Vistas de página en total

lunes, 5 de septiembre de 2011

Catecismo sobre la Misa (2)

Capitulo II

LA MISA Y LA COMUNION

“El sagrado Sínodo desearía que los fieles presentes en cada Misa comulgasen, no sólo espiritualmente, sino sacramentalmente, para que pudiera comunicárseles un fruto más abundante de este santo Sacrificio”.

(Concilio de Trento)

42. ¿Con qué frecuencia solían comulgar los primeros cris­tianos?

Aunque San Pablo nos habla de la participación en la cena del Señor, es decir, en la Misa del domingo, como si entonces sólo se comulgara semanalmente, pero ya los Hechos de los Apóstoles, que describen los primeros fer­vores de la Iglesia naciente, nos dicen que todos los días partían el pan en sus casas. 2, 46. Y. n. 25.

Y lo mismo indican los Santos Padres de los primeros siglos; «Bebed todos los días la sangre de Cristo — decía San Jerónimo — para que podáis asimismo derramar por Cristo vuestra sangre... Todos los días, saciados con el Pan celestial, decimos: Gustad y ved...» ln Isaiam, 1, 1, 6, 5. Véase el curioso testimonio del mismo Santo sobre la comunión diaria que se acostumbraba en la Iglesia de Roma y en la de España: Ep. a Lucinio Bélico (Edición Mauriana) ep. 52. Migne: P. L., t. 22, col. 672.

En España, durante la dominación romana — o sea hasta el si­glo v —, cada día se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa. A él debían acudir todos los clérigos; y aunque no por obligación, pero sí por devoción, asistía también la mayoría de los fieles. Las tres se­manas que precedían a la Epifanía y los días de Cuaresma era la asistencia obligatoria para toda la comunidad; durante el resto del año sólo los domingos, y el que faltaba a la iglesia tres de éstos se­guidos, recibía una penitencia pública hasta que se juzgaba que ya había purgado suficientemente su falta. Durante el Santo Sacrificio se distribuía la comunión a los fieles bajo las dos especies, y era cos­tumbre llevárselas a sus casas y cuando se iba de camino. España fue el primer país occidental donde se introdujo la costumbre de dar a los fieles el Cuerpo de Cristo en la boca. G. Villada: Historia Ecle­siástica de España, t. I., parte I, pág. 235. Y en la Iglesia visigó­tica española (409-711) declaraban los Concilios: «Los que están sin pecado pueden recibirle diariamente, pero los que tienen sobre sí crí­menes que los repelen del altar como muertos, deben hacer antes pe­nitencia. Por lo demás, si los pecados no son tan graves como para quedar por ellos excomulgados, deben los fieles acercarse al convite del Cuerpo de Cristo». Ibid. t. II, parte II, pág. 67.

43. ¿Qué frutos producía en ellos la comunión frecuente?

Producía los frutos más admirables: desprendimiento del mundo y de sus riquezas, teniendo todos en común sus bienes y repartiéndolos entre los cristianos más po­bres (Act. Ap. 2, 44-45); unión maravillosa y ya prover­bial de almas y de corazones, que era la admiración de los mismos gentiles: «Ved cómo se aman —decían éstos — y cómo están prontos a morir unos por otros»: Tertul. Apolog. 39, 9; Kirch. 158; constancia en su fe e inque­brantable fortaleza en padecer por ella la cárcel, el des­pojo y el martirio, y, en fin, aquella prodigiosa expansión del cristianismo, milagro moral de primer orden, que hacía exclamar, triunfantes, a los apologistas del siglo III:

“Somos de ayer y llenamos todo vuestro imperio: vuestras ciuda­des, vuestras casas, vuestras fortalezas, vuestros municipios, las asambleas, los mismos campos, las tribunas, las decurias, el palacio, el senado, el faro: sólo os hemos dejado los templos». Tertul. Apolog. 37, 125; Kirch 156.

Cfr. León XIII: Encíclica «Mirae caritatis», y Pió X en su de­creto sobre la Comunión frecuente, que atribuyen el fervor de la primitiva Iglesia a la comunión frecuente, 20 Dic. 1905.

44. ¿Comulgaban fuera de la Misa?

Los primeros cristianos consideraban tan inseparable­mente unidas la Misa y la Comunión, que para ellos asis­tir al Santo Sacrificio era tomar parte activa en él, era comulgar, participar del mismo Pan que el sacerdote ha­bía consagrado para todos; por eso comulgaban dentro de la Misa, y comulgaban todos los que habían asistido a la misma: sólo tenían que dejar de hacerlo los excomulgados.

«Muchos cristianos ignoran demasiado que la comunión es para ellos el medio por excelencia de participar vitalmente del Sacrificio de la Misa...; se forman el hábito de no comulgar nunca en la Misa, que oyen; sus comuniones son ejercicios de piedad aparte. En ciertas iglesias a los fieles nunca se los pone en la posibilidad de co­mulgar en la Misa a que asisten; no es, pues, extraño que en su mentalidad, la Misa y la comunión constituyan dos ejercicios piadosos profundamente diferentes y sin conexión, ni aparente, ni oculta.» D. F. Ryelandt: Pour mieux comniunier, p. 123.

Conforme a esta costumbre tradicional y a la expresa voluntad de la Iglesia y sobre todo, según el espíritu de la misma institución de la Eucaristía, aquí dentro de la Misa y después de la comunión del sacerdote debe tener su lugar propio y preferente la comunión de los fieles: véase Conc. Trident., sess. 22 c. 6 y Código de Der. Can., 863. Rituale Rom. T. IV. c. II. n. 10.

Para formar bien nuestro criterio sobre este punto, tengamos presente: 1, que lo más importante es el Santo Sacrificio de Cristo, la Misa ; 2, que la Comunión o banquete sacrificial, v. n. 232, como fruto precioso que brota de aquél, pertenece y está íntimamente liga­da al Santo Sacrificio, y 3, que se equivocan, según esto, quienes consideran la Comunión como un acto de devoción separado de la Misa — o tienen la Comunión como la cosa esencial o prefieren comul­gar antes de la Misa para dar después gracias durante toda ella — o en fin, pasan todo el tiempo de la Misa preparándose para comulgar... eso es una devoción a la comunión, no es el Santo Sacrificio. Cfr. Parsch: La Sainte Messe, pp. 235-236.

45. ¿Quiénes solían comulgar fuera de la Misa?

Solamente los enfermos, los encarcelados, los mismos monjes que en el yermo no tenían a mano algún sacer­dote y, en general, los que se veían imposibilitados de asistir a la misa, para lo cual se permitía a los fieles llevar y guardar en sus casas la Eucaristía. V. nn. 54 y 136.

En tiempo de Decio, sacerdotes y diáconos van a las cárceles, con intervalos regulares, para celebrar los santos misterios y repartir a los cautivos el Pan celestial. Algunos confesores africanos, privados a la vez del alimento corporal y de este otro alimento divino, desfa­llecían en la cárcel. Uno de ellos tuvo una visión; apareciósele un joven de extraordinaria estatura, que llevaba en cada mano una copa de leche: —Tened ánimo, les dijo: Dios Todopoderoso se acuerda de vosotros... Hízoles beber, pero las copas no se vaciaban. Puso una a la derecha y otra a la izquierda, y añadió: —He ahí que ya estáis saciados, y las copas están llenas y se os va a traer una tercera. Al día siguiente Luciano envió al subdiácono Hereniano y al catequista Genaro, para que les llevasen el alimento «que no disminuye», alimentum indeficiens: es decir, la Eucaristía. Luego se permitió a los hermanos visitar a los prisioneros y pudieron, al fin darles algún alivio. P. Allard: El Martirio, c. V., pág. 239. Véase: Wiseman: Fabiola, 2 p., c. 21: Las cárceles; y C. 22. El Viático: el martirio de SAN TARSICIO. Cfr. n. 87.

46. ¿En los primeros siglos comulgaban también los niños?

No sólo los ya mayorcitos, a quienes también se daba la comunión bajo ambas especies; pero aun a los niños recién nacidos, después de administrarles el bautismo y antes de que recibieran alimento alguno, solía dárseles la Eucaristía bajo la especie de vino, lo cual se practicaba dándosela a chupar, o en una cucharita, o en el mismo dedo del sacerdote. Cfr. Ordo. Román. I, n. 4o.

El gran Obispo de Cartago, San Cipriano, nos refiere que una niña, la cual, por descuido de sus padres y de su nodriza, había comido vian­das ofrecidas a los ídolos, fue llevada por su madre a la iglesia. Celebraba la Misa S. Cipriano, y cuando el diácono comenzó a ofrecer a los presentes el Cáliz de la comunión, también se lo ofreció a la niña; pero ésta no sólo volvió la cara, sino que cerró fuertemente la boca y rechazaba tenazmente el Cáliz. Se lo hicieron tomar a la fuer­za, mas al momento la pobre niña, entre vómitos y convulsiones, de­volvió la sagrada Forma. De Lapsis, c. 25. 1'. L. t., IV, col. 500.

47. ¿Qué ritos o ceremonias solían preceder a la distribución de la Eucaristía?

Solían preceder estos dos, sumamente expresivos: la Fracción del Pan y el Beso de Paz.

¿En qué consistía la Fracción del Pan?

Como entonces no se consagraban más que hostias o panes grandes, en forma de plato, era necesario fraccio­narlas, partirlas, para distribuir después los trozos del Pan consagrado a sacerdotes y fieles, que comulgaban todos en una única misa: el Obispo distribuía el Cuerpo del Señor, y el diácono, el Sanguis.

De esta manera el rito de la comunión era muy expre­sivo, pues los fieles comulgaban realmente de un frag­mento del mismo pan y participaban del mismo cáliz. La fracción del pan exigía bastante tiempo, según el número de los comulgantes, y era entonces cuando se cantaba la antífona, llamada Confractorium — es decir, durante la fracción —; antífona que, después, al desaparecer este rito, cambió de sitio y quedó reducida al Communio de nuestras Misas. (Cf. n. 251.)

Véase uno de estos hermosos y más antiguos motetes o cánticos de comunión: «Venid, pueblos, a celebrar el misterio sagrado e in­mortal, y la libación; acerquémonos con temor y con fe; con las manos puras comulguemos el fruto de la penitencia, porque el Cordero de Dios ha sido ofrecido al Padre como sacrificio por nosotros: a Él sólo adoremos, al mismo glorifiquemos cantando con los ánge­les: Aleluia». Cabrol: La Oración de la Iglesia, pp. 553-554.

Otras de las antífonas preferidas eran aquellas dulcísimas palabras del salmo 33: «Gústate et videte quoniam suavis est Dominus, Gus­tad y ved que el Señor es benigno». En cuanto a este verso eucarístico, es curioso notar el siguiente juego de palabras, a que dio origen: el adjetivo griego XPHET0E —en latín suavis, benignus — es muy parecido, como se ve, al nombre, Cristo, y en griego, XPIET0E Esta semejanza de palabras pronto sugirió a los cristianos un cambio ven­tajoso en el versículo, y comenzaron a decir; Gustad y ved que el Señor es Cristo. Cfr. Parsch: o. c. p. 283. Véase nn. 42 y 235-238.

48. ¿Cuándo se daban los fieles el Beso de paz?

Como la mejor preparación para la comunión se reci­taba el Padre nuestro, la oración eucarística por excelen­cia: «el pan nuestro de cada día, dánosle hoy», que los antiguos aplicaban sobre todo al Pan Eucarístico; la ora­ción unitiva de todos los fieles en Cristo: «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nues­tros deudores» ; y como fruto el mejor y el más maduro de estas últimas palabras florecía en el corazón y se des­prendía de los labios el símbolo del perdón cristiano y de la amistad renacida: el Beso de Paz: v. n. 240.

Así describen este rito las Constituciones de los Apóstoles, redac­tadas hacia el año 400: «Después diga el diácono: ¡Atención! Y el obispo salude a la Iglesia y diga: La paz de Dios con todos vosotros. Y el pueblo responda: Y con tu espíritu. Entonces, el diácono diga a todos: Salutate vos invicem in osculo sancto (era la despedida fa­miliar de los Apóstoles en sus cartas: I Petr. 5, 14: Rom. 16, 16; I Cor. 16, 20); y los clérigos besen al obispo, los laicos varones a los laicos, y las mujeres a las mujeres. Los niños estén de pie junto al altar y cuide de ellos otro diácono para que no alboroten... «Kirch, n. 611.»

El celebrante besaba la Hostia (así era antiguamente; hoy besa el altar), y el beso de paz se iba extendiendo por el diácono, el subdiácono y los ministros del altar hasta el último de los fieles, situa­dos en el extremo ángulo del templo; verdadera cascada de fraterni­dad que se derramaba en ondas sucesivas desde el altar hasta los más lejanos pilares: festín viviente que recorría toda la masa de los fieles, cada uno se apoya en el siguiente, como se apoya en el pró­ximo el que quiere escalar las cimas. Trátase aquí de subir hacia Dios: de seguir al Hijo que, en el mismo tiempo, en manos del sacerdote, se eleva hacia el Padre. Los senderos son estrechos, pero los pasos menos seguros están fortalecidos por los otros más firmes; el que vacila se ve sostenido por la colectividad, que no vacila; cada uno participa de la solidez de la colaboración común». R. Plus: Cristo en nuestros prójimos, p. I, lib. I, c. 3.

Sobre el sitio que ha ocupado en la misa el beso de paz, véase a Cabrol: Les Origines liturgiques, pp. 336-337. Véase San Justino, números 136 (5) y 240.

49. ¿Cómo comulgaban bajo la especie de pan?

Llegado el momento de la comunión, el sacerdote ele­vaba el Cuerpo de Jesucristo y lo mostraba a los fieles, di­ciendo: SANCTA SANCTIS: las cosas santas, para los santos. A lo cual respondía el pueblo: UNUS SANCTUS, UNUS DOMINUS JESUS: Uno solo es el Santo, uno solo el Señor Jesús.

Después, todos de pie — ésta era la postura de los ju­díos cuando oraban, adoptada también por los cristianos—, iban recibiendo el Pan Eucarístico, primero los presbíte­ros (adviértase que solía haber en cada lugar una sola misa, y ésta celebrada por el Obispo o su suplente) des­pués los diáconos, subdiáconos, etc., y, por fin, el pueblo.

Al entregárselo a cada uno, decía el celebrante: CORPUS CHRISTI: Cuerpo de Cristo, a lo que el comul­gante respondía, haciendo un acto de fe: AMEN: Así es verdad, y besaba la mano del sacerdote. Los hombres re­cibían el Pan Eucarístico en la mano: «al acercaros a la comunión — decía a sus fieles San Cirilo de Jerusalén — no lo hagáis con las manos extendidas, ni con los dedos separados, sino haciendo con la izquierda como un trono la derecha, cual conviene a la mano que va a recibir al Rey; recibid en seguida en la parte cóncava de la mano el Cuerpo de Jesucristo, respondiendo: AMEN.» Catequesis mistagógica 5.

Las mujeres también lo recibían en las manos, pero les presentaban cubiertas con el dominical, lienzo muy fino que llevaban para este objeto.

Antes de tomar el Pan Eucarístico les estaba permi­tido— y así se lo recomendaban los Santos Padres — besarlo, acercarlo a su cuerpo y tocar y santificar con él los ojos, la frente, los sentidos.

Volvían a sus puestos, regresaba el celebrante al altar, cuando éste, inclinado sobre el altar se comulgaba a sí mismo, los fieles hacían lo propio.

50. ¿Cómo comulgaban bajo la especie de vino?

De una de estas tres maneras: después de decir el diácono SANGUIS CHR1STI, Sangre de Cristo, y de responder los fieles AMEN, o se les daba a beber el Sanguis directamente del cáliz o, lo que era más ordinario, lo sor­bían por medio del pugillaris, tubito de oro, plata o vidrio, que introducían en los cálices ministeriales, o, en fin, y esto ya en el siglo XII, se les daba el Pan Eucarístico mojado en el Sanguis. (Cf. n. 107.)

51. ¿Cuándo cesó la comunión bajo la especie de vino?

A principios del siglo XII, cuando se multiplicó extraordinariamente el número de los fieles, fueron prohi­biéndola en Occidente los Prelados y los Sínodos, por el peligro de que se derramara el Sanguis; aunque en mu­chas partes no desapareció por completo hasta el siglo XV. Como se sabe, está permitido a los católicos romanos re­cibir la Comunión bajo ambas Especies en el rito griego: Der. Can. c. 866.

52. ¿Qué solía hacerse con los fragmentos o partículas que quedaban del Pan consagrado?

Los sacerdotes buscaban, entre los niños que iban a las escuelas, a los más pequeños e inocentes, y estando éstos en ayunas, les daban esos fragmentos.

El II Concilio de Macón, celebrado el año 585, dice expresamen­te: «Todas las reliquias o residuos que hayan quedado en el Sagra­rio después de celebrarse la Misa, el miércoles o viernes, los inocen­tes (niños) sean traídos a la Iglesia por el rector de ésta; y, habién­doles ordenado el ayuno, reciban esos residuos rociados con vinos. Hefele-Leclercq, t. III, pág. 206. Recuérdese el caso del niño judío, arrojado por su padre en el horno de vidrio. Traval: Prodigios Eucarísticos, pág. 39; lo refiere Evagrio en la Historia Ecles., 1. IV, c. 36: P. G. t. 86, col. 2.770.

53. Siendo la Eucaristía no sólo sacrificio, sino también sa­cramento que permanece para nuestro sustento y compañía, ¿dónde suele guardarse?

Suele guardarse en el sagrario o tabernáculo, que en nuestras iglesias se halla generalmente colocado en el altar mayor.

54.- Entre las formas que ha adoptado el sagrario a través de los siglos, ¿cuáles han sido las más usuales?

Han sido estas cuatro: sagrario portátil o cajita de marfil, o de plata, en la que los fieles, antes de que co­menzara a guardarse el Sacramento en las iglesias, lo llevaban a sus casas para comulgarse a sí mismos.

Sobre el guardar la Eucaristía en las casas, tenemos ya en la Tradición Apostólica de Hipólito — muerto hacia el 235 — esta preciosa advertencia: «Todos deben vigilar atentamente para que ningún infiel coma de la Eucaristía, o que los ratones, o cualquier otro animal u otra cosa cualquiera caiga en el vaso, o que se pierda algo de ella. Es el cuerpo de Cristo del que todos los fieles se alimentan; no debe ser tratado con negligencia». C. 29.

55.- Sagrario-peristerion, o palomas eucarísticas (En griego, es paloma), eran unas palomitas de plata, huecas, con su puertecita a la espalda, que se colgaban de lo alto del ciborio sobre el altar, o, si no había ciborio, se suspendían de la voluta de un cayado o báculo de metal a un lado del mismo altar. Y. n. 81. Para el mismo fin, aunque algo más tarde, también se usaron unos vasos o artísticas torrecillas.

56.- Sagrario-armario: desde el siglo xii, como precau­ción contra robos y sacrilegios, comenzó a guardarse la Eucaristía en un hueco practicado en la pared del pres­biterio y cerrado con preciosa puerta de una o dos hojas.

57.- Por fin, hacia el siglo XVI aparece el Sagrario en la forma actual: es decir, como una pequeña arca o cofre, fijo, adherido al altar y formando cuerpo con el retablo, que ya había hecho su aparición cuatro siglos antes.

58.- ¿Las hostias consagradas que se guardaban en esos sa­grarios, eran, como ahora, para poder comulgar todos los que lo desearan?

Eran más bien para los enfermos hasta que en el si­glo XIII, las grandes Ordenes Mendicantes, los Francisca­nos y Dominicos sobre todo, con la mayor frecuencia de sacramentos introdujeron la costumbre de guardarlas para dar la comunión, fuera de la Misa, también a los sanos.

59.- ¿Y esta costumbre se extendió mucho?

Parece que no, o por lo menos fue decayendo bastante.

Tanto que, hacia 1580, a la Compañía de Jesús, que cuarenta años antes había comenzado su vida y su apostolado propagando por do­quier la frecuente comunión, se acusaba aporque se dice que en To­ledo tenían puestas formas en el altar para que las personas que qui­siesen llegasen a comulgar... Y aun en particular — añade el Memo­rial — una persona grave dice que, viniendo de Roma con unos Padres de la Compañía, llegaron a un lugar y por no dejar de comulgar hi­cieron sacar formas de la custodia (sagrario), y sin decir ni oír Misa las recibieron y comulgaron, lo cual parece que es contra el estilo de la Iglesia». Astrain: Historia de la Compañía de Jesús, vol. 3, pá­gina 262 y sig. Cfr. Ferreres: o. c. n. 703.

El Concilio I de Toledo supone la celebración diaria: «Presbyter vel diaconus, vel subdiaconus... si ad ecclesiam ad sacrificinm quotidianum non accesserit clericus non habeatur». Hefele-Leclercq. t. II, p. 123. Después, en tiempos de San Ambrosio (P. L. t. XVII, col. 678), baja el fervor eucarístico y se comulga los domingos; aun­que en Cuaresma, insiste el Santo en que oigan Misa y comulguen todos los días. Siguen decreciendo las comuniones, y ya el Concilio de Agda, celebrado el año 506, ordena en su Canon 18, «que los se­glares que no hayan comulgado el día de Navidad, el de Pascua y el de Pentecostés, no sean juzgados como católicos, ni tenidos entre los católicos». En fin, Inocencio III, en el Concilio Lateranense IV, ce­lebrado en noviembre de 1215, impuso a todo cristiano, que hubiese llegado al uso de la razón, la obligación de recibir, por lo menos una voz al año, los Sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Denzinger-Banw.: n. 437.

60. LA FRECUENCIA DE SACRAMENTOS fue el arma más poderosa que esgrimió la verdadera reforma católica, como vi­gorosa reacción contra el Protestantismo, que pretendía extin­guir la lámpara del Santuario y la fe en la Eucaristía.

Junto a la brillantísima pléyade de santos, que por aquella época enviaba Dios a su Iglesia, junto a San Jerónimo Emiliano, Antonio M. Zacarías, Cayetano de Thien, Carlos Borromeo, Felipe de Neri, Angela de Merici, y los Beatos Juan de Ribera y Juan de Ávila, tra­bajaba por la renovación de la vida eucarística la Compañía de Jesús con sus más esclarecidos hijos: Francisco de Borja, Pedro Canisio, Roberto Belarmino y, sobre todo, con su santo fundador Ignacio de Loyola.

Inauditos fueron los esfuerzos de Ignacio para poner remedio al lamentable abandono de la vida sacramental en que habían caído los fieles en aquel tiempo. La Confesión y Comunión se tenían, no ya como medios ordinarios y necesarios de unión con Dios, sino casi como penitencia, que había que cumplir una vez al año, en Pascua. En efecto, porque Francisco de Borja, virrey de Cataluña, se confesaba y comulgaba cada ocho días, se produjo tal nerviosismo que cada uno creía deber suyo denunciar el presunto abuso desde el púlpito. Un Sicilia, en 1547, hubo también gran admiración porque toda la familia del virrey, don Juan de Vega, gran amigo de Ignacio, co­menzó a recibir, bajo la dirección del P. Doménech, cada ocho días los Sacramentos.

Ignacio reaccionó resueltamente contra esta relajación que era el fruto más palpable de todos los males del tiempo. Entre las reglas, propuestas al fin de los Ejercicios, para conformarse con el espíritu verdadero de la Iglesia, resalta está clara enseñanza: «Alabar el confesar con sacerdote y el recibir del Santísimo Sacramento una vez en el año, y mucho más en cada mes, y mucho mejor de ocho en ocho días, con las condiciones requisitas y debidas».

No admite mayor frecuencia, porque en aquellos tiempos no era concebible; pero en casos particulares, no dudó de exhortar a la co­munión diaria, como hizo con la piadosa Teresa Rejadella. Cfr. G. Petralia — G. Novelli: S. Ignazio di Loyoli; Ignazio e la vera rifor- ma, pág. 168-109; Tacchi-Venturi: Storia della Comp. di Gesu in Italia, vol. I, pág. 207. Monumenta Ignatiana: serie I, tom. I. Ep. 73, pp. 275-27(3: Carta a Teresa Rejadella.

Aunque después sobrevino otra herejía, el respetuoso y solapado Jansenismo, que quería hacer del sagrario una tumba fría y sin amor, tampoco en este caso el contraataque católico se hizo esperar mucho tiempo; y esta vez fue el mismo Jesucristo quien vino a dar una res­puesta clara y definitiva con la devoción de las devociones, con la devoción a su Divino Corazón.

Gracias a ella y al Pontífice de la Eucaristía, Pió X, vuelve a florecer por todas partes la comunión frecuente y aun diaria, la co­munión de los tiempos apostólicos.

LECTURAS

61. PREPARACION PARA LA COMUNION.

«Después de esto — es decir, después del Padre Nuestro que acaba de explicar — dice el sacerdote: «Los cosas santas, a los santos», santo es lo que tenemos sobre el altar, recibido el Espíritu Santo, autos sois también vosotros, hechos dignos del Espíritu Santo. Luego decís vosotros: «Un solo santo, un solo Señor Jesucristo». Verdaderamente un solo santo, santo por naturaleza. Nosotros también somos santos; pero no por naturaleza, sino por participación, por la práctica y por la oración.

A continuación oís al que canta el salmo, que con voz divina os invita a la comunión de los santos misterios, y os dice; «GUSTAD Y VED QUE EL SEÑOR ES BUENO». No confiéis al gusto corporal el discernimiento en este asunto, no, sino a la fe, que no reconoce dudas. Al deciros que gustéis, no os mando gustar el pan y el vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo.

Al acercaros, pues, a la Comunión no lo hagáis con las manos extendidas, ni con los dedos separados, sino haciendo con la izquierda uno un trono a la derecha, cual conviene a la que va a recibir al Rey; recibiendo en seguida, en la parte cóncava de la mano, el cuerpo de Jesucristo, respondiendo: Amén.

Después de haber santificado vuestros ojos con el contacto del santo cuerpo, tomadle cuidando de que no se os pierda nada de él. Lo que perdáis, tenedlo por perdido de vuestros propios miembros. Decidme si no: Si uno os diera a vosotros polvo de oro, ¿no lo guardaríais con todo cuidado y procuraríais no perder nada para no sufrir ningún daño? Pues, ¿no procuraréis que no se os caiga ni una miga de lo que es mejor que el oro y más precioso que las piedras preciosas? (cf. n. 249).

Luego, después de la comunión del cuerpo de Cristo, acercaos al cáliz de la sangre, no extendiendo las manos, sino inclinados a manera del que hace un acto de adoración y reverencia: y diciendo también Amén, os santificaréis tomando la sangre de Cristo.

Mientras la humedad persevera en vuestros labios, tocadla con las manos y santificad vuestros ojos, vuestras frentes y los otros sentidos. Por fin, quedando en oración, dad gracias a Dios que os ha hecho dignos de tan grandes misterios.

Conservad estas tradiciones intactas y vosotros conservaos sin ofensa alguna. No os separéis de la Comunión, ni por la mancha de los pecados os privéis a vosotros mismos de estos espirituales misterios. “El Dios de la paz os santifique a vosotros todos; y todo vuestro cuerpo y alma y espíritu sea conservado para la venida de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, la honra y el poder, junta­mente con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.» San Cirilo de Jerusalén, Doctor de la Iglesia (315-386): Catequesis mistagógica V. Se llaman mistagógicas, porque en estas catequesis se descubrían a los neófitos los misterios del culto católico: Cfr. Ubierna: San Cirilo de Jerusalén. Cateq. 23; Kirch, 486-489.

62. ACCION DE GRACIAS: PLEGARIA por la UNIDAD de la gran FAMILIA CRISTIANA.

(Adviértase el sabor arcaico y evangélico de estas preciosas fórmu­las, las más primitivas que se conocen: pertenecen a uno de los más valiosos monumentos escritos que nos ha legado la antigüedad cris­tiana, a la DIDAJE o DOCTRINA DE LOS DOCE APOSTOLES, especie de catecismo, redactado, según la opinión más probable, a fines del siglo I, entre los años 80 y 90).

Cap. IX. En cuanto a la Eucaristía, daréis gracias de la siguiente manera: Primeramente por el cáliz:

Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu hijo, que os diste a conocer por medio de Jesús, tu hijo, Gloria a ti por los siglos —

Luego por el pan fraccionado:

Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y la ciencia que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu hijo. Gloria a ti por los siglos —

Como este pan fraccionado se halla disperso por las montañas y, reunido, fue uno solo; de igual suerte, reúnase tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino. — Cfr. n. 238.

Porque tuyos son la gloria y el poder, por Jesucristo, durante los siglos.

Nadie coma, ni beba, de Vuestra Eucaristía, sino los bautizados en el nombre del Señor; que acerca de esto ha dicho el Señor: No deis lo santo a los perros.

Cap. X. Después de haberos saciado, dad gracias de la siguiente manera:

Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones, y por la ciencia, la fe y la inmortalidad que nos hiciste conocer por medio de Jesús, tu hijo.

Gloria a ti por los siglos. Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas para gloria de tu nombre, y diste a los hombres comida y bebida para su provecho, a fin de que te rindieran gracias; mas a nosotros nos agraciaste con comida y bebida espiritual y vida eterna, por medio de tu hijo.

Ante todo te damos gracias, porque eres poderoso. Gloria a ti por los siglos. Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor; y congrégala de los cuatro vientos, esta Iglesia santificada, en el tu reino que le has preparado.

Porque tuyos son el poder y la gloria por los siglos.

Venga la gracia y pase este mundo.

Hosanna al Dios de David.

Si alguien es santo, venga; si no lo es, arrepiéntase. Ven, Señor: Maranatha. Amén.

A los profetas permitidles que den cuantas gracias quieran. Cap. XVI. Cada domingo del Señor, luego que os hayáis reuni­do, partid el pan y dad gracias, previa la confesión de vuestros pe­cados, a fin de que sea puro vuestro sacrificio.

Quien tuviere pendencia con su compañero, no se junte con vos­otros sin haberse reconciliado para que no se contamine vuestro sa­crificio.

Pues de éste ha dicho el Señor: En todo lugar y tiempo ofrecedme un sacrificio puro, porque soy un gran rey, dice el Señor, y mi nom­bre es admirable entre las gentes. (Traduc. del insigne helenista doc­tor L. Segalá: Obras escog. de Patrología Griega, tomo 1.) Kirch, 1-3.

63. FRUTOS DE LA COMUNION: LA UNION CON CRIS­TO Y CON LOS PROJIMOS.

La Comunión realiza de modo divino aquella unión con Cristo y con los prójimos, que fue la suprema aspiración de Jesucristo: «Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que tú me has dado para que sean UNO COMO NOSOTROS». San Juan, 17, 11-26.

La Iglesia es el cumplimiento, la plenitud del cuerpo de Jesucris­to: Efes., 1, 23; pues, como explica soberanamente San Agustín, el Cristo total es cabeza y es cuerpo: cabeza, el Hijo único de Dios; cuerpo, su Iglesia; esposo y esposa, dos en una sola carne». C. Donat: De Unit. Eccl. IV, 7. Y por eso, según la gran definición del mismo santo, la Iglesia es ese hombre, Cristo, difundido en todas partes, que tiene la cabeza en el cielo y los miembros en el suela. In. ps. 48. I'-L 36, 476.

Ahora bien: por la Comunión ¿no nos unimos todos vitalmente con Cristo?, «el cáliz de bendición que bendecimos o consagramos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo?; y el pan que partimos ¿no es la participación del cuerpo del Señor! Porque todos los que participamos del mismo pan, bien que muchos, venimos a ser un solo pan, un solo cuerpo». I Cor. 10, 16-17.

«Esta unión con Cristo y con los prójimos, fruto el más precioso de la Comunión, estaba simbolizada en dos ritos antiquísimos: en la CONCELEBRACION y en el FERMENTUM.

He aquí en qué consistía la CONCELEBRACION, usada por lo menos en Roma, donde estaba la sede del Pontífice, Cabeza de la Iglesia. Los lugares del culto se habían multiplicado muy rápidamen­te: sólo en Roma se contaban veinticinco hacia el fin de los cuatro primeros siglos y cada uno tenía al frente un prepósito encargado de velar por la comunidad agrupada en derredor de su iglesia. Pero a menudo el Pontífice se trasladaba de un punto a otro para celebrar personalmente los sagrados misterios; citaba allí a los titulares de las otras veinticuatro iglesias y todos se juntaban para celebrar con él, de modo semejante a lo que se hace ahora en la misa de la orde­nación sacerdotal. Los ordenandos pronuncian el canon al mismo tiem­po que el obispo celebrante. Por su parte, el pueblo cooperaba tra­yendo oblaciones de pan y vino... Llegado el momento de la comu­nión, se le devolvía esta parte, pero consagrada. Cada uno había traído su oblación; y esta oblación, transformada en el Cuerpo y Sangre del Señor, volvía a todos...

Así se hacía cada vez una nueva afirmación de la unidad de todos en la participación de un mismo culto, en la oblación de un mismo sacrificio, en la recepción de una misma Hostia». R. Plus, Cristo en nuestros prójimos: p. 1, 1. 1, c. 3.

El FERMENTUM: «En otras iglesias titulares de Roma, es de­cir, fuera de la basílica del Papa, se echaba en el cáliz el llamado FERMENTUM», o sea un fragmento del Pan consagrado que, los domingos o días de fiesta, el Papa remitía a las otras iglesias de Roma, en señal de comunión con la Sede Apostólica. El domingo pre­cedente al domingo de Ramos, el Papa enviaba este «fermentum» a los obispos vecinos, para la próxima fiesta de Pascuas. A los sacerdo­tes recién ordenados, el Papa presentaba un Pan consagrado, del cual ellos debían separar una parte durante ocho días para irla sumer­giendo en el cáliz.

En su Historia Eclesiástica — 18, V, 24—, Eusebio refiere que Ireneo había escrito al Papa Víctor, juzgado demasiado severo, «que antes que él, los Papas enviaban de buena gana la Eucaristía, en se­ñal de unidad a los obispos del Asia Menor, que residían entonces en Roma...».

La carta del Papa Inocencio I a Decentius de Eugubium es muy interesante. Este último había pedido al Papa algunas normas para el envío de la Eucaristía, que él llama «fermentum». El Papa res­ponde describiendo la práctica romana, según la cual, los sacerdotes de las iglesias de Roma, que no han podido tomar parte en el servicio papal, reciben del Papa la Eucaristía llevada por los acólitos; con todo, este envío no tiene lugar para las diócesis suburbanas, ni para las basílicas de los cementerios, «porque el Santo Sacramento no debe ser llevado demasiado lejos». Así, pues, el FERMENTUM era un magnifico símbolo y al mismo tiempo una señal de la unidad de la Iglesia y de la unidad del sacrificio. Cfr. n. 237 y 238. Véase Parsch; o. c. pp. 265-266.

Antonio Rubinos, S.J.

CATECISMO HISTORICO LITURGICO DE LA MISA

No hay comentarios: