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martes, 3 de enero de 2012

VIDA Y MARTIRIO DE SAN CIPRIANO, OBISPO Y MÁRTIR DE CARTAGO, POR SU DIÁCONO PONCIO


Ningún prólogo mejor podía ponerse a las Acta Proconsularia de San Cipriano que la Vita escrita por su fiel compañero el diácono Poncio, pocos días después del martirio del gran obispo. La Vita Cypriani, primer ejemplo de un género llamado a larga descendencia, es una de las mejores fuentes para el conocimiento de la excepcional personalidad que llena un período importante de la historia de la Iglesia; fuente, por cierto, en turbiada por el inaguantable estilo retórico del buen diácono, que quiere antes bien transmitir a la posteridad su profunda veneración por su héroe, que no las hazañas y hechos concretos de su vida. Malaventuradamente, éstos los da por conocidos, y no hay duda que los conocían los contemporáneos; pero ¿y los posteriores, para quienes el buen Poncio dice escribir? La Vita Cypriani resultó así un árbol de tupida fronda retórica, por entre cuyo follaje se distingue de cuando en cuando uno que otro fruto sabroso, con el sabor único, en este caso, de lo contemporáneo y auténtico. La parte mejor es, sin duda, la referente al martirio, pues Poncio acómpañó a San Cipriano en su primer destierro y fué testigo presencial de su muerte. No ha parecido, sin embargo, bien truncar la obra, y la reproducimos íntegra, siguiendo el venerable ejemplo de Ruinart.

Vida y martirio de San Cecilio Cipriano, obispo y mártir de Cartago, escrita por su diácono Poncio.
1. Aunque son muchas las obras que dejó escritas Cipriano, prelado santo y testigo de Dios glorioso, por las que merecidamente ha de sobrevivir la memoria de su nombre; aunque la dilatada fecundidad de su elocuencia y de la gracia de Dios se extiende con tal copia y exuberancia de palabra, que es probable no haya de callar hasta el fin del mundo, sin embargo, puesto que este privilegio se debe a sus obras y merecimientos, he determinado escribir una breve suma de sus hechos. Y ello, no porque la vida de tan gran varón sea un secreto para nadie, ni aun entre los gentiles, sino con el fin de que el incomparable y grande documento que ella fue alcance en memoria imperecedera a los que han de venir después de nosotros, y por su ejemplo, consignado en estas letras, se dirijan en sus vidas. Tributaron nuestros mayores tan alto honor a los que conseguían el martirio, por la veneración misma que el martirio les inspiraba, que aun de simples laicos y catecúmenos se redactaban actas con el relato de casi todo, por no decir todo, lo referente a sus pasiones, con la intención, patentemente, de que llegara un día a noticia nuestra, que no habíamos aún nacido. Siendo esto así, la verdad es que resultaba duro pasar por alto la pasión de este grande obispo y glorioso mártir que fue Cipriano, quien, aun sin el martirio, tantas enseñanzas puede darnos, y quedaran en la sombra los hechos ilustres de su vida. Los cuales, cierto, son tantos, tan grandes y maravillosos, que con la contemplación de su grandeza yo me siento aterrado, y me he declarado incapaz de hablar de manera que haga honor a sus merecimientos, pues hechos tan extraordinarios no pueden exponerse de modo que aparezcan tan grandes como fueron. Si bien también es cierto que su número, y su gloria, por bastarse a sí misma, no necesita de ájena voz que los pregone. A todo ello se añade vuestro deseo de oír mucho, y aun, de ser posible, todo lo referente a la vida de Cipriano, inflamados como estáis del ansia de conocer siquiera sus hechos, ya que por de pronto sus palabras vivas han enmudecido. En este empeño, si digo que me faltan los recursos de la elocuencia, bien poca cosa digo; pues si vamos a hablar de un talento digno, capaz de saciar con pleno aliento vuestro deseo, la elocuencia misma desfallece. Así que de una y otra parte me siento gravemente apremiado: nuestro héroe me abruma con sus hazañas; vosotros me fatigáis con vuestras súplicas los oídos.

2. Así, pues, ¿por dónde voy a empezar? ¿De dónde voy a tomar el comienzo de sus bienes, sino del principio de su fe y de su nacimiento celeste? Y a la verdad, los hechos de un hombre de Dios no deben contarse sino a partir del momento en que naciera para Dios. Cierto que antes siguió sus estudios, y artes buenas imbuyeron el devoto pecho; pero todo ello lo paso por alto, pues todavía no tenían otro fin que la utilidad del siglo. Sí que hablaré, en cambio, de aquellos hechos de que yo mismo fui testigo presencial o supe de quienes antes que yo le trataron, desde el momento que tuvo noticia de las sagradas Letras y, disipada la nube del mundo, emergió a la sabiduría espiritual. Y aun en esto pido la gracia de que, si algo dijere menos (y por fuerza habrá de suceder así), se atribuya la falta antes a iini ignorancia que a su gloria.
Apenas iniciado Cipriano en los rudimentos de la fe, nada creyó tan digno de Dios como la guarda de la continencia. Pensaba, en efecto, que si con robusto y entero culto de la castidad pisoteaba la concupiscencia de la carne, su corazón y su inteligencia llagarían a la plena capacidad de la verdad. ¿Quién recuerda jamás hecho tan maravilloso? Todavía el segundo nacimiento no había iluminado con el pleno esplendor de la luz divina al hombre nuevo, y ya la sola preparación de la luz vencía las antiguas y prístinas tinieblas. Luego, y esto es más, como aprendiera en la lectura de las divinas Letras enseñanzas que no decían propiamente con la novedad de su estado, sino con el apresuramiento de su fe, al punto arrebató lo que halló y que tanto le había de aprovechar para merecer a Dios. El hecho fué que, vendiendo sus bienes y repartiendo casi todo el precio para sustento de muchos pobres, juntó en uno dos cosas excelentes: despreció la ambición del mundo, que es lo más pernicioso que existe, y ejercitó la misericordia, que Dios prefiere a los sacrificios que a Él mismo se le ofrecen y que no supo practicar ni aun aquel que afirmó haber guardado todos los mandamientos; y en fin, con precipitada rapidez de su piedad, casi puede decirse que empezó a ser perfecto antes de aprender a serlo. ¿Quién—dígaseme—de los antiguos hizo nada semejante? ¿Quién de entre aquellos viejos que encanecieron en la fe, sobre cuyas mentes y oídos repercutieron por muchísimos años las palabras divinas, hizo dispendio tal como el que con obras maravillosas, sobrepasando la edad vetusta, llevó a cabo Cipriano, cuando aún era bisoño en la fe y apenas se creía en su converión? Nadie siega apenas siembra; nadie prensó uvas de cepas recién plantadas; nadie busca en arbolillos que acaba de meter en la tierra frutos maduros. En Cipriano todo esto concurrió por maravillosa manera. Se adelantó, si sí cabe decirlo, pues la cosa resulta increíble, la trilla a la sementera, la vendimia a los sarmientos, los frutos la raíz.

3. Recomiendan las cartas de los Apóstoles que se pase por alto a los neófitos, no sea que quedándoles algún resabio de torpeza de gentilidad en sentidos no bien fundados todavía, por su misma novedad no instruida cometan algún pecado contra Dios. Cipriano fué el primero, y creo que el solo, que pueda citarse como ejemplo de que más puede la fe que el tiempo para la promoción. Cierto que se nos habla en los Hechos de los Apóstoles de aquel eunuco a quien, por haber creído de todo corazón, le bautizó inmediatamente Felipe; pero es caso distinto. Aquél, en efecto, era judío y, viniendo del templo le Dios, leía al profeta Isaías y esperaba en Cristo, si bien no sabía que hubiera ya venido; éste, en cambio, viniendo de incultos gentiles, empezó con tan madura fe cuanta pocos tal vez tienen al terminar. Ninguna tardanza, en fin, para la gracia de Dios, ninguna dilación. Y aun digo poco: inmediatamente recibió el presbiterado y hasta el episcopado. Y, en efecto, ¿quién iba a tener inconveniente en levantar a todos los grados de honor en la Iglesia a quien con tal ímpetu de alma se levantaba a la fe? Muchas fueron sus virtudes de laico, nuchas de presbítero, muchos los actos de todo género de piedad por él practicados, siguiendo con fiel imitación los ejemplos de los antiguos justos para merecer a Dios. Y es así que era en él tema frecuente de conversación tratar de persuadirnos siempre que leía de alguno haber merecido la alabanza de Dios, a buscar por qué hechos había logrado agradarle. Así, puesto que Job, glorioso por el testimonio divino, fue dicho verdadero adorador de Dios y que no tenía par en la tierra, nos enseñaba Cipriano que debíamos hacer nosotros lo que antes hiciera Job, a fin de que, siguiéndole en sus obras, lográramos de Dios testimonio semejante al suyo. Job, no haciendo caso de los desastres de su hacienda, se adelantó tanto en ejercicio de virtud, que no sintió ni los daños temporales que acarrea la piedad. No le quebrantó la pobreza; no el dolor; no le desvió la persuasión de su mujer, no le conmovió la terrible enfermedad de su cuerpo. Permaneció fija en sus asientos la virtud, y la devoción que había echado profundas raíces no cedió a acometida alguna del diablo tentador y nada fué capaz de hacer que Job, aun en medio de su adversidad, no bendijera a su Señor con agradecida fidelidad. Su casa estuvo abierta a todo el que llegaba, ninguna viuda se retiró con el seno vacío, nadie que necesitara luz no le tuvo por guía en su camino; nadie, débil en su paso, no le tuvo por báculo; nadie, desnudo de auxilio ante el poderoso, no fué por él protegido. Esto—decía Cipriano—deben hacer los que desean agradar a Dios. Y así él, recorriendo los documentos de todos los buenos, al imitar siempre a los mejores, se convirtió en ejemplo de imitación.

4. Solía también tratar Cipriano, para citar un ejemplo de entre nosotros, con el varón justo y de laudable memoria Ceciliano, presbítero entonces por la edad y la dignidad, que le había enderezado del error del siglo al conocimiento del verdadero Dios. Cipriano le profesaba un amor en que entraba todo honor y respeto y le miraba con obsequiosa veneración, teniéndole no ya por amigo en igualdad de alma, sino por padre de su nueva vida. Finalmente, Ceciliano, ganado por las atenciones de Cipriano, quiso corresponder a lo que merecía un cariño sin límites, y al salir de este mundo, cuando sentía próximo su llamamiento a Dios, le encomendó su mujer e hijos, y a quien había hecho participar en la comunión de la Iglesia le hizo luego heredero de su piedad.

5. Sería largo recorrer uno por uno los hechos de su vida y pesado enumerarlos todos. Para prueba de sus buenas obras, creo que basta el solo hecho de que por juicio de Dios y favor del pueblo, cuando aún era neófito y, a lo que se pensaba, novicio en la virtud, fué elegido para los deberes del sacerdocio en su grado supremo del episcopado. Cierto que se hallaba todavía en los primeros días de su fe y en la edad más tierna de la vida espiritual; mas brillaba ya de modo su generosa condición, que si no ya por el desempeño de sus deberes, mas sí por el fulgor de la esperanza de cómo los desempeñaría, infundía la plena confianza del sumo sacerdocio que se le iba a conferir. No pasaré tampoco en silencio un pormenor eximio, y es que estando todo el pueblo, por inspiración de Dios, unánime en su elección y honor, él se retiró humildemente, cediendo el puesto a los más antiguos y teniéndose por indigno de tanto honor, con lo que se hacía más digno de alcanzarlo. Porque, efectivamente, más digno se hace el que rehusa lo mismo que merece. ¡Con qué ardor se levantaban entonces las olas de la muchedumbre, que con espiritual deseo anhelaba, como lo comprobaron los hechos, algo más que un obispo; pues en aquel a quien por oculto designio de Dios con tales instancias reclamaba, no sólo requería a su sacerdote supremo, sino al futuro mártir! Los hermanos en gran número sitiaron las puertas de la casa de Cipriano y su solícita caridad rondaba por todas las posibles entradas y salidas. Pudiera tal vez haber ocurrido entonces lo mismo que en otra ocasión al Apóstol, de ser bajado como quería, por la ventana, si ya entonces se hubiera asemejado al Apóstol por el honor de la ordenación. Era de ver con qué suspensión y ansiedad de espíritu esperaban todos su venida y con qué exceso de alegría le recibieron al llegar. De mala gana lo digo, pero no tengo otro remedio que decirlo. Hubo algunos que hicieron resistencia a su victoria. Y, sin embargo, ¡con qué suave paciencia, con qué benevolencia, con qué indulgencia los trató, con cuánta clemencia los perdonó, teniéndolos luego entre sus más íntimos amigos y familiares con admiración de muchos! Y, efectivamente, ¿quién no iba a maravillarse del olvido en memoria tan excelente?

6. ¿Quién será capaz de relatar cómo se portara a partir de su ordenación episcopal? ¡Qué piedad la suya, qué vigor, cuánta misericordia, cuánta disciplina! Tanta santidad y gracia brillaba en su rostro, que confundía a quienes le miraban. Era un semblante a par grave y alegre, ni severamente triste ni excesivamente afable, sino una mezcla templada de uno y otro, de suerte que podía dudarse si merecía reverencia o amor. Lo cierto era que merecía a la vez ser reverenciado y amado. El cuidado de su persona no era dispar a su rostro, pues era también templado de término medio. No se dejó hinchar de la soberbia secular; pero tampoco afectaba en absoluto una sórdida penuria, pues no es ajeno a la jactancia aquel género de vestido en que se hace así ostentación de una ambiciosa pobreza. ¿Y qué haría de obispo con los pobres quien ya de catecúmeno los amaba? Díganlo los presidentes de la piedad, ya aquellos a quienes la disciplina dé su mismo orden jerárquico instruyó para el cumplimiento de esa buena obra, ya los que se sintieron constreñidos a prestar el obsequio de la caridad por la veneración debida al común sacramento que recibe el pobre como el rico; mas a Cipriano la cátedra episcopal le halló ya de suyo tal, no le hizo.

7. En fin, inmediatamente, en premio de tales merecimientos, consiguió también la gloria de la proscripción. No podía, en efecto, ser de otra manera, sino que quien en el secreto escondite de su conciencia florecía con todo el honor de la religión y de la fe, fuera también públicamente celebrado por la fama de los gentiles.
Hubiera podido entonces, según la rapidez con que siempre lo había conseguido todo, arrebatar la corona del martirio que le estaba destinada, teniendo sobre todo en cuenta que muchas veces con repetidos clamores fué pedido para los leones del circo; pero estaba de Dios que había de pasar por todos los órdenes de hechos gloriosos y llegar así a la cúspide, y las ruinas que estaba para producir la persecución necesitarían de la ayuda de un pecho tan fecundo. Supongamos le hubiera Dios sacado entonces del mundo con la gracia del martirio. ¿Quién hubiera puesto de manifiesto el provecho de la gracia que adelanta por la fe? ¿Quién hubiera mantenido a las vírgenes, como por el freno de la lección de las enseñanzas del Señor, en la disciplina que convenía a su pudor y en el hábito digno de la castidad que profesan? ¿Quién hubiera enseñado la penitencia a los caídos, la verdad a los herejes, la unidad a los cismáticos, a los hijos de Dios la paz y la ley de la oración dominical? ¿Quién hubiera vencido a los gentiles blasfemos, haciendo rebotar sobre ellos lo que a nosotros nos imputan? ¿Quién hubiera consolado con la esperanza de los bienes futuros a los cristianos demasiado afectados por la pérdida de sus seres queridos o, lo que es peor, de demasiado escasa fe? ¿Dónde, de modo tan excelente, hubiéramos aprendido la misericordia, dónde la paciencia? ¿Quién hubiera reprimido con la dulcedumbre del saludable remedio el rencor que venía de envenenada malicia de la envidia? ¿Quién hubiera levantado a tantos mártires con la exhortación de la divina palabra? ¿Quién, en fin, animado, con el clamor de la trompeta celeste, a tantos confesores, señalados con segunda inscripción en sus frentes marcadas y reservados sobrevivientes para ejemplo del martirio? En buen hora, en buen hora y por gracia de verdad espiritual sucedió entonces que a hombre necesario para tantas y tan buenas cosas se le aplazara la consumación del martirio. ¿Queréis ver con evidencia que el retiro primero no fué cobardía? Para no buscar otra excusa, él mismo sufrió más tarde el martirio, y claro está que hubiera tratado de evitarlo por ley de cobardía si por ella lo hubiera antes evitado. Fué, sí, miedo aquél; pero miedo que temía ofender a Dios; miedo que prefería obedecer a los mandatos de Dios antes que, contraviniéndolos, alcanzar la corona del martirio. Un alma como la de Cipriano, entregada en todo a Dios y de modo tal consagrada a su querer, manifestado por las amonestaciones divinas, creyó que de no haber obedecido a Dios, que le mandaba entonces ocultarse, hubiera pecado con el mismo martirio.

8. Pienso, en fin, que todavía hay que decir algo más sobre la utilidad de la dilación de su martirio, si bien unos pocos puntos hemos ya tocada sobre ello. Agotando, en efecto, los hechos que posteriormente se siguieron a la faz de todo el mundo, se seguirá lógicamente de ello la prueba de que aquel retiro no tuvo su origen en la pusilanimidad humana, sino que fué, como verdaderamente lo fué, obra de inspiración divina. Había devastado al pueblo un insólito y amargo estrago de infausta persecución, y ya que el enemigo con todo su arte no había podido coger a todos en un solo y universal engaño, por donde quiera que el incauto soldado dejaba un costado al descubierto, variando la manera de ejercer su rabia, a cada uno derribaba con diversa ruina. Tenía que haber, pues, quien atendiera a los heridos y, ya que por tan varias artes del enemigo atacante llevaban clavados los dardos, había que aplicarles el remedio de la medicina celeste y, según la calidad de la herida, o cortarla por de pronto o reblandecerla con fomentos. Se salvó, por ende, un varón de carácter, aparte otras cualidades, aun en lo espiritual, moderado, que había de gobernar a la Iglesia por bien trazada senda, siguiendo el camino medio entre las olas encrespadas de los bandos en colisión. ¿No fué esto, ¡por favor!, consejo divino? ¿Pudo esto suceder sin intervención de Dios? Allá se lo hayan los que piensan que todo esto puede suceder acaso. La Iglesia con clara voz les responde diciendo: "Yo no admito, yo no puedo creer que los hombres necesarios queden reservados sin la permisión divina."

9. Vamos sin embargo a recorrer, si os place, los otros acontecimientos. Estalló después de la persecución la terrible peste, la devastación de la enfermedad abominable que, arrebatando diariamente a gentes sin cuento y atacando con ímpetu abrupto en el lugar mismo en que cada uno se hallara, fué invadiendo una a una, por orden, las casas del vulgo aterrado. El pánico se apoderó de todo el mundo; todos huían, todos trataban de evitar el contagio. Impíamente se exponía a los de la propia familia, como si arrojando de casa al infeliz que iba a morir de peste se pudiera expulsar la muerte misma. Por toda la ciudad, y en cada calle, yacían entre tanto tendidos, no ya cuerpos, sino cadáveres de muchísimos que parecían implorar la compasión de los transeúntes, siquiera por la consideración de la mutua suerte. Nadie, sin embargo, miró entonces sino a los lucros crueles. Nadie tembló al pensamiento de que podía sucederle a él otro tanto; nadie hizo por otro lo que hubiera deseado que se hiciera con él. ¿Qué hizo en este trance el pontífice de Cristo y de Dios, que superaba a los pontífices de este mundo en piedad, cuanto su religión a la de ellos en verdad? Sería un crimen pasarlo por alto. En primer lugar, reuniendo al pueblo, le instruyó sobre los bienes de la misericordia, enseñando con ejemplos leídos de las divinas Escrituras cuánto aprovechan los deberes de la piedad para merecer a Dios. Luego, empero, añadió que no sería maravilla alguna que sólo a los nuestros favoreciéramos con el obsequio de la caridad que les es debido. Aquel sería perfecto que hiciera algo más, atendiendo al publicano o al gentil; el que, venciendo al mal con el bien y ejerciéndolo conforme al modelo de la divina clemencia, amara también a los enemigos; el que orara, como el Señor nos lo avisa y exhorta, por la salvación de los que le persiguen. Dios hace salir diariamente su sol y envía a su tiempo las lluvias para la germinación de las semillas, y todos esos beneficios no los reparte únicamente a los suyos. Y el que profesa ser hijo de Dios, ¿no imitará el ejemplo de su padre? Es conveniente que correspondamos a nuestro nacimiento, y pues consta que hemos renacido por Dios, no está bien seamos degenerados, sino demostrar que la nobleza del padre se propaga en su descendencia por el empeño de emular su bondad.

10. Muchas otras y grandes cosas dijo que no me permite reproducir aquí, en largo discurso, la brevedad que nos hemos propuesto en esta obra. Baste sobre ello decir que si los gentiles las hubieran podido oír en las públicas tribunas es muy posible que al punto hubieran abrazado la fe. ¿Qué haría el pueblo cristiano, a quien por la fe se le da el nombre de fiel? Así, pues, sin pérdida de tiempo, se distribuyeron los oficios conforme a la calidad de los hombres y las posibilidades de cada uno. Muchos que por su pobreza no podían aportar socorros, daban algo que valía más que todo socorro, pues con su trabajo personal prestaban un servicio más precioso que todas las riquezas. ¿Y quién, con las enseñanzas de tal maestro, no se apresurara a ocupar algún puesto en aquella milicia por la que iba a agradar a Dios Padre, a Cristo juez y, por de pronto, a su obispo? Hacíase, pues, con largueza de exuberantes obras, el bien a todos, y no a los solos domésticos de la fe. Hacíase algo más de lo que sobre la piedad incomparable de Tobías está consignado. Que éste nos perdone y otra vez nos perdone y mil veces nos vuelva a perdonar, o, por mejor decir, concédanos de buena razón que, si es cierto que mucho se podía hacer antes de Cristo, algo más había de poderse después de Cristo, a cuyos tiempos se debe la plenitud. En fin, Tobías sólo recogía los muertos por el rey y cuyos cadáveres se arrojaban, a condición de ser de su propia nación.

11. A tan buenas y piadosas obras siguióse el destierro, pues esta es siempre la correspondencia de la impiedad: pagar el bien con el mal. Ahora bien, qué respondiera el sacerdote de Dios a las preguntas del procónsul, hay actas que lo refieren. Es arrojado por de pronto de la ciudad el que tanto había hecho por la salvación de la ciudad; el que había trabajado para que los ojos de los vivos no sufrieran el horror de la morada infernal; aquel, digo, que velando como centinela de la piedad proveyó, ¡oh crimen!, con no agradecida bondad para que, huyendo todos la tétrica faz de la ciudad, la república desierta y la patria abandonada no hubiera de llorar la muchedumbre de desterrados. Mas allá se lo haya el mundo, que computa el destierro entre los castigos. Para ellos es la patria querida en extremo y su nombre es común con el de los padres; nosotros, aun de nuestros padres, si tratan de persuadirnos contra Dios, nos apartamos con horror. Para ellos, vivir fuera de su ciudad es grave castigo; para el cristiano, todo este mundo es una sola casa. De ahí que, por más que se le relegue a un lugar apartado y escondido, unido a las cosas de su Dios, no puede tener eso por destierro. Añádase que quien sirve a Dios íntegramente, aun en su propia ciudad vive como forastero; pues al abstenerse, por la continencia del Espíritu Santo, de los deseos de la carne y deponer las maneras del hombre viejo, aun estando entre sus ciudadanos, y estoy por decir que entre sus mismos padres, se siente ajeno a la vida de la tierra. Y por remate, aunque en otros casos pudiera el destierro parecer castigo, en causas y sentencias como la presente, que sufrimos como pruebas de nuestra virtud, no es castigo, porque es gloria.
Pero demos de buen grado que para nosotros el destierro no es castigo; a ellos su conciencia misma como testigo les ha de echar en cara como último crimen e infracción pésima de la ley divina que sean capaces de imponer a inocentes lo que tienen por castigo. No quiero ahora describir la gracia del lugar, y paso desde luego por alto aquel paraíso de todas las delicias. Figurémonos un paraje sórdido por su situación, hórrido a la vista, sin aguas salubres, sin amenidad de verdor, lejos de la costa, con vastos peñascos en cambio, poblados de selva entre las inhóspitas fauces de una soledad totalmente desierta, retirado allá en parte inaccesible del mundo. No cabe duda que podría darse nombre de destierro a este lugar donde vino a parar Cipriano, sacerdote de Dios; mas de haber faltado los socorros de los hombres, ¿no le hubieran servido, como a Elias, las aves o, como a Daniel, los ángeles? Dios nos libre, Dios nos libre de pensar que haya de faltar nada a quien se halla en la confesión del nombre de Cristo, aunque se trate del último cristiano. Mucho menos había de carecer de toda ayuda y honor aquel pontífice de Dios que se había siempre entregado fervorosamente a las obras de misericordia.

12. Pues ya repitamos ahora con acción de gracias lo que había yo puesto en segundo lugar, cómo por providencia divina se buscó, conforme al deseo de tan gran varón, un lugar abrigado y conveniente, un hospedaje retirado según él quería y todo lo demás que de antemano se ha prometido dar de añadidura a los que buscan el reino de Dios y su justicia. Nada voy a decir de las frecuentes visitas de los hermanos, ni de la caridad de los mismos habitantes del lugar, que le ayudaban en todo aquello de que parecía se le había privado; pero no dejaré de contar la admirable visitación de Dios, quien de tal imanera quiso que su obispo estuviera seguro, en su destierro, del martirio que iba a seguir que, dada la plena confianza con que Cipriano esperaba su inminente inmolación por la fe, Curubis no poseía ya sólo en él un desterrado, sino un mártir.
"El mismo día primero que pasamos en el destierro (y digo "pasamos", porque la dignación de su caridad me escogió entre sus compañeros más íntimos como desterrado voluntario, y ojalá me hubiera sido dado acompañarle también en el martirio) se me apareció—me dijo—cuando no había todavía cogido el sueño, un joven de talla muy por encima de la ordinaria humana, que me pareció me llevaba al pretorio y me presentaba ante el procónsul sentado en su tribunal. Este, apenas me echó los ojos, se puso a redactar en su tablilla una sentencia que yo no podía leer, pues nada me había preguntado conforme al acostumbrado interrogatorio. Mas el joven aquel, que estaba detrás en pie, muy curioso, leyó todo lo que el procónsul había anotado. Y como desde donde estaba no podía dármelo a entender por palabras, por señas me mostró lo que en las tablillas del procónsul estaba consignado. Y en efecto, extendiendo la mano y enseñando la palma de ella como si fuera la hoja de una espada, imitó el golpe ordinario del verdugo, con lo que me hizo entender lo que quería como si me hubiera hablado con claras palabras. Yo entendí se trataba de sentencia que me condenaba al martirio. Empecé entonces a rogar al procónsul, repitiéndole muchas veces mi súplica, se me concediera una prórroga, siquiera de un día, para disponer conforme a ley de mis asuntos. Como yo no cejaba en mis ruegos, nuevamente se puso a escribir no sé qué en su tablilla; me di, sin embargo, cuenta, a juzgar por la serenidad de la cara del juez, que se había conmovido su alma por lo justo de mi petición. Mas también aquí el joven que antes, por gesto más que por palabras, me había dado indicios de mi martirio, me hizo comprender por otro gesto clandestino, trabando, a espaldas del juez, unos con otros los dedos de las manos, que se me concedía el plazo de un día que yo pedía. Yo volví en mí, y si bien no había leído la sentencia, sentía en mi corazón extraordinaria alegría por el plazo que se me concedía. Sin embargo, como la interpretación de las señas no era del todo cierta, de tal modo me estremecía que las reliquias del miedo aceleraban todavía con excesivo pavor las pulsaciones de mi corazón, jubiloso por otra parte."

13. ¿Qué cosa más patente que esta revelación, ni más feliz que esta dignación divina? De antemano le fué predicho todo lo que luego se siguió. Nada se cambió de las palabras de Dios, nada de tan santa promesa quedó mutilado. En fin, os invito a que reconozcáis cada pormenor tal como le fué manifestado. Pide el plazo de un día, tratándose de sentencia que le llevaba al martirio, con el fin de ordenar en el día pedido sus asuntos.
Este día, aun siendo uno sólo, significaba el año que todavía había de vivir Cipriano después de habida su visión. Pues para decirlo con toda claridad, fué coronado del martirio el día mismo, al cabo del año, en que el anterior se le había hecho la revelación. Ahora bien, el día del Señor, aun cuando no leamos la palabra "año" en las divinas letras, lo tomamos por el tiempo debido a la promesa de lo por venir. De ahí que nada importa que en un día se haya querido significar un año, pues cuanto mayor es el plazo, más admirable resulta su cumplimiento. Ahora, en el hecho de que ello se diera a entender antes por señas que por palabras, hay que entender que se dejaba al correr del tiempo la expresión por palabras. Y en efecto, cuando una profecía se cumple, entonces es cuando se declara por palabras. A la verdad, nadie supo la razón de esta visión, sino hasta que el día mismo en que la tuvo fué coronado. En el intervalo, sin embargo, todo el mundo estaba cierto de que el martirio del obispo era inminente; nadie, empero, podía decir el día exacto, puesto que todos lo ignoraban.
Un caso semejante hallo, por cierto, en las Escrituras. El sacerdote Zacarías, por no haber dado fe al ángel que le prometía un hijo, quedó mudo, de suerte que cuando tuvo que manifestar el nombre de su hijo pidió por señas una tablilla para escribirlo, ya que no podía pronunciarlo. También aquí, al anunciar el mensajero de Dios, más bien por señas que por palabras, el martirio inminente del obispo, por una parte dejó la fe a salvo y, por otra, fortaleció al sacerdote. La razón, por lo demás, de pedir un plazo fué arreglar sus asuntos y disponer sus últimas voluntades. Ahora bien, ¿qué asuntos eran los suyos o qué voluntades podía disponer fuera del estado eclesiástico? El largo plazo fué aprovechado para ordenar lo que había que disponer acerca de los organismos supremos destinados al socorro de los pobres. Y aun pienso que ésta fué la razón principal y aun la única por la que fué concedida esa indulgencia por los que le desterraron y estaban ya para quitarle la vida, a saber, para que, presente entre sus pobres, les dispensara sus últimos auxilios o, para decirlo plenamente, les entregara todo su haber. Ordenadas, pues, tan piadosamente sus cosas y dispuesta así su voluntad, se aproximaba el día del "manana".

14. Ya había llegado de Roma la noticia del martirio de Sixto, obispo santo y amigo de la paz, y por ello mártir beatísimo. De un momento a otro se esperaba la llegada del verdugo que hiriera aquel cuello votado a la muerte como víctima santísima; y así, aquellos días, por la diaria expectación de la muerte, puede decirse constituían cada uno una corona del martirio. Entretanto, muchos hombres distinguidos por su posición y por su sangre, con sus títulos de egregios y clarísimos y otros de la más alta nobleza del siglo, venían a verle y, llevados de la antigua amistad que con el obispo les ligaba, trataban de persuadirle que buscara todavía un escondite y, para que no se quedara todo en palabras, le ofrecían lugares concretos a que pudiera retirarse. Pero él, que tenía su alma colgada del cielo, había ya despreciado el mundo y no hacía caso alguno de halagüeñas persuasiones. Sólo de mediar un mandato divino se hubiera tal vez logrado entonces lo que tantos, aun de entre los fieles, le pedían. Y no pasemos por alto otra gloria sublime de tan gran varón, y es cómo, en el momento en que el mundo se hinchaba y apoyado en la confianza de sus príncipes no anhelaba sino el exterminio del nombre cristiano, él, conforme se le presentaba ocasión, instruía a los siervos de Dios con las exhortaciones del Señor y los alentaba a pisotear los sufrimientos de este mundo con la contemplación de la gloria venidera. Y es que su amor a la palabra divina era tan ardiente, que, si su martirio hubiera de suceder según sus deseos, hubiera querido ser muerto en el momento mismo de estar hablando de Dios, en el ministerio mismo de la palabra.

15. Tales eran los actos con que a diario se preparaba el obispo para ser una víctima acepta a Dios, cuando he aquí que, por orden del procónsul, un oficial con un pelotón de soldados le sorprendió en sus huertos o, por mejor decir, pensó haberle sorprendido (y he dicho "en sus huertos", pues si bien los vendió a los comienzos de su fe, la misericordia de Dios hizo que le fueran devueltos, y otra vez los hubiera vendido para socorro de los pobres si no hubiera sido para evitar la malevolencia de los perseguidores). ¿De qué modo, efectivamente, podía ser sorprendida por ataque que pareciera improviso un alma siempre preparada? Se adelantó, pues, con la plena certeza de que esta vez iba a cumplirse lo que tanto tiempo se había retardado, y se adelantó con ánimo sublime y levantado, mostrando en todo su semblante alegría y valor en su corazón. Mas diferido su interrogatorio para el día siguiente, hubo de volver del pretorio a la casa del oficial que le detuvo, y súbitamente se esparció por toda Cartago el rumor de que, por fin, había sido llevado ante el tribunal Tascio Cipriano, a quien, aparte su celebridad por otros motivos de gloria, no había quien no conociera por el recuerdo de su heroica conducta cuando la peste. De todas partes confluían gentes a un espectáculo, glorioso para nosotros que lo mirábamos con la devoción de la fe y que a los mismos gentiles arrancaba lágrimas de dolor. Como quiera, en casa del oficial pasó una noche entera en libertad vigilada, de suerte que sus ordinarios comensales y familiares pudimos, como de costumbre, sentarnos a su mesa. Entretanto, el pueblo entero, temeroso no se hiciera algo con su obispo sin conocimiento suyo, estaba de centinela ante las puertas de la casa del oficial. Y fué que la divina bondad le concedió entonces bien merecidamente a Cipriano que todo el pueblo de Dios celebrara vigilia en la pasión de su obispo. Tal vez pregunte alguno cuál fuera la causa de haber tenido que volver del pretorio a casa del oficial. A ello responden algunos que fué mero capricho del procónsul. Mas Dios me libre de quejarme, en cosas que suceden por dispensación divina, de la mala gana o fastidio del procónsul. Dios me libre de cargar mi conciencia de alma escrupulosa con el mal pensamiento de ser el eructo de un hombre el que juzga de mártir tan beatísimo. La verdad es que al día siguiente se cumplía el plazo que un año antes le había predicho la divina bondad.

16. Brilló, por fin, el otro día, el día señalado, el día prometido, el día divino, que ni el tirano mismo, aunque lo hubiera pretendido, hubiera en absoluto podido diferir un punto. Día jubiloso para Cipriano por la certeza que tenía de acercarse a su martirio y radiante con un sol claro, sin una nube en todo el ámbito del cielo. Salió de casa del oficial que lleva nombre de príncipe; mas él, que era príncipe de Cristo y de Dios, al punto se vió amurallado por escuadrones de una revuelta muchedumbre que le cercaba por todos lados. De tal suerte se iba juntando a su comitiva un ejército inmenso, que no parecía sino que, en cerrado escuadrón, se dirigían a dar la batalla a la muerte. De camino, hubo que atravesar el estadio. A la verdad, bien estaba, y la cosa parecía como dispuesta adrede, que quien corría hacia la corona de justicia que había de alcanzar consumado su combate, pasara por el lugar destinado a los combates. Llegó, en fin, la comitiva al pretorio; mas como todavía no salía el procónsul, se le concedió a Cipriano un lugar algo más retirado. Sentóse allí, calado de sudor a causa del largo camino recorrido, y dió la casualidad que había allí un sillón cubierto de un lienzo, a fin de que, ni aun bajo el golpe del martirio, dejara de gozar de los honores episcopales. Al verle tan sudado, uno de los soldados del cuerpo de los tesserarios o transmisores de contraseñas, que en otro tiempo había sido cristiano, le ofreció sus vestidos por estar más secos y cambiárselos por los suyos mojados; con la secreta intención, evidentemente, de poseer los sudores, ya de sangre, de un mártir que estaba para marchar a Dios. Mas Cipriano le respondió: "No vale la pena buscar remedio a unas molestias que seguramente terminarán hoy mismo." ¿Y qué tiene de maravilla despreciara la fatiga del cuerpo quien Intimamente había ya despreciado la muerte? ¿A qué continuar? De pronto fué anunciado al procónsul. Es presentado al tribunal; se acerca, se le interroga sobre su nombre; respondió ser él. Y hasta aquí fueron palabras.

17. Así, pues, el juez leyó de su tablilla la sentencia que antaño no quisiera leer en la visión; sentencia, por cierto, que puede sin temeridad ser dicha inspirada por el Espíritu Santo; sentencia digna de tal obispo y de tal testigo de Cristo; sentencia, en fin, gloriosa, en que se le llamaba abanderado de nuestra religión y enemigo de los dioses, añadiendo que su muerte había de ser una lección a los suyos, y su sangre la primera sanción de la ley. Nada más pleno, nada más verdadero que esta sentencia. Todo, en efecto, cuanto en ella se dice, aun dicho por un gentil, resultan cosas divinas. El caso, en realidad, no es extraño, dado que los pontífices acostumbran profetizar sobre la pasión. Cipriano había sido nuestro abanderado, pues él nos enseñaba a enarbolar la bandera de Cristo. Enemigo fué de los dioses, pues mandaba que se destruyeran sus simulacros. Su muerte fué, efectivamente, una lección para los suyos, pues él fué el primero que consagró las primicias del martirio en la provincia de Africa para muchos que habían de seguirle con igual género de muerte. Su sangre, otrosí, fué sanción de la ley, pero de la ley de los mártires, quienes, emulando la gloria de su maestro, sancionaron también ellos con su propia sangre la ley que el ejemplo de Cipriano sentara.

18. Al salir del pretorio, el obispo iba escoltado por un pelotón de soldados, y para que nada faltara a su pasión, centuriones y tribunos cubrían sus lados. El lugar que se escogió para su ejecución era un valle, cubierto por todas partes de espesos árboles, de suerte que ofrecían una vista magnífica. Pero como lo enorme del espacio, demasiado amplio, y la confusión de tanta muchedumbre impedía la vista, personas amigas treparon a las ramas de los árboles, para que ni este rasgo de semejanza con el Salvador, a quien Zaqueo quiso ver subido a un árbol, se le negara tampoco a Cipriano. Ya se había éste atado con sus propias manos las vendas de los ojos y trataba de darle prisa al verdugo, que andaba lento en su oficio—y su oficio es el hierro—, pues su floja diestra apenas si entre los temblorosos dedos apretaba la espada; cuando, en fin, madura ya la hora de su glorificación, le fué dado vigor de lo alto para concluir la muerte de tan gran varón, y con todas sus fuerzas descargó sobre él el golpe mortal. ¡Oh bienaventurado pueblo de aquella Iglesia que se unió al martirio de su obispo con tan piadosos ojos y sinceros sentimientos y, lo que más es, proclamando públicamente su deseo de morir con él y, como siempre de él había oído en sus instrucciones, para el juicio de Dios ya recibió la corona! No podía ser, efectivamente, que todo el pueblo en masa, según pedían los comunes votos, sufriera el martirio con gloria igual a la de su obispo; sin embargo, cuantos bajo la mirada de Cristo, que contemplaba aquel espectáculo y en los oídos de su obispo manifestó su deseo sincero del martirio, mandó a Dios por mano de un abonado testigo de sus votos unas como cartas de delegación.

19. Consumado de este modo el martirio, vino a cumplirse que Cipriano, ejemplo que había sido de todas las virtudes, fuera también el primero en teñir de su sangre las coronas episcopales de Africa; pues, en efecto, él fué el primer mártir aquí desde los tiempos de los Apóstoles. Porque desde que se lleva la lista de los obispos de Cartago, si bien los hubo santos, no se recuerda a ninguno que acabara por martirio. Cierto que una devoción totalmente entregada al servicio de Dios puede reputarse en los hombres a Él consagrados como un martirio; pero Cipriano, por querer el Señor consumar en él su gracia, se adelantó también a la corona perfecta, de suerte que en la misma ciudad en que tan santamente había vivido y donde hizo antes que nadie tan preclaras obras, el primero también embelleció con gloriosa sangre los ornamentos del celeste sacerdocio.
Y ahora ¿qué diré de mí? Mi alma está partida entre el gozo por su martirio y el dolor de haberme quedado solo, y mi pobre pecho, tan estrecho como es, está bajo el excesivo peso de dobles afectos. ¿Me doleré de no haber sido su compañero de martirio? Pero hay que celebrar el triunfo de su victoria. ¿Celebro el triunfo de su victoria? Entonces me entristezco de no haber sido su compañero. En fin, tengo que confesaros a vosotros, sencillamente, la verdad, que por lo demás ya la sabéis: éste fué siempre mi sentir. Mucho, muchísimo me regocija su gloria; pero más me apena la soledad en que he quedado.

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