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viernes, 9 de septiembre de 2011

LA OXIDACION DEL CORAZON

Hay la oxidación de los metales y la oxidación de los corazones.
La primera se produce en el hierro y le causa inmensos daños que ascienden a millones de toneladas.
La segunda se produce particularmente en el corazón de las jóvenes. Sus daños no se pueden medir ni por millones ni por toneladas, sino por el peso de los remordimientos y de las lágrimas.
Se teme poco, porque no tiene la apariencia de defecto. Muchas veces, al contrario, parece virtud porque produce una cierta suavidad, casi embriagante. "En el seno mismo de la melancolía —escribe, Montaigne— hay una sombra de golosina y de delicadeza".
Pero, si se considera bien, aparece claro que la tristeza causa dolores, amarguras, y produce en el alma del que se abandona a ella, una lenta acción destructora, precisámente como la oxidación que se produce en los metales.
¿No conoces, jovencita, ciertos momentos en los cuales nada atrae, nada impresiona? ¿Momentos que disipan la alegría del vivir, que ofuscan los ideales, las esperanzas, los afectos?
A veces son efecto de causas independientes de tu voluntad, Pero a menudo tú misma te los procuras, porque lees libros, frecuentas compañías, o diversiones inconvenientes para ti, te concedes satisfacciones que encuentran en ti resonancias morbosas; porque te abandonas, o te aislas sin necesidad.
A veces, en cambio, la tristeza te asalta porque secundas demasiado tu temperamento. Acaso experimentas en ti la noble necesidad de desahogarte, de encontrar comprensión y correspondencia de afecto y, quedando insatisfecha esta necesidad, tu ardiente imaginación remolinea en la soledad y en la melancolía.
Rebelándote entonces contra la injusticia de la suerte que, a tu juicio, te quiere descontenta e infeliz, vagas apática e inquieta, entre incertidumbres, inquietudes y tinieblas. Y quizá, aún más, te detienes replegándote sobre ti misma, sin comprender que caminas hacia una especie de desesperación.

Pero, ¿por qué quieres amargarte tú misma los años mejores de la existencia? ¿Por qué te pones pesarosa, lánguida y llorosa, a lo largo de tu verde y florido camino?
¡Los sauces llorones nunca dan fruto!
A tu edad, el aire, la luz, el sol, la alegría son indispensables. Y cuando hay alguna dificultad, no hay que sentarse debajo de un árbol y gemir por la suerte, sino elevarse con agilidad sobre las espinas y los obstáculos.
¡Es verdad! Algunas veces también en la primavera de la vida se puede fácilmente encontrar una que otra amargura. Pero son excepciones. Por consiguiente no creas en la fantasía cuando te crea dificultades infundadas; no te abandones al sentimiento cuando te invada un extraño deseo de llanto.
En cambio cree en la vida. Cree en tu juventud, en la alegría, como crees en el sol y en las flores. Cree sobre todo en el amor puro y sagrado.
¡Y cree también en el dolor! Pero en el dolor verdadero de quien no tiene madre, de quien no tiene casa, de quien no tiene pan y, especialmente, de quien no posee a Dios.
Y no creas en el dolor fatuo que se condensa en nubes imaginarias. Busca la forma de preservarte de él como se busca el modo de preservar el hierro de la oxidación.
Sólo así tu juventud será radiante de alegría y de virtud y vencerás anticipadamente, por lo menos en parte, las batallas de la vida, a los quince, a los veinte años, porque quien es alegre podrá serlo a los sesenta.
Y no envidies nunca la alegría de los demás; procura, más bien, sacar provecho de ella para tu corazón y para tu espíritu.

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