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jueves, 26 de mayo de 2011

LOS MÁRTIRES BAJO LA PERSECUCIÓN DE DECIO (1)

Decio es solo un nombre en la serie de los emperadores romanos, esa larga serie de nombres de emperadores que proliferan como hongos—al decir de un moderno historiador —hacia la mitad del siglo III, y son como etiquetas de botellas vacías. Son, en realidad, vidas vacías que ni los antiguos historiadores—si es que en esta época hay alguno que merezca este nombre — supieron cómo llenar. La de Decio, de no haber perseguido a los cristianos, se llenaría con solo decir que murió gloriosamente defendiendo las fronteras danubianas del Imperio, combatiendo contra los godos. El escritor cristiano que redacta en el siglo IV el opúsculo De mortibus persecutorum no verá en esta muerte la gloria del soldado, sino el castigo del perseguidor, a quien califica con dura palabra y trata con saña que no nos creemos en el deber de imitar:
"Vino, tras largos años de paz, Decio, animal execrable, para perseguir a la Iglesia. Pues ¿quién sino un malvado persigue a la justicia? Y como si no otro fin hubiera tenido su elevación a la cúspide del Imperio, comenzó inmediatamente a enfurecerse contra Dios, para caer también inmediatamente. Pues, saliendo a campaña contra los carpos, que tenían entonces ocupada la Dacia y la Mesia, se vio en seguida copado por los bárbaros y derrotado con gran parte de su ejército, y no tuvo ni los honores de la sepultura, sino despojado y desnudo, como convenía a un enemigo de Dios, quedó tendido para pasto de fieras y aves".
A decir verdad, los motivos que impulsaron a este soldado a declarar la primera guerra general a la Iglesia, con ánimo claro de exterminarla, son poco claros. Se supone a Decio un romano a la antigua usanza, que sueña en restablecer la unidad espiritual del Imperio obligando a todos sus subditos a volver a la religión tradicional, razón y sostén del estado, causa reconocida de la grandeza de Roma. De habérsenos conservado el edicto de persecución, estaríamos, sin duda, mejor informados sobre sus motivos; pero sólo indirectamente lo conocemos. En día determinado, todo cristiano o sospechoso de serlo debía presentarse ante la comisión de cinco miembros para dar pública muestra de su adhesión a la religión oficial, tomando parte en los sacrificios a los dioses o quemando, por lo menos, unos granos de incienso ante la estatua del emperador. Los magistrados extendían luego un certificado, acreditando que el interesado había cumplido con la ley. La publicación del edicto, en Cartago, en Alejandría, en Asia, en otras partes, sin duda, produjo verdadero pánico entre la población cristiana, que había, tras larga paz, perdido el temple del martirio, y hubo una verdadera desbandada general de apostasías. Los cuadros que nos trazan San Cipriano y Dionisio de Alejandría son de verdad lamentables. Más adelante reproduciremos sus textos, que proyectan la inevitable sombra humana en el cuadro de los heroísmos de la Iglesia.
Como la posesión del certificado de sacrificio ponía a resguardo de toda ulterior pesquisa, cristianos débiles, que ni querían romper con su conciencia ni tampoco enfrentarse con la terrible ley persecutoria, apelaron al recurso de procurarse a precio de oro falsos certificados en que constaba haber sacrificado, sin haberse, en realidad, acercado a los altares de los dioses. Por donde se ve que los acomodaticios son casta de todos los tiempos, En aquellos tiempos, sin embargo, las componendas no se admitían tan fácilmente como en nuestra época roja. Los libellatici fueron equiparados a los sacrificati, apóstatas que habían tomado parte en actos de idolatría en honor de los dioses, ya los thurificati, los que no habían hecho sino quemar unos granos de incienso en honor de la estatua del emperador.
Hoy podemos formarnos una idea perfectamente clara de lo que eran tales certificados, pues se han descubierto cuatro modelos de ellos conservados en papiros. Los libelli ofrecen la forma de una instancia dirigida a la comisión de vigilancia que los debía sellar. Los que se conservan, uno de los cuales está fechado en 250, provienen de Egipto. Su uso, en efecto, no se limitó al África, sino que consta haberse practicado igualmente en Italia y España. Nada mejor, para dar una idea de las prescripciones del edicto imperial, que transcribir aqui uno de esos certificados o libelos:
A la comisión de sacrificios de la aldea de la isla de Alejandro (islote del Fayum), de parte de Aurelio Diógenes, hijo de Satabó, natural de la misma isla de Alejandro, de unos setenta y dos años de edad. Cicatriz en la ceja derecha. Siempre he cumplido con los sacrificios a los dioses, y ahora, en vuestra presencia, conforme a lo mandado por el edicto, he sacrificado, ofrecido libaciones y tomado parte en el banquete sagrado, y os suplico que así lo certifiquéis.
Salud. Aurelio Diógenes, que presenté esta instancia. Yo, Aurelio certifico...
Año primero del Emperador César Cayo Mesio Quinto Trajano Decio Pió Feliz Augusto.
A dos del mes de Epiph (26 junio 250).

El hecho de que en una aldea de un islote desconocido se llevara tan escrupulosamente el cumplimiento del edicto, nos prueba que la persecución estaba meticulosamente organizada. Era, en efecto, una persecución administrativa, nacida antes del frío cálculo de la política que del ardor de la pasión religiosa. De ahí su característica particular y aquel que parece haber sido como lema y consigna dada por el emperador a sus colaboradores en la obra de exterminio de los cristianos: no hacer mártires, sino apóstatas. De ahí ésta palabra tan significativa de Orígenes: "Los jueces se irritan cuando los tormentos son soportados con valor; mas su alegría no tiene límites cuando logran triunfar de un cristiano."
Para arrancar la apostasía, todos los medios eran lícitos, la tortura y la cárcel, sobre todo, con sus horrores, su oscuridad, su hambre y sed.
Las actas auténticas de mártires bajo Decio son muy escasas. Sin embargo, poseemos algo que vale por una larga serie de actas, que es la correspondencia de San Cipriano durante los dos años de la persecución. El obispo de Cartago, a quien se reclamaba al grito de: "¡Cipriano a los leones!" por el populacho gentil desde las graderías del circo, juzgó prudente, y aun sintió como impulso y mandato divino, guardarse para su pueblo, huyendo de la persecución y escondiéndose con algunos miembros de su clero a las pesquisas de la policía. La vida entera posterior del gran obispo atestigua que el miedo no entró para nada en esta decisión, y los hechos demostraron el provecho que clero y pueblo sacaron de ella en aquellos difíciles momentos y en la delicada crisis que se siguió al venir la paz. Nosotros hemos ganado, con la activa correspondencia que desde su escondrijo sostuvo con su Iglesia, la más auténtica relación que pudiéramos desear sobre la vida de la comunidad de Cartago y algo también de la de Roma, bajo el régimen del terror. Reuniremos, pues, aquí aquellas cartas de la rica correspondencia cipriánica que digan más directamente con la persecución y los mártires que produce. Ningún documento puede compararse a estas cartas. Un gran obispo, votado también al martirio, que no rehuye por su fuga, sino que por altas razones difiere para bien de su pueblo, se hace intérprete del alma entera de la Iglesia en uno de los momentos de más dura prueba. Muchos de sus hijos desfallecen; otros se muestran dignos de la madre y mantienen su fidelidad a Cristo, aun a prueba de torturas, cárceles, destierro, confiscación de bienes y de la muerte misma. El dolor por los caídos, la alegría por el triunfo de los valientes, la solicitud materna por los que sufren, el aliento a los que esperan aún el combate, todo se refleja en estas calientes páginas de las cartas del obispo de Cartago, que alentaron un día a los confesores y mártires en las cárceles de Cartago y Roma, sostuvieron el valor de los fugitivos, que optaron por perderlo todo antes que exponerse a perder la fe; moderaron la imprudencia, no exenta de vanidad, de algunos confesores que se creían, por el hecho de su confesión de la fe, con poderes un si es no es superiores a la jerarquía, y lograron, en fin, mantener la necesaria cohesión entre pueblo y clero para que no se verificara una vez más la palabra profética de que, herido el pastor, se dispersaría el rebaño. Su lectura, pollo demás, aparte el tesoro de noticias históricas, es tan confortante para nosotros como debió de serlo para sus primeros destinatarios, los mártires, confesores, pueblo y clero de Cartago y Roma. Unas breves notas introductorías, donde hicieren falta, facilitará tal vez su inteligencia. La versión que ofrezco se funda en el texto establecido por el canónigo Bayard: Saint Cyprien, Correspondance, dos tomos (París 1925), que es el reproducido.

Cartas de San Cipriano sobre la persecución de Decio.
Carta V.
Ha estallado la persecución. Si Decio no ordenaba en su edicto buscar y ejecutar ante todo a los dirigentes de la Iglesia, como lo hiciera Maximino el Tracio (Eus., HE, VI, 28), por lo menos en Roma la primera víctima fué el papa San Fabián, que murió el 20 de enero de 250. Decio se había hecho dueño del Imperio en octubre de 249, tras la muerte del árabe Felipe, el supuesto primer emperador cristiano. El edicto de persecución debió de publicarse poco después, por las mismas fechas en Roma y en Cartago.
San Cipriano escribe desde su escondite. Antes de huir, ha distribuido copiosas sumas para socorro de los hermanos pobres o empobrecidos por la persecución. Las cárceles de Cartago se llenan de cristianos. Los que quedan fuera no los abandonan. Los presbíteros logran celebrar en ellas el santo sacrificio. San Cipriano recomienda que se proceda en todo con cautela.
Cipriano a los hermanos presbíteros y diáconos amadísimos, salud.
I. 1. Os saludo, hermanos amadísimos, sano y salvo por la gracia de Dios, y me alegro de saber que tampoco en lo que a vuestra salud se refiere haya novedad alguna. Como la condición de mi dignidad no me permite por ahora estar entre vosotros, os suplico por vuestra fe y religión que cumpláis ahí vuestros deberes y los míos, de suerte que nada falte ni en disciplina ni en diligencia.
2. En cuanto a los socorros que han de distribuirse, ora a los que por haber con gloriosa voz confesado al Señor están en la cárcel, ora a los que, aun debatiéndose en la pobreza e indigencia, perseveran, no obstante, en el Señor, os ruego no haya en ello deficiencia alguna, pues todo el dinero que ahí se pudo recoger fué distribuido entre miembros del clero, para casos semejantes, a fin de que fueran más los que tuvieran con qué atender a las necesidades y apuros de los particulares.
II. 1. Ruégoos también que pongáis todo cuidado y diligencia en procurar la tranquilidad. Cierto que los hermanos, movidos de su cariño, no tienen otro deseo que ver y visitar a los buenos confesores, a quienes con tan buenos principios ilustró ya la divina dignación; sin embargo, entiendo que no deben hacerse esas visitas en tropel ni por grupos demasiado numerosos, no sea que esto mismo suscite animosidad y se niegue la entrada en la cárcel, con lo que, por querer mucho, insaciables, lo perdamos todo. Tomad, pues, las convenientes medidas y mirad la manera de que eso pueda hacerse moderadamente con más seguridad. Y así, los mismos presbíteros que ahí ofrecen el sacrificio junto a los confesores de la fe, conviene que alternen, ellos y los diáconos que los acompañan, por turnos sucesivos, pues el cambio de personas y la variedad de visitantes disminuye la sospecha. En todo, efectivamente, es deber nuestro, como dice con siervos de Dios, atemperarnos a las circunstancias con mansedumbre y humildad, y mirar por la tranquilidad y proveer por el pueblo.
Os deseo, hermanos amadísimos y recordadísimos, que gocéis siempre de buena salud y os acordéis de nosotros. Saludad a toda la fraternidad. Os saluda mi diácono, y los que están conmigo os saludan igualmente. Adiós.

Carta VI.
El edicto de Decio, promulgado en Cartago al mismo tiempo que en Roma, debió de ser chispa que prendió el fuego contra los cristianos entre la chusma de la capital africana. Un tumulto callejero lleva a la cárcel al presbítero Rogaciano y al laico Felicísimo. Este debió de ser como el preludio de la persecución. Señalado luego día para profesar públicamente la religión del Imperio, todo el que en ese plazo no subió al capitolio cartaginés a ofrecer sacrificio a Júpiter, a Juno y Minerva, quedaba, por el mero hecho, marcado como cristiano y convertido en blanco de la saña popular y de las pesquisas policíacas. Hubo apostasías en masa, hubo fugitivos que afrontaron la pérdida de todos sus bienes y los riesgos de una vida errabunda; hubo, finalmente, valientes que aguardaron a pie firme (stantes) a los esbirros, confesaron sin vacilar su fe ante los tribunales y fueron arrojados a los tétricos calabozos de Cartago, que ya conocemos por las Actas de Santa Perpetua. La noticia de la gloriosa confesión de estos cristianos llega al escondrijo de San Cipriano, y él les dirige esta ardiente exhortación que es la carta VI, una de las más bellas de la colección cipriánica.
Cipriano, a Sergio y Rogaciano y a los demás confesores, perpetua salud en Dios.
I. 1. Os saludo, hermanos amadísimos, a par que os expreso mi deseo de gozar también yo de vuestra presencia, si la condición de mi dignidad me permitiera llegar hasta vosotros. ¿Qué pudiera, en efecto, haber para mí más deseable y alegre que estar ahora a vuestro lado para que me abrazarais con esas manos que, conservándose puras e inocentes y manteniendo la fidelidad al Señor, rechazaron los sacrilegos sacrificios? ¿Qué cosa más grata y sublime que besar ahora vuestras bocas, que con voz gloriosa han confesado al Señor; que me vieran ahí presente esos ojos vuestros que, despreciando al mundo, se han hecho dignos da ver a Dios?
2. Más como no está en mi mano alcanzar esa alegría, os envío en lugar mío estas letras que hagan mis veces ante vuestros oídos y ante vuestros ojos, por las que me congratulo con vosotros y juntamente os exhorto a que perseveréis firmes e inmóviles en la confesión de la gloria celeste y, pues habéis entrado por el camino de la digitación divina, marchéis con espiritual fortaleza a recibir la corona. Por protector y capitán tenéis al Señor, que dijo: Y mirad que yo estoy con vosotros todos los días fausta la consumación del mundo (Mt. 28, 20). ¡Oh bienhadada cárcel, que ilustró vuestra presencia! ¡Oh bienhadada cárcel, que envía al cielo a los hombres de Dios! ¡Oh tinieblas más luminosas que el mismo sol y más claras que la misma luz, donde ahora se han levantado y han sido santificados con divinas confesiones vuestros miembros!
II. 1. Que en estos momentos no pase por vuestros corazones y por vuestras mentes otro pensamiento que el de los divinos preceptos y mandamientos, con los que el Espíritu Santo nos animó siempre al sufrimiento del martirio. Nadie piense en la muerte, sino en la inmortalidad; ni en la pena temporal, sino en la gloria eterna, pues está escrito: Preciosa es en la presencia de Dios la muerte de sus justos (Ps. 115, 15). Y otra vez: Sacrificio a Dios es el espíritu atribulado, y el corazón contrito y humillado Dios no lo desprecia. (Ps. 50, 19). Y nuevamente, allí donde habla la Escritura de los tormentos que consagran a los mártires de Dios y los santifican con la prueba misma del martirio: Y si ante los hombres padecieron tormentos, su esperanza está llena de inmortalidad. Y si en pocas cosas fueron vejados, en muchas serán recompensados, pues Dios los probó y los halló dignos de sí. Como a oro en el crisol los probó y como hostia de holocausto los aceptó. Y a su debido tiempo, se tendrá cuenta con ellos. Juzgarán a las naciones y domeñarán a los pueblos y el Señor de ellos reinará eternamente (Sap. 3, 4-8). Como penséis, pues, que habéis de juzgar y reinar juntamente con Cristo Señor, forzoso es que os regocijéis, y con el gozo de los futuros bienes pisoteéis los presentes suplicios, sabiendo que es de ley, desde el principio del mundo, que sufra aquí la justicia en su lucha con el siglo, como lo prueba el hecho de que ya en el origen mismo el justo Abel es muerto, y a partir de entonces la misma suerte han corrido los profetas y apóstoles enviados. Para todos ellos se constituyó el Señor a sí mismo en dechado, al enseñarnos que sólo pueden llegar a su reino aquellos que le hubieren seguido por su camino, y así dijo: El que ama su alma en este mundo, la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo, la guardará para ¡a vida eterna (lo. 12, 25). Y otra vez: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien, a Aquel que puede matar alma y cuerpo para el infierno (Mt. 10, 28). Por el mismo estilo nos exhorta Pablo, recordándonos que quienes deseamos llegar a las promesas del Señor, tenemos que imitar en todo al Señor: Somos—dice—hijos de Dios; mas si hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo, a condición de que juntamente con Él padezcamos, para ser juntamente glorificados (Rom. 8, 16-17). Añadió también el Apóstol la comparación del tiempo presente con la gloria venidera, diciendo: No admiten parangón los sufrimientos de este tiempo con la gloria por venir, que se revelará en nosotros (Rom. 8, 18). Con el pensamiento de la claridad de esa gloria, es bien que soportemos todas las penalidades y persecuciones, pues si es cierto que son muchas las tribulaciones de los justos, de todas, sin embargo, son librados los que confían en Dios.
III. 1. Bienaventuradas también las mujeres que han alcanzado, junto con vosotros, la misma gloria de confesar al Señor, que mantienen su fidelidad a Él, y, más fuertes que su sexo, no sólo están ellas próximas a la corona, sino que con su constancia han dado también ejemplo a las demás mujeres. Y para que nada faltara a la gloria de vuestro grupo, y todo sexo y edad estuviera honrado con vosotros, la divina dignación os asoció también a los niños con gloriosa confesión, volviendo a poner ante nosotros algo semejante a lo que en otro tiempo hicieron los niños ilustres Ananías, Azarías y Misael. Encerrados éstos en el horno, el fuego les dio paso y las llamas les dieron lugar de refrigerio, como que con ellos estaba el Señor presente y quería demostrar que nada podría hacer contra sus confesores y mártires el fuego del infierno, sino que quienes creyeran en Dios habían de perseverar siempre incólumes y seguros en todas las cosas. Y yo os ruego consideréis diligentemente, según vuestro espíritu de piedad, qué tal hubo de ser la fe de aquellos jóvenes que pudo tan plenamente merecer a Dios. Aparejados, efectivamente, para todo, como todos tenemos deber de estarlo, le dicen al rey: Rey Nabucodonosor, no tenemos nosotros por qué responderte sobre ese punto; pues el Dios a quien servimos, poderoso es, en efecto, para librarnos del horno de fuego ardiente, y de tus manos no hay duda, oh rey, que nos librará. Mas si no lo hiciere, sábete que a tus dioses no les servimos y la estatua de oro que has fabricado no la adoramos (Dan. 3, 16-18). Creían, y por su fe sabían cierto, que podía Dios librarlos aun del suplicio presente; sin embargó, no quisieron jactarse de ello ni vindicaron para sí esta gracia, por lo que dicen: "Y si no lo hiciere", no fuera menor la virtud de su confesión, si le faltaba el testimonio del martirio. Añadieron que Dios podía hacerlo todo; pero no confiaban en ese poder para querer ser liberados al presente, sino para pensar en la gloria de la libertad y seguridad eterna.
IV. 1. Asidos también nosotros a esta misma fe y meditándola de todo corazón día y noche, prontos para marchar a Dios, por el desprecio de lo presente, pensemos sólo en lo venidero, en el fruto del reino eterno, en el abrazo y ósculo del Señor, en la vista de Dios. Así seguiréis en todo al presbítero Rogaciano, viejo glorioso, que con su valor religioso y por la dignación divina os ha abierto el camino para que seáis la gloria de nuestro tiempo; él ha sido quien, a una con nuestro hermano Felicísimo, ejemplo que fué siempre de quietud y sobriedad, recibiendo sobre sí todo el ímpetu de la chusma enfurecida, os preparó el primer hospedaje en la cárcel, y como si fuera, en cierto modo, intendente vuestro, se adelanta también ahora a vosotros. Para que ello se consume también en vosotros, rogamos con asiduas oraciones al Señor, a fin de que, llegando a la cima lo que está en sus principios, a los que hizo confesar los haga también coronar.
Os deseo, hermanos amadísimos y beatísimos, que gocéis siempre de buena salud en el Señor y lleguéis a la gloria de la corona celeste.

Carta VII.
Esta carta, en su brevedad, es una joyita de la correspondencia cipriánica. En ella se nos abre el corazón del gran obispo que anhela volver a su grey, allí donde le llaman su deber de pastor y sus recuerdos de cristiano. Si no lo hace inmediatamente, es por amor mismo de sus fieles. Como en ella se habla del presbítero Rogaciano, (véase la carta VI), hay que suponer que ésta se escribió antes del tumulto popular que le llevó a la cárcel.
Cipriano a los presbíteros y diáconos, hermanos amadísimos, salud.
I. 1. Os saludo, hermanos amadísimos, sano y salvo por la gracia de Dios, sin otro deseo que el de volver pronto entre vosotros, con lo que daría satisfacción no sólo a mi anhelo y vuestro, sino al de todos los hermanos. Preciso es, sin embargo, que atendamos a la paz común, y, por ahora, aun con pena de nuestra alma, no tenemos otro remedio que estar ausentes de vosotros, para evitar que nuestra presencia provoque la animosidad y violencia de los gentiles y que quienes más estricta obligación tenemos de atender a la tranquilidad de todos, seamos causa de romper la paz. Así, pues, en el punto mismo en que, calmada la situación, me aviséis que debo volver, o antes, si el Señor se dignare manifestármelo, entonces vendré a vosotros. Pues ¿dónde puedo yo estar mejor, o más a gusto, que donde Dios quiso que recibiera la fe y creciera en ella?
2. Acerca de las viudas, enfermos y pobres de toda especie, os pido que los atendáis con toda diligencia. Y aun los forasteros, si hubiere entre ellos quienes sufran necesidad, socorredlos de mi propio dinero, que dejé en poder de Rogaciano, compañero mío de sacerdocio. Como aquella cantidad pudiera estar ya gastada toda, por el acólito Nárico le mando otra suma, para que con toda largueza y prontitud se socorra a los necesitados.
Os deseo, hermanos carísimos, que gocéis siempre de buena salud.

Carta VIII.
Esta carta del clero romano al de Cartago es uno de los más preciosos documentos de la colección cipriánica. Martirizado el 20 de enero de 250 el papa San Fabián, la Iglesia de Roma quedó en manos del colegio presbiteral, en momentos de verdad críticos. La persecución de Decio está en todo su furor. El edicto, diabólicamente calculado, está llevándose escrupulosamente a la práctica. Martirizado el papa—Decio hubiera preferido ver surgir un rival al Imperio antes que un obispo en Roma—, el clero de la urbe cumple valientemente su deber. Componíase, por las fechas de 250, de una gloriosa corona de cuarenta y seis sacerdotes y siete diáconos, encargados éstos principalmente de la administración material de la Iglesia, tan considerable en el siglo III, que el arcediano o primer diácono era ordinariamente el sucesor señalado del papa. Los ministros inferiores, que servían de intermediarios entre el clero y el pueblo, eran también numerosos: siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos exorcistas, lectores y porteros. Mil quinientas viudas, enfermos y pobres de toda especie estaban inscritos en los registros de la comunidad cristiana y vivían de la generosa caridad de los fieles. El número de éstos se ha evaluado en "más de treinta mil" (Harnack). Su fervor en la vida cristiana y su valor ante la persecución no debió de ser extraordinario. (¿Cuándo lo fué en la muchedumbre?) Largas hileras subían hacia el Capitolio para sacrificar a la tríada romana de Júpiter, Juno y Minerva, y otros compraban su seguridad a precio de oro. Los ricos, sobre todo, como en los días de Hermas, optaron por guardar sus bienes u honores, haciendo baratillo de su fe. Los valientes presbíteros, algunos de los cuales fueron a parar a la cárcel y se coronaron del martirio, lograron detener a algunos en la pendiente misma del Capitolio, sostener en la esperanza del perdón a los ya caídos y mantener firmes en la fe al grueso de "la máxima e incontable muchedumbre".
Las noticias de Cartago, llevadas por algún despechado rencoroso, de los varios que la rápida elevación de San Cipriano había suscitado entre el clero, eran muy otras. Mientras el obispo de Roma moría como buen pastor por sus ovejas, el de Cartago se escondía, como un asalariado, cobardemente. El clero romano recuerda al obispo cartaginés el texto joánico. Ello debió herirle profundamente. En momento oportuno sabrá contestar que guardar la vida por sus ovejas puede valer tanto y más que perderla por ellas, y cada cosa tiene su momento. Por de pronto, devolvió a Roma la carta, por venir sin firma ni dirección. Su estilo es incorrecto. Como documento, repetimos, es de alto valor.
I. 1. Por el subdiácono Cremencio, que vino de ahí a Roma por asuntos particulares, nos hemos enterado que el bendito papa Cipriano ha abandonado su puesto, lo que pretende justificar con achaque de ser persona distinguida. Mas la verdad es que nos amenaza un combate, qué Dios ha permitido en este mundo, para luchar con el enemigo, juntamente con su siervo Decio; combate que ha querido Él se celebre a presencia de ángeles y hombres, de suerte que quien venciere sea coronado y el que fuere vencido lleve sobre sí la sentencia que nos ha sido manifestada. Y como a nosotros, que estamos a lo que parece al frente de la Iglesia, nos incumbe guardar el rebaño haciendo las veces de pastores, si se viere que somos descuidados, se nos dirá lo que se dijo a nuestros antecesores, los pastores de Israel, que con tanta negligencia apacentaron su rebaño, a saber: que no buscamos la oveja perdida, ni trajimos a buen camino la extraviada; no vendamos a la pernirrota y, sin embargo, nos bebíamos su leche y nos cubríamos con su lana (Ez. 34, 3).
2. Por fin, el Señor mismo, cumpliendo lo que estaba escrito en la ley y en los profetas, nos enseña diciendo: Yo soy el buen pastor que doy mi vida por mis ovejas. El asalariado, en cambio, a quien no pertenecen las ovejas, apenas ve venir al lobo, las abandona y huye, y el lobo las desparrama (lo. 10, 10-11). Es más, a Simón le dice así: "¿Me amas?" Y él respondió: "Te amo." Dícele: "Pues apacienta mis ovejas" (lo. 21, 15). Que Pedro cumpliera esta palabra, lo sabemos por el hecho mismo de haber dado su vida, y lo mismo hicieron los demás discípulos.
II. 1. No queremos, pues, que vosotros, hermanos amadísimos, seáis contados entre los asalariados, sino entre los buenos pastores, pues bien sabéis que no es pequeño el peligro que os amenaza, si no exhortareis a nuestros hermanos a permanecer firmes en la fe, no sea que, precipitándose de cabeza en la idolatría, sea arrancada de cuajo nuestra fraternidad.
2. Por nuestra parte, no son sólo palabras las que os dirigimos; por los muchos que van y vienen de Roma a Cartago, podéis informaros de que todo eso, con la ayuda de Dios, nosotros lo hemos hecho y seguimos haciendo con toda solicitud, afrontando el peligro del siglo, pues tenemos en más el temor de Dios y las penas eternas, que no el miedo a los hombres y el breve daño que pudiera venirnos de no abandonar a nuestros hermanos y exhortarlos a permanecer firmes en la fe y recordarles su deber de estar preparados para ir con el Señor. Y ya se ha dado el caso de obligar a volver atrás a quienes subían ya al Capitolio para cumplir el acto a que se los forzaba. La Iglesia sigue valientemente firme en la fe, siquiera algunos hayan caído, empujados por el terror mismo, ya por ser personas distinguidas, ya porque, detenidos, cedieron a un temor humano. Mas ni a éstos, aun separados de nosotros, los hemos abandonado, sino que los hemos exhortado y seguimos exhortando a que hagan penitencia, por si de algún modo pueden alcanzar perdón de Aquel que puede dárselo. Y así obramos por temor de que, si los abandonamos, se vuelvan todavía peores.
III. 1. Ya veis, pues, hermanos, que también vosotros estáis en el deber de hacer esto mismo, es decir, que los que hubieren caído, corrijan por vuestra exhortación sus disposiciones de ánimo, de modo que, si nuevamente son detenidos, confiesen la fe y resarzan su primer error. Otros deberes os incumben, que también nos permitimos recordaros: por ejemplo, si los que cayeron en esta tentación se vieren atacados de una enfermedad, hicieren penitencia de lo pasado y desearen la comunión con la Iglesia, se les debe ciertamente reconciliar con ella. Tanto las viudas, como los necesitados que no tienen para vivir, los detenidos en las cárceles y los arrojados de sus casas, todos deben tener quienes los socorran. Los mismos catecúmenos, si están en trance de grave enfermedad, no deben quedar frustrados en su esperanza, sino que se los debe reconciliar con la Iglesia.
2. Y ahora, algo que está sobre todo: si los cuerpos de los mártires o de los demás quedaren insepultos, gran responsabilidad recae sobre aquellos a quienes esta obra incumbe. Así, pues, cualquiera de vosotros que en cualquier ocasión cumpliere este menester, ciertos estamos que será considerado como siervo bueno a quien, por haber sido fiel en lo poco, se le constituirá sobre diez ciudades (Le. 19, 17). Y haga Dios, que es quien lo da todo a quienes en Él esperan, que todos nosotros practiquemos estas obras.
3. Os saludan los hermanos que están en la cárcel, los presbíteros y toda la Iglesia, que con suma solicitud está también ella de centinela por todos los que invocan el nombre del Señor, Y por nuestra parte os pedimos que también vosotros os acordéis de nosotros.
4. Os damos la noticia de que Basiano ha llegado acá. Finalmente, os rogamos, como a quienes tienen celo de Dios, que hagáis llegar a cuantos pudiereis un ejemplar de esta carta, aprovechando las ocasiones que se os presenten, o escribáis vosotros otras o mandéis un mensajero, a fin de que todos se mantengan firmes en la fe.
Os deseamos, hermanos amadísimos, que gocéis de buena salud.

Carta IX.
De las dos Cartas que el subdiácono Cremencio trajo de Roma a Cartago, sólo se ha conservado la que se acaba de leer, y que tan mal efecto debió de producir en San Cipriano, como que la devolvió a su procedencia. La otra, en que se relataba el martirio del papa San Fabián, y que tendría valor de unas actas auténticas, se ha perdido. San Cipriano tributa un alto y sincero elogio a su compañero de episcopado, que dejó, por su muerte, un glorioso ejemplo a su Iglesia.
I. 1. Cuando empezaba a correr entre nosotros el rumor vago sobre la muerte del excelente varón, colega mío de episcopado, y no sabíamos a qué atenernos, recibí vuestras cartas que me mandasteis por medio del subdiácono Cremencio, en las que con todo pormenor me informabais de su glorioso fin, y grande fué mi gozo al saber que una administración tan íntegra ha tenido un término tan honroso.
2. En la cual no puedo tampoco menos de felicitaros a vosotros de haber tributado a su memoria tan ilustre y claro testimonio, de suerte que supiéramos por vuestro medio la gloria que a vosotros os cabe en la memoria de vuestro obispo y el ejemplo que a nosotros nos dejó de fidelidad y valor. Pues cuanto tiene de perniciosa la caída del obispo para ruina de los que le siguen, tanto tiene de útil y saludable que, por la firmeza de su fe, se muestre ejemplo de imitación.
II. 1. También he leído otra carta en que no se expresa con claridad ni quién la escribe ni a quiénes se dirige. Y como en ella la letra, el fondo, el papel mismo me hicieron sospechar no se hubiera quitado o cambiado algo de la verdad, os la remito en su mismo original, a fin de que reconozcáis si es la misma que entregasteis para aquí al subdiácono Cremencio.
2. Sería, en efecto, muy grave que la verdad de una carta que procede del clero se corrompiera por cualquier especie de mentira o fraude. Para salir, pues, de dudas, reconoced si escritura y firma son vuestras y contestadnos qué haya en ello de verdad.
Os deseo, hermanos amadísimos, que gocéis siempre de buena salud.

Carta X.
Puede suponerse que, ausente el procónsul, la persecución fué dirigida en Cartago, a sus comienzos, por las autoridades municipales, los duunviros a quienes el edicto de Decio pudo dar poderes excepcionales. El pueblo, furioso de odio contra los cristianos, hizo lo demás. Como quiera, hacia el mes de abril de 250 se celebra público juicio én presencia del procónsul. Juicios especialísimos éstos de la persecución décica, en que no se trata ya de juzgar—el que estaba en la cárcel, bastante juzgado estaba ya por cristiano—ni aun se tenía interés particular en condenar. Lo que se pretendía era arrancar la apostasía. La tortura, sabiamente aplicada, no tenía otro fin. Muchos morían en ella, como lo atestigua irrefragablemente esta misma carta de San Cipriano. Mapálico y sus compañeros mueren en el agón o combate que anuncia al procónsul. Este agón parece haber sido el tormento. Los que resistían a los refinamientos de la tortura, volvían a la cárcel sin oír su sentencia. Se contaba con el tiempo, para dar cuenta de la constancia de los mártires. Ninguna palabra pinta mejor la diabólica táctica de estos fríos ejecutores de una fría ley de exterminio, que ésta de San Cipriano, recogida también por San Jerónimo: Máxime cum cupientibus mori non permitteretur occidi, sed tamdiu fessos tormenta laniarent quamdiu non fidem quae inuicta est uincerent, sed carnem quae infirma est fatigarent. Hubo casos en que la táctica dio su resultado. Fatigados, rendidos, hastiados, medio alelados y sin sentido, pobres cristianos llegaban a pronunciar la esperada palabra de abjuración o apostasía, y el juez, como se dirá de otros en la última persecución, se mostraba tan satisfecho de la caída de un cristiano, como si hubiera derrotado a una nación bárbara. San Cipriano habla de algunos de estos casos, y sabe magnánimamente excusarlos. Como él bien dice, no se vencía a su fe, sino a su carne. Este grupo, en cambio, que capitanea Mapálico, se mostró invencible a todos los tormentos, tan terribles que algunos murieron en ellos, tan reiterados que hubo momentos en que ya no se hería a la carne, sino a las propias heridas, según la enérgica expresión de San Cipriano: quamuis rupta canpage uiscerum, torquerentur in seruis Dei iam non membra sed ulnera. Estas noticias exaltan al grande obispo, quien celebra el valor de los mártires ya coronados y sostiene el de los confesores supervivientes con esta magnífica epístola, que es, en una pieza, acta y panegírico de martirio.
Cipriano, a los mártires y confesores de Jesucristo Señor nuestro,
salud perpetua en Dios Padre.

1. 1. Salto de júbilo y os felicito, hermanos fortisimos y beatísimos, por vuestra fidelidad y valor, gloria de la madre Iglesia, que estaba ya orgullosa cuando no ha mucho, firmes en la confesión de su fe, los confesores de Cristo aceptaban la sentencia que los condenaba al destierro. Mas la confesión presente, cuanto fué más fuerte en el sufrimiento, tanto fué más ilustre y gloriosa en el honor: se acreció la lucha, se acreció tamnién la gloria en los luchadores. El miedo de los tormentos no fué parte a que retardarais el combate, sino que más bien os sentisteis provocados por los tormentos mismos a salir al campo de batalla, y salisteis, en efecto, a librar el supremo combate con prontitud y denuedo.
2. De los que así salieron, he sabido que algunos han sido ya coronados, otros están próximos a la corona de la victoria, y todos los que en glorioso escuadrón tiene la cárcel encerrados, están animados de parejo y no menor ardor de valentía para dar cabo al combate. Así de templados es preciso se hallen en los divinos campamentos los soldados de Cristo, a fin de que la incorrupta firmeza de la fe, ni la engañen halagos, ni la espanten amenazas, ni tormentos y suplicios la derroquen, pues mayor es el que está en nosotros que el que está en este mundo, y no ha de tener más fuerza para derribar el castigo terreno que para levantar la ayuda divina. Así lo ha demostrado el combate glorioso de nuestros hermanos, quienes, hechos capitanes de los demás para vencer los tormentos, han dado ejemplo de valor y fidelidad, luchando en la batalla hasta caer vencida la batalla misma.
II. 1. Pues ¿con qué alabanzas os ensalzaré, hermanos fortísimos? ¿Con qué pregón de mi voz exornaré la robustez de vuestro pecho y la constancia de vuestra fidelidad? Soportasteis hasta la consumación de vuestra gloria una durísima tortura y no os Tendisteis vosotros a los suplicios, sino que fueron éstos los que se rindieron a vosotros. El fin a los dolores que los tormentos no daban, lo dieron las coronas. El verdugo persistió con más dureza por largo tiempo, no para derribar la firme fe, sino para enviar con más rapidez a los hombres de Dios camino del Señor.
2. La muchedumbre de los presentes vio con admiración el celeste combate de Dios, la espiritual batalla de Cristo, y contempló cómo se mantenían firmes sus siervos con palabra libre, con almas incorruptas, con fortaleza divina, desnudos ciertamente de dardos de este mundo, pero armados con las armas de la fidelidad del creyente. Se mantuvieron los atormentados más fuertes que los atormentadores, y los miembros golpeados y desgarrados vencieron a los garfios que los golpeaban y desgarraban. La inexpugnable fidelidad no fué capaz de vencerla el azote cruel, por largo tiempo repetido, por más que, rota ya la trabazón de las entrañas, ya no eran itormentados en los siervos de Dios los miembros, sino las heridas. Corría la sangre que había de extinguir el incendio de la persecución, que había de apagar con gloriosa rociada los fuegos y llamaradas del infierno.
3. ¡Oh, qué espectáculo fué aquel del Señor, qué sublime, qué magnífico, cuan acepto a los ojos de Dios por el juramento y fidelidad de sus soldados, como está escrito en los salmos, cuando el Espíritu Santo nos habla y amonesta juntamente: Preciosa es en la presencia de Dios la muerte de sus justos! (Ps. 115, 15.) Preciosa es esta muerte, que compra la inmortalidad a precio de su sangre, que recibe la corona, prez de consumado valor.
III. ¡Cuan alegre estuvo allí Cristo, con cuánto gusto luchó y venció en tales siervos suyos, Él, que es protector de lá fe y que da a los que creen tanto, cuanto el mismo que toma cree poder tomar. Él asistió a su combate, Él levantó a los luchadores y afirmadores de su nombre, Él los fortaleció, Él les dio ánimo. Y el que por nosotros venció una vez a la muerte, vence siempre en nosotros. Cuando os entregaren—dice—, no penséis lo que habéis de decir; pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros (Mt. 10, 19-20).
IV. 1. Una prueba de ello nos ha procurado la presente batalla. Una voz llena del Espíritu Santo salió de la boca de un mártir, cuando el beatísimo Mapálico dijo, entre sus tormentos, al procónsul: "Mañana verás un agón o combate". Y lo que él dijo mientras daba testimonio de su valor y fidelidad, el Señor lo cumplió. Celebróse el agón celeste y el siervo de Dios fué coronado en la lucha del agón prometido.
2. Éste es el agón que antes predijo el profeta Isaías: No tenéis pequeño combate con los hombres, pues es el Señor quien dirige el agón (Is. 7, 13-14). Y para mostrar cuál había de ser este agón, añadió: Mirad que una virgen concebirá en su sena y dará a luz un hijo, y le pondréis por nombre Emmanuel (Ibíd. 14). Éste es el agón de nuestra fe, por la que salimos a batalla, por la que vencemos, por la que somos coronados.
3. Éste es el agón que nos muestra también el apóstol Pablo, en que es menester corramos hasta llegar a la gloria de la corona. ¿No sabéis —dice—que los que corren en el estadio, todos ciertamente corren, pero uno solo se lleva la palma? De manera corred que os la llevéis. Y ellos, a la verdad, sólo reciben una corona corruptible; mas nosotros, incorrupta (1 Cor. 9, 24-25). Éste es el agón de nuestra fe, por la que somos coronados. Igualmente, aludiendo a su propio combate y dando a entender que muy pronto iba a ser víctima del Señor, dice: Sobre mí se vierte ya la libación del sacrificio, y el iimipo de mi partida se aproxima. Buen combate he combatido, he terminado mi carrera, he guardado mi fe. Ya no me queda sino esperar la corona de la justicia que me dará el Señor en aquel día, juez justo, y no sólo a mí, sino a todos los que han amado su advenimiento (2 Tim. 4, 7-8). Así, pues, este agón predicho antes por los profetas, establecido por el Señor, cumplido por los Aípóstoles, éste fué el que. Mapálico, en nombre propio y de sus compañeros, prometió a su vez al procónsul. Y no engañó en su promesa la voz fiel. La lucha que prometió, la mostró; y la palma que mereció, la recibió.
4. A este mártir beatísimo y a los otros que tomaron parte en el mismo combate y fueron compañeros suyos, firmes en la fe, pacientes en el dolor y vencedores en la tortura, deseo yo—y a ello juntamente exhorto— que los sigáis también ahora todos los sobrevivientes, de suerte que a los que juntó en uno el vínculo de la confesión de la fe y el hospedaje de la cárcel, los junte también la consumación del valor y la corona celeste. Así vosotros, con la alegría que habéis de procurarle, enjugaréis las.lágrimas de la madre Iglesia, que está llorando las caídas y muertes de muchísimos, y con la incitación de vuestro ejemplo consolidaréis la firmeza de los que aun se mantienen en pie. Si el campo de batalla os llamare, si llegare el día de vuestro combate, luchad con denuedo, combatid con constancia, sabiendo que peleáis bajo los ojos del Señor que está presente, que por la confesión de su nombre llegáis a su gloria y que no es Él tal que se contente con mirar cómo luchan sus siervos, sino que Él mismo lucha en nosotros, Él mismo entra en batalla, Él mismo, en el combate de nuestro agón, corona y es justamente coronado.
V. 1. Y si antes del día de vuestro combate sobreviniere, por indulgencia del Señor, la paz, siempre, sin embargo, os queda a vosotros la voluntad entera y la conciencia gloriosa. Que nadie de entre vosotros se contriste, teniéndose por menor que aquellos otros que, habiendo sufrido antes que vosotros los tormentos, han llegado, vencido y pisoteado el mundo, por glorioso camino al Señor. El Señor es escudriñador del riñon y del corazón; Él mira lo escondido y ve lo oculto. Para merecer de su mano la corona, basta el solo testimonio de Aquel que nos ha de juzgar.
2. Así, pues, una y otra cosa, hermanos carísimos, es por igual sublime y gloriosa. El martirio es más seguro, por ser atajo para el Señor por la consumación de la victoria; la paz es más alegre, pues recibida, tras la gloria de la confesión de la fe, la libertad, florece el confesor en la alabanza de la Iglesia. ¡Oh bienaventurada Iglesia nuestra, a la que así esclarece el honor de la divina dignación, a la que en nuestros tiempos así ilustra la sangre gloriosa de los mártires! Blanca era antes por las obras de los hermanos; ahora se ha tornado purpúrea por la sangre de los mártires. Entre sus flores no faltan ni azucenas ni rosas. Que cada uno entable ahora porfía por llegar a la más amplia dignidad en uno y otro honor. Reciban todos coronas, o blancas por sus obras o purpúreas por el martirio. En los celestes campamentos, la paz y la guerra tienen, cada una, sus coronas, con que se ciñe para su gloria el soldado de Cristo.
Os deseo, hermanos amadísimos, que gocéis siempre de buena salud en el Señor y os acordéis de nosotros. Adiós.

Carta XI.
Esta extensa carta, si es cierto que no nos revela el nombre de ningún mártir, sí, en cambio, un aspecto muy interesante, pudiéramos decir que el más íntimo aspecto de los días de la persecución de Decio: la filosofía o, por mejor decir, la teología que de ella extrae el obispo de Cartago. Esta carta es un sincero examen de conciencia, a par de una férvida exhortación al mejoramiento y fervor en la vida cristiana. La persecución es un castigo, de antemano anunciado, por el decaimiento general del pueblo cristiano. Urge, pues, aplacar Ja ira de Dios por la oración, la penitencia y la corrección de la vida. La carta es un documento más que prueba la efectiva distensión del espíritu cristiano traída por los largos años de paz. La espada, como el espíritu, se enmohecen en la paz. En su tratado De lapsis, San Cipriano trazará un cuadro más perfecto de la decadencia cristiana al estallar la persecución décica, y ella explica las numerosas apostasías.
Cipriano, a sus hermanos los presbíteros y diáconos, salud.
I. 1. Aunque sé, hermanos amadísimos, que, según el temor que todos debemos a Dios, os entregáis ahí a incesantes oraciones y férvidas súplicas, quiero, sin embargo, amonestaros por mí mismo en vuestra religiosa solicitud que hemos de gemir para aplacar a Dios y alcanzar su gracia, no sólo con nuestra voz, sino también con ayunos y lágrimas y todo género de medios e desviar su ira.
2. Porque menester es entendamos y confesemos que toda la turbia devastación de esta persecución que ha desolado y sigue desolando la mayor parte de nuestro rebaño nos ha venido al hilo de nuestros pecados, por no mantenernos en el camino del Señor y no guardar los celestes mandamientos que nos fueron dados para nuestra salvación. Nuestro Señor hizo la voluntad de su Padre y nosotros no hacemos la voluntad de Dios, pues no tenemos otro afán que la riqueza y el lucro, vamos tras la soberbia, nos entregamos a la emulación y bandería, descuidamos la sencillez y la fidelidad, nuestra renuncia al siglo no pasa de los labios y no se ve en los hechos, cada uno busca su gusto y nada le importa disgustar a los demás. Somos, pues, azotados como merecemos, según está escrito: El criado que conoce la voluntad de su señor y no la hace, recibirá muchos azotes (Lc. 12, 47).
3. ¿Qué golpes, pues, qué azotes no merecemos, cuando ni los mismos confesores, que debieran ser para los demás dechado de buenas costumbres, guardan la disciplina? Y así, mientras insolentemente, con hinchada y desvergonzada jactancia, se engríen algunos de su confesión de la fe, han venido los tormentos, y tormentos sin término del atormentador, sin el desenlace.de la condenación, sin el consuelo de la muerte; tormentos que no despachan fácilmente camino de la corona, sino que tanto tiempo torturan, cuanto menester sea para arrancar la apostasía, a no ser que alguno, sacado de ellos por divina dignación, haya salido del mundo entre las mismas torturas, alcanzando la corona no por término del suplicio, cuanto por su rapidez en morir.
II. 1. Esto sufrimos por culpa nuestra, y bien merecidamente, como de antemano nos lo avisó la divina censura, diciendo: Si abandonaren mi ley y no anduvieren en mis juicios; si profanaren mis justificaciones y no observaren mis mandamientos, visitaré con vara sus crímenes y con azotes sus delitos (Ps. 88, 31-33). Varas, pues, y azotes estamos sintiendo, pues ni agradamos a Dios por nuestras buenas obras ni le satisfacemos por nuestros pecados.
2. Imploremos de lo íntimo del corazón y con toda nuestra alma la misericordia de Dios, pues Él mismo añadió diciendo: Mi misericordia, empero, no la apartaré de ellos (Ps. 88, 34). Pidamos, y recibiremos; y si alguna dilación o tardanza hubiere en recibir, por haberle gravemente ofendido, llamemos a la puerta, pues al que llama se le abre, a condición de que sean nuestras súplicas, gemidos y lágrimas las que llamen, súplicas en que es preciso insistir y perseverar, y sea unánime nuestra oración.
III. 1. Pues habéis de saber que lo que más me persuadió y aun empujó a dirigiros estas letras fué la circunstancia siguiente: según el Señor se digna revelar y manifestar, se me dijo en una visión: "Pedid y alcanzaréis.." Di inmediatamente orden al pueblo asistente que hicieran oración por algunas personas designadas; mas al pedir, disonaron las voces y fueron dispares las voluntades, y vehementemente desagradó al que dijo: "Pedid y alcanzaréis" que discrepara la desigualdad del pueblo y no hubiera un solo sentir entre los hermanos ni una sencilla y apretada concordia, estando escrito: Dios, que hace morar a los de una sola alma en la misma casa (Ps. 67, 7); y en los Hechos de los Apóstoles leemos: La muchedumbre de los creyentes obraban con una sola alma y una sola mente (Act. 4, 32). Y el Señor, por su propia boca, nos mandó: Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros (lo. 15, 17); y otra vez: Mas dígoos que si dos de vosotros se convinieren sobre la tierra, cualquier cosa que pidiereis se os concederá por mi Padre que está en los cielos: Ahora bien, si tanto pueden dos solos unánimes, ¿qué sería si la unanimidad se diera entre todos?
2. Y si, conforme a la paz que el Señor nos dio, todos los hermanos estuviéramos de acuerdo, tiempo ha hubiéramos obtenido de la divina misericordia lo que pedimos, y no estaríamos tanto tiempo fluctuando entre estas olas en que peligra nuestra salvación y nuestra fe. Es más: si nuestra hermandad no hubiera tenido sino un solo ánimo, ni se hubiera siquiera desencadenado esta tormenta de males.
IV. 1. Efectivamente, otra visión ha habido del tenor siguiente: estaba el padre de familia sentado y tenía a su derecha, sentado también, otro joven, el cual, angustiado y con cierto aire de indignación, ligeramente triste, se cogía la mejilla con la mano, delatando todo su rostro pesadumbre. A la izquierda del padre de familia había otro, de pie, con una red en la mano, que amenazaba tender para prender en ella a todo el pueblo que estaba en torno. Y como el que tuvo la visión preguntara qué significaba aquello, le fué respondido que el joven sentado a la derecha estaba apesadumbrado y triste porque no se observaban sus mandamientos; el de la izquierda, en cambio, saltaba de júbilo, pues se le presentaba ocasión, por permisión del padre de familia, de ensañarse con el pueblo cristiano.
2. Esta visión es muy anterior al desencadenamiento de esta tormenta devastadora. Y ahora vemos cómo se cumple lo que fué mostrado, es decir, que al despreciar los mandamientos del Señor, al no observar los saludables preceptos de la ley que nos fué dada, el enemigo ha recibido poder para dañarnos, y al sorprendernos menos armados y menos apercibidos para resistir, nos ha cogido en su redada.
V. 1. Oremos instantemente y gimamos con asiduas súplicas. También quiero que sepáis, hermanos amadísimos, que uno de los puntos que no ha mucho han sido objeto de reprensión que se nos ha dirigido en una visión, ha sido precisamente que dormitamos en nuestras súplicas y no oramos con mente despierta. Y no hay duda de que Dios, que ama a quien castiga, cuando castiga, castiga para enmendar y enmienda para salvar. Sacudamos, pues, y hagamos añicos las cadenas del sueño y oremos instante y vigilantemente, como nos lo manda el apóstol Pablo, diciendo: Instad en la oración, vigilantes en ella (Col. 4, 2). Y es así que los Apóstoles no cejaron dia y noche en la oración, y el Señor mismo, maestro de nuestra disciplina y camino de nuestro ejemplo, oró frecuente y vigilantemente, como leemos en el Evangelio: Salió al monte a orar y pasó la noche en la oración de Dios (Lc. 6, 12). Y a la verdad, si el Señor oraba, por nosotros oraba, pues no era Él pecador, sino que había cargado con nuestros pecados. Y tan cierto es que en favor nuestro suplicaba, que leemos en otro lugar: Mas dijo el Señor a Pedro: "Mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe" (Lc. L2, 31). Pues si Él se fatiga y vigila y suplica por nuestros pecados, ¿cuánto más no será razón que nosotros insistamos en nuestras súplicas, y orar y rogar ante todo al Señor mismo, y luego por Él tratemos de satisfacer a Dios Padre?
3. Tenemos por abogado y deprecador por nuestros pecados a Jesucristo, Señor y Dios nuestro, a condición de que nos pese haber pecado en lo pasado y, confesando y reconociendo nuestras faltas con que ahora ofendemos a Dios, prométanlos que siquiera en adelante hemos de andar en sus caminos y temer sus mandamientos. El Padre nos castiga, a par que nos protege; mas eso a los que se mantienen firmes en la fe y, por más tribulaciones y estrecheces que sufran, están fuertemente adheridos a su Cristo, conforme está escrito: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso la tribulación o la estrechez, o la persecución o el hambre, o la desnudez o el peligro, o la espada? (Rom. 8, 35). Nada de esto puede separar de Cristo a los creyentes; nada puede arrancar a los que están pegados a su cuerpo y a su sangre. Esta persecución es un examen y exploración de nuestro pecho. Dios ha querido sacudirnos y probarnos, como probó siempre a los suyos, sin que en sus pruebas faltara jamás el auxilio a los creyentes.
VI. 1. Finalmente, al menor de sus siervos, por muy envuelto que se halle en faltas sin cuento, por muy indigno que sea de la dignación divina, Él, sin embargo, según su bondad para con nosotros, se ha dignado mandarle un recado: "Dile—dijo—que esté tranquilo, pues la paz ha de venir; y si aún tarda tantico, es que todavía faltan algunos que probar."
2. Mas también, por las divinas dignaciones, recibimos avisos acerca de parquedad en el comer y sobriedad en la bebida, es decir, que un pecho que por el vigor celeste se ha levantado ya a lo alto no ha de dejarse enervar por halago secular alguno, o que el alma, agravada por excesivas comidas, se halle menos vigilante para las súplicas de la oración.
VII. 1. Yo no debía disimular cada una de estas cosas y tenerlas escondidas para mí solo en mi conciencia, dado caso que todos y cada uno de nosotros podemos instruirnos y dirigirnos por ellas. Ni vosotros, por cierto, habéis de teher tampoco oculta esta carta entre vosotros, sino darla a leer a los hermanos. Pues no dar libre curso a los avisos e instrucciones que se digna dirigirnos el Señor, obra es de quien no quiere que su hermano sea avisado e instruido.
2. Sepan que nos está probando nuestro Señor, y no desfallezcan, por el conflicto de la presente tribulación, en la fe por la que una vez creímos en Él. Reconociendo cada uno sus propias faltas, dejen al menos ahora la manera de vida propia del hombre viejo (Eph. 4, 22). Nadie, en efecto, que mire atrás al tiempo de poner la mano en el arado, es apto para el reino de Dios (Lc. 9, 62). Ejemplo la mujer de Lot, que tras su liberación, por mirar atrás contra el mandamiento, perdió lo que había ganado. Miremos no a lo de atrás, a donde nos quiere hacer volver el diablo, sino a lo de adelante, a donde Cristo nos llama. Levantemos los ojos al cielo, para que no nos engañe con sus deleites y halagos la tierra.
3. Que cada uno ore a Dios, no sólo por sí, sino por todos los hermanos, como nos enseñó a orar el Señor, donde no ordena a cada uno una súplica particular, sino que orando con oración común y súplica concorde nos mandó orar por todos. Si el Señor nos viere humildes y tranquilos, unidos los unos con los otros, temerosos de su ira, corregidos y escarmentados por la presente tribulación, Él nos sacará indemnes de los ataques del enemigo. Precedió el castigo; seguirá también el perdón.
VIII. A nosotros sólo nos cumple suplicar al Señor sin cesar en nuestras peticiones y con fe de recibir lo que pedimos, sencillos y unánimes, suplicando, empero, con gemido y llanto, como es bien que supliquen los que están colocados entre, las ruinas de los que lloran y los restos de los que temen, entre el estrago incontable de los enfermos y la escasa firmeza de los que aún se mantienen en pie. Roguemos que cuanto antes se nos devuelva la paz, que pronto podamos salir de nuestros escondrijos y peligros, que se cumpla lo que el Señor se ha dignado manifestar a sus siervos; la reintegración de su Iglesia, la seguridad de nuestra salvación; tras las lluvias, el cielo sereno; tras las tinieblas, la luz; tras estas tormentas y torbellinos, la plácida calma, los piadosos auxilios de su paterno amor, las acostumbradas maravillas de su divina majestad, por las que sea reprimida la blasfemia de los perseguidores, se reforme la penitencia de los caídos y se llene de gloria la fuerte y estable confianza de los que perseveran.
Os deseo, hermanos amadísimos, que gocéis siempre de buena salud y os acordéis de nosotros. Saludad en mi nombre a la fraternidad y advertirles que se acuerden de nosotros. Adiós.

Carta XII.
La situación es la misma que suponen las otras cartas. Las cárceles rebosan de cristianos. Muchos mueren en ellas. San Cipriano les concede plenamente—y con plena razón—la gloria de los mártires: "Cuando a nuestra voluntad y confesión de la fe se añade la muerte en la cárcel y en las cadenas, consumada está la gloria del martirio". Hay también en esta carta algún texto precioso para la historia del culto de los mártires: San Cipriano manda que se tome nota del día en que mueren para agregar sus nombres en la conmemoración de los mártires, hecha en el sacrificio de, la misa. Los pobres, que no obstante su pobreza, se mantienen fieles a Cristo, son otra constante preocupación del gran obispo africano.
Cipriano, a sus hermanos los presbíteros y diáconos, salud.
I. 1. Aunque sé, hermanos amadísimos, que sois frecuentemente avisados por mis cartas a atender con toda diligencia a los que con voz gloriosa han confesado al Señor y están detenidos en la cárcel, vuelvo no obstante a insistir sobre lo mismo, a fin de que no falte cuidado alguno a aquellos a quienes nada falta para su gloria. ¡Y ojalá que la condición de mi puesto y dignidad me permitiera estar también yo ahí presente! ¡Con qué prontitud y gusto cumpliría con solemne ministerio todos los deberes de la caridad para con nuestros fortísimos hermanos! Mas que vuestra solicitud haga mis veces en el cumplimiento de ese deber mío y nada omita de cuanto conviene hacer acerca de aquellos a quienes con tales merecimientos de su fidelidad y valor ha ilustrado la dignación divina.
2. Debe igualmente ponerse la mayor vigilancia y cuidado en recoger los cuerpos de todos aquellos que, aun cuando no han sido sometidos a torturas, hallan, sin embargo, en la cárcel gloriosa muerte. A la verdad, ni su valor ni su honor fué menor, para que no sean agregados también ellos entre los bienaventurados mártires. En cuanto de su parte estuvo, sufrieron todo aquello que estaban aparejados y prontos para sufrir. El que, a los ojos de Dios, se ofreció a los tormentos y a la muerte, ya padeció cuanto quiso padecer. Pues no fué él quien faltó a los tormentos, sino los tormentos los que le faltaron a él.
3. Quien me confesare entre los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre (Mt. 10, 32), dice el Señor; pues ellos le confesaron. Quien perseverare hasta el fin, ése se salvará (Mt. 10, 22), dice el Señor; pues ellos perseveraron y hasta el fin conservaron incorruptos y sin mácula los méritos de sus virtudes. Y en otro lugar está escrito: Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida (Apoc. 2, 10); pues ellos llegaron hasta la muerte fieles, firmes e inexpugnables. Cuando a nuestra voluntad y confesión de la fe se añade la muerte en la cárcel y cadenas, consumada está la gloria del martirio.
II. 1. Finalmente, tomad también nota de los días en que mueran, a fin de que podamos celebrar sus conmemoraciones entre las memorias de los mártires, si bien Tertulo, fidelísimo y devotísimo hermano nuestro, entre las demás solicitudes y cuidados que se toma por los hermanos en cuanto dice obsequio de ellos, no se descuida ahí de sus cuerpos, y él nos ha escrito y nos sigue escribiendo e indicando los días en que nuestros bienaventurados hermanos pasan en gloriosa muerte de la cárcel a la inmortalidad, y nosotros celebramos aquí ofrendas y sacrificios en conmemoración suya. Pronto, con la protección del Señor, las celebraremos en vuestra compañía.
2. Tampoco a los pobres, como muchas veces os he escrito, ha de faltar vuestro cuidado y diligencia, a aquéllos, queremos decir, que, firmes en la fe y militando valientemente con nosotros, no han abandonado los reales de Cristo. A éstos, por cierto, se les debe ahora mayor amor y cuidado, pues ni arrastrados por su pobreza, ni derribados por la tempestad de la persecución, al servir fielmente al Señor, han dado a los demás pobres ejemplo de fidelidad.
Os deseo, hermanos amadísimos y recordadísimos, que gocéis siempre de buena salud y os acordéis de nosotros. Saludad en mi nombre a la fraternidad. Adiós.

Carta XIII.
Algunos de los cristianos que fueron encarcelados en los primeros momentos de la persecución y a quienes San Cipriano dirigió, exaltando su valor al confesar la fe, la carta X, fueron condenados a destierro o, en términos de Derecho romano, a la relegatio. Es una novedad del edicto de Decio. El crimen de cristianismo, que es evidentemente uno e idéntico en toda circunstancia, no se castiga uniformemente con la muerte, pues no es primeramente el exterminio de los creyentes, ciudadanos, al cabo, del Imperio, lo que se busca, sino el de la creencia. La relegatio era una pena muy dura y, por lo menos en el caso de los cristianos, llevaba consigo la confiscación de los bienes. De estos desterrados, la mayor parte se mantenían, en su conducta, a la altura de su título de confesores de la fe; otros, creyendo que éste les daba patente segura de salvación, daban poco menos que por caducados los mandamientos de la ley de Dios. San Cipriano felicita a los unos y recuerda a los otros que, aun después de confesar la fe, "aun estamos en el mundo, aun seguimos en el campo de batalla, aun tenemos que combatir diariamente a vida o muerte". Esta carta, como el tratado De lapsis del mismo San Cipriano, proyecta una sombra sobre el cuadro del heroísmo cristiano; mas la sombra destaca la luz, y el heroísmo no se aprecia justamente sino en contraste con la cobardía. No debíamos, pues, omitir esta carta que es, por le demás, un bello documento de la solicitud de un pastor que, aun oculto, no pierde un movimiento de sus ovejas, y para todas, fieles o descarriadas, tiene la palabra oportuna.
Cipriano, al presbítero Rogaciano y a los demás hermanos confesores, salud.
I. Ya anteriormente, hermanos amadísimos y fortísimos, os escribimos una carta en que con palabras exultantes os felicitábamos por vuestra fidelidad y valor, y tampoco ahora ha de salir de nuestra boca antes de todo otra palabra que la de alabanza a la gloria de vuestro nombre, la que frecuentemente y siempre os tributamos con ánimo gozoso. Pues ¿qué cosa puedo yo desear o más grande o mejor que contemplar cómo el honor de vuestra confesión irradia sobre la grey de Cristo? Pues si es cierto que todos los hermanos deben alegrarse de ello, no lo es menos que en el gozo común cabe mayor parte al obispo, como quiera que la gloria de la Iglesia es gloria de su cabeza. Cuanto dolor nos producen aquellos a quienes derribó la tempestad enemiga, otro tanto nos alegráis vosotros a quienes no pudo vencer el diablo.
II. 1. Os exhortamos, sin embargo, por la fe común, por la sincera y sencilla caridad de nuestro pecho para con vosotros a que, los que vencisteis al enemigo en este primer encuentro, mantengáis vuestra gloria con fuerte y perseverante virtud. Todavía estamos en el mundo, aún nos hallamos en el campo de batalla, diariamente combatimos a vida o muerte. Hay que esforzarse para que, después de estos principios, lleguéis a los acrecentamientos y se consume en vosotros lo que con felices augurios empezasteis a ser. Poco es haber podido alcanzar algo; lo que importa es poder conservar lo alcanzado, como nuestra misma fe y sobrenatural nacimiento no nos vivifica, en definitiva, por recibirla, sino por guardarla. No es una consecución momentánea lo que salva para Dios al hombre, sino la consecución final.
2. Esto nos enseñó el Señor con su magisterio, diciendo: Mira que ya estás sano; no peques más, no sea que te suceda algo peor (lo. 5, 14). Piensa que esto mismo dice el Señor a su confesor: "Mira que ya eres confesor; no peques más, no sea que te suceda algo peor." Salomón, por ejemplo, y Saúl y muchos otros, apenas dejaron de andar por los caminos del Señor no pudieron mantener la gracia recibida. Al apartarse de ellos la disciplina del Señor, se apartó también la gracia.
III. 1. Es preciso perseverar en el estrecho y angosto camino de la alabanza y de la gloria, y como quiera que la quietud, la humildad y la tranquilidad de las buenas palabras, convenga a todos los cristianos conforme a la voz de Dios, que no posa sus ojos sino sobre el humilde y tranquilo y temeroso de sus palabras, mucho más conviene que todo eso lo observen y cumplan los confesores, que habéis venido a ser dechado de los demás hermanos y cuyas costumbres han de ser una incitación para la vida y obras de todos.
2. Pues al modo que se enajenaron de Dios aquellos judíos por cuya causa era blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles; así, por contrario caso, le son caros a Dios aquellos por cuya disciplina es ensalzado el nombre del Señor con testimonio de alabanza, como está escrito allí donde de antemano nos avisa el Señor y dice: Brille vuestra luz delante de los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt. 5, 16). Y el apóstol Pablo dice: Brillad como lumbreras en el mundo (Phil. 2, 15). Y Pedro, de manera semejante, nos exhorta: Como huéspedes—dice—y forasteros, absteneos de los deseos carnales que militan contra el alma, observando entre los gentiles buena conducta, a fin de que, mientras os vituperan como malhechores, al ver vuestras buenas obras glorifiquen a Dios (1 Petri 2, 11-12). Todo ello, con gozo mío, lo procura hacer ciertamente la mayor parte de entre vosotros y, mejorados con el honor mismo de la confesión de la fe, custodian y mantienen su gloria con tranquilas y buenas costumbres.
IV. 1. Pero oigo decir que algunos manchan vuestro número y con su mala conducta destruyen la gloria de vuestro nombre excelso. A éstos debéis vosotros mismos, como amadores y conservadores de vuestro propio honor, reprenderlos, reprimirlos y enmendarlos. Pues ¡con qué baldón para vuestro nombre se delinque, cuando el uno que se quedó en su tierra se muestra amigo de la bebida y lascivo; el otro se vuelve a la patria, de donde fué por sentencia desterrado, a fin de que, sorprendido, no muera ya como cristiano, sino como infractor de la ley!
2. Oigo igualmente que andan algunos hinchados y engreídos, siendo así que está escrito: No sientas altamente, sino teme. Pues si el Señor no perdonó a las ramas naturales, bien pudiera ser que tampoco a ti te perdonara (Rom. 11, 20-21). Nuestro Señor fué llevado como oveja al matadero; y como cordero mudo ante quien le trasquila, así El no abrió su boca (Is. 53, 7). Yo no soy —dice—contumaz ni contradigo. Puse mi espalda a los azotes y mis mejillas a las bofetadas, y mi rostro no lo aparté de la fealdad de los esputos (Is. 50, 5-6).
3. ¿Y todavía alguno que pretende vivir por Él y en Él se atreve ahora a engreírse y ser soberbio, olvidando tanto los ejemplos que nos dio como los mandamientos que por sí o por sus Apóstoles nos impuso? Ahora bien, sí no es el criado más que el amo (lo. 15, 20), los que siguen al Señor vayan tras sus pisadas humildes, quietos y silenciosos, pues el que se humillare será exaltado, como lo dice el Señor: El que de entre vosotros se hiciere el menor, ése será grande (Lc. 9, 48).
V. 1. Pues ¿qué decir ahora de otro desorden, cuan execrable no ha de pareceros a vosotros mismos lo que con sumo gemido y dolor de nuestra alma hemos sabido, que no faltan entre vosotros quienes con torpe e infame trato mancillan sus miembros, templos que son de Dios, nuevamente santificados e iluminados después de la confesión de la fe, habitando promiscuamente con mujeres? Aun suponiendo que su conciencia esté limpia de toda deshonestidad, grande crimen es el hecho mismo de dar escandalosos ejemplos, de que puede originarse la ruina de los otros.
2. Conviene que no haya entre vosotros contiendas ni rivalidades de ningún linaje, pues el Señor nos dejó su paz y escrito está: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ahora bien, si os mordéis y vituperáis mutuamente, mirad no os consumáis los unos a los otros (Gal. 5, 14-15). Absteneos, os ruego, de vituperios y maldiciones, pues los maldicientes no conseguirán el reino de Dios, y la lengua que ha confesado a Cristo, ha de conservarse incólume y pura en su honor. Pues el que habla, conforme al precepto de Cristo, lo que atañe a la paz, al bien y a la justicia, ése confiesa diariamente a Cristo.
3. Al bautizarnos, habíamos renunciado al mundo; pero la verdadera renuncia la hacemos ahora, cuando, tentados y probados por Dios, abandonando todo lo nuestro, hemos seguido al Señor y nos mantenemos firmes y vivimos en su fe y temor.
VI. Alentémonos por mutuas exhortaciones y adelantemos más y más en el Señor, a fin de que cuando, por su misericordia, nos diere la paz que promete nos ha de dar, volvamos a la Iglesia nuevos y vueltos, como quien dice, otros hombres, y lo mismo nuestros hermanos que los gentiles nos reciban corregidos y reformados en mejor, y los que antes admiraron en los actos de valor la gloria, admiren ahora en las costumbres la disciplina.
VII. Y aunque lo mismo cuando estabais detenidos en la cárcel que ahora hace poco he dado muy cumplida instrucción a mi clero para que se os asista en todo lo que necesitéis de vestido o comida; sin embargo, yo mismo de mi escaso bolsillo os mando doscientos cincuenta sestercios que llevaba conmigo, aparte los otros doscientos cincuenta que hace poco os mandé. También Víctor, que ha pasado de lector a diácono y está conmigo, os manda ciento setenta y cinco. Por mi parte, me alegro cuando tengo noticias de que muchos de nuestros hermanos rivalizan por espíritu de caridad en atender con sus aportaciones a vuestras necesidades. Te deseo, hermano amadísimo, goces siempre de buena salud.

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