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martes, 6 de septiembre de 2011

ACTAS DE SAN ACACIO, OBISPO DE ANTIOQUIA DE PISIDIA

Esta pieza es de las más curiosas actas de los mártires que se nos han conservado. Acacio, obispo de Antioquía de Pisidia (pues no es, posible suponerle de la gran Antioquía de Siria) es llevado ante el tribunal del consular Marciano; se traba entre el juez y acusado una vivísima disputa; el juez, sin dar sentencia ni someter a tormento al obispo, trasmite las actas del proceso al propio emperador Decio, y éste, después de leídas, deja escapar una sonrisa y, con la absolución del reo, trasmite su decisión de ascender a Marciano a legado de Panfilia. Si el pormenor de la sonrisa de Decio es auténtico, vale bien la pena de ser notado. El perseguidor no es fatalmente un monstruo feroz. Decio, por lo menos, fuE capaz de sonreír y perdonar. En Roma mismo asistió personalmente al proceso de un cristiano. Su valor le debió de impresionar. Entre los presos por la fe se corría la voz de que el emperador había quedado aterrado ante Celerino, cristiano de Africa, juzgado en Roma, y le dió la libertad.
El texto que conocemos de las actas de San Acacio parece ser versión del original griego. Todo él se centra en la disputa de Acacio y Marciano, y las indicaciones de lugar y tiempo son escasas o nulas. De su autenticidad no hay motivo alguno para dudar.

Actas de San Acacio.

I. Siempre que recordamos los gloriosos hechos de los siervos de Dios, a Aquél referimos la gracia que al paciente sostiene en la pena y al vencedor corona en la gloria.
Así, pues, el consular Marciano, enemigo de la ley cristiana, elevado por el emperador Decio, mandó le fuera presentado Acacio, que había oído decir era una especie de escudo y refugio de aquella región. Introducido ante el tribunal, le dijo:
—Tienes que amar a nuestros príncipes, puesto que vives bajo la protección de las leyes de Roma.
Respondió Acacio:
—¿Y quién lleva más en el corazón o quién ama al emperador más que nosotros? Nosotros hacemos por él continua oración, a fin de que alcance larga vida, gobierne con justo poder a los pueblos y goce de paz señaladamente el tiempo de su mando; luego rogamos por la salud de los soldados, por la conservación del orbe y del mundo.
Marciano dijo:
—Yo mismo te alabo por semejante conducta, mas a fin de que el emperador conozca más plenamente tu obediencia, ofrécele sacrificio juntamente con nosotros.
Acacio dijo:
—Yo ruego a mi Dios, que es el verdadero y grande, por la salud del emperador; pero ofrecerle sacrificio, ni él nos lo debe exigir ni nosotros lo debemos cumplir. ¿Quién, en efecto, puede ofrecer sacrificio a un hombre?
Marciano.—¿A qué Dios diriges tu oración, para que también nosotros le ofrezcamos sacrificios?
Acacio.—Deseo que conozcas lo que te puede ser de provecho y conozcas al Dios verdadero.
Marciano.—Dime su nombre.
Acacio.—Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob.
Marciano.—¿Son ésos nombres de dioses?
Acacio.—No son estos dioses, sino el que a éstos habló es el Dios verdadero a quien debemos temer.
Marciano.—¿Y quién es ése?
Acacio.—El altísimo Adonai, que se sienta sobre los querubines y serafines.
Marciano.—¿Qué es eso de querubín y serafín?
Acacio.—Un serafín es un ministro del Dios altísimo y que se sienta en excelso trono.

II. Marciano.—¿Qué vana disputa de filosofía te sorbió el seso? Desprecia lo invisible y reconoce a los dioses que tienes delante de los ojos.
Acacio.—¿Y quiénes son esos a quienes me mandas sacrificar?
Marciano.—A Apolo, salvador nuestro, el que aparta el hambre y la peste y por quien todo el mundo se salva y rige.
Acacio.—¿A ése a quien vosotros tenéis por intérprete de lo futuro? ¡Buen adivino, cuando corriendo el infeliz, abrasado del amor a una muchachuela, no sabía que iba a perder su presa deseadísima! Con que se vio patente que ni era adivino el que esto ignoraba, ni Dios el que se dejó burlar de una muchacha. Ni fue ésta su única desgracia, pues la fortuna le alcanzó muy pronto con golpe más cruel. Llevado de su torpe amor a los jóvenes, prendado de la hermosura de cierto Jacinto, como muy bien sabéis, mató de un tiro de disco a quien más deseaba que viviera. Ese que con Neptuno estuvo un tiempo a jornal, ése que guardó ajenos rebaños, ¿a ése me mandas que sacrifique? ¿Acaso a Esculapio fulminado, o a Venus la adúltera, o a los demás monstruos de esta vida o de esta ruina? ¿Voy, pues, a adorar a los que me desdeño de imitar, a los que desprecio, a los que acuso, a los que me inspiran horror? Si alguien cometiera ahora sus hazañas, no escaparía a la severidad de vuestras leyes; ¿y vosotros adoráis en unos lo que castigáis en otros?
Marciano.—Costumbre es de los cristianos inventarse mil maldiciones contra nuestros dioses. Por lo tanto, te mando que vengas conmigo al templo de Júpiter y Juno y, celebrando allí un grato banquete, rindamos a las divinidades el culto que se les debe.
Acacio.—¿Cómo puedo yo sacrificar aquí a quien consta que está enterrado en Creta? ¿Es que ha resucitado el hombre de entre los muertos?

III. Marciano.O sacrificas o mueres.
Acacio.—Tu intimación se asemeja a la que dirigen los bandidos de Dalmacia. Cerrando los pasos estrechos de los caminos o situados en parajes apartados, están al acecho de los transeúntes, y apenas un triste caminante pone allí el pie, se le conmina diciendo: "O la bolsa o la vida." Allí no se admiten razones. La única razón es la fuerza del que intima. Semejante es tu sentencia, por la que o me mandas cumplir una acción injusta o me amenazas con mi perdición. Personalmente, nada temo, nada me espanta. El derecho público castiga al fornicario, al adúltero, al ladrón, al corrompedor del sexo viril, al maléfico y al homicida. Si de alguno de estos crímenes fuera reo, antes de que tú pronunciaras la sentencia, me condenaría yo a mí mismo; mas si por dar culto al Dios verdadero se me conduce al suplicio, ya no es la ley, sino el arbitrio del juez el que me condena. El profeta grita amenazante: No hay quien busque a Dios; todos se han desviado, todos a una se han vuelto inútiles. (Ps. 52-3-4). De ahí que no tienes excusa, pues está escrito: Del modo que uno juzgue será juzgado. Y otra vez: Gomo tú juzgues, se te juzgará, y como tú hagas, se hará contigo. (Mt. 7, 2 y Le. 6, 37).
Marciano.—A mí no se me ha enviado aquí a juzgar, sino a forzar; por tanto, si desprecias mi intimación, puedes estar cierto del castigo.
Acacio.—Pues también a mí se me ha dado mandato de no negar jamás a mi Dios. Si tú sirves a un hombre perecedero y de carne, que muy pronto habrá de salir de este mundo y que apenas muera sabes ha de ser pasto de los gusanos, cuánto más no debo yo obedecer a un Dios poderosísimo, por cuyo poder fue firmemente asentado cuanto por los siglos está firme y de quien es este dicho: El que me negare delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos, cuando venga en mi gloria y fuerza prediclia a juzgar a vivos y muertos. (Mt. X, 33).

IV. Marciano.Lo que tanto deseaba escuchar, lo has confesado de repente, a saber, el error capital de vuestra creencia y de vuestra ley. Así, pues, según dices, ¿tiene Dios un hijo?
Acacio.—Sí que lo tiene.
Marciano.—¿Y quién es ese hijo de Dios?
Acacio.—El Verbo de verdad y gracia.
Marciano.—¿Ese es su nombre?
Acacio.—No me habías preguntado sobre el nombre, sino sobre el poder mismo de hijo.
Marciano.—Pues dime su nombre.
Acacio.—Su nombre es Jesucristo.
Marciano.—¿Qué diosa le concibió?
Acacio.—Dios no engendró a su Hijo uniéndose al modo humano con una mujer, pues sería absurdo afirmar que la Majestad divina pudiera tener contacto con una doncella, sino que con su diestra formó al Adán primero—del barro de la tierra compuso los miembros de aquel primer hombre, y cuando la efigie estuvo íntegramente acabada, le infundió alma y aliento—; mas el segundo Adán, que es el Hijo de Dios y el Verbo de la verdad, salió del corazón de Dios. De ahí que está escrito: Brotó de mi corazón palabra buena (Ps. 44, 1).
Marciano.—¿Luego Dios tiene cuerpo?
Acacio.—El solo lo sabe, pues nosotros no conocemos la forma invisible, sino que veneramos su virtud y poder.
Marciano.—Pues si no tiene cuerpo, tampoco puede saber lo que es el corazón y los sentidos, puesto caso que no hay sentido donde no hay miembros del cuerpo.
Acacio.—No nace la sabiduria en esos miembros, sino que es don de Dios. ¿Qué tiene, pues, que ver el cuerpo con el sentido?
Marciano.—Ahí tienes a los frigios, hombres de religión antigua y que, pasándose a mis ritos, han abandonado lo que eran y ofrecen ahora sacrificios a los dioses. Apresúrale tú también a obedecer. Reúne a todos los cristianos de la ley católica y con ellos sigue la religión de nuestro emperador. Que venga contigo todo el pueblo, pues todo él está colgado de tu querer.
Acacio.—Todos ellos se gobiernan no por mi querer, sino por el precepto de Dios. Así, pues, si les hablo y trato de persuadirles cosas justas, me escuchan; mas si les dijera cosas perversas y para su daño, me despreciarían.

V. Marciano.—Entrégame los nombres de todos.
Acacio.—Los nombres de ellos están escritos en el libro del cielo y anotados en páginas divinas. ¿Cómo van, pues, ojos mortales a mirar lo que anotó la virtud inmortal e invisible de Dios?
Marciano.—¿Dónde están los magos, compañeros de tu arte y maestros de este artificioso embuste?
Acacio.—Nosotros lo hemos recibido y recibimos todo de Dios; mas aborrecemos toda secta de arte mágica.
Marciano.—Pues vosotros sois magos, porque introducís no sé qué nuevo linaje de religión.
Acacio.—Nosotros despreciamos esos dioses que vosotros fabricáis y luego teméis; puesto que os faltarían dioses, si al artífice le faltara la piedra o la piedra no hallara artífice. Nosotros tenemos a Aquel no a quien fabricamos, sino por quien nosotros hemos sido creados. Él nos creó corno señor, nos amó como padre y nos libró ele la muerte eterna como buen defensor.
Marciano.—Lo que quiero es que me des los nombres, si no quieres tú experimentar el castigo.
Acacio.—Estoy ante tu tribunal y me preguntas nombres. ¿Es que esperas vencer a muchos, cuando yo solo te estoy derrotando? Si indagas mi propio nombre, yo me llamo Acacio; pero, en fin, si tanto te acucia conocer nombres, mi sobrenombre es Ayatángelo; y otros dos nombres más te puedo dar, Pisón, obispo de los trajanos, y Menandro, presbítero. Ahora, haz ya lo que te plazca.
Marciano.—Lo que me place es que irás a la cárcel, hasta que el emperador conozca las actas de tu proceso y, según su voluntad, se decida lo que haya de hacerse contigo.

El emperador Decio leyó las actas completas y, admirando una disputa de tan agudas respuestas, no pudo contener una sonrisa y, sin pérdida de tiempo, confió a Marciano la prefectura de Panfilia y, admirando sinceramente a Acacio, le concedió su estimación personal y le volvió a su ley.

Sucedió esto siendo consular Marciano, bajo el emperador Decio, cuatro días antes de las calendas de abril (29 de marzo).

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