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martes, 1 de noviembre de 2011

Parábola

     Toda la noche había caído una lluvia menuda y fría, cuyas gotas brillantes se habían congelado en el camino.
     Y el camino, poco a poco, se había convertido en un espejo pulido como vidrio resbaladizo, como una plancha aceitada.
     A los primeros rayos del gol, brillaba a lo lejos, a los lados del ribazo, como una larga cinta de plata.
     A duras penas hombres y bestias podían sostenerse allí de pie y caminar, porque a cada paso se arriesgaba el caer en ese suelo de hielo más duro que la roca.
     Un rico llamó a dos de sus servidores y les dijo: "Los caminos están muy malos, pero tened valor. Id al pueblo que se ve allá abajo en la colina. Allá encontraréis buen fuego, buena mesa, buen albergue en los viejos castillos de mi Padre. Mi Padre mismo os tratará allí como a sus hijos".
     Llenos de esperanza y muy gozosos, animados ambos del mismo espíritu, los sirvientes partieron.
     Avanzaban lentamente, con pie vacilante pero prudente; con esfuerzo constante trataron de mantenerse de pie, sin embargo no pudieron evitar de caer pesadamente en el suelo.
     ¡Cuántas veces cayeron y se levantaron! Bien pronto sus rodillas sangraron, y pronto también sus manos.
     A veces, ellos al pegar su cabeza contra la tierra, se levantaban todos aturdidos, con extraños zumbidos en los oídos.
Entonces, uno de ellos siente destallecer su esperanza y su valor. Y dice: "regresaré allá de donde sali, porque nunca podré llegar a donde voy".
     Y se devolvió.
     El otro, más valiente, prosiguió su camino completamente solo, cayendo y levantándose siempre.
     Herido, fatigado, sufría, pero caminaba; si resbalaba en la pendiente, se veía obligado a dar un paso atrás y firme en su voluntad, apretaba sus músculos y saltaba tres pasos hacia adelante.
     Así hasta que llegó la tarde.
     Ahora bien, cuando el día moría con las sombrías nubes, llegó al pueblo a donde el Maestro lo había enviado.
     Subió hasta el viejo castillo construido sobre la altura. Y tocó, y la puerta se abrió.
     Había llegado al fin de su penoso viaje, rendido, cansado, pero feliz como un soldado después del asalto.
     Enviado por el Hijo, fue recibido por el Padre en medio de los esplendores que no conocía y que ni siquiera había sospechado jamás.
     Hijo mío, el que persevera y se salva no es el que no cae nunca: el hombre es más frágil que una caña. La palma es para aquel que, habiendo caído en el camino de la prueba y no pierde el ánimo, se vuelve a levantar y continúa su marcha.

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