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martes, 21 de junio de 2011

Otras advertencias sobre las confesiones y comuniones, y reverencia en los sagrados templos.

Consistiendo el eficaz remedio de los pecadores en la buena confesión de sus culpas, como dicen los sagrados concilios y santos padres de la Iglesia católica, y con ellos el seráfico doctor san Buenaventura, importa muchísimo que los diligentes padres de familia repitan muchas veces a todos los de su casa este principalísimo punto del bien espiritual de sus almas.
El eximio doctor y maestro Suárez, hablando de la confesión sacramental, dice una cosa de gran consuelo para las almas, y es, que todos los méritos que se perdieron y mortificaron por el pecado, se vuelven a vivificar y reparar por la verdadera penitencia, y por la confesión sacramental fructuosa, que hace el pecador de su culpa, por gravísimas que sean.
El gran padre de la Iglesia san Agustín dice del sacramento de la penitencia grandes elogios; y entre otras cosas dice de la buena confesión, que es salud de las almas, disipadora de los vicios, y tormento de los demonios, que cierra la puerta del infierno, y abre la puerta del cielo para la eterna gloria de los verdaderos penitentes.
El doctor padre Marcancio refiere de una doncella que se fue a confesar, y dijo pecados atrocísimos de todo género de torpezas; mas tuvo tan intensa contrición, y se inflamó tanto en el amor de Dios, que se quedó muerta de repente; y el Señor manifestó que su alma dichosa habia subido sin detención a la gloria, y sin pasar por las penas del purgatorio.
Otro caso no menos admirable se refiere en las crónicas de nuestra seráfica religión, y es de un penitente feliz que se habia entregado por esclavo del demonio, dándole cédula firmada de su nombre con su sangre, porque le ayudase a vengar ciertos agravios que le habían hecho. El demonio se valió de la ocasión, y pasó al extremo de imprimirle en el brazo al hombre vengativo una seña visible de ser esclavo suyo, pactando con él, que todos los dias le habia de adorar, y que para esto se le aparecería.
Imaginó el infeliz esclavo de Satanás, que su feísima culpa no tenia remedio; pero un confesor fervoroso y entendido le explicó la infinita misericordia de Dios, y aquel lugar de la divina Escritura: Si autem impius egerit poenitentiam, etc. (Ezech., XVIII, 22, cum antec.); con lo cual se redujo a verdadera contrición; y confesando sus culpas, pasó de esclavo vilísimo del demonio a ser hijo adoptivo de Dios nuestro Señor, borrándose también la señal del brazo, y anulándose la cédula que habia entregado al demonio.
San Juan Crisóstomo dice, que cada vez que la criatura recibe el santo sacramento de la Penitencia, y se confiesa con la debida disposición, es lo mismo que si se diese un baño con la sangre preciosísima de nuestro Señor Jesucristo, que está como depositada en el santo sacramento de la confesión, con el cual queda el alma mas pura y mas refulgente delante de Dios, que la misma luz del sol.
Nuestra venerable madre María de Jesús de Agreda dice una cosa de grandísimo consuelo para las almas, y es, que muchas veces Dios nuestro Señor encubre y oculta los pecados graves de las personas que se confiesan bien; y asegura de experiencia, que muchas cosas que naturalmente parecian dificultosísimas de ocultar, las ha encubierto Dios nuestro Señor por haber llegado las almas contritas y afligidas a este grande sacramento de la confesión. (Véanse las palabras formales de la sierva de Dios en el libro de los Desengaños místicos, libro tercero, capítulo diez y ocho de la tercera impresión de Zaragoza.)
Por lo contrario, las confesiones malas y sacrilegas tienen perversos efectos, porque en vez de purificarse las almas, se manchan mas con la mala confesión, y las sucede lo que a los animales inmundos y cerdudos, que se lavan en el lodo, y cuanto mas se lavan, mas se manchan, como dice el príncipe de los apóstoles san Pedro: Quasi sus lota in volutabro luti.
En las crónicas generales de san Benito se refiere un caso formidable de un pastorcillo, que parecía muy virtuoso, y le dieron el hábito de monje. En el monasterio hizo tan grandes penitencias, que a todos parecia santo; pero después de su muerte se apareció en medio de las llamas como un demonio, y dijo a toda la comunidad no rogasen por él, porque estaba condenado a los infiernos por un pecado grave que cometió siendo pastorcillo, y nunca le había confesado por el encogimiento grande que tuvo de decirle, por lo cual nada le habían aprovechado todas sus penitencias.
Algunas personas imaginan que solo se condenan las almas porque callan los pecados en la confesión, como sucedió a dicho pastorcillo infeliz; pero desengáñense, que también se condenan muchas personas por la falta de verdadero propósito de la enmienda, aunque confiesen todos sus pecados; porque según el santo concilio Tridentino, es necesario que juntamente con la confesión tenga el penitente resolución firme de dejar sus vicios, y mudar de vida, y sin esto no se pueden poner en estado de gracia.
También importa mucho para el bien espiritual de las almas elegir confesores que las desengañen claramente. Para este fin se escribe un horrendo caso en el Candelero místico de Mareancio, donde se refiere de un caballero desventurado que no buscó confesores que le desengañasen, sino confesores que le absolviesen, sin reprenderle sus vicios; pero habiéndose muerto con ellos, volvió desde el infierno para llevarse a su último confesor, disponiéndolo el Altísimo, que le acompañase en las penas el que no había reprendido sus culpas, ni le mandaba pagar sus deudas, ni restituir la hacienda ajena.
Otro caso muy horroroso escribe el venerable señor obispo Lanuza, y es de un licenciado disoluto, que levantó un falso testimonio a cierta señora en la ciudad de Alcalá. A dicho licenciado le negó la absolución un padre maestro de nuestro patriarca santo Domingo, y lo mismo hizo un padre graduado de nuestra religión seráfica, diriendole ambos al penitente, que si no restituía la fama de aquella señora con la misma publicidad que la había quitado, no le podia absolver, ni él se podia salvar. Esta calidad de confesores han de buscar los que estiman sus almas, para no condenarse ellos, y condenar a sus confesores.
El insigne santo Tomas de Villanueva dice claramente, que una de las principales causas de la condenación de las almas es la negligencia y culpa de algunos confesores que absuelven a los penitentes sin la buena disposición que deben tener, y sin motivo de que toda la vida perseveren con sus graves pecados, y sin enmendar su mala vida, porque no les reprenden sus vicios, ni les imponen congruas penitencias.
El docto Cesáreo refiere un caso tremendo, que también le escriben otros autores, y es de un bombre rico, que buscó un confesor a su gusto; y llegando a la hora de la muerte, hizo un disparatado testamento, en que convinieron su mujer y sus hijos; mas vinieron los demonios, y arrebataron al caballero infeliz, a su mujer y a sus hijos, y también al confesor indigno que los habia absuelto muchas veces sacrilegamente sin apartarlos de sus vicios.
Otro suceso formidable se refiere entre los casos raros de la confesión; y es de un caballero que vivia escandalosamente, y tenia un confesor que le absolvía de barato, sin reprenderle sus vicios. El caballero se condenó, y levantándose de la sepultura, se llevó arrebatadamente a su confesor al infierno, donde penarán los dos juntos por toda una eternidad, y estarán compañeros en el tormento, pues lo estuvieron en el vicio (Ap. P. Vega, part. II, c. 14).
El sagrado concilio Tridentino, hablando de los confesores fáciles, que por pecados graves imponen levísimas penitencias, dice expresamente, que los tales confesores indignos se bace participantes de los pecados ajenos, y en su modo los aprueban, por lo cual se condenan sus almas (Ses., XIV, c. 8).
El venerable padre Taulero, doctor iluminado, escribe doce maravillosos frutos y gracias, que comunica Cristo Señor nuestro a los que dignamente le reciben Sacramentado. El primero es el aumento de la gracia santificante; el segundo, corroboración para no volver a pecar; el tercero, quitarlos pecados veniales; el cuarto, templar el ardor de la concupiscencia; el quinto, fomentar la devoción, fervor y dulzura espiritual; el sexto, la unión especial con Cristo Señor nuestro, conforme aquellas palabras del Señor: In me manet, et ego in eo (Joan., VI, 57). Véanse los otros frutos en el autor citado.
En la divina historia de la Mística Ciudad de Dios se dice, que para todos aquellos que trabajan en disponerse con especial pureza, devoción y reverencia para comulgar dignamente, tiene Dios reservado en el cielo un premio singular, con el cual entre todos los bienaventurados serán conocidos.
El gran padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo dice, que a los que están cercanos a la muerte, y reciben con buena disposición el santísimo Sacramento del altar, les asisten los ángeles, hacen como cuerpo de guardia, y no dan lugar a que lleguen los demonios a tentarlos ni afligirlos.
La comunión indigna y sacrilega que se hace en pecado mortal, es la perdición y ruina de las criaturas. Para la prueba de esta proposición refiere el docto padre Villegas un caso tremendo, y es de un hombre temerario, que habiéndole dicho su cura que no comulgase, porque no estaba bien dispuesto para la sagrada comunión, el bárbaro se pasó a comulgar, y al tiempo de darle la hostia consagrada, el mismo cura le dijo secretamente estas palabras: Dios te juzgue, como merece tu sacrilego atrevimiento; y así como recibió el santísimo Sacramento, murió de repente allí a sus pies, y reventó como Judas, quedando su cuerpo negro como un carbón, y le hallaron en la boca la forma consagrada, que indignamente habia recibido.
San Juan Crisóstomo defiende, que los que tienen atrevimiento temerario de comulgar, estando en pecado mortal, son peores que el demonio, y provocan mucho la justa ira de Dios para su perdición. Véase un suceso trágico y fatal que se refiere entre los casos raros del autor que se cita (P. Vega, p. II, c. 7).
En la divina historia de la Mística Ciudad de Dios se dice, que la Reina de los ángeles María santísima siente y se queja mucho de la formidable grosería y atrevimiento de los hombres que llegan a comulgar y recibir el sagrado cuerpo de su Hijo santísimo sacramentado con pecados abominables; y añade la soberana Reina, que si en la gloria pudiera tener dolor, le tuviera grande por esta fea ingratitud de los mortales desatentos con su santísimo Hijo en este sacramento inefable de su divino amor.
Las irreverencias y pecados cometidos en el templo santo del Señor, también son gravísimos y abominables, por la notable circunstancia del sagrado lugar; y de los tales se verifica la sentencia de san Pablo, que dice: niegan con los hechos lo que confiesan de palabra. Dicen que conocen a Dios; pero le niegan con sus malas obras: Confitentur se nosse Deum; factis autem negant (Tit., I, 16).
Estando predicando san Juan Crisóstomo, advirtió ciertas irreverencias en el templo, y encendido en fervor santo, exclamó diciendo: se admiraba mucho de ver la grande paciencia de Dios, y que no enviaba rayos del cielo contra los que profanaban el sagrado de su casa. (Ap. Bellarm. de gem. col.)
El mismo san Juan Crisóstomo en una de sus fervorosas homilías hace grandes exclamaciones contra aquellos que con risas y conversaciones profanas en el templo santo de Dios desprecian y pierden el respeto a Cristo sacramentado.
El apostólico padre Ortigas en su precioso libro de la Llama eterna, refiere de un hombre desahogado que públicamente sacaba la caja del tabaco en la iglesia, estando patente el santísimo Sacramento; fue corregido, y despreció la amonestación. Á la puerta del templo le derribaron de una cuchillada el medio casco de la cabeza, y prontamente estuvo allí un perro espantoso (ó un demonio en figura de perro), que cogiendo en su boca el casco del desdichado, le llevó con ignominia por toda la ciudad, sin que nadie se lo pudiese quitar, y de repente se desapareció con asombro de cuantos lo vieron.
San Pedro Damiano reprende mucho la desatención escandalosa de aquellos hombres, que en presencia de Cristo sacramentado (donde están con reverencia y temor los ángeles y serafines) se atreven a estar sentados, o arrodillados con sola una rodilla, perdiendo el debido respeto a su Criador y Redentor.
San Juan Crisóstomo dice, que el templo santo es lugar de ángeles y arcángeles, es trono de Dios, y el mismo cielo, donde se debe estar con humilde temor y grande veneración, por la real presencia de Cristo Señor nuestro sacramentado, a quien acompañan millares de serafines.
El insigne san Pedro Damiano escribió un largo y precioso tratado contra el abuso de sentarse los seglares mientras se celebra el santo sacrificio de la misa, y con eficaces razones reprende esta mala costumbre y corruptela, que dice es ofensiva de la divina Majestad de Cristo Señor nuestro sacramentado, y de los muchos ángeles que asisten a tan sbberano sacrificio (S. Ped. Dam., t. III, Opuse. 39).
Los que no pueden estar de rodillas todo el tiempo de la misa, procuren por le menos estar arrodillados con ambas rodillas desde el Sanctus, hasta concluida la comunión del sacerdote, y también en el principio del santo sacrificio, para decir la confesión, y humillar sus almas, como hacen los justos, conforme al sagrado proverbio de Salomon: Justus prior est accusator sui. El Señor infunda la debida reverencia en todos sus fieles. Amén.
R.P. Fray Antonio Arbiol
LA FAMILIA REGULADA

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