no le importaba nada de lo que el Señor pudiera enseñar. De esta forma, fueron muchos los hebreos que no escucharon las verdades de Cristo y terminaron odiándolo, encarcelándolo y clavándolo en una cruz. Ese es el resultado de despreciar la palabra de Dios.
Dice San Bernardo que no hay peor señal de eterna condenación que despreciar la palabra de Dios : Nullum pejus signum est damnationis aeternae, quam verba Dei contemnere.
San Hilario, obispo y gran predicador (+ 369), estaba un día para empezar la explicación del Evangelio del día, cuando vio que muchos se salían de la iglesia. Con ánimo de evitarlo, les dijo lleno de celo el santo obispo estas tremendas palabras :
—Todos, idos; pero sabed que no os saldréis tan fácilmente del infierno.
Esto mismo podría decirse a los niños que no asisten nunca a los sermones ni al Catecismo, o que si están en la iglesia se marchan cuando va a empezar el sermón.
¿Qué será de esos desdichados? En vez de aprender a conocer, amar y servir a Dios, aprenderán a decir palabrotas feas, a ofender al Señor de mil maneras, a negarlo. Recordadlo siempre : los que no quieren oír hablar de Dios, ya llevan escrita en la frente la sentencia de su condenación. Lo dijo el mismo Jesucristo: "El que es de Dios oye la palabra de Dios; por eso vosotros no la oís, porque no sois de Dios" (lo., VIII, 47). Cuando estén para morir se darán cuenta de su enorme desgracia. ¡Qué suerte más negra les espera!

II.—La falta de provecho.
Hay algunos que van a oír la palabra de Dios, pero ésta no produce en ellos ningún buen fruto por no caer la simiente en tierra buena.
1. Parte cae en el camino y es pisada por los que pasan y comida por las avecillas del cielo. Esto quiere decir que muchos no aprecian como es debido la palabra de Dios y la escuchan durmiéndose, o quizá con desprecio.
El solitario Mácete.—Cuéntase de un monje solitario, llamado Mácete, que tenía la gracia de no dormirse jamás cuando se hablaba de Dios, y, en cambio, se quedaba como un tronco cuando se hablaba de otra cosa cualquiera, por lo que sacaba gran provecho de la palabra de Dios.
¿Cuántos niños se parecen a Mácete? La mayoría no piensan que en la iglesia es el mismo Jesucristo el que habla por boca de los sacerdotes que predican (1). Su corazón está endurecido, y por eso no sacan ningún provecho de lo que oyen, permitiendo que venga el demonio y les arrebate del corazón la divina palabra : Venit malus, et rapit quod seminatum est in corde eius (Mt., XIII, 19) (2).
2. Parte cae entre piedras y se seca. Lo cual quiere decir que hay quienes escuchan la palabra de Dios, pero no arraiga en ellos porque, o la escuchan sólo de tiempo en tiempo, o no perseveran en el bien. ¡Cuántos chicos formulan buenos propósitos después de oír un sermón y luego se olvidan de todo, se juntan con malos amigos, no santifican los días de fiesta ni frecuentan los santos sacramentos, cediendo, en cambio, a todas las tentaciones!
3. Parte cae en medio de espinas y queda ahogada. Las espigas que no dejan crecer la planta producida por la palabra de Dios son los placeres mundanos, las impurezas y los bienes de la tierra. ¿Cómo van a sacar provecho de la palabra de Dios los que quieren vivir en el vicio? A éstos es inútil sermonearles, hacerles comprender la fealdad y malicia del pecado, reprocharles los escándalos que dan, el disgusto que procuran a Dios y la alegría que proporcionan al diablo. En ellos se cumple lo que dice el Espíritu Santo : "En el alma depravada no entrará la sabiduría y no habitará en el cuerpo entregado al pecado : In malevolam animam non introibit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis" (Sap., I, 4).
Queridos míos, no seáis del número de esos desdichados. Sed, por el contrario, la tierra buena donde germina la simiente y da abundante fruto, como dice el Evangelio.
4. Parte cae en tierra buena y, nacida, da un fruto céntuplo. La tierra buena son los cristianos que escuchan de buen grado, con respeto y atención, la palabra de Dios y la guardan en su corazón. En estos cristianos, aunque sean niños, se producirán magníficas cosechas.
San Francisco de Sales, ya de niño oía con sumo gusto la palabra de Dios, mientras que le merecía muy poca atención lo demás que se dijera. La madre le hablaba con frecuencia de Dios y de las cosas santas, y cuando el niño le oía algo que antes no sabía, salía corriendo de su casa para decírselo en seguida a otros compañeros suyos.
Estando en la iglesia era digno de ver su recogimiento, junto a su bondadosa madre, y la atención que prestaba a lo que decían los predicadores.
La palabra de Dios produjo en él maravillosos frutos y le hizo un gran santo y doctor de la Iglesia (3).

Conclusión.—Imitad a San Francisco de Sales cuando era un niño como vosotros; escuchad siempre con gusto e interés la divina palabra, y así os santificaréis e iréis al cielo.
Recordad lo que ocurría con las multitudes que acudían a escuchar al Salvador: no sentían hambre ni pensaban en comer, ni siquiera se daban cuenta de que se hacía la hora de regresar a sus casas : tanto era lo que ansiaban tener el divino manjar que fluía de labios del Redentor (4).
Tened presente la respuesta que dio el Señor a una mujer que lo ensalzaba en público a voz en grito: "Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan : Beati qui audiunt verbum Dei et custodiant illud" (Lc, XI, 28). Esto quiere decir, sencillamente, que conseguirán el Paraíso.

EJEMPLOS
(1) Es el Espíritu Santo el que convierte.—Un sermón del cura de Ars— Un militar de alta graduación, que había oído predicar a los mejores oradores sagrados de Francia, fue cierto día a oír un sermón del cura de Ars (+ 1859), que predicaba empleando palabras muy sencillas y asequibles a todos.
El oficial se fue a su casa muy pensativo y su criado le preguntó:
—¿Qué le ha parecido el sermón del señor cura?
Y el militar le respondió:
—En otros sermones he admirado las condiciones oratorias de los predicadores, pero en el sermón de hoy he salido de la iglesia pensativo y bastante descontento de mí mismo.
No era el modo de hablar lo que había impresionado al pundonoroso militar, sino la acción directa del Espíritu Santo, que había hablado por medio del santo cura.
(2) El panadero del Faraón.—Cuenta la Sagrada Escritura que un panadero del Faraón de Egipto se hallaba en la misma cárcel que José (el que luego fue virrey de la nación).
El panadero tuvo un sueño en el que le pareció verse llevando tres canastillos de pan blanco. En el canastillo de encima había toda clase de pastas, de las que hacían para el Faraón los reposteros, y las aves se las comieron, dejando el canastillo vacío.
José se lo descifró, diciéndole:
—Los tres canastillos son tres días. Dentro de tres días te quitará el Faraón la cabeza y la colgará de un árbol, y comerán las aves tus carnes.
Así sucedió, en efecto, pues tres días después fue decapitado el infeliz repostero-panadero y colgada de un árbol su cabeza, según la predicción de José (Cfr. Gen., XL, 17-19).
Los que oyen la palabra de Dios a disgusto, con disipación o simplemente sin buena intención, son como el panadero del Faraón que llevaba los panes y pastas a la cabeza: sobrevienen los pajarracos, es decir, los diablos, y se lo llevan todo.
(3) La tierra buena.—San Simón Estilita (+ 459) era un sencillo pastorcito de Cilicia.
Cuando tenía trece años entró en una iglesia, en la que oyó un sermón sobre las bienaventuranzas del Evangelio. El chico se fijó mucho en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo : "Bienaventurados los que lloran; bienaventurados los limpios de corazón..." (Mt., V), y se sintió conmovido.
Terminado el sermón, preguntó al predicador qué debía hacer para alcanzar la vida eterna. El sacerdote le respondió que debía practicar la virtud y que esto lo conseguiría mejor fuera del mundo que en él.
Simón se retiró a un convento, en donde empezó una vida de grandes penitencias. Vivió sesenta y nueve años, y los últimos treinta y nueve los pasó subido a una columna provista de una estrecha barandilla.
Sobresalió en santidad y milagros por haber prestado atención a la palabra de Dios.
(4) El beato J. Colombini (+ 1367) era un rico ciudadano de Siena, entregado por completo a los pasatiempos y diversiones mundanas.
Cierto día llegó a su casa cansado y con feroz apetito, y empezó a despotricar contra su esposa por no tener dispuesta la comida.
La buena señora, para que su marido pudiese entretener la gana de alguna manera, le dio a leer un libro. Pero Colombini lo tiró rabioso al suelo, diciendo:
— ¡Mi estómago pide comida y no libros!
Mas, avergonzado de su airado proceder, cogió el libro y empezó a leerlo por puro pasatiempo.
Era la vida de Santa María Egipcíaca, la pecadora pública que luego se hizo gran penitente; y tanto interés despertó aquella lectura en nuestro hombre, que se olvidó de la comida, y a partir de aquel instante ya no fue el mundano de antes: empezó a hacer rigurosas penitencias, frecuente oración y señaladas obras de caridad. Luego convirtió su casa en hospicio de pobres, y por fin fundó una Orden religiosa, muriendo, finalmente, santo.

G. Mortarino
MANNA PARVULORUM

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