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sábado, 18 de junio de 2011

Enciclica "RESPICIENTES..."

PÍO IXCarta Encíclica sobre los ataques a los Estados PontificiosDel 1 de septiembre de 1870
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica
1. Atentados del gobierno del Piamonte contra el poder civil de la Santa Sede.
Considerando todas las cosas que el gobierno de Piamonte lleva a cabo desde hace muchos años con no interrumpidas maquinaciones para destruir el Principado civil concedido por singular providencia de Dios a esta Sede Apostólica, a fin de que los sucesores del Bienaventurado Pedro en el ejercicio de su espiritual jurisdicción, gozaran de la necesaria y plena libertad y seguridad, no Nos es posible evitar, Venerables Hermanos, el sentirnos apenados en lo íntimo de Nuestro corazón en medio de una conspiración tan grave contra la Iglesia de Dios y esta Santa Sede; y en este tiempo tan luctuoso, en que el mismo gobierno, siguiendo los consejos de las sectas de perdición, completó por la fuerza de las armas la sacrílega invasión, que desde tiempo atrás premeditara, de Nuestra alma urbe y de las demás ciudades cuyo mandato Nos había quedado después de la anterior usurpación. Mientras veneramos los secretos designios de Dios, humildemente postrados delante de El, Nos vemos obligados a pronunciar aquellas palabras del profeta: gimo yo y derraman lágrimas mis ojos porque se alejó de mí el consolador que daba descanso a mi alma: han perecido mis hijos porque prevaleció el enemigo[1].

2. Nunca el Papa ha mantenido oculto este doloroso asunto.
Con harta frecuencia por cierto, Venerables Hermanos, ha sido expuesta por Nosotros y manifestada hace ya tiempo al orbe católico la historia de esta nefasta guerra, pues esto lo hicimos en muchas Alocuciones Nuestras, Encíclicas y Breves dados en diversos tiempos, o sea el 1º de noviembre del año 1850, 22 de enero y 26 de julio de 1855, 18 y 28 de junio y 26 de septiembre de 1859, 19 de enero de 1860 en la carta apostólica del 26 de marzo de 1860 y luego en las Alocuciones del 28 de septiembre de 1860, 18 de marzo y 30 de septiembre de 1861 y 20 de septiembre, 17 de octubre y 14 de noviembre de 1867. En la serie de estos documentos quedan puestas y declaradas las gravísimas injurias infligidas a Nuestra Suprema Autoridad y a la de esta Santa Sede aun antes de la ocupación de los dominios eclesiásticos, comenzada estos últimos años, ya sometiendo a indignos vejámenes a los sagrados ministros, a las familias religiosas y aun a los mismos obispos, ya quebrantando la alianza con la Santa Sede establecida en solemnes convenciones y negando obstinadamente el inviolable derecho de ellas, aun en el mismo tiempo en que Nos hacía saber que deseaba iniciar con Nosotros nuevas conversaciones. Por estos misinos documentos claramente se pone de manifiesto, Venerables Hermanos, y lo verá toda la posteridad, con qué artimañas y con qué astutas e indignas maquinaciones haya llegado el misino gobierno a vejar la justicia y santidad de derechos de esta Sede Apostólica; y simultáneamente entenderá cuántos hayan sido Nuestros cuidados en contener, según Nuestras posibilidades, su audacia cada día mayor y en vindicar la causa de la Iglesia.

3. Engaños y pretextos del gobierno piamontés.
Bien sabéis que el mismo gobierno piamontés incitó a la guerra a las principales ciudades de la Emilia, enviando escritos, conspiradores, armas y dinero, y no mucho después, convocados los comicios populares y tomados los sufragios, se formó un plebiscito, y con su engaño y apariencia, a pesar de la oposición de los buenos, fueron arrancadas de Nuestro paternal imperio Nuestras provincias situadas en aquella región. Es también cosa sabida que en el año siguiente el gobierno, para arrebatar otras provincias de esta Santa Sede situadas en el Piceno, la Umbría y el Patrimonio, fingiendo dolosos pretextos, rodeó de improviso con un gran ejército a Nuestros soldados y a los escuadrones voluntarios de la juventud católica, que, llevada del espíritu de religión y piedad hacia el Padre común, había volado de todas las partes del mundo para defendernos, y sin que ellos sospecharan lo más mínimo una irrupción tan súbita, los venció en sangrienta batalla a pesar de que impávidamente lucharon por la Religión. A nadie se oculta la insigne impudencia e hipocresía del mismo gobierno, que para disimular el mal efecto de esta usurpación sacrílega no dudó en divulgar que había invadido aquellas provincias para restablecer en ellas los principios del orden moral, siendo así , que de hecho promovió la difusión y el culto de lodo género de falsas doctrinas, soltó en todas partes los frenos de las concupiscencias y la impiedad, aplicando inmerecidas penas a los sagrados obispos y a los eclesiásticos de cualquier grado, encerrándolos en cárceles y permitiendo que fueran vejados con públicas contumelias, mientras dejaba impunes a los sectarios y a aquellos que ni siquiera respetaban la dignidad del Supremo Pontificado en Nuestra humilde persona.

4. Nuestra actitud. La ayuda francesa
Consta además que Nosotros según la obligación de Nuestro oficio, no sólo resistimos siempre a los consejos y postulaciones a Nosotros llegados por los que se intentaba que traicionáramos torpemente Nuestro oficio, ya fuese dejando y entregando los derechos y posesiones de la Iglesia, ya estableciendo con los usurpadores una indigna conciliación, sino que también opusimos solemnes protestas ante Dios y los hombres por esas inicuas audacias y crímenes, perpetrados contra todo derecho humano y divino, y declaramos ligados con las censuras eclesiásticas a sus autores y promotores y en cuanto fuese necesario les aplicamos de nuevo las mismas censuras. Por último, es cosa sabida que el predicho gobierno persistió a pesar de todo en su contumacia y en sus maquinaciones, y que procuró promover la rebelión en las demás provincias Nuestras y sobre todo en la Urbe, enviando perturbadores y con todo género de artes. Como estos conatos de ninguna manera resultaban según sus deseos, por la indefectible fidelidad de Nuestros soldados y el amor y aflicción de Nuestros pueblos que se declaraban por Nosotros insigne y constantemente, se levantó por último contra Nosotros aquella turbulenta tempestad en el año 1867, cuando en otoño vinieron a Nuestras tierras y a esta ciudad cohortes de hombres facinerosos inflamados en el furor del crimen, y ayudados con los subsidios del mismo gobierno, de los que muchos se habían ya ocultamente instalado en esta Urbe. De su fuerza, crueldad y armamentos podíamos temer, tanto Nosotros como Nuestros dilectísimos súbditos, las cosas más acerbas y cruentas, como bien claro apareció, si Dios misericordioso no hubiese hecho vanos sus ímpetus por medio de la valentía de Nuestras tropas y del poderoso auxilio de las legiones enviadas a Nosotros por la ínclita nación francesa.

5. Consuelo que nos produce la fidelidad de Nuestros pastores y fieles
En tantos combates, empero, en una tan larga serie de peligros, solicitudes y acerbidades Nos proporcionaba la Divina Providencia un máximo solaz con vuestro preclaro amor y afecto, Venerables Hermanos, y la de vuestros fieles, para con Nosotros y esta Santa Sede, que acabadamente demostrasteis en insignes publicaciones y con las obras de la caridad católica. Y si bien los gravísimos peligros en que nos encontrábamos, apenas Nos dejaban alguna tregua, nunca, con la ayuda de Dios, descuidamos nada que tocase a la defensa de la prosperidad temporal de Nuestros súbditos, y cuál fuese junto a Nosotros el estado de la tranquilidad y seguridad públicas, cuál la situación de todas las mejores disciplinas y artes, cuál la fidelidad y voluntad de Nuestros pueblos hacia Nosotros fue fácilmente percibido por todas las naciones de las que muchísimos peregrinos en todo tiempo afluyeron en masa a esta Urbe, sobre todo con ocasión de muchas celebraciones y sagradas solemnidades que hicimos.

6. Destrucción de Nuestro poder temporal. Carta del rey del Piamonte
Ahora bien, estando así las cosas y gozando Nuestros pueblos de tranquila paz, el rey del Piamonte y su gobierno, aprovechando la oportunidad de una gran guerra encendida entre dos naciones potentísimas de Europa, con una de las cuales había pactado conservar inviolable el presente estado del dominio eclesiástico y no permitir que fuera violado por los facciosos, se determinaron a invadir rápidamente las restantes tierras de Nuestro dominio y Nuestra misma Sede y someterlas a su potestad. Y ¿con qué fin esta invasión hostil?, ¿qué causas se pretextaban? A todos son perfectamente conocidas las cosas contenidas en la carta del rey dada a Nosotros el día 8 de septiembre próximo pasado y entregada por su representante a Nosotros destinado, en la que con largos y falaces rodeos de palabras y sentencias, ostentando los nombres de amante hijo y hombre católico y pretextando causas de orden público, y la necesidad de proteger Nuestro Pontificado y Nuestra persona, pedía que no quisiéramos tomar la destrucción de Nuestro poder temporal como un hecho hostil y que cediéramos espontáneamente la misma potestad, confiados en las fútiles promesas ofrecidas por él y con las, que según decía, se conciliaban los deseos de los pueblos de Italia con el supremo derecho y libertad de la autoridad espiritual del Romano Pontífice. Nosotros por cierto, no pudimos dejar de extrañarnos intensamente viendo de qué manera quería cubrir y disimular la violencia que a poco había de hacernos, ni pudimos dejar de sentir en lo íntimo de Nuestro espíritu la suerte de este rey que, llevado de inicuos consejos, inflige a la Iglesia cada día nuevas heridas y mirando más a los hombres que a Dios no piensa que hay en los cielos un Rey de reyes y Señor de señores, quien no retrocederá ante nadie, ni temerá la potencia de ninguno ya que él hizo al pequeño y a! grande y reserva a los fuertes un más fuerte castigo[2].
7. Reivindicaremos siempre la libertad y la soberanía temporal de la Santa Sede.
Por lo que atañe a las postulaciones a Nosotros expuestas, no juzgamos que debíamos acceder sino que, obedeciendo a las leyes de Nuestro cargo y de Nuestra conciencia debíamos seguir los ejemplos de Nuestro predecesores y máxime de Pío VII de feliz memoria, cuyos invictos sentimientos, manifestados por él en un caso muy semejante al actual, Nos complace expresar y tomar aquí como propios de Nosotros. Recordemos con San Ambrosio[3], que el santo varón Naboth poseedor de su viña, urgido para que la cediera a petición regia, pues el rey quería cortar las vides y plantar allí viles hortalizas, respondió: lejos de mí el entregar la heredad de mis padres. Juzgamos que Nos sería mucho menos lícito a Nosotros entregar tan antigua y sagrada heredad (o sea dominio temporal de esta Santa poseído durante tan prolongada serie de siglos por los Romanos Pontífices predecesores Nuestros, no sin evidente disposición de la Divina Providencia) o tácitamente asentir a que alguien se apodere de la ciudad capital del orbe católico, donde, luego de perturbada y destruida la santísima forma de los sagrados cánones inspirados por Espíritu de Dios, la suplantase por un código que es contrario y repugna no sólo a los sagrados cánones, sino también a los preceptos evangélicos, y se estableciese como de costumbre el nuevo orden de cosas que manifiestamente tiende a consolidar y amalgamar todas las sectas y supersticiones en contra de la Iglesia Católica.
Nabot defendió sus vides aun con su propia sangre[4] ¿Acaso podríamos Nosotros, aun exponiéndonos a cualquier eventualidad, no defender los derechos y posesiones de la santa Iglesia Romana, habiéndonos comprometido a hacerlo en la medida de Nuestras fuerzas con solemne juramento? ¿O podríamos no reivindicar la libertad y utilidad de la Sede Apostólica, tan unida con la libertad y utilidad de la Iglesia universal?
Y cuan grande sea la conveniencia y necesidad de este Principado temporal para asegurar a la Suprema Cabeza de la Iglesia un tranquilo y libre ejercicio de aquella potestad espiritual que le fue confiada por Dios en todo el orbe, lo demuestran abundantemente (aunque faltasen otros argumentos) los mismos acontecimientos actuales[5].
8. Reprobamos las injustas postulaciones del rey del Piamonte
Refirmándonos pues, en este sentir que constantemente hemos profesado en muchas alocuciones Nuestras y respondiendo al rey, reprobamos sus injustas postulaciones pero de tal manera que le mostramos Nuestro acerbo dolor unido a la paterna caridad que no sabe desamparar ni a los hijos rebeldes, imitadores del rebelde Absalón. Todavía no habíamos enviado esa carta al rey cuando fueron ocupadas por sus ejércitos las ciudades de Nuestro dominio Pontificio, hasta entonces intactas y pacíficas, dispersando fácilmente a las guarniciones militares que intentaron resistir; y no mucho después amaneció aquel infausto día del pasado septiembre en que vimos cercada a esta Urbe, sede del Príncipe de los Apóstoles, centro de la Religión católica y refugio de todas las gentes, y habiendo sido abiertas brechas en los muros y cundido dentro de ella el terror de los proyectiles, debimos deplorar el verla batida por la fuerza y por las armas, ordenándolo así quien poco antes había hecho tan insignes protestas de filial afecto.
9. Dolor que nos causó la ocupación de Nuestra Urbe
¿Qué cosa más luctuosa pudo acaecemos a Nosotros y a todos los buenos que el infortunio de aquel día? En él vimos ocupada la Urbe por las tropas, vimos en seguida perturbado y destruido el orden público, vimos injuriada en la humildad de Nuestra persona con impías expresiones la dignidad y santidad del mismo Supremo Pontificado, vimos soldados ser objeto de todo género de contumelias, y dominar por todas partes la más desenfrenada licencia y descaro, donde poco antes se traslucía el afecto de los hijos deseosos de aliviar la tristeza del Padre común. Desde ese día sucedieron ante Nuestros ojos tales cosas que no pueden recordarse sin justa indignación de todos los buenos: libros nefastos, henchidos de mentiras, torpeza e impiedad comenzaron a ofrecerse a bajo precio y a diseminarse por todas partes, y se divulgaron muchas revistas tendientes a la corrupción de las mentes y buenas costumbres, al desprecio y calumnia de la Religión y a inflamar la opinión pública contra Nosotros y esta Sede Apostólica. Se publicaron también torpes e indignas imágenes y otras obras de ese género en las que se hace burla de las cosas y personas sagradas, exponiéndolas a la pública irrisión; se decretaron honores y monumentos a quienes habían sido castigados por los tribunales y las leyes, muchos ministros eclesiásticos contra los que se dirige toda la inquina, fueron ofendidos con injurias y algunos también heridos con traicioneros golpes; algunas casas religiosas fueron sometidas a injustos allanamientos, violado Nuestro palacio del quirinal, y expulsado violentamente de él, donde tenía su sede, uno de los cardenales de la S. R. I. y otros eclesiásticos de entre Nuestros familiares impedidos de utilizarlo y molestados de varias maneras, y se publicaron leyes y decretos que manifiestamente hieren y arruinan la libertad, inmunidad, propiedades y derechos de la Iglesia de Dios. Y vemos con dolor que todos esos males gravísimos, si Dios propicio no lo impide, irán en aumento, mientras Nosotros impedidos de aplicar ningún remedio por razón de Nuestra actual situación, cada día advertimos más claramente el cautiverio en que estamos y la falta de aquella plena libertad que con falsas palabras se dice a todo el orbe habérsenos dejado, en el ejercicio de Nuestro Apostólico ministerio, y que el gobierno intruso se jacta de querer asegurar con las precauciones que llama necesarias.
10. No podemos ocultar el enorme y sacrílego crimen del gobierno piamontés.
No podemos pasar por alto el enorme crimen que Vos bien conocéis, Venerables Hermanos. Puesto que como si las posesiones y derechos de la Sede Apostólica por tantos títulos sagrados e inviolables, y tenidos durante tantos, siglos por conocidos e intocables, pudiesen ser puestos en controversia y deliberación, y, como si por la rebelión y audacia popular pudiesen perder su fuerza las gravísimas censuras en que caen, ipso facto y sin ninguna nueva declaración, los violadores de los predichos derechos y posesiones, para cohonestar la sacrílega expoliación que padecimos, despreciando el derecho natural y de gentes se buscó aquel aparato y ridícula apariencia de plebiscito ya empleada otras veces en Nuestras provincias; y con esta ocasión, los que suelen regocijarse con las cosas pésimas no se avergonzaron en pasear con triunfal pompa por las ciudades de Italia, la rebelión y el desprecio de las censuras eclesiásticas, contra los verdaderos sentimientos de la gran mayoría de los italianos cuya religión, devoción y fidelidad hacia Nosotros y la Santa Iglesia, oprimida de muchas maneras, se ve impedida de manifestarse libremente. Mientras tanto Nosotros que hemos sido constituidos por Dios para regir y gobernar la casa de Israel y como supremos defensores de la Religión y de la Religión y de justicia y vindicadores de los derechos de la Iglesia, para no ser inculpados ante Dios, y la Iglesia por haber callado y haber con Nuestro silencio prestado asentimiento a tan inicua perturbación de las cosas, renovando y confirmando lo que solemnemente declaramos en las Alocuciones, Encíclicas y Breves arriba citados, y recientemente en la protesta que por Nuestro mandato y en Nuestro nombre el Cardenal Secretario de Estado, el mismo día 20 de septiembre, entregó a todos los Embajadores, Ministros Encargados de Negocios de las naciones extranjeras ante Nosotros y esta Santa Sede, de la manera más solemne que Nos es posible, de nuevo ante vosotros, Venerables Hermanos, declaramos, que Nuestra mente, propósito y voluntad es retener íntegros, intactos e inviolables todos los dominios y derechos de esta Santa Sede y transmitirlos a Nuestros sucesores; y que es injusta, violenta, nula e irrita cualquier usurpación de ellos hecha tanto ahora como antes y que todos los actos de los enemigos e invasores, tanto los que se han llevado a cabo como los que quizás en el futuro se realicen para confirmar de cualquier modo la predicha usurpación son por Nosotros ahora y en cualquier tiempo condenados, rescindidos, anulados y abrogados.
11. Nos encontramos cautivos, pues se Nos imposibilita el ejercicio seguro de Nuestra suprema autoridad pastoral.
Declaramos, además, y protestamos delante de Dios y de todo el orbe católico, que nos encontramos en una cautividad tal que se Nos imposibilita absolutamente el ejercicio seguro, expedito y libre de Nuestra suprema autoridad pastoral. En fin, obedeciendo aquel consejo de San Pablo: ¿Qué participación habrá de la justicia con la iniquidad'? o ¿Qué sociedad de la luz con las tinieblas? ¿Qué convenio posible entre Cristo y Belial?[6] pública y abiertamente decimos y declaramos que Nosotros, acordándonos de Nuestro oficio y del solemne juramento que Nos obliga, jamás asentiremos ni prestaremos aprobación a ninguna conciliación que de alguna manera destruya o disminuya Nuestros derechos y los de Dios y esta Santa Sede. Asimismo afirmamos que Nosotros, preparados con el auxilio de la gracia divina a beber en Nuestra edad ya avanzada por la Iglesia de Cristo, hasta las heces, el cáliz que él mismo primero se dignó beber por ella, nunca nos adheriremos ni accederemos a los mismos pedidos que se nos hacen. Pues como decía Nuestro predecesor Pío VII: atacar por la fuerza el soberano imperio de esta Sede Apostólica, separar su potestad temporal de la espiritual disociar los cargos de pastor y de príncipe, separarlos y amputarlos no es otra cosa que destruir y querer perder la obra de Dios, procurar que la Religión padezca el mayor detrimento, despojada de un eficacísimo auxilio, de manera que el Supremo Rector, Pastor y Vicario de Dios, no pueda proporcionar la ayuda que se pide a su potestad espiritual, que por nadie debe ser impedida, a los católicos esparcidos por todas partes del mundo y que desde allí solicitan su auxilio y apoyo[7]. Como quiera pues, que Nuestros avisos, postulaciones y protestas fueron enteramente inútiles, por lo mismo con la autoridad de Dios omnipotente, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la Nuestra, os declaramos, Venerables Hermanos, y por medio de vosotros a toda la Iglesia, que todos aquellos, aun los honrados con dignidad especialísima digna de mención, que perpetraron la invasión, usurpación y ocupación de las provincias de Nuestro mandato o de algunas de ellas y de esta alma Urbe y a sus jefes, fautores, colaboradores, consejeros, adherentes y a todos los demás que procuraron o llevaron a cabo bajo cualquier pretexto y de cualquier manera la ejecución de las cosas predichas, han incurrido en excomunión mayor y en las demás censuras y penas eclesiásticas, infligidas por los sagrados cánones, constituciones apostólicas y decretos de los concilios generales, sobre todo del Tridentino[8] según la forma y tenor expresado en Nuestra Carta Apostólica dada el día 26 de marzo de 1860.
12. Nuestra última palabra sea encomendar Nuestros enemigos al Señor para que El los ilumine.
Acordándonos que tenemos en la tierra el lugar de Aquel que vino a buscar y salvar lo que había perecido, nada deseamos más que abrazar con paternal caridad a los hijos descarriados vueltos en sí, por lo que levantamos de Nuestro corazón, mientras remitimos y encomendamos a Dios, cuya bondad es mayor que la Nuestra, esta justísima causa, le obsecramos y rogamos por las entrañas de su misericordia, que esté junto a Nosotros y su Iglesia Santa haga misericordioso y propicio que los enemigos de la Iglesia, considerando la eterna ruina que se están preparando, se esfuercen en aplacar, antes del del día la venganza, su formidable justicia y cambiando de determinación consuelen el llanto de la Santa Madre Iglesia y Nuestro dolor.
Y para que consigamos tan insignes beneficios de la divina clemencia, os rogamos intensamente, Venerables Hermanos, que unáis a Nuestros votos Vuestras fervorosas plegarias, a una con los fieles encomendados al cuidado de cada uno de vosotros y que todos junios acercándonos al trono de la gracia y misericordia, presentemos como intercesores a la Inmaculada Virgen María Madre de Dios, a los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. La Iglesia de Dios desde su nacimiento hasta estos tiempos muchas veces fue atribulada y otras tantas fue libertada. Sus palabras son: Muchas veces combatieron desde mi juventud pero no prevalecieron contra mí. Sobre mis espaldas maquinaron los pecadores y prolongaron su iniquidad[9]. Ni tampoco ahora dejará el Señor prevalecer la vara de los pecadores sobre la suerte de los justos. No se ha acortado la mano del Señor, ni se ha hecho impotente para salvar. Libertará sin duda a su esposa de estas circunstancias El que con su sangre la redimió, la adoptó por su Espíritu, la adornó con dones celestiales y la enriqueció asimismo con los terrenos[10].
13. La Bendición Apostólica.
Mientras tanto, pidiendo a Dios la abundancia de las gracias celestiales, para vosotros, Venerables Hermanos y para todos los clérigos y fieles laicos encomendados a vuestra vigilancia amorosamente os impartimos a vosotros y a esos mismos amados hijos, la Bendición Apostólica salida de lo íntimo de Nuestro corazón y prenda de Nuestro particular afecto hacia vosotros.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 1º de noviembre del año 1870, de Nuestro Pontificado el año vigésimo quinto. Pío IX.

[1] Jerem., Lament. 1, 16.
[2] I Timot. 6, 15; Apoc. 19, 16; Sabid. 6, 8-9.
[3] S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 17
[4] S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 17
[5] Pío VII, Carta apost. 10-VI-1809.
[6] II Corint. 6, 14-15
[7] Pío VII, Alocución 6-III-1808
[8] Conc. de Trento, sesión 22, cap. 11, de reíomi. (Mansi Coll. Conc. 33, col. 137)
[9] Salmo 128, 2-3
[10] S. Bernardo, Epist. 244 n. 2 al Rey Conrado (Migne PL. 182, col. 441-C).

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