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martes, 31 de enero de 2012

Otras cosas útiles y convenientes que han de enseñar los padres a sus hijos.

El Sabio dice en sus doctrinales proverbios, que las inclinaciones de los hijos se conocen por sus estudios, aplicaciones y cuidados; y sus padres deben atenderlos para conocerles sus genios y sus talentos, y darles el camino proporcionado que les conviene, para prosperarse en esta vida mortal, sin olvido de los bienes eternos.
No han de creer fácilmente los padres la vida laudable de sus hijos, dice el Espíritu Santo (Eccli., XVI, 2), sino atender mucho a sus operaciones; y si las vieren de mal semblante, no esperen que las mejorarán con los años, porque las malas costumbres mas van en aumento, que en disminución; y mas fácilmente pasan las criaturas de buenas a malas, que de malas a virtuosas y santas.
Los jóvenes, según el camino que toman en sus primeros años, así prosiguen regularmente; y cuando se hacen viejos, no saben apartarse de las costumbres buenas ó malas que tuvieron en su adolescencia, dice un proverbio de Salomon (XXII, 6).
No le des libertad a tu hijo en su juventud, dice la divina Escritura (Eccli., XXX, 11); y no desprecies los despuntes de su genio en los primeros años, sino obsérvale cuidadoso cuanto hace y cuanto dice; no le aplaudas sus travesuras naturales, sino cree firmemente, que la puericia está llena de ignorancias, errores, vicios y defectos naturales, que no se han de aplaudir, sino corregirse con prudente diligencia.
La enseñanza en la juventud es de tanto provecho, que con ella se dispone la buena fortuna y felicidad de las criaturas; por lo cual se dice en el sagrado libro del Eclesiástico, que las gloriosas obras del insigne Salomon procedieron y tuvieron dichoso principio de la educación virtuosa y diligente que tuvo desde sus primeros años en la casa de su santo padre David (Eccli., XLVII, 15). Los padres virtuosos comienzan el bien de los hijos, y el Señor le perfecciona.
Mejor es el niño pobre y sabio, que el anciano rico y estulto, dice Salomon en sus Desengaños; por lo cual los padres diligentes se han de desvelar para que sus hijos, ya que sean pobres, no sean necios; y si pudiere ser, dispónganse para darles convenientes estudios, conforme a sus talentos.
Enseña a tu hijo, y te dará refrigerio, dice el Sabio, y en su aprovechamiento hallarás las delicias de tu alma, y tal vez las conveniencias de tu casa; porque con la sabiduría prosperan los hombres, y se emplea en ellos la misericordia divina (Prov. XXIX, 17).
El padre virtuoso que enseña bien a su hijo será alabado en su feliz progreso, y en medio de sus domésticos se llenará de gozo y de gloria, dice el Espíritu Santo; porque es gloria y estimación del padre el hijo sabio; como al contrario, es confusion ignominiosa del hombre la estulticia de su hijo.
El que hace sabio a su hijo, confunde a sus enemigos, dice la divina Escritura, y en medio de sus amigos se le convertirá en gloria y estimación de su persona todo lo que gasta para que su hijo sea sabio (Eccli., XXX, 3).
Lo mismo dice un proverbio de Salomon, para que los padres se animen a darles convenientes estudios a sus hijos; porque resulta imponderable estimación en los padres la sabiduría celebrada de sus hijos, que debe estimarse sobre todas las conveniencias temporales.
Mas debe estimar el padre discreto el dejar sabio a su hijo, que el dejarle rico y opulento; porque mas estimables son las riquezas del alma, que las del cuerpo, y regularmente unas y otras se multiplican con la verdadera sabiduría.
El hijo necio y estulto es ignominia de su padre, y no tendrá gozo estimable con él, dice un sagrado proverbio, sino muchas molestias enfadosas; porque todas las obras y palabras del hijo insipiente son golpes dolorosos del corazon de su padre, que se llena de confusion con la estulticia de su hijo.
En otro misterioso proverbio se dice, que es insanable el íntimo dolor que tiene un pobre padre con la insipiencia de su hijo indisciplinado y necio; porque considera sin remedio su grave daño, y no tiene otra apelación que la de la paciencia y conformidad con la permisión divina.
En el sagrado libro del Eclesiástico se dice, que son infelices los hombres que dejan en su casa por herederos a sus hijos necios; porque se van de esta vida mortal con el desconsuelo irremediable de ser cierta la ruina de su casa.
Un santo profeta dice con misterioso vaticinio, que el hijo necio y estulto hace contumelia a su pobre padre; porque ya se deja en opiniones si su conocida necedad fue natural invencible, ó si fue descuido fatal de quien le engendró para su confusion (Mich. VII, 6). Véase la desventura lamentable que tienen los padres infelices que dejan á sus hijos estultos y necios.
Los hijos sabios son corona de sus ancianos padres, y también serán gloria de sus hijos, porque regularmente los criarán con la erudición estimable con que a ellos los criaron; pero si la generación es prava y perversa, los infieles, en vez de ser corona de gloria de sus padres, se les convierten en corona de penetrantes espinas.
Dichoso el hombre, dice el Espíritu Santo, que se goza con sus hijos prudentes, sabios y justos; y desventurado el que los tiene insipientes y fatuos; que mejor le estaría no tenerlos ni buenos ni malos, que tenerlos para tormento suyo, sin esperanza de remedio (Eccl. XXV, 10).
En el libro del Eclesiástico se dice una misteriosa sentencia, y es, que curarán sus llagas los dichosos padres con la sabiduría de sus hijos; y con todas las palabras discretas y prudentes que les oyeren, se conmoverán sus paternales entrañas; porque es imponderable el gozo que un padre tiene con la sabiduría y prudencia de su hijo, y se le curan muchos dolores con este grande consuelo.
Pero en el caso fuerte de no conseguir el padre diligente el hacer sabio a su hijo, le aconseja la divina Escritura, que no publique su desventura delante de personas extrañas, sino que lo encubra y corrija como verdadero padre; porque la afrenta de su hijo cede en desestimación y poco crédito de quien le tiene en su casa (Lev., XVIII, 10).
Si no es culpa del padre la falta del aprovechamiento del hijo, no se desconsuele ni se conturbe; porque también dice la divina Escritura, que los padres no padecerán por los hijos, cuando no son causa de sus pecados, ni faltó por ellos la educación santa, y la aplicación prudente para su espiritual aprovechamiento (IV Reg., XIV, 6; Ezecn. XVIII, 4).
Muchas veces sucede que el padre es bueno, y el hijo es malo, como le sucedió al patriarca Isaac con su reprobado hijo Esaú. Lo mismo le sucedió al santo profeta Samuel con sus avarientos hijos; y en este caso desesperado no deben desconsolarse los padres, sino venerar los altísimos juicios de Dios, y hacer lo que pudieren de su parte para la restauración de sus hijos, y para no condenarse por ellos.
También era santo Jacob, y su hijo Rubén manchó su reputación, y su hija Dina le dió una afrenta; y de este asunto están llenas las divinas Escrituras, y se hallarán repetidos ejemplares en el Espejo del varón prudente.
Dispónganse los padres temerosos de Dios para educar bien a sus hijos: y sí no consiguieren todo lo que desean, tendrán por lo menos el consuelo de haber cumplido con su obligación. No les disimulen sus desconciertos, ni callen cuando les vieren obrar lo que no deben, ni dejen de castigarlos y corregirlos mientras vivan en este mundo; porque si no consiguen lo que desean, no perderán el merecimiento, y alguna vez querrá Dios que sus malos hijos se acuerden de los buenos documentos de sus padres.
Lo que los virtuosos padres han de enseñar a sus hijos despues de la divina ley y devociones santas que dejámos referidas, es leer, escribir y contar, porque estas son prendas decentes de un hombre racional, y es corrimiento vergonzoso que un hombre, aunque sea pobre, no sepa firmarse, y dar cuenta de su persona por escrito. Estas diligencias cuestan poco y aprovechan mucho, y no es incompatible la pobreza con la sabiduría, como dice la divina Escritura (Eccl., IV, 15).
En la primera diligencia, que es ensenarles a leer, observen los padres cuidadosos que lean bien, y sin vicios; porque ya se ha hecho proloquio común el decir: «Que en quien lee bien muchas faltas no se ven;» el proverbio latino dice así Qui bene legit, multa mala tegit.
En la segunda diligencia de aprender a escribir, observen también los diligentes padres, que es cosa muy distinta el hacer buena letra del escribir bien; porque muchos hacen buena letra, y escriben mal, confundiendo las palabras unas con otras, y haciendo de dos palabras una, y de una dos: defecto grave, que parece muy mal en las personas de juicio. Para esto importa mucho el buscarles a las criaturas buenos maestros, porque regularmente el defecto del maestro pasa como herencia al discípulo; y aun el Señor dijo, que le basta al discípulo ser como su maestro; pero se entiende de los maestros buenos y perfectos.
También importa mucho que los niños aprendan desde luego el ayudar misa con perfección, y el asistir con reverencia al santo sacrificio, enseñándoles, y diciéndoles muchas veces, que los santos ángeles (si fuesen capaces) tendrían envidia a los hombres de que les quitasen este sacrosamento ministerio de ayudar a las misas. En la maravillosa vida del angélico doctor santo Tomas se dice, que siendo ya maestro de su religión, ayudaba personalmente muchas misas; por lo cual se deben confundir los hombres vanos y soberbios, que se avergüenzan de emplearse en tan santo ejercicio.
Y porque también es lícito y honesto que las criaturas tengan algunos divertimientos indiferentes, procuren los padres virtuosos enseñar a sus hijos algunas ingeniosas curiosidades, que sirven de racional y gustoso deporte; porque asi, se pasan algunos ratos del tiempo sin ofensas de Dios ni del prójimo; y también es virtud la solercia y epiqueya, como dejamos dicho en la explicación de la doctrina cristiana.
En estos y otros divertimientos decentes han de notar y advertir los discretos padres el natural, capacidad y talento de sus hijos, porque segun la doctrina preciosa del venerable padre Murillo, en los asuetos y divertimientos se descubren lo naturales y genios de las criaturas inadvertidas; y el observar esto importa mucho para su buena crianza, y para darles después el estado mas conveniente a sus naturales genios.
De las repúblicas bien gobernadas de los antiguos atenienses se escribe, que en un salón tenían todo género de instrumento de las artes mecánicas que componen un pueblo, y varios libros de las artes liberales y nobles ciencias que se enseñan en las escuelas. Entraban en aquel espacioso salón a toda la gente jóven de primera edad; y dejándolos solos, les atendian a lo que cada uno se inclinaba, y según la inclinación le daban el oficio. Asi se llenó el mundo de hombres celebérrimos; porque la naturaleza ayudada del arte hace maravillas.
Si tus hijos se inclinaren á oficios honrados, no les violentes el natural; porque no prosperarán, y vivirán desconsolados. Considera la divina providencia, que para todas las artes de la república hay jóvenes que se apliquen con tan maravillosa disposición, que no hay oficio alguno a quien le falten profesores, y de todos se hace un agregado estimable para el bien común del pueblo, como se dice en el sagrado libro de la Sabiduría; y también se habla de los armoniosos oficiales en el sagrado libro del Eclesiástico.
Si tus hijos se inclinaren a las artes liberales y ciencias mayores, será conveniente consultar con hombres doctos y temerosos de Dios, que reconozcan los talentos y capacidades de tus hijos; y si hallaren la debida proporcion de sus naturales entendimientos para las ciencias a que aspiran, importará fomentarles sus buenos ánimos, porque por ese camino se han labrado los hombres grandes del mundo; y aunen los bienes temporales y estimaciones humanas se han prosperado, verificándose aquella antigua sentencia que dice en un éxámetro:
Dat Galenus opes, dat Justinianus honores.
Sea el que fuere él rumbo determinado, que con aprobación y sano consejo tomaren los hijos, siempre se les ha de encargar mucho, que la conciencia la conserven con pureza y sin pecados, porque el santo temor de Dios es el único principio de toda verdadera sabiduría; y el Sabio dice, que en el alma malévola no entrará la sabiduría del cielo, ni habitará en el cuerpo sujeto a la fealdad de los pecados: In malevolam animam non intrabit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis.
Y porque muchas veces sucede perderse los hijos en los estudios, y pasar de licenciados ainsolentes, convendrá que los diligentes padres busquen ocultos informes del proceder de sus hijos; y si hallaren que no aprovechan en la ciencia deseada, apártenlos luego, antes que se acaben de perder; porque la experiencia frecuente nos enseña, que si una vez se habitúan a holgazanes, y no se remedian presto, ni valen para el estudio ni para el trabajo, haciéndose como caballos indómitos, que no hay que esperar de ellos sino un fatal precipicio, como se dice en el sagrado texto (Eccl, XXX, 8; Jerem., XXXI, 18).
Este grande peligro se ha de prevenir con tiempo, para que si el hijo no aprovecha en el estudio liberal, se le aplique a otro empleo decente, y no se le deje ocioso; porque la maldita ociosidad enseña muchos males y feos vicios, según se dicen en la divina Escritura: Multam malitiam docuit otiositas (Eccli., XXXIII, 29).
Y porque son varios los infortunios de los hombres, y ninguno sabe a qué trabajo pueden llegar sus hijos, será conveniente que los padres próvidos y discretos, a todos les hagan aprender algún oficio ó empleo laborioso con que en toda mala fortuna tengan qué comer, y puedan ganar su vida sin dar en alguna bajeza ignominiosa. Muchas veces el padre atesora las riquezas, y no sabe para quién Dios las tiene guardadas, como dice el santo rey David en sus proféticos salmos (Ps. XXXVIII, 7).
Este sano consejo de enseñar los padres a todos sus hijos, aunque sean de grande calidad, un modo de vivir con decencia, no es ménos que de Augusto César, emperador de Roma, el cual considerándo la inconstancia de las buenas fortunas de este mundo, a todos sus hijos les enseñaba buenas artes y oficios honrados, y a las hijas mandaba les enseñaren a hilar, labrar primores, y á todos los ejercicios utiles y honestos eu que puede emplearse una mujer pobre, diciendoles, no sabian en qué trabajos y desamparos humanos se podian ver en esta vida mortal. Lo mismo se escribe de Carlo Magno. ¡Cuántos hombres insignes han dado en un mísero cautiverio! Y si no tienen alguna habilidad para ganar su vida, se hallan más perdidos.
No permitan los virtuosos padres a sus hijos que algan a rondar de noche, ni jamas les dejen a su libertad inconsiderada las armas peligrosas; porque facilmente sucede una desgracia, que después no se remedia con lágrimas, por mucho que se llore, pues nosotros iremos a los difuntos, pero ellos no se volverán a nosotros, como dijo el prudente rey David en la temprana muerte de un hijo suyo (II Reg. XII, 23). Muchos y molestos son los cuidados de los pobres padres. Dios los ilustre. Amen.
R.P. Fray Antonio Arbiol
LA FAMILIA REGULADA
1866

AUN LAS TUMBAS...

Tuve yo mis ilusiones, mis ensueños, mis amores,
En un tiempo muy hermoso que hace mucho que pasó:
En mi cielo hubo sonrisas, y en mi campo muchas flores,
Y escuchaba alegres cantos de parleros ruiseñores,
Y de dichas inefables tenía lleno el corazón.

Hace mucho. . . Cuando quiero recordar aquellos días
Que pasaron fugitivos y que nunca volverán;
Cuando busca el alma triste las pasadas alegrías,
Cuando anhela triste el pecho, las lejanas armonías,
Ya no encuentra más que sombras y tristeza y soledad!

Ya no encuentro más que sombras! ni una nube purpurina;
No hay auroras en mi cielo...! ¿Hay auroras si no hay sol?
Y mi noche es muy obscura, ni una estrella la ilumina!
Y hasta el rayo que me hiere y me calcina,
Al rayar la obscura nube, ya no tiene ni fulgor!

La tristeza me acompaña! La tristeza de la tumba!
La del nido abandonado! La del fúnebre ciprés!
Aún el viento que en sus giros me arrebata, triste zumba!
Hasta el rayo que me hiere, melancólico retumba
De los cóncavos espacios en la horrible lobreguez.. !

Solo y triste y cabizbajo, voy siguiendo mi camino
Solo y triste... No hay quien quiera mis gemidos escuchar:
Aún las hojas amarillas que arrebata el remolino
Tienen muchas compañeras... Y es tan negro mi destino
Que ni el eco de mis ayes me acompaña en mi pesar. . .!

Aún la losa renegrida de la tumba solitaria
Tiene alguno que la mire con ternura y con amor:
Quien la riegue con su llanto mientras reza una plegaria;
Quien adorne su tristeza con alguna pasionaria. . .
Eso tienen aún las tumbas. . . ¡Pero no lo tengo yo!

Mons. Vicente M. Camacho

viernes, 27 de enero de 2012

DECRETOS DEL CONCILIO LATINOAMERICANO (I)

EN EL NOMBRE DE LA SANTÍSIMA É INDIVIDUA TRINIDAD
PADRE É HIJO Y ESPIRITU SANTO

AMÉN.

Decreto de la Consagración del Concilio Plenario de la América Latina,
al Sagrado Corazón de Jesús y a la Purísima Virgen María.


POR cuanto el inefable amor de Jesucristo nos ha congregado en esta santa asamblea para que demos cima a las buenas obras que la Divina Providencia exige de nosotros, es decir para que promulguemos justos decretos y fallemos con rectitud, Nos, los Padres de este Concilio Plenario, en el comienzo mismo de nuestros trabajos, alzamos los ojos hacia aquel monte santo de donde nos ha de venir el socorro, a la divina enseña de feliz augurio que hoy de una manera más solemne acaba de desplegar a nuestra vista Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII, al Corazón Sacratísimo de Jesús, que resplandece sobre la Cruz y entre las llamas divinas con fulgor vivísimo. En El colocamos nuestra esperanza, a Él pedimos y de Él esperamos la salvación del clero y del pueblo a Nos cometido, y a Él queremos, proclamamos y solemnemente declaramos que quede ofrecido y consagrado el Concilio Plenario de la América Latina. Acogiéndonos al dulcísimo Corazón de Jesús, imploramos su infinita misericordia confesando unánime y humildemente los pecados de nuestros pueblos, que tantas veces han provocado la ira del Señor; y llorando y procurando reparar solemnemente todas las culpas del siglo que está para expirar, damos las más rendidas gracias al mismo Divino Corazón, por todos los beneficios que hasta hoy ha prodigado a nuestras ciudades y diócesis.
Ofrecemos igualmente, donamos y con irrevocable consagración consagramos el Concilio Plenario y el clero y pueblo todo de la América Latina, a la Santísima Virgen María, Patrona principal y universal de nuestros Estados, bajo el misterio de su Concepción Inmaculada; implorando la valiosa protección de esta Madre amantísima, con el amparo de su castísimo y santo esposo José, a quien nuestra América Latina se halla ligada con antiguos vinculos de culto singular y filial piedad. Invocamos la intercesión de los Santos Protectores de la América Latina, principalmente de Santo Toribio de Lima, que es el Astro más luciente del episcopado del Nuevo Mundo; de San Felipe de Jesús, protomártir de América, de los Bienaventurados Ignacio de Acevedo y compañeros mártires, que derramando su sangre por la fe, consagraron el Brasil al Señor; de los Santos Francisco Solano, Pedro Claver y Luis Beltrán; de los Bienaventurados Martín de Porres, Juan Macías y de los demás varones santísimos, que con sus virtudes y trabajos apostólicos ilustraron nuestras regiones; y por último de Santa Rosa de Lima, Patrona de ambas Américas y de la Bienaventurada Mariana de Jesús, Cándidas azucenas que no cesan de deleitar y santificar con sus suaves aromas toda la América Latina.
Y para que con toda solemnidad se celebre esta consagración, invocación, petición de perdón y hacimiento de gracias, queremos que los días 9, 10 y 11 del corriente mes de Junio, en el Aula Conciliar, el Reverendísimo Presidente rece las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús, respondiendo todos los Reverendísimos Padres y demás miembros del Concilio; el 9 y el 10 al fin de la sesión, y el 11, fiesta del Sagrado Corazón, en la sesión solemne, después de la Misa que celebrará el Reverendísimo Presidente; en cuyo día, terminado el Santo Sacrificio, todos los Padres, a nombre suyo propio y de todos los Pastores y fieles de la América Latina, recitarán en alta voz la fórmula de consagración, agregada a este Decreto.
Queremos, por último, que este sea el primero que se promulgue solemnemente, antes que cualesquiera otros Decretos del Concilio, en la próxima sesión pública.

Fórmula de Consagración al Sagrado Corazón de Jesús.
Jesús dulcísimo, Redentor del género humano, míranos postrados humildemente ante tu altar. Tuyos somos y tuyos queremos ser; y para unirnos más intimamente a tí hoy nuestro corazón se consagra espontáneamente a tu Sacratísimo Corazón. Muchos, jamás te han conocido; muchos, despreciando tus mandamientos, te han repudiado. Apiádate, benignísimo Jesús, de los unos y de los otros, y atráelos a todos a tu santo Corazón. Sé Rey, Señor, no sólo de los fieles que jamás se han apartado de tí, sino también de los hijos pródigos que te han abandonado: haz que vuelvan pronto a la casa paterna para que no perezcan de miseria y de hambre. Sé Rey de aquellos a quienes tienen engañados las opiniones erróneas o separa la discordia, y tórnalos al puerto de la verdad y de la unidad de la fe, para que presto haya un solo rebaño y un solo pastor. Sé Rey, en fin, de los que viven en la antigua superstición gentílica, y no rehuses trasladarlos de las tinieblas a la luz y reino de Dios. Concede a todas las naciones la tranquilidad del orden; haz que del uno al otro polo de la tierra resuene una sola voz: Alabado sea el Dívino Corazón, por quien nos ha venido la salvación: tribútensele gloria y honor por todos los siglos de los siglos. Amén.

Añadirá luego el Reverendísimo Presidente del Concilio:
Apiádate, pues, oh Señor: apiádate de tu pueblo, y perdónanos nuestros pecados y los de nuestros rebaños, que durante el siglo que acaba, tantas veces han provocado tu ira justísima. Apiádate, oh dulcísimo Corazón de Jesús, apiádate de nuestros Estados, que criados en la fe de tu Iglesia, gracias a Tí, han conservado maravillosamente el tesoro de la fe, y lo han defendido contra todo género de asechanzas.
Acepta, oh Sagrado Corazón de Jesús, las gracias que te dan los Obispos y los fieles de nuestras Repúblicas, que con la abundancia de tus beneficios han recibido la salvación.
A Tí también, oh Virgen inmaculada, dulcísima Madre nuestra Maria, que has destruido las herejías en todo el mundo; que en el Santuario de Guadalupe y en los demás gloriosos monumentos de tu maternal amor a nuestras Repúblicas, has fundado otras tantas ciudades de refugio; que has sido valíente defensora y madre amante de nuestras Repúblicas, en la Fe verdadera de tu Hijo tan amado; en prenda de filial amor y singular agradecimiento te consagramos, ofrecemos y donamos el Concilio Plenario, juntamente con todos los
Pastores y fieles de la América Latina, de la manera más solemne y completa. Bajo tu amparo nos acogemos, y a tu maternal protección encomendamos nuestras obras y el fruto de nuestros trabajos. Bendícenos, oh Madre poderosa y Patrona nuestra inmaculada. Tuyos somos; muestra que eres nuestra Madre: salva a los hijos de tu santísimo e inmaculado corazón. Oh santo José: acepta tú igualmente la donación perpetua que de nosotros mismos hacemos a tu purísima Esposa.
A vosotros también os invocamos, oh Santos y Bienaventurados, que con vuestras santas obras hicisteis célebres nuestras regiones. Tú más que ninguno acuérdate de nosotros, oh Toribio bendito, ejemplo y esplendor sin igual de Prelados y Padres de Concilios. Vuelve hacia nosotros tus ojos oh protomártir nuestro, Felipe de Jesús, que levantado y glorificado en la cruz te convertiste en maestro y despertador de los predicadores de la Cruz de Cristo.
Interceded por nosotros, invictísimos Cuarenta Mártires, que capitaneados por el Bienaventurado Ignacio de Acevedo dedicasteis a Dios y consagrasteis con vuestra propia sangre la tierra Brasilieña.
Rogad por nosotros, ínclitos mártires, Bienaventurados Bartolomé Gutierrez, Pedro Zúñiga, Bartolomé Laurel y Luis Florez, que con joyas de púrpura adornásteis la corona preciosa de santidad con que brilla la América Latina.
Vuestro patrocinio invocamos, Santos Francisco Solano, Pedro Claver y Luis Beltrán, Apóstoles y protectores de nuestra América, Bienaventurados Sebastián de Aparicio, Martín de Porres y Juan Macías, que con vuestras virtudes Apostólicas, atrajisteis a nuestro pueblo a los piés de Cristo Redentor.
Miradnos con ojos benignos y orad por nosotros, oh Vírgenes del Señor, Santa Rosa de Lima, patrona universal de nuestra América, Bienaventurada Mariana de Jesús, Cándidas y brillantes azucenas, que con el suave aroma de vuestras virtudes deleitasteis y santificasteis toda la América Latina. Amén.

martes, 24 de enero de 2012

EL ATRACTIVO MAS BELLO

Conocí a una joven quinceañera, que al poco tiempo perdí de vista. Cinco años más tarde la encontré en una librería, donde había ido para escoger algunos libros.
Ya había escogido dos, y los enseñaba a la madre para obtener su aprobación.
Antes de acercarme la quise observar.
Llevaba un vestido gris, bien modelado, con un ligero escote. El fresco y gracioso rostro encuadraba con un sombrero del color del vestido.
Nada de artificial y rebuscado.
Apenas advirtió mi presencia se acercó sonriendo.
El porte distinguido, unido al placer de volver a ver a una persona querida, daba a su rostro una gracia encantadora.
Sus movimientos eran naturales y hablaba tan cortesmente que mostraba la desenvoltura de quien sabe vivir en el mundo, sin sufrir su morbosa influencia.
Un agradable coloquio confirmó mi primera impresión. A Lucía no le faltaba nada para ser una señorita ideal.



Al despedirme de la joven amiga, me pregunté:
¿Por qué tantas jóvenes, encantadoras como Lucía, no tienen su gracia envidiable?
Cuántas veces he encontrado señoritas de quince, dieciocho, veinte años, que ya han perdido el encanto de su primavera. Jóvenes que han desperdiciado los tesoros encerrados en sus corazones, antes de conocerlos y apreciar su valor. Jóvenes que han llegado a ser como flores marchitas, privadas de atracción y, peor aún, privadas de alegría.
Ellas no encuentran ya nada de bello en la vida; se convierten muchas veces en un peso insoportable para sí mismas y para quienes las rodean.
En cambio ¡qué distintas son las que se asemejan a Lucía! Aún inconscientemente hablan a los demás con un lenguaje mucho más delicado que el de las flores.
Sus ojos reflejan el azul del cielo, sus almas el resplandor de las estrellas; su vida es sencilla y límpida como el agua cristalina.
Son alegres y expansivas como el pajarito que mientras canta, se eleva por el aire atraído por el encanto del cielo azul, embriagado por el perfume de las flores y del céfiro gentil que le acaricia el plumaje.
Con su perenne sonrisa parece que quieren agradecer a Dios la felicidad a ellas concedida y suplicarle les conceda comunicarla a todos los hombres.
De su rostro se irradia una belleza más delicada y más fragante que la de una corola, belleza que invita a ser puros, sencillos y amables como ellas.
Ellas exhalan el perfume de la virtud y del buen ejemplo, el que el Apóstol define:
"El buen olor de Cristo" (2 Cor. 2,15).



Jovencita, ¿quieres pertenecer a esta legión de almas elegidas? No se trata de un simple deseo, sino de un tesoro que se consigue a costa de muchos sacrificios, de luchas cotidianas y, tal vez también de heroísmos, entre las ocasiones y los estados de ánimo más disparatados.
Lo lograrás: pero debes conocer antes el secreto del candor, prerrogativa de estas almas dichosas.
ALMAS EN FLOR

Fuerza y Santidad

     También quiero, hijo mío, que tu cuerpo sea robusto, pues el antiguo refrán tiene razón: El alma más firme es la que habita en el cuerpo más vigoroso.
     Lo más frecuente es que el hombre enfermo no pueda pensar, o no piense más que en su mal. No sabría entregarse a la acción, y su vida tendría que ser estéril.
     Además, la debilidad corporal entraña frecuentemente la debilidad de la voluntad. Sin salud, no hay esfuerzo que dure, y puede decirse que un organismo bien equilibrado es, en general, la esencial condición de toda energía.
     Sin duda la fe puede transformar el sufrimiento en esa divina labor que redime al mundo, y sufrir es bueno; pero, en general, Dios no nos ha creado para eso, nos ha creado para obrar, y la acción cualquiera que sea, pide un cuerpo sano y fuerte.
     Tú, que quieres cumplir aquí en la tierra la misión para la que has nacido, aplícate, pues, a hacerte de un carácter sólido, a prueba de todas las sacudidas.
El cuerpo se enerva y se acaba más pronto por la inacción que por el trabajo y la fatiga. Es como una arma: ésta se descompone más rápidamente por la herrumbre de la inacción que por el uso, y aquellos que buscan lo que halaga a sus sentidos, corren más rápidamente a su perdición.
     Tú, hijo mío, al contrario, busca lo que te pueda vivificar, fortificar, robustecer.
     En cuanto sea posible, vive en plena naturaleza, en el perfume de las flores, junto al ruido del follaje y el murmullo de las aguas profundas, en la libertad, en la pureza del campo abierto. Al contacto de esa naturaleza viviente, madre y nodriza de los hombres, como decian los antiguos, haz provisión de impresiones sanas y de energía vital.
     Después, acostumbra tu cuerpo, como los soldados que se preparan a la fatiga de los combates, en el duro trabajo de las maniobras.
     Entrégate a las fatigas del trabajo manual, a la actividad y aventuras de largas caminatas a pie y en bicicleta, a los juegos de fuerza, a la gimnasia, a la caza, en una palabra, a los ejercicios viriles que dan vigor y agilidad.
     No descuides los juegos de habilidad; algunos desarrollan con ellos una perspicacia, una finura de tacto y una sutilidad de cálculo verdaderamente asombrosas, admirables.
     Vivificando así, por el movimiento, la sangre de tus venas, conservarás tu salud y desarrollarás en tus órganos esa fuerza que es necesaria en las luchas de la vida.
     De lo contrario, hijo mío, si te condenas a la inmovilidad y no haces circular tu sangre y funcionar tus músculos, tu salud no tardará en alterarse; diversas enfermedades no faltarán cualquier día en advertirte que has perdido el equilibrio fisico, y tu mal será el castigo de tu desobediencia, porque la naturaleza madrastra es difícil que perdone.
     Pero acuérdate, sobre todo, que el más eficaz medio de conservar la salud es el combatir las pasiones, porque son ellas las que rompen, las más de las veces, los rodajes y los resortes de nuestra frágil máquina.
     Somete enteramente tu ser al imperio de tu voluntad; que ninguna de tus potencias escape a la autoridad real de la razón; evita las emociones violentas que hacen latir el corazón tumultuosamente; sé bueno, paciente, casto y piadoso; la virtud conservará tu salud.
     Y serás un hombre en toda la fuerza de la palabra: sólido de cuerpo y alma, a prueba de todo, verdaderamente armado para las luchas de la vida.
     Con la virtud, con una voluntad enérgica y con salud, ¿habrá un deber que no puedas cumplir y una tarea que no puedas realizar?

lunes, 23 de enero de 2012

LOS TRASTORNOS NERVIOSOS Y MENTALES CON CARACTER RELIGIOSO (3)

B) Neurosis y delirios de duda
La duda es una confesión de ignorancia, o, más exactamente, de inseguridad respecto a la verdad. Su empleo en psicología normal es necesario y fructífero; en ella se funda el razonamiento filosófico como el de Descartes; sirve a Pascal para llegar a la fe cristiana; es la fuente del progreso en las ciencias biológicas. Pero es fecunda solamente cuando es activa: no es porque el agua corre que se debe renunciar a atravesar el río; no importa que la corriente sea más o menos rápida, se rema más enérgicamente y se llega a la orilla de la verdad, a veces más arriba, a veces más abajo, según se haya derivado con la corriente o remontado con ella, pero se llega cerca, de cualquier manera. Cuando la duda se torna patológica, el espíritu se hipnotiza sobre la movilidad de las olas, no ve más que el agua y engañado por su brillo, se olvida la orilla opuesta, donde mora la verdad. La duda se ha trocado en obsesión.
Hemos reproducido dos observaciones de escrupulosos que se vinculan a una neurosis o delirio de fe: en ellos existen una vacilación acerca del valor moral de su acto en relación con la le y una solución pesimista del problema. Otros escrupulosos son víctimas de la duda constante, no ya acerca del valor moral del acto, sino acerca de la ejecución del acto mismo; "por eso un hombre se preocupa de abstenerse de la carne el viernes con suma exactitud; vigila a su gusto el menor detalle de la confección de sus comidas; ha tomado sus medidas esenciales para la abstinencia, pero en el instante de sentarse a la mesa, lo invade la duda de que, a pesar de todo, la cocinera no haya ejecutado sus órdenes; la interroga; mas la duda persiste más angustiosa y vuelve veinte veces a la cocina para verificar pormenores..." (Doctor Fay).
El doctor Garban califica a los escrupulosos en el cuadro general de los que dudan. "La enfermedad del escrupuloso —dice— no es una enfermedad especial, es un síndrome clínico que pertenece a una psicopatía más general, constituida por la enfermedad de la duda. Por eso, todos los escrupulosos son ante todo grandes dudosos". Y vincula la enfermedad de la duda a la psicastenia. Generalmente, esto es exacto, pero como lo atestiguan los ejemplos citados, parece preferible admitir escrupulosos de carácter algo afirmativo (a pesar de la aparente contradicción de las palabras) y además predispuestos a la autoacusación, al lado de los escrupulosos realmente dudosos.
Un grado más y tenemos la locura de la duda propiamente dicha. La patogenia de la enfermedad de la duda parece muy compleja, como lo han demostrado los doctores Sollier y Seglas: trastornos de la atención, de la memoria, de la percepción, fenómenos de contraste psíquico, trastornos cenestésicos o alucinaciones pueden acompañar su origen (Ann. méd. psych., 1901, Tomo XIII, pág. 462). "La locura de la duda —escribe el doctor Fay— consiste en una disposición morbosa del espíritu, que lo lleva a plantearse sin cesar las mismas preguntas y a perseguir contestaciones a sus interrogaciones que no siempre las tienen. Se han admitido, sin excesivo interés, dudosos metafísicos y dudosos realistas".
Los dudosos realistas se empecinan en la búsqueda de la razón de ser de los sexos, del color de los ojos, de la forma de las hojas de los árboles; ésta se pregunta si ella es la madre de sus hijos, aquélla si las mujeres que encuentra el marido son bellas. La angustia nace de la falta de solución a esas cuestiones, que retornan con el carácter de verdadera obsesión.
Los dudosos metafísicos, como su nombre lo indica, dirigen su duda hacia las cuestiones metafísicas: origen del mundo, existencia de Dios, del alma, dogmas religiosos, etc. Un enfermo del doctor Paúl Masoin (Ann. méd. psych., 1901, tomo XIII, pág. 240) repetía a cada instante: "¿No existe Dios, verdad?" Los doctores H. Claude y Borel encontraron el delirio de la duda metafísica en un psicasténico con crisis de ansiedad (Presse Medícale, 1922, pág. 1424 ann.)
Es importante conocer esta forma de duda en psicología religiosa. Explica ciertas crisis de la fe que pueden martirizar al paciente, desorientar al confesor, inquietar a una familia. Explica palabras, conversaciones, publicaciones y controversias en que se supondría fácilmente la mala fe, mientras que se trata de una obsesión de duda, en la que ningún argumento, ninguna prueba hacen mella duradera.
Un dudoso metafísico que dará escándalo en una comunidad religiosa y sería deshonrado en ciertos países y en determinadas épocas, hará la figura de un gran hombre en otros países y en ambientes materialistas que no estén enterados. No merece ni ese exceso de honores, ni esa indignidad, sino sólo ser libertado de su obsesión o delirio y ser devuelto al empleo normal de sus facultades. Entonces podrá ser a su gusto religioso, escéptico o ateo; eso será cuestión de su inteligencia, de su sensibilidad y de la gracia de Dios.
Dr. Henry Bon
MEDICINA CATOLICA

Del favor que San Vicente Ferrer hizo a muchos navegantes

Después de la muerte del Santo, viéndose ciertos marineros vecinos de los arrabales de Vannes en tempestad, encomendáronse al maestro Vicente, pero uno de ellos mofando de sus compañeros, se atrevió a decirles algunas palabras injuriosas. Proveyó el Santo en que los que se le habían encomendado, fuesen libres y pudiesen venir a Vannes para hacerle las gracias, y que el indevoto, súbitamente en decir aquellas palabras, volviese paralítico de un lado. Y lo que más espanta, nunca le quiso alcanzar de Dios salud, sino que ansí le dejó morir.
Poco tiempo después que el Santo falleció, se vino a abrir una nave en que iba Pedro Cadier, mercader de tierra de Bretaña, cabe Joselino, el cual viéndose ya sumido bajo las aguas, acordóse de Nuestra Señora y del maestro Vicente, y así le rogó con cierto voto que le fuese buen medianero con Dios para salir del peligro en que estaba. Parecióle a él entonces, que un hombre le sostenía, aunque a nadie veía. Tras esto, súbitamente se subió a lo alto del agua, y halló una tabla aparejada sobre la cual fue navegando como diez horas, hasta que llegó a tierra; de la cual antes estaba apartado más de cuatro leguas. Y es mucho de notar que, como se dice en el proceso, este mercader no sabía nadar poco ni mucho.
Dos pescadores muy cursados en navegar, atestiguan que a 28 de noviembre del año 1453, pescando junto a dos ínsulas que están como ocho leguas de Vannes, les tomó tan gran fortuna y tormenta, cual jamás habían visto en el mar océano. Por donde determinaron de cortar las áncoras para que las olas los echasen en tierra como quiera, pero ni aun esto pudieron hacer, tanta era la fuerza de la tempestad. Uno de ellos se acordó entonces de San Vicente y dijo a un mancebo que traían en su compañía, que él como más inocente y libre de pecados, rogase al maestro Vicente por todos. Rogó este mozo (y los otros en su compañía) arrodillado, con lágrimas y gemidos al Santo, que les favoreciese en tan peligroso caso, prometiéndole de visitar su sepulcro lo más presto que ser pudiese. Maravilloso es, por cierto, Dios en sus santos, pues acabado de hacer el voto, en continente cesó la tempestad y estuvo el mar sosegado, sin preceder alguna señal de las que suelen ver los marineros antes que el mar se aquietase. Pasmóse tanto uno de los pescadores de ver un milagro tan súbito, que después de tomado cuerpo, dijo que no comería ni bebería sin visitar primero el sepulcro del Santo. Demás de esto, cobraron una parte de sus redes, que la tenían por tan perdida como la otra que se les había ido a fondar a su parecer. Y como todos ellos hiciesen gracias a Dios y al maestro Vicente por la merced que habían decíbido de sus manos, la otra parte de las redes se descubrió y así ellos cobraron toda su hacienda enteramente.
Tres otros marineros atestiguan que, saliendo una nave del puerto, dió en manos de españoles y fue tomada por ellos. Mas, antes de ser presos, los bretones rogaron al glorioso padre San Vicente les favoreciese. Había entre ellos un Jaime por sobrenombre Parvo, que quiere decir pequeño, el cual había subido tres o cuatro grados de las escaleras de la nave. Dijo el maestro de la nave a este Jaime que se encomendase él también al maestro Vicente, el cual pocos años antes era muerto. A propósito (dijo el Jaime), ahora nos encomendaremos al maestro Vicente. ¿El no se pudo valer a sí mesmo para escapar de la muerte, y va a ayudarnos a nosotros? Hermanos, no hay más sino que ya somos perdidos. Acabadas estas palabras, la boca se le torció bajo del un oído y cayó de donde estaba, perdida la habla. Estuvo en esta manera más de dos horas, y al cabo, amonestado por el mesmo que antes, se encomendó a San Vicente, y así luego se le volvió la boca a su lugar y pudo hablar, aunque siempre le quedó rastro de la enfermedad, siquiera para que no se fuese alabando de su atrevimiento; este favor hizo a su detractor el bienaventurado padre, y sus devotos, de allí a poco, fueron recobrados por otros bretones que les libraron del cautiverio. Pero pasados dos dias, uno de ellos navegando, fue cautivado por unos escoceses, cuya nave después encontrando con una peña se abrió, y los escoceses metiéndose para salvarse en un batel, se anegaron todos, excepto uno. Visto esto, el bretón se subió en compañía de un mancebo en una parte de la nave que quedaba por anegarse, y allí estuvieron dos horas esperando cuándo se perderían. Al cabo, se encomendaron a San Vicente haciéndole un voto, y dentro de media hora, pasó por allí otra nave, en la cual fueron recibidos y librados de la muerte.
Un ciudadano de Vannes navegaba en el año 1453 de Burdeos a Bretaña, y un domingo, de mañana, se puso tan grande niebla y oscuridad en el aire, que los marineros no sabían a dónde iba la nave; a esta pena se añadió otra: que la nave tocó en una peña. Lo cual visto por el ciudadano, se encomendó a sí y a sus mercadurías (que no eran pocas) al glorioso San Vicente, prometiéndole de visitar su sepulcro y ofrecerle un cirio o candela de cera de su propia largura. Andando en estos ofrecimientos, tocó la nave otras dos veces en otras peñas; mas, después de media hora, súbitamente se esclareció el cielo y vieron que iban a dar al través en la ribera de Bretaña, con peligro de perderse. Y así, desviándose hacia un lugar cómodo, se libraron de dar en algunos bajíos o en cualquier otro daño de los que suelen incurrir los marineros. Para que no creyesen que aquello había sido cosa natural, luego en haber surgido, volvió la mesma oscuridad y les detuvo hasta la noche.
Cerca del año 1429 pasaba de España a Bretaña una nave, y con la fuerza de los vientos y braveza de la mar todos los marineros y pasajeros se tuvieron por perdidos. Y dejando ya la nave en manos de la tormenta, se confesaron unos con otros. Vinieron, pues, a encallar entre dos piedras y parar allí sin esperanza de poder salir. Estuviéronse allí los pobres hombres desde las seis de la mañana hasta que fué hora de vísperas. Entonces, acordándose todos de los milagros del maestro Vicente, de común acuerdo, se arrodillaron, y levantando los ojos al cielo, cogidas devotamente las manos, se encomendaron a sí y a la nave, con todo lo que en ella venía, a San Vicente, prometiéndole que en saltando a tierra y haber llegado a algún lugar donde se viese el campanario de su iglesia, se desnudarían en camisas, y a pies descalzos irían hasta las puertas de la iglesia, y de allí al sepulcro de rodillas. Estando, pues, ellos aún arrodillados e invocando al maestro Vicente, vieron que un hombre vestido de ropas blancas tomó la vela de la nave y la volvió a una parte, de suerte que, dando en ella el viento, salió la nave y tomó puerto en la costa de Bretaña.
En el año 1453, ciertos hombres, navegando en su navecilla, descubrieron a unos corsarios ingleses que les daban caza. Encomendáronse ellos a San Vicente, y ofreciéndole de visitar su sepulcro, fueron libres del peligro, porque los ingleses dejaron de perseguirles. Así se cuenta este milagro en el proceso, secamente, y así lo escribo yo porque no quiero añadir nada de mi cabeza, pues no me hallé en ello. Y según se atestigua en el proceso, cerca del año 1449 había hecho otro milagro semejante a éste.
Una nave pasaba de Santiago de Galicia a la ciudad de Vannes, y, estando ya cerca de ella, la echó el viento sobre una peña que toda estaba debajo del agua. Los que saben de mar bien entendieran cuán grande daño suelen recibir las naves en semejantes casos. Estuvo allí la nave tres horas, con gran tristeza de los pasajeros que se tenían por perdido?. Y así, puestos de rodillas, invocaron el nombre de Jesucristo y se encomendaron en las oraciones del maestro Vicente. A deshora la nave se movió y les trajo a bues puerto, sin que entrase en ella ni una gota de agua. Mas, sacada ya la mercadería, la nave se fué al fondo, y después, con las maneras que para esto tienen los marineros, hallaron que toda ella estaba abierta y hecha pedazos.
Dos mancebos, por su deporte, entraron en una barquecilla en el mar de Vannes, y, cuando menos se cataron, se levantó un viento contrario que los engolfó bien lejos de tierra. Acordáronse, en el peligro que estaban, del maestro Vicente, y arrodillados le prometieron de visitar su sepulcro y hacer decir ciertas misas en su honra. Con esto se alzó el viento y ellos pudieron tomar tierra. Dijo, pues, el uno: Cumplamos ahora nuestro voto. Mas el otro, como mofando del Santo, dijo: Ya estamos en el puerto; no curo yo de San Vicente. Dichas estas palabras, cayó en el suelo como muerto y todos los miembros de su cuerpo se le torcieron. Los que allí se hallaron presentes, aconsejándole que se encomendase a San Vicente y cumpliese su voto, le llevaron a la iglesia donde el Santo estaba enterrado, y allí sanó del todo. De este y de otros milagros semejantes se puede colegir cuán gravemente ofenden a nuestro Señor los que se burlan de algún santo.
Fray Justiniano Antist O.P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER

sábado, 21 de enero de 2012

L I B E R T A S

Encíclica de
S.S. León XIII
sobre la libertad humana
20 de junio de 1888

La libertad, bien el más noble de la naturaleza, propio, únicamente, de los seres inteligentes o razonables, da al hombre la dignidad de estar en manos de su propio consejo y tener la potestad de sus acciones.
Pero interesa en gran manera el modo con que se ha de ejercer semejante dignidad, porque del uso de la libertad se originan, así como bienes sumos, males también sumos. En mano del hombre está, en efecto, obedecer a la razón, seguir el bien moral, tender derechamente a su último fin; pero igualmente puede seguir el opuesto camino y, al ir tras apariencias engañosas de bien, perturbar el orden debido y precipitarse voluntariamente en inevitable ruina.
Jesucristo, libertador del linaje humano, al restaurar y realzar aumentada la primitiva dignidad de la naturaleza, comunicó grandísimo auxilio a la voluntad humana, en parte añadiéndole los auxilios de su gracia, y por otra parte, al proponerle la felicidad sempiterna en los cielos, elevándola a la más alta dignidad. De semejante modo la Iglesia, porque oficio suyo es propagar por toda la duración de los siglos los beneficios que por Jesucristo adquirimos, ha merecido bien y siempre merecerá bien de don tan excelente de la naturaleza.
A pesar de esto, son no pocos quienes afirman que la Iglesia es una enemiga de la libertad del hombre; y la causa de que así piensen está en una falsa y extraña idea que se forman de la libertad. Porque, o la adulteran en su noción misma, o con la opinión que de ella tienen la dilatan más de lo justo, pretendiendo que alcanza a gran número de cosas, en las cuales, si se ha de juzgar rectamente, no puede ser libre el hombre.
2. En otras ocasiones, pero singularmente en la encíclica Immortale Dei, hemos hablado Nos de las llamadas libertades modernas, separando lo que en ellas hay de honesto de lo que no lo es, y demostrando al mismo tiempo que cuanto hay de bueno en estas libertades es tan antiguo como la verdad misma, y siempre lo aprobó la Iglesia muy de buen grado, y lo admitió en su realidad práctica. Pero, a decir verdad, lo que se le ha añadido de nuevo es su parte inficionada, fruto de la turbulencia de los tiempos y del excesivo afán de novedades. Mas como hay muchos pertinaces en defender que estas libertades, aun en lo que tienen de vicioso, son el mayor ornamento de nuestro siglo y las juzgan fundamento necesario para constituir las naciones, hasta el punto de negar que sin ellas pueda concebirse gobierno perfecto de los Estados, Nos ha parecido oportuno, proponiéndonos la pública utilidad, el tratar ahora especialmente de dicha materia.
LIBERTAD MORAL
3. De lo que aquí tratamos directamente es de la libertad moral, ya se la considere en el individuo, ya en la sociedad civil y política; pero conviene al principio decir brevemente algo de la libertad natural, porque, aun cuando del todo se distingue de la moral, es, sin embargo, fuente y principio de donde nacen por virtud propia y espontáneamente todas las libertades.
a) En el individuo
b) En la sociedad
a) En el individuo
Su naturaleza
Sus auxiliares
1) Ley
2) Gracia
4. El juicio de todos y el sentido común, voz muy cierta de la naturaleza, reconocen esta libertad solamente en los que son capaces de inteligencia o de razón, y en aquélla está la causa de ser tenido el hombre por verdadero autor de cuanto ejecuta. Y con razón; porque, cuando los demás animales se dejan llevar sólo de sus sentidos, y sólo por el impulso de la naturaleza buscan lo que les aprovecha y huyen de lo que les daña, el hombre tiene por guía a la razón en cada una de las acciones de su vida.
Pero la razón juzga que de cuantos bienes hay sobre la tierra, todos y cada uno pueden ser e igualmente no ser, y por lo mismo juzga que ninguno de ellos se ha de tomar necesariamente, con lo cual la voluntad tiene poder y opción de elegir lo que le agrade. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia, como la llaman, de estos bienes, como decíamos, porque tiene un alma por naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar, la cual, pues ésta es su naturaleza, no trae su origen de las cosas corpóreas ni depende de ellas en su conservación; creada, más bien, inmediatamente por Dios, y muy superior a toda condición de la materia, tiene un modo de vivir propio suyo y un modo no menos propio de obrar, con lo cual, abarcando con el juicio las razones inmutables y necesarias de lo bueno y lo verdadero, se halla en condición de juzgar la esencial contingencia de los bienes particulares. Y así, cuando se establece que el alma del hombre está libre de toda composición perecedera y goza de la facultad de pensar, juntamente se constituye con toda firmeza en su propio fundamento la libertad natural.
5. Ahora bien: así como nadie ha hablado de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana tan altamente como la Iglesia católica, ni la ha asentado con mayor constancia, así también ha sucedido con la libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa, y las defiende como dogma de fe; y, no contenta con esto, tomó el patrocinio de la libertad, enfrentándose con los herejes y fautores de novedades que la contradecían, y libró de la ruina a este bien tan grande del hombre. Bien atestigua la historia con cuánta energía rechazó los conatos frenéticos de los maniqueos y de otros; y en tiempos más cercanos nadie ignora el grande empeño y fuerza con que ya en el Concilio Tridentino, ya después contra los sectarios de Jansenio, luchó en defensa del libre albedrío del hombre, sin permitir que el fatalismo se arraigara en tiempo ni en lugar alguno.
Su naturaleza
6. Así, pues, la libertad propia, como hemos dicho, de los que participan de inteligencia o razón, y mirada en sí misma no es otra cosa sino la facultad de elegir lo conveniente a nuestro propósito, ya que sólo es señor de sus actos el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas. Ahora bien: como todo lo que se toma con el fin de alcanzar alguna cosa tiene razón de bien útil, y éste es, por naturaleza, acomodado para mover propiamente el apetito, por eso el libre albedrío es propio de la voluntad, o mejor, es la voluntad misma en cuanto tiene, al obrar, la facultad de elección. Pero de ningún modo se mueve la voluntad si delante no va, iluminándola, a manera de antorcha, el conocimiento intelectual; es decir, que el bien apetecido por la voluntad es el bien precisamente en cuanto conocido por la razón. Tanto más, cuanto que en todos los actos de nuestra voluntad siempre antecede a la elección el juicio acerca de la verdad de los bienes propuestos y de cuál ha de anteponerse a los otros; pero ningún hombre juicioso duda de que el juzgar es propio de la razón y no de la voluntad. Si la libertad, pues, reside en la voluntad, que es por naturaleza un apetito que obedece a la razón, síguese que la libertad misma ha de tener como objeto, igual que la voluntad, el bien que sea conforme a la razón.
7. Pero, como una y otra facultad distan de ser perfectas, puede suceder, y sucede, en efecto, muchas veces, que el entendimiento propone a la voluntad lo que en realidad no es bueno, pero tiene varias apariencias de bien, y a ello se aplica la voluntad. Pero así como el poder errar y el errar de hecho es vicio que arguye un entendimiento no del todo perfecto, así el abrazar un bien engañoso y fingido, por más que sea indicio de libre albedrío, como la enfermedad es indicio de vida, es, sin embargo, un defecto de la libertad. Así también la voluntad, por lo mismo que depende de la razón, siempre que apetece algo que se aparta de la recta razón, vicia profundamente el albedrío, y lo usa perversamente. Y ésta es la causa por que Dios, infinitamente perfecto, el cual, por ser sumamente inteligente y la bondad por esencia, es sumamente libre, en ninguna manera puede querer el mal de culpa, como ni tampoco pueden los bienaventurados del Cielo, a causa de la contemplación del bien sumo. Sabiamente advertían contra los pelagianos San Agustín y otros que, si el poder apartarse del bien fuese según la naturaleza y perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles, los bienaventurados, en todos los cuales no se da semejante poder, o no serían libres, o lo serían con menor perfección que el hombre viador e imperfecto. Acerca de esto discurre con frecuencia el Doctor Angélico, para llegar a concluir que el poder pecar no es libertad, sino servidumbre. Sobre las palabras de Cristo, Señor nuestro, el que hace el pecado siervo es del pecado[1], dice sutilísimamente: Cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por donde, cuando se mueve por cosa extraña, no obra según su propia naturaleza, sino por ajeno impulso, y esto es servil. Pero el hombre es racional por naturaleza. Cuando, pues, se mueve según razón, lo hace de propio movimiento y obra, como quien es, cosa propia de la libertad; pero cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se mueve como por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por esto "el que hace el pecado es siervo del pecado". Con bastante claridad vieron esto los filósofos antiguos, singularmente cuantos enseñaban que sólo era libre el sabio, y es cosa averiguada que llamaban "sabio" a aquel cuyo modo de vivir era según naturaleza, esto es, honesto y virtuoso.
Sus auxiliares
1) Ley
8. Y puesto que la libertad es en el hombre de tal condición, exigía ser fortificada con defensas y auxilios a propósito para dirigir al bien todos sus movimientos y apartarlos del mal; de otro modo hubiera sido gravemente dañoso al hombre el libre albedrío. Y en primer lugar fue necesaria la ley, esto es, una norma de lo que había de hacerse y omitirse, la cual no puede darse propiamente en los animales, que obran forzados por la necesidad, pues todo lo hacen por instinto, ni de por sí mismos pueden obrar de otra manera. Mientras que los que gozan de libertad, en tanto pueden hacer o no hacer, obrar de un modo o de otro, en cuanto ha precedido, al elegir lo que quieren, aquel juicio que decíamos de la razón, por medio del cual no sólo se establece qué es por naturaleza honesto, qué torpe, sino además, qué es bueno y en realidad deba hacerse, qué malo y en realidad evitarse; es decir, que la razón prescribe a la voluntad adónde debe tender y de qué debe apartarse para que el hombre pueda alcanzar su último fin, al que todo se ha de enderezar. Esta ordenación de la razón es la ley.
Por todo lo cual, la razón de ser necesaria al hombre la ley ha de buscarse primera y radicalmente en el mismo libre albedrío, esto es, en que nuestras voluntades no discrepen de la recta razón. Y nada puede decirse ni pensarse más perverso y absurdo que la afirmación de que el hombre, porque naturalmente es libre, se halla exento de dicha ley; si así fuera, se seguiría para la libertad es necesario el no ajustarse a la razón, cuando la verdad es todo lo contario, esto es, que el hombre, precisamente porque es libre, ha de sujetarse a la ley, la cual así queda constituida como guía del hombre en el obrar, moviéndole a obrar bien con el aliciente del premio y alejándole del pecado con el terror del castigo.
Tal es la ley natural, la primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y vedando pecar. Pero estos mandatos de la humana razón no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz e intérprete de otra razón más alta a que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Como que la fuerza de la ley, que está en imponer obligaciones y adjudicar derechos, se apoya del todo en la autoridad, esto es, en la potestad verdadera de establecer deberes y conceder derechos, y dar sanción, además, con premio y castigos, a lo ordenado; y es claro que nada de esto habría en el hombre, si se diera a sí mismo la norma para las propias acciones, como un legislador. Síguese, pues, que la ley natural es la misma ley eterna, ingénita en las criaturas racionales, inclinándolas a las obras y fin debidos, como razón eterna que es de Dios, Creador y Gobernador del mundo universo.
2) Gracia
9. A esta regla de nuestras acciones y freno del pecador se han juntado, por beneficio de Dios, ciertos auxilios singulares y aptísimos para regir la voluntad y robustecerla. El principal y más excelente de todos ellos es la virtud de la divina gracia, la cual, ilustrando al entendimiento e impeliendo hacia el bien moral a la voluntad, robustecida con saludable constancia, hace más expedito a la par que más seguro el ejercicio de la libertad nativa. Mas no por ello -a causa de esa intervención de Dios- son menos libres los movimientos voluntarios; porque la fuerza de la gracia divina es intrínseca en el hombre y congruente con la propensión natural, porque dimana del mismo autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad, el cual mueve todas las cosas según conviene a la naturaleza de cada una. Antes bien, como advierte el Doctor Angélico, la gracia divina, por lo mismo que procede del Hacedor de la naturaleza, está creada y acomodada admirablemente para proteger cualesquier naturalezas y conservarles sus inclinaciones, su fuerza, su facultad de obrar.
b) En la sociedad
Ley eterna
La Iglesia, defensora de la libertad
10. Y lo dicho de la libertad en cada individuo, fácilmente se aplica a los hombres unidos en sociedad civil; pues lo que en los primeros hace la razón y ley natural, eso mismo hace en la sociedad la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. De estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto es lo que por sí es bueno o malo, y ordenan, con la sanción debida, seguir lo uno y huir de lo otro. Mas este género de decretos no tienen su principio en la sociedad humana, porque ésta, así como no engendró a la naturaleza humana, tampoco crea el bien que le es conveniente, ni el mal que se le opone: sino más bien son anteriores a la misma sociedad, y proceden enteramente de la ley eterna. Así que los preceptos de derecho natural, comprendidos en las leyes humanas, no tienen fuerza tan sólo de éstas, sino que principalmente suponen aquel imperio, mucho más alto y augusto, que proviene de la misma ley natural y de la eterna. En semejantes leyes apenas queda al legislador otro oficio que el hacerlas cumplir a los ciudadanos, organizando la administración pública de manera que, refrenados los perversos y viciosos, o abracen lo que es justo, apartados del mal por el temor, o a lo menos no sirvan de obstáculo y daño a la sociedad. Otras ordenaciones hay de la potestad civil, que no dimanan del derecho natural inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, delimitando las cosas variables, a las cuales no proveyó la naturaleza sino de un modo general y vago. Por ejemplo, manda la naturaleza que los ciudadanos cooperen a la tranquilidad y prosperidad del Estado; pero hasta qué punto, de qué modo y en qué casos, no es el derecho natural, sino la sabiduría humana quien lo determina; y en estas reglas peculiares de vida, ordenadas prudentemente y propuestas por la legítima potestad, es en lo que consiste estricta y propiamente la ley humana. La cual manda a todos los ciudadanos el tender unánimes al fin que la comunidad se propone, y les prohibe apartarse de él; y mientras siga sumisa y conforme a las prescripciones de la naturaleza, guía al bien y aparta del mal.
Ley eterna
11. Por donde se ve que la libertad, no sólo de los particulares, sino de la comunidad y sociedad humana, no tiene absolutamente otra norma y regla que la ley eterna de Dios; y si ha de tener nombre verdadero de libertad en la sociedad misma, no ha de consistir en hacer lo que a cada uno se le antoje, de donde resultarían grandísima confusión y turbulencias, opresoras, al cabo, de la sociedad, sino en que por medio de las leyes civiles pueda cada uno fácilmente vivir según los mandamientos de la ley eterna. Y la libertad, en los que gobiernan, no está en que puedan mandar sin razón y a capricho, cosa no menos perversa que dañosa en sumo grado a la sociedad, sino en que toda la fuerza de las leyes humanas está en que se hallen modeladas según la eterna, y en que no sancionen cosa alguna que no se contenga en ésta como en principio universal de todo derecho.
12. Sapientísimamente dijo San Agustín[2]: Creo, al mismo tiempo, que tú conoces no hallarse en aquellas [leyes] temporales nada justo y legítimo que no lo hayan tomado los hombres de esta [ley] eterna. De modo que si por cualquier autoridad se estableciera algo que se aparte de la recta razón y sea pernicioso a la sociedad, ninguna fuerza de ley tendría, puesto que no sería norma de justicia y apartaría a los hombres del bien al que está ordenada la sociedad.
13. De todo lo dicho resulta que la naturaleza de la libertad, de cualquier modo que se la mire, ya en los particulares, ya en la comunidad, y no menos en los gobernantes que en los súbditos, incluye la necesidad de someterse a una razón suma y eterna, que no es otra sino la autoridad de Dios que manda y que veda; y está tan lejos este justísimo señorío de Dios en los hombres de quitar o mermar siquiera la libertad, que, antes bien, la defiende y perfecciona; por cuanto el dirigirse a su propio fin y alcanzarle es perfección verdadera de toda naturaleza, y el fin supremo a que debe aspirar la libertad del hombre no es otro que Dios mismo.
La Iglesia, defensora de la libertad
14. Aleccionada la Iglesia por las palabras y ejemplos de su divino Autor, ha afirmado y propagado siempre estos preceptos de la más alta y verdadera doctrina, tan manifiestos a todos aun por la sola luz de la razón, sin cesar jamás de ajustar a ellos su ministerio y de imprimirlos en el pueblo cristiano. En lo tocante a la moral, la ley evangélica no sólo supera con grande exceso a toda la sabiduría de los paganos, sino que abiertamente llama al hombre y le forma para una santidad inaudita en lo antiguo, y acercándole más a Dios, lo pone en posesión de una libertad más perfecta. También se ha manifestado siempre la grandísima fuerza de la Iglesia en guardar y defender la libertad civil y política de los pueblos: materia en la que no hay para qué enumerar los méritos de la Iglesia. Basta recordar, como trabajo y beneficio principalmente suyo, la abolición de la esclavitud, vergüenza antigua de todos los pueblos del gentilismo.
El primero en afirmar la igualdad ante la ley y la verdadera fraternidad de los hombres fue Jesucristo, de cuya voz fue eco la de los Apóstoles, que predicaban no haber ya judío, ni griego, ni escita, sino todos hermanos en Cristo. Y es tan grande y tan conocida la virtud regeneradora de la Iglesia en este punto, que dondequiera que estampa su huella está comprobado que ya no pueden durar mucho las costumbres salvajes; antes bien se muda en breve la ferocidad en mansedumbre, y la luz de la verdad sucede a las tinieblas de la barbarie. Tampoco ha dejado la Iglesia de lograr los mayores beneficios para los pueblos cultos, ya resistiendo a la arbitrariedad de los perversos, ya alejando de los inocentes y débiles las injusticias; ya, por último, haciendo prevalecer en las naciones una organización tal que los ciudadanos la amaran por su equidad y los extraños la temieran a causa de su fuerza.
15. Es, además, obligación muy verdadera la de prestar reverencia a la autoridad y obedecer con sumisión a las leyes justas, quedando así los ciudadanos libres de la injusticia de los malvados, gracias a la fuerza y vigilancia de la ley. La potestad legítima viene de Dios, y el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y con ello queda muy ennoblecida la obediencia, porque ésta se presta a la más justa y elevada autoridad; pero cuando falta el derecho de mandar, o se manda algo contra la razón, contra la ley eterna, o los mandamientos divinos, entonces, desobedecer a los hombres por obedecer a Dios se convierte en un deber. Cerrado así el paso a la tiranía, el Estado no lo absorberá todo, y quedarán a salvo los derechos de los individuos, los de la familia, los de todos los miembros de la sociedad, usando así todos de la libertad verdadera, que está, como hemos demostrado, en que cada uno pueda vivir según las leyes y la recta razón.
FALSA LIBERTAD
16. Si quienes a cada paso disputan sobre la libertad la entendieran honesta y legítima, como acabamos de describirla, nadie osaría acusar a la Iglesia de lo que con tanta injusticia propalan, esto es, de ser enemiga de la libertad; pero hay ya muchos imitadores de Lucifer, cuyo es aquel nefando grito: No serviré, que con nombre de libertad defienden cierta licencia tan absoluta como absurda. Son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, que tomando su nombre de la libertad ha dado en llamarse liberalismo.
Liberalismo radical
Liberalismo moderado
Libertad de cultos
Religión y sociedad
Palabra y prensa
Enseñanza
Libertad de conciencia
Estatolatría - tolerancia
Errores del liberalismo
Indulgencia de la Iglesia
Democracia
Liberalismo radical
17. En realidad, lo que en filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, eso mismo pretenden en la moral y en la política los fautores del liberalismo, los cuales no hacen sino aplicar a las acciones y realidad de la vida los principios puestos por aquéllos. Ahora bien; el principio capital de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, por negar a la razón divina y eterna la obediencia debida y al declararse independiente, se constituye a sí misma en principio primero, fuente y criterio de la verdad. Así también los secuaces del liberalismo, de quienes hablamos, pretenden que en la práctica de la vida no hay ninguna potestad divina a la que se deba obedecer, sino que cada uno es ley para sí; de ahí nace esa moral que llaman independiente, que apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los preceptos divinos, suele conceder al hombre una licencia sin límites. Fácil es adivinar a dónde conduce todo esto, especialmente en el conjunto de la vida social. Porque, una vez afirmada la convicción de que nadie tiene autoridad sobre el hombre, síguese que no está fuera de él y sobre él la causa eficiente de la convivencia y sociedad civil, sino en la libre voluntad de los individuos; que la potestad pública tiene su primer origen en la multitud y que, además, como en cada uno la propia razón es único guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también de todos en lo tocante a las cosas públicas. Por todo esto, el poder es proporcional al número, y la mayoría del pueblo es la autora de todo derecho y obligación.
18. Mas muy claramente resulta de lo dicho cuánto repugne todo esto a la razón: repugna, en efecto, sobremanera no sólo a la naturaleza del hombre, sino a la de todas las cosas creadas, querer que no intervenga vínculo alguno entre el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador y, por lo tanto, Legislador Supremo y Universal, porque todo efecto tiene forzosamente algún lazo que lo una con la causa que lo hizo; y es cosa conveniente a todas las naturalezas, y aun pertenece a la perfección de cada una de ellas, el mantenerse en el lugar y grado que pide el orden natural, esto es, que lo inferior se someta y obedezca a lo que naturalmente le es superior.
19. Es, además, esta doctrina perniciosísima, no menos a las naciones que a los particulares. Y, en efecto, dejando el juicio de lo bueno y verdadero a la razón humana sola y única, desaparece la distinción propia del bien y del mal; lo torpe y lo honesto no se diferenciarán en la realidad, sino según la opinión y juicio de cada uno; será lícito cuanto agrade, y, establecida una moral, sin fuerza casi para reprimir y redudir las pasiones quedará, naturalmente, abierta la puerta a toda corrupción.
En cuanto a la cosa pública, la facultad de mandar se separa del verdadero y natural principio, de donde toma toda su virtud para realizar el bien común, y la ley que establece lo que se ha de hacer y omitir se deja al arbitrio de la multitud más numerosa, lo cual es una pendiente que conduce a la tiranía. Rechazado el señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, es consiguiente que no hay públicamente religión alguna, y se seguirá el mayor desprecio a todo cuanto se refiera a la Religión. Y asimismo, armada la multitud con la creencia de su propia soberanía, se precipitará fácilmente a promover turbulencias y sediciones; y, quitados los frenos del deber y de la conciencia, sólo quedará la fuerza, que nunca es bastante para refrenar por sí sola las pasiones populares. De lo cual es suficiente testimonio la casi diaria lucha contra los socialistas y otras turbas de sediciosos, que tan porfiadamente maquinan por conmover las naciones hasta en sus cimientos. Vean, pues, y decidan los que bien juzgan si tales doctrinas sirven de provecho a la libertad verdadera y digna del hombre, o sólo sirven para pervertirla y corromperla del todo.
20. Cierto es que no todos los fautores del liberalismo asienten a estas opiniones, aterradoras por su misma monstruosidad y que abiertamente repugnan a la verdad, y son causa evidente de gravísimos males; antes bien, muchos de ellos, obligados por la fuerza de la verdad, confiesan sin avergonzarse y aun de buen grado afirman que la libertad degenera en vicio y aun en abierta licencia cuando se usa de ella destempladamente, postergando la verdad y la justicia, y que debe ser, por tanto, regida y gobernada por la recta razón y sujeta consiguientemente al derecho natural y a la eterna ley divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción del hombre libre a las leyes que Dios quiere imponerle haya de hacerse por otra vía que la de la razón natural.
21. Pero al decir esto, no son en manera alguna consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede negar con derecho, se ha de obedecer a la voluntad de Dios legislador, por estar el hombre todo en la potestad de Dios y tender a Dios, síguese que a esta potestad legislativa suya nadie puede ponerle límites ni condiciones, sin ir, por ello mismo, contra la obediencia debida. Y aun más, si el hombre llegara a arrogarse tanto que quisiera decretar cuáles y cuántas son sus propias obligaciones, cuáles y cuántos son los derechos de Dios, aparentará reverencia a las leyes divinas, pero no la tendrá de hecho, y su propio juicio prevalecerá sobre la autoridad y providencia de Dios. Es, pues, necesario que la norma constante y religiosa de nuestra vida se derive no sólo de la ley eterna, sino también de todas y cada una de las demás leyes que, según su beneplácito, ha dado Dios, infinitamente sabio y poderoso, y que podemos seguramente conocer por señales claras e indubitables. Tanto más, cuanto que estas leyes, por tener el mismo autor que la eterna, concuerdan del todo con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen el magisterio del mismo Dios, que, precisamente para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente, guiándolos al mismo tiempo que les ordena. Quede, pues, santa e inviolablemente unido lo que ni puede ni debe separarse, y sírvase a Dios en todo, como la misma razón natural lo ordena, con absoluta sumisión y obediencia.
Liberalismo moderado
22. Algo más moderados son, pero no más consecuentes consigo mismos, los que dicen que, en efecto, según las leyes divinas se ha de regir la vida y costumbres de los particulares, pero no las del Estado. Porque en las cosas públicas está permitido apartarse de los preceptos de Dios y no tenerlos en cuenta al establecer las leyes. De donde, aquella perniciosa consecuencia: Es necesario separar la Iglesia del Estado.
23. No es difícil conocer lo absurdo de todo esto: porque como la misma naturaleza exige del Estado que proporcione a los ciudadanos medios y oportunidad con qué vivir honestamente, esto es, según las leyes de Dios, ya que es Dios el principio de toda honestidad y justicia, es absolutamente contradictorio que sea lícito al Estado no tener en cuenta dichas leyes, o el establecer la menor cosa que las contradiga. Además, los que gobiernan los pueblos son deudores a la sociedad, no sólo de procurarle con leyes sabias la prosperidad y bienes exteriores, sino de mirar principalmente por los bienes del alma. Ahora bien: para incremento de estos bienes del alma nada puede imaginarse más a propósito que estas leyes, cuyo autor es Dios mismo; y por esta causa los que en el gobierno del Estado no quieren tenerlas en cuenta hacen que la potestad política se desvíe de su propio fin y de las prescripciones de la naturaleza. Pero lo que más importa y Nos hemos más de una vez advertido es que, aunque la potestad civil no mira próximamente al mismo fin que la religiosa, ni va por las mismas vías, con todo, al ejercer la autoridad, fuerza es que hayan de encontrarse, a veces, una con otra. Ambas tienen los mismos súbditos, y no es raro que una y otra decreten acerca de lo mismo, pero con motivos diversos. Llegado este caso, y pues el conflicto de las dos potestades es absurdo y enteramente opuesto a la voluntad sapientísima de Dios, preciso es algún modo y orden con que, apartadas las causas de porfías y rivalidades, haya un criterio racional de concordia en las cosas que han de hacerse. Con razón se ha comparado esta concordia a la unión del alma con el cuerpo, igualmente provechosa a entrambos, cuya desunión, al contrario, es perniciosa, singularmente al cuerpo, pues por ella pierde la vida.
Libertad de cultos
24. Para que todo esto se vea mejor, bueno será considerar una por una esas varias conquistas de la libertad, que se dicen logradas en nuestros tiempos. Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad de cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es que en arbitrio de cada uno está profesar la religión que más le acomode, o no profesar ninguna.
25. Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente. Se deduce esto necesariamente de estar nosotros de continuo en poder de Dios y ser por su voluntad y providencia gobernados, y tener en El nuestro origen y haber de tornar a El. Allégase a esto que no puede darse virtud verdadera sin religión. Porque, si la virtud moral ordena al hombre en las cosas que nos conducen a Dios como a nuestro sumo y último bien, por lo tanto, la religión, que obra las cosas directa e inmediatamente ordenadas al honor divino[3], es la primera y la reguladora de todas las virtudes. Y a quien pregunte, puesto que hay varias religiones entre sí disidentes, si entre ellas hay una que debamos seguir, responden a una la razón y la naturaleza: la que Dios haya mandado y puedan fácilmente conocer los hombres por ciertas notas exteriores con que quiso distinguirla la Divina Providencia para evitar un error, al cual, en cosa de tamaña importancia, había de seguirse suma ruina. Así que, al ofrecer al hombre esta libertad de cultos de que vamos hablando, se le da facultad para pervertir o abandonar impunemente una obligación santísima y tornarse, por lo tanto, al mal, volviendo la espada al bien sumo e inmutable, lo cual, como hemos dicho, ya no es libertad sino licencia de ella y servidumbre del alma envilecida en el pecado.
Religión y sociedad
26. Considerada la misma libertad en el Estado, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros, y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligación alguna, o que puede infringirla impunemente; pero no es menos falso lo uno que lo otro. No puede, en efecto, dudarse que la sociedad establecida entre los hombres, ya se mire a las partes que la componen, ya a la autoridad que es su principio formal, ya a su causa, ya a la abundancia de beneficios que acarrea, existe por voluntad de Dios. Dios es quien creó al hombre para vivir en sociedad, y quien lo puso entre sus semejantes para que las exigencias naturales, que él no pudiera satisfacer solo, las viera cumplidas en la sociedad. Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia, y lo veda también la razón, que el Estado sea ateo, o -lo que es lo mismo- que se muestre indiferente hacia los diversos cultos, o conceda iguales derechos a cada uno de ellos.
27. Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos. La autoridad pública está, en efecto, constituida para utilidad de sus súbditos, y aunque próximamente mira a proporcionarles la prosperidad de esta vida terrenal, con todo, no debe disminirles, sino aumentarles la facilidad de conseguir aquel sumo y último bien, en el que está la sempiterna bienaventuranza del hombre, y al que no se puede llegar sin practicar la verdadera religión.
28. Pero ya otras veces hemos hablado de esto más largamente; ahora sólo queremos advertir que semejante libertad es en extremo dañosa a la verdadera libertad, tanto de los que gobiernan como de los pueblos. En cambio, son muy de admirar los beneficios que les comunica la religión, puesto que, al poner en Dios el origen de la potestad, gravísimamente ordena a los príncipes que no descuiden sus debers, ni manden injusta o acerbamente, y gobiernen su pueblo con benignidad y casi con caridad paternal. E impone también a los ciudadanos que estén sujetos a los gobernantes legítimos como a ministros de Dios, y los une a ellos no solamente por medio de la obediencia, sino por el respeto y el amor, prohibiendo toda sedición y todo conato que pueda turbar el orden y tranquilidad pública, últimas razones de que la libertad civil haya de ser cohibida. No precisa decir cuánto contribuye la religión a las buenas costumbres, y éstas a la libertad; pues la razón demuestra y la historia confirma que, cuanto más morigeradas son las naciones, tanto más fuertes son en libertad, en riquezas y en poderío.
Palabra y prensa
29. Volvamos ahora algún tanto la atención hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto place. Apenas es necesario negar el derecho a semejante libertad cuando se ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando toda moderación y todo límite. El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto, para que se extienda al mayor número posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, la más mortífera peste del entendimiento, y en cuanto a los vicios, que corrompen el alma y las costumbres, justo es que la pública autoridad los reprima con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma sociedad.
30. Y las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por las leyes que cualquier injusticia cometida por la fuerza contra los débiles. Tanto más, cuanto que la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o pueden con suma dificultad, precaver esos engaños y sofismas, singularmente cuando halagan a las pasiones. Si a todos es permitida esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será sagrado e inviolable, ni siquiera se reputarán tales aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad, y que han de considerarse como patrimonio común y nobilísimo del género humano. Oculta así la verdad en las tinieblas, casi sin sentirse, como muchas veces sucede, fácilmente se enseñoreará de las opiniones humanas el error pernicioso y múltiple. Y con ello recoge tanta ventaja la licencia como detrimento la libertad, que será tanto mayor y más segura cuanto mayores fueren los frenos de la licencia.
31. En lo que se refiere a las cosas opinables, dejadas por Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la naturaleza, sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente, porque esta libertad nunca induce al hombre a oprimir la verdad, sino muchas veces a investigarla y manifestarla.
Enseñanza
32. No de otra manera se ha de juzgar la llamada libertad de enseñanza. No puede, en efecto, caber duda de que sólo la verdad debe llenar el entendimiento, porque en ella está el bien de las naturalezas inteligentes y su fin y perfección; de modo que la enseñanza no puede ser sino de verdades, tnato para los que ignoran como para los que ya saben, esto es, para dirigir a unos al conocimiento de la verdad y conservarlo en los otros. Por esta causa, sin duda, es deber propio de los que enseñan librar del error a los entendimientos y cerrar con seguros obstáculos el camino que conduce a opiniones engañosas. Por donde se ve cuánto repugna a la razón esta libertad de que tratamos, y cómo ha nacido para pervertir radicalmente los entendimientos al pretender serle lícito enseñarlo todo según su capricho; licencia que nunca puede conceder al público la autoridad del Estado sin infracción de sus deberes. Tanto más, cuanto que puede mucho con los oyentes la autoridad del maestro, y rarísimo es que pueda el discípulo juzgar, por sí mismo, si es o no verdad lo que explica el que enseña.
33. Por lo cual es necesario que esta libertad no salga de ciertos términos, si ha de ser honesta, es decir, si no ha de suceder impunemente que la facultad de enseñar se trueque en instrumento de corrupción. La verdad -que es el objeto de toda enseñanza- es de dos géneros: natural y sobrenatural. Las verdades naturales, como son los primeros principios y los deducidos inmediatamente de ellos por la razón, constituyen un como patrimonio común del género humano, y, puesto que en él se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la justicia, la religión, la misma sociedad humana, nada sería tan impío, tan neciamente inhumano como el dejar que sea profanado y disipado. Ni con menor cuidado ha de conservarse el tan precioso como santo tesoro de las cosas que conocemos por habérnoslas revelado el mismo Dios. Las principales se demuestran con muchos e ilustres argumentos, de que usaron con frecuencia los apologistas, como son: el haber Dios revelado algunas cosas; el haberse hecho hombre el Unigénito de Dios para dar testimonio de la verdad; el haber fundado el mismo Unigénito una sociedad perfecta, la Iglesia, cuya cabeza es El mismo, y con la cual prometió estar hasta la consumación de los siglos.
34. Cuantas verdades enseñó, quedaron encomendadas a esta sociedad, para que las guardase, las defendiese y con autoridad legítima las enseñase; y a la vez ordenó a todos los hombres que obedecieran a su Iglesia no menos que a El mismo, teniendo segura los que así no lo hicieran su perdición sempiterna. Consta, pues, claramente que el mejor y más seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad, y también el Unigénito, que está en el seno del Padre, y es camino, verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a cuya enseñanza han de prestarse todos dócilmente: Y todos serán amaestrados por Dios[4]. Pero, en punto de fe y de costumbres, hizo Dios a la Iglesia partícipe del magisterio divino, y, por beneficio también divino, libre del error; por lo cual es la más alta y segura maestra de los mortales, y en ella reside el derecho inviolable a la libertad de enseñar. Y, de hecho, al vivir la Iglesia de la doctrina misma recibida de Dios, nada ha antepuesto al cumplimiento exacto del encargo que Dios le ha confiado; y más fuerte aún que las dificultades, que la rodean por todas partes, jamás cesó de combatir por defender la libertad de su magisterio. Y así es como, desterrada la superstición miserable, renovó el orbe con la cristiana sabiduría.
35. Pero como la razón claramente enseña que entre las verdades reveladas y las naturales no puede darse oposición verdadera, y así, que cuanto a aquéllas se oponga ha de ser por fuerza falso, por lo mismo dista tanto el magisterio de la Iglesia de poner obstáculos al deseo de saber y al adelanto en las ciencias, o de retardar de algún modo el progreso y la cultura de las letras, que antes les ofrece abundantes luces y segura tutela. Por la misma causa este magisterio es de no escaso provecho a la misma perfección de la libertad humana; puesto que es sentencia de Jesucristo, Salvador nuestro, que el hombre es hecho libre por la verdad: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres[5]. No hay, pues, motivo para que la libertad genuina se indigne y la verdadera ciencia lleve a mal las justas y debidas leyes con que la Iglesia y la razón, de acuerdo, exigen que se ponga límites a la enseñanza de los hombres; antes bien, la Iglesia, como a cada paso atestiguan los hechos, al hacer esto primera y principalmente para proteger la fe cristiana, procura también fomentar y adelantar todo género de ciencias humanas. Por sí mismos, son honestos, laudables y de desear los buenos estudios; y, más aún, cualquier clase de erudición, siempre que sea fruto de un recto juicio y responda a la verdad de las cosas, sirve no poco para ilustrar lo que por revelación divina creemos. Y así es una gran verdad que a la Iglesia se deben estos tan insignes beneficios: haber conservado gloriosamente los monumentos de la antigua sabiduría; haber abierto por todas partes asilos a las ciencias; haber excitado siempre la actividad del ingenio, fomentando con todo empeño las mismas artes que tanto honran y embellecen a la civilización de nuestra época.
36. Por último, no ha de callarse que hay un campo inmenso, patente a los hombres, en que extender su actividad y ejercitar libremente su ingenio, a saber: todo cuanto no tenga relación necesaria con la fe y costumbres cristianas, o que la Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja íntegro y libre al juicio de los doctos. De donde ya se entiende qué género de libertad es la que quieren y propalan con igual empeño los secuaces del liberalismo: de una parte, se conceden a sí mismos y al Estado una licencia tal que no dudan en abrir paso franco a las opiniones más perversas; de otra, ponen mil estorbos a la Iglesia, limitando su libertad a los términos más estrechos que les es dado poner, a pesar de que de la doctrina de la Iglesia no ha de temerse daño alguno, antes bien, se han de esperar grandes provechos.
Libertad de conciencia
37. También se pregona con gran ardor la llamada libertad de conciencia, que, tomada en sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho. Pero puede también tomarse en sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento. Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y singularmente amada por la Iglesia. Este género de libertad lo reivindicaron constantemente para sí los Apóstoles, lo confirmaron con sus escritos los apologistas, lo consagraron con su sangre los mártires en número crecidísimo.
38. Y con razón, porque esta libertad cristiana atestigua al mismo tiempo el supremo y justísimo señorío de Dios sobre los hombres, y el supremo y principal deber de los hombres hacia Dios. Nada tiene de común esta libertad con el ánimo sedicioso y desobediente, y en nada deroga al respeto que se debe a la autoridad pública: en tanto tiene ésta el derecho de mandar y exigir obediencia en cuanto no disienta en cosa alguna de la potestad divina, y se mantenga dentro del orden por ésta determinado; pero cuando se manda algo que claramente discrepa de la voluntad divina, se sale ya de aquel orden, y se va contra la voluntad divina: y entonces ya no es justo el obedecer.
Estatolatría - tolerancia
39. Al contrario los fautores del liberalismo, que otorgan al Estado un poder despótico y sin límites y pregonan que hemos de vivir sin tener para nada en cuenta a Dios, no conocen esta libertad de que hablamos, tan unida con la dignidad y la religión. Y si para conservarla se hace algo, lo imputan a crimen contra la sociedad. Si hablasen con verdad, no habría tiranía tan cruel a que no hubiese obligación de sujetarse y sufrirla.
40. Muchísimo desearía la Iglesia que en todos los órdenes de la sociedad penetraran de hecho y se pusieran en práctica estas enseñanzas cristianas, que hemos tocado sumariamente; pues en ellas se encierra suma eficacia para remediar los males actuales, no pocos ciertamente, ni leves, nacidos, en gran parte, de esas mismas libertades, pregonadas con tanto encomio y en las que parecían contenerse las semillas del bienestar y de la gloria. Pero el éxito burló la esperanza, y, en vez de frutos deliciosos y sanos, los hubo acerbos y corrompidos. Si se busca remedio, búsquese en el restablecimiento de las sanas doctrinas, de las que sólo puede esperarse confiadamente la conservación del orden, y la tutela, por tanto, de la verdadera libertad.
41. A pesar de todo, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los sucesos, por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública tolere algunas cosas ajenas a la verdad y a la justicia, a fin de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar un mayor bien. Aun el mismo providentísimo Dios, con ser de infinita bondad y todopoderoso, permite que haya males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes, en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno de la sociedad al que gobierna el mundo; y aun por lo mismo que la autoridad humana no puede impedir todos los males, debe permitir dejar impunes muchas cosas, que han de ser, sin embargo, castigadas por la divina Providencia, y con justicia[6].
42. Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y sólo por él, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe aprobarlo ni quererlo en sí mismo; porque, como el mal en sí mismo es privación de bien, repugna al bien común, que debe querer el legislador y defenderlo cuanto mejor pueda. También en esto debe la ley humana proponerse imitar a Dios, que, al permitir que haya males en el mundo, ni quiere que los males se hagan, ni quiere que no se hagan, pero quiere permitir que los haya, lo cual es bueno[7]. Sentencia del Doctor Angélico, que brevísimamente encierra toda la doctrina de la tolerancia de los males. Pero ha de confesarse, si queremos juzgar rectamente, que cuanto mayor sea el mal que por fuerza haya de tolerar un Estado, tanto más lejano se halla él de la perfección; y asimismo que, por ser la tolerancia de los males un postulado de prudencia política, ha de circunscribirse absolutamente dentro de los límites del criterio que la hizo nacer, esto es, el supremo bienestar público. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón de bien. Pero si por las circunstancias particulares de un Estado acaece no reclamar la Iglesia contra alguna de estas libertades modernas, no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente que se permitan, mejorados los tiempos haría uso de su libertad; y persuadiendo, exhortando, suplicando, procuraría, como debe, cumplir el encargo que Dios le ha encomendado, que es mirar por la salvación eterna de los hombres. Pero siempre es verdad que semejante libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, pues repugna a la razón que la verdad y la falsedad tengan los mismos derechos.
43. Y en lo tocante a la tolerancia, causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y equidad de la Iglesia los que profesan el liberalismo. Porque con aquella desenfrenada licencia que conceden en las cosas que hemos enumerado, se pasan de todo límite, terminando por conceder los mismos derechos al mal y a lo falso que al bien y a lo verdadero. Y porque la Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral, siempre -en virtud de su deber- ha rechazado y niega que sea lícito semejante género de tolerancia, tan licencioso y tan perverso, el liberalismo la acusa de intolerancia y dureza, sin caer en la cuenta de que censura precisamente lo que en ella es digno de la mayor alabanza. Pero en medio de tanta ostentación de tolerancia, es una frecuente realidad que son duros contra todo lo que es católico y rehusan a cada paso toda libertad a la Iglesia quienes con tanta profusión conceden ilimitada libertad a los demás.
Errores del liberalismo
44. Resumimos, pues, con sus corolarios todo Nuestro discurso. El hombre, por necesidad de su naturaleza se encuentra en una verdadera dependencia de Dios, así en su ser como en su obrar; por lo tanto, no puede concebirse la libertad humana, sino entendiéndola dependiente de Dios y de su divina voluntad. Negar a Dios este dominio o no querer sufrirlo no es propio del hombre libre, sino del que abusa de la libertad para rebelarse; precisamente en tal disposición de ánimo consiste el vicio capital del Liberalismo. El cual toma muchas formas, pues la voluntad puede, en grado y modos muy diversos, sustraerse a la dependencia de Dios, y a quien participe de su autoridad.
45. El rechazar, así en la vida pública como en la privada, absolutamente, el sumo señorío de Dios, si ciertamente es la perversión total de la libertad, es también la peor forma de un liberalismo reprobable: y a ella precisamente se aplica todo cuanto hasta aquí dijimos del liberalismo en general.
46. Muy cerca de ella están quienes confiesan que conviene someterse a Dios, Creador y Señor del mundo, y por cuya voluntad se gobierna toda la naturaleza; pero audazmente rechazan las leyes que excedan a la naturaleza, comunicadas por el mismo Dios, en materia de fe y de costumbres, o a lo menos aseguran que no hay por qué tomarlas en cuenta, singularmente en el orden público y civil. Ya vimos antes cuán grande sea su error y cómo se contradicen a sí mismos. De esta doctrina dimana, como de su origen y principio, la perniciosa teoría de la separación de la Iglesia y del Estado: la verdad, es, por lo contrario, que aun siendo diversas en su esencia y en su grado, las dos potestades deben estar coordinadas por la armonía de las acciones y por la mutua correspondencia de servicios.
47. Tal opinión puede entenderse de dos maneras. Porque muchos pretenden que la Iglesia se separe del Estado toda ella y en todo, de modo que en todo el derecho público, en las instituciones, en la educación de la juventud, no se mire a la Iglesia más que si no existiese; tolerando a lo sumo a los ciudadanos el tener religión, si les place, privadamente. Contra estos tienen toda su fuerza los argumentos con que refutamos, en general, la separación de la Iglesia y del Estado, a lo que vendría a añadirse el absurdo de que el ciudadano respete a la Iglesia y el Estado la desconozca.
48. Otros admiten -no podrían no admitirlo- que la Iglesia existe, pero le niegan la naturaleza y los derechos de sociedad perfecta, y por lo tanto, le niegan el poder legislativo, el judicial y el ejecutivo, pues solamente tiene la facultad de exhortar, persuadir y aun gobernar a los que espontánea y voluntariamente se sujeten. Así adulteran la naturaleza de esta sociedad divina, debilitan y restringen su autoridad, su magisterio, toda su actividad, al mismo tiempo que exageran la fuerza y poder del Estado hasta tal punto que la Iglesia de Dios debe quedar sometida al imperio y jurisdicción del Estado, como cualquier otra asociación voluntaria de ciudadanos.
Para refutar esta opinión valen los argumentos usados ya por los apologistas y no omitidos por Nos, singularmente en la encíclica Immortale Dei, los cuales ponen de manifiesto que por derecho de institución divina corresponde plenamente a la Iglesia todo cuanto pertenece a la naturaleza y derechos de una sociedad legítima, suprema y absolutamente perfecta.
Indulgencia de la Iglesia
49. Por último, muchos no aprueban la separación entre las cosas sagradas y las civiles, pero juzgan que la Iglesia, consecuente con los tiempos, debe amoldarse y prestarse a mayores concesiones, según las exigencias de la moderna política en el gobierno de los pueblos.
Opinión no desacertada, si se refieren a condescendencias razonables, conciliables con la verdad y la justicia: es decir, que la Iglesia, con la probada esperanza de algún gran bien, se muestre indulgente y conceda a los tiempos lo que, salva siempre la santidad de su oficio, pueda concederles. Pero muy de otra manera sería si se trata de cosas y doctrinas introducidas contra la justicia por la corrupción de las costumbres y por falsas doctrinas. Ningún tiempo hay que pueda estar sin religión, sin verdad, sin justicia, y como estas cosas supremas y santísimas han sido encomendadas por Dios a la tutela de la Iglesia, nada tan absurdo como el pretender de ella que, disimulando, tolere lo falso o lo injusto, y hasta lo que dañe a la religión misma.
50. De lo dicho se sigue que no es lícito de ninguna manera pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de prensa, de enseñanza, ni tampoco la de cultos, como otros tantos derechos correspondientes al hombre por naturaleza. Porque, si fuesen tales, habría derecho para no reconocer el imperio de Dios y la libertad del hombre no podría ser moderada por ley alguna. Síguese también que, si hay justas causas, podrán tolerarse estas libertades, pero con determinada moderación, para que no degeneren en insolentes excesos. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas para el bien los ciudadanos; pero sientan de ellas lo mismo que la Iglesia siente. Porque toda libertad puede reputarse legítima cuando contribuye a facilitar el bien honesto; fuera de este caso, nunca.
51. Cuando tiranice o amenace un Gobierno, que tenga a la nación injustamente oprimida, o arrebate a la Iglesia la debida libertad, no es reprobable trabajar para que prevalezca una forma de gobierno libre: porque entonces no se pretende una libertad inmoderada y viciosa, sino que se busca alivio para el bien común de todos: y con esto únicamente se pretende que allí donde se concede licencia para lo malo, no se impida el derecho de hacer lo bueno.
Democracia
52. Ni tampoco está prohibido el preferir para la república una forma de gobierno moderadamente popular, salva siempre la doctrina católica sobre el origen y ejercicio del poder. La Iglesia no reprueba ninguna forma de gobierno, con tal que sea apto para la utilidad de los ciudadanos; pero quiere, como también lo ordena la naturaleza, que se establezca sin ofender a nadie en su derecho, y singularmente dejando a salvo los derechos de la Iglesia.
53. Tomar parte en la administración de los negocios públicos, a no ser donde por la singular condición de los tiempos se ordene de otro modo, es honesto; y aun más, la Iglesia aprueba que cada uno coopere al bien común, y que según su posibilidad defienda, conserve y haga prosperar al Estado.
54. Ni condena tampoco la Iglesia el deseo de que cualquier nación quiera su propia independencia, libre de toda dominación extraña y despótica, con tal que esto pueda hacerse quedando la justicia incólume; ni censura, por último, a quienes defienden su autonomía y quieren para su nación los mejores medios para el público bienestar. Siempre fue la Iglesia fidelísima fautora de las justas libertades cívicas templadas; y bien lo atestiguan en especial las Ciudades de Italia que, mediante las libertades municipales, lograron prosperidad, riqueza y nombre glorioso, en aquellos tiempos en que la influencia de la Iglesia había penetrado, sin ninguna oposición, por todas las partes del Estado.
Y estas cosas, Venerables Hermanos, que dictadas juntamente por la fe y la razón os hemos enseñado según deber de Nuestro ministerio apostólico, confiamos que han de ser de gran fruto para muchos, principalmente al unirse vuestros esfuerzos con los Nuestros. Por Nuestra parte, con humilde corazón alzamos Nuestros ojos a Dios suplicantes, y con todo fervor le pedimos se digne benigno conceder a los hombres la luz de su sabio consejo, de suerte que fortalecidos con tal virtud puedan en cosas de tan gran importancia ver bien la verdad, y en consecuencia vivir según ella pide, siempre y constantemente, tanto en la vida privada como en la pública. Y como prenda de estos dones celestiales y como testimonio de Nuestra benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos, y al Clero y pueblos que gobernáis, con todo amor en el Señor os damos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de junio de 1888, año undécimo de Nuestro Pontificado.

1. Io. 8, 34.
2. De lib. arb. 1, 6, 15.
3. S. Th. 2. 2ae. 81, 6.
4. Io. 6, 45.
5. Io. 8, 32.
6. S. Aug. De lib. arb. 1, 6, 14.
7. S. Th. 1, 19, 9 ad 3
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