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jueves, 16 de febrero de 2012

Las Ordenes religiosas y sus votos. Los monjes de la Edad Media. Las monjas, calumniadas. Los conventos.

¿Dónde nos habla la Biblia de Ordenes religiosas? ¿Son acaso algo esencial al cristianismo? Desde luego, es cosa ininteligible que tantos hombres y mujeres se retiren del mundo y vivan en el claustro, apartando el hombro a las cargas y responsabilidades de la vida; y Jesucristo mismo nos dijo: "Así brille vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras" (Mat V, 16).
Claro está que la Biblia no habla expresamente de Ordenes religiosas, pero las ideas y principios que motivaron su fundación están sacados de la Biblia, es decir, de las enseñanzas de Jesucristo, a quien las Ordenes religiosas se esfuerzan por seguir e imitar. Mientras que la gran mayoría de los cristianos se contentan con guardar los diez mandamientos, nunca han faltado ni faltarán jamás almas privilegiadas que, no contentas con los mandamientos, se proponen guardar los consejos de perfección tan alabados por Jesucristo en el Evangelio. "Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mat V, 48), dijo Jesucristo, y señaló particularmente a la castidad y a la pobreza como dos pináculos de perfección religiosa. "El que sea capaz de eso, séalo." "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás Un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme" (Mat XIX, 12, 21). Absolutamente hablando, las Ordenes religiosas no son necesarias en la Iglesia, y el Papa las podría suprimir todas mañana mismo si quisiera, como Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús en 1773, sin que por eso dejara de existir la Iglesia con toda su doctrina, sus leyes y su culto. Pero, de hecho, las Ordenes religiosas son floración espontánea del campo de la Iglesia. Nunca han faltado ni faltarán hombres y mujeres que se ofrezcan a vivir bajo una Regla aprobada por la Santa Sede, con el fin único de amar a Dios con más perfección y al prójimo por amor de Dios. El texto citado en la dificultad no va contra lo que venimos diciendo. Lo que el Señor quiso decir a sus discípulos con esas palabras fue que la mejor prueba de la verdad del Evangelio es una vida cristiana y santa. Los santos sin número de tantas Ordenes religiosas han alumbrado con los rayos de su doctrina y santidad la noche tenebrosa de este mundo envuelto en el pecado, glorificando de ese modo a su Padre celestial, que está en, los cielos.

Parece que los votos religiosos son contrarios a la libertad evangélica. Además, ¿quién va a negar que esos votos son una esclavitud degradante, pues con ellos se prometen a Dios cosas imposibles de guardar?
Precisamente, el fin que el religioso se propone al hacer los votos es libertarse de las cadenas y tiranías del dinero, de la sensualidad y del orgullo. Contra el dinero, pobreza; contra la sensualidad, castidad; contra el orgullo, obediencia. Cuando a Lutero se le ocurrió decir que los votos religiosos son una esclavitud degradante, los religiosos tibios y aseglarados le siguieron batiendo palmas; pero los prudentes y virtuosos empezaron a mirarle con recelo, y no pararon hasta declararse abiertamente contra él. No, no hay tal esclavitud; ni es libertad volverse atrás y ser infiel a los votos, sino ligereza e inconstancia propias de gente imbécil y para poco. El religioso, al hacer los votos, hace a sabiendas un acto de heroísmo parecido, aunque superior en calidad, al de Cortés, que quemó las naves para convencer a los soldados que ya no tenían más remedio que vencer o morir. Pues ¿por qué vamos a regatear a los religiosos ese heroísmo que la Historia venera en Cortés y su gente? Y el mérito del voto está en que a nadie se le obliga a hacerlo. En las religiones no hay más que voluntarios. Los religiosos no se obligan a nada imposible. Cuando Jesucristo dijo al joven rico: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres..., ven y sigúeme" (Mat XIX, 21), exigió, ciertamente, una cosa difícil, pero no imposible. La gracia de Dios está siempre a merced del que la pide con humildad y confianza. "Con Dios todas las cosas son posibles" (Mat 19, 26).
La modalidad más reciente, introducida por el Papa Pío XII, y que tan extraordinaria aceptación ha tenido en toda la Iglesia, es la de los Institutos Seculares. Sus miembros aspiran a la plena perfección evangélica con la obligación de guardar castidad perfecta, con la dependencia de sus Superiores para la actitud personal y el uso de los bienes exteriores. Se incorporan a su Instituto por medio de un vínculo estable, mutuo y pleno. No tienen hábito distintivo, ni tampoco vida común permanente o normal. No se rigen por las normas de los Religiosos, sino por las establecidas para ellos por la Santa Sede y las propias Constituciones. Tratan de santificarse continuando su vida dentro de las actividades propias de los seglares o no religiosos.

¿No es verdad que los monjes de la Edad Media eran holgazanes, ignorantes e inmorales?
No, señor; no es verdad. Por fortuna, se van desvaneciendo poco a poco las calumnias increíbles que los seudorreformadores protestantes levantaron contra los monjes de la Edad Media. Son legión los historiadores protestantes que, lejos de dar oídos a esas calumnias, ensalzan a porfía a los monasterios medievales. Maitland dice de ellos que eran "refugio de paz para la infancia y la senectud desamparadas; asilo incomparable para la joven huérfana y para la viuda desconsolada; punto céntrico de donde emana la agricultura, que desde las tapias del monasterio se esparcía por colinas pedregosas, por valles lodosos y por llanuras estériles, proporcionando con ello pan a millones que eran presa del hambre, con sus terribles consecuencias. Eran los monasterios centros de cultura, los únicos donde entonces se cultivaba la ciencia, y por los cuales, como por canales, se nos comunicó el saber a las generaciones venideras; pues en ellos hallaron abrigo y ambiente propicio el artista de mano delicada y el sabio de entendimiento penetrante. Finalmente, los monasterios fueron como el núcleo de la vida y de la ciudad que había de crecer y desarrollarse hasta verse surcada de calles con plazas y palacios dominados fácilmente por la cruz de la esbelta catedral. A mi juicio, esto no tiene vuelta de hoja" (The Dark Ages 2).
Y ésa es, ciertamente, la verdad. Los monjes medievales convirtieron en tierra fértil extensiones inmensas de terreno estéril y pantanoso dondequiera que se establecieron; copiaron miles de manuscritos de la Biblia, de los Santos Padres y de los clásicos griegos y latinos; fundaron escuelas de fama mundial en diferentes ciudades de Europa; formaron bibliotecas valiosísimas; practicaron la caridad en todos sus aspectos, con el pobre, con el enfermo, con el leproso, con el prisionero; gracias a ellos, la Iglesia fue conocida y abrazada en Irlanda, Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania, Flandes y gran parte de Italia. Cerremos, pues, los oídos a las calumnias, y juzguemos el árbol por su fruto, como dijo Jesucristo. Claro está que algunas veces algún que otro monasterio se entibiaba en el fervor, especialmente cuando los reyes y los nobles ambiciosos ponían al frente de la comunidad a favoritos indignos; pero la vigilancia de los Papas y obispos aplicaba pronto la segur a la raíz del mal, y a la relajación sucedía una reforma eficaz y benéfica. La civilización nunca podrá pagar a los monjes lo que les debe.

¿Por qué se opone la Iglesia a que el Gobierno inspeccione los conventos? ¿No es cierto que las monjas están encerradas en los conventos contra su voluntad?
Los conventos son casas privadas. Enhorabuena que el Estado inspeccione las cárceles, los hospitales, las universidades, los cuarteles, los manicomios y todas las demás instituciones que dependen de él, para que se cerciore de que hay en ellas aseo, orden y bienestar, y para que vea que el dinero aplicado a esas instituciones no es malgastado por los agentes ni robado. Pero no tiene derecho a irrumpir sin más ni más en la casa privada del ciudadano, a no ser que haya sospecha bien fundada de que en ella se ha cometido un crimen o de que en ella se guardan armas contra la orden de la autoridad. Los conventos son visitados periódicamente por los obispos de las diócesis y por los superiores de las comunidades respectivas. Pueden asimismo ser visitados por todas las personas de buena voluntad, respetando, claro está, la clausura los que la tengan. Los católicos aceptan a más no poder las leyes que han votado algunos Estados protestantes, en virtud de las cuales la autoridad pública tiene derecho a inspeccionar los conventos de las religiosas. Esas leyes son hijas del fanatismo y del odio a la Iglesia. Parece mentira que personas, por otra parte, sensatas, den oídos a las calumnias de monjes y monjas apóstatas que venden las mentiras por dinero. La raíz hay que buscarla en los prejuicios que tienen contra todo lo que se refiera a la Iglesia católica. Tampoco es cierto que las monjas viven encerradas en los conventos contra su voluntad. Así como no se obliga a ninguna a que entre, así tampoco se la detiene por la fuerza si quiere salir. En muchas congregaciones, las religiosas renuevan los votos cada cierto número de años, para que las que no se sientan con fuerza para seguir no los renueven y se vayan tranquilamente a su casa; y aun en las Ordenes más estrictas y severas, las religiosas pueden obtener dispensa de los votos solemnes si rehusan absolutamente continuar en el convento. Muchos que no son católicos creen que en los conventos no se recogen más que las fracasadas. Vemos todos los días entrar en conventos jóvenes finas y educadas que han dicho adiós a los novios, a las riquezas, a la familia y al mundo en general, y se ofrecen Ubérrimamente a trabajar toda la vida en las misiones de China y Japón, cuidando y sirviendo a los leprosos o enseñando los rudimentos del catecismo a los negros del Africa Central. En la religión no perseveran más que los llamados por Dios.
Y ésta es una de tantas notas características de la verdadera Iglesia, a saber: que, a través de los siglos, haya podido mantener tantos conventos con tantas mujeres heroicas que, con la santidad de su vida, expían los pecados y mundanidad de este mundo villano. El que quiera conocer un poco la clase de vida que llevan las religiosas y lo que hacen por el pueblo en general, que lea la historia de las diferentes Ordenes y congregaciones o las biografías de las fundadoras, y no dé crédito a las mentiras y calumnias.

¿No es verdad que en la Edad Media eran encerradas vivas entre cuatro paredes las monjas impuras, y allí morían sin alimentos y sin ser visitadas por nadie?
Esta calumnia, además de ser muy vieja, es demasiado gruesa para que la crea nadie en el siglo xx. Se la puede ver en letras de molde en el poema Marmion, de Wialter Scott, y de ahí la han tomado no pocos conferenciantes anticatólicos. Nada tan fácil como levantar una calumnia. La dificultad está en probar que no es calumnia. Por eso los que se complacen en repetir ésta, deben, ante todo, mostrarnos un ejemplar de las Constituciones de aquellas Ordenes religiosas en que aparezca mencionado semejante castigo. Deben asimismo citar documentos contemporáneos que hablen de ese castigo y de que, efectivamente, era aplicado; y si fue aplicado, cuántas veces, dónde, contra quiénes, etc. Nos explicamos perfectamente el desarrollo de esta calumnia fabricada y aumentada por el fanatismo de los que odian a la Iglesia católica con todas sus instituciones. Por fortuna, este fanatismo va siendo cada vez menor, pues notamos con satisfacción que muchos historiadores protestantes van dejando a un lado las calumnias levantadas contra la Iglesia, y entre esas calumnias relegadas al olvido está esta de que tratamos.

¿Por qué disolvió Enrique VIII los monasterios en Inglaterra, sino porque eran todos ellos focos de corrupción e inmoralidad?
¿De veras? ¿No sería más exacta y más conforme con la verdad decir que Enrique mismo inventó eso de corrupción e inmoralidad como un pretexto para entrar a saco en los conventos y robarles todas sus propiedades? Porque sabemos que los visitadores que mandó a los monasterios para averiguar el estado en que se hallaban eran todos gente infame que profería más mentiras que palabras. Ya los supo escoger el rey, y a fe que no se equivocó. Podemos afirmar sin temor a ser desmentidos que no había un solo fraile en todos los monasterios ingleses tan canalla como Layton, Leigh, Ap Rice y London, los principales acusadores de los monjes. Las mentiras que escribían al rey y el sarcasmo con que las cuentan hacen indignarse al lector moderno más desapasionado. Ya no hay historiador que dé fe a semejantes documentos, escritos con el fin expreso de halagar al monarca y poner en sus manos una excusa para disolver los monasterios y apropiarse los bienes. El sentido común y la justicia piden a voces que no se juzgue a los monjes por lo que de ellos digan sus calumniadores.

BIBLIOGRAFIA
Apostolado de la Prensa, El clericalismo.
Idem, Los fieles y sus detractores.
Id., Frailes, curas y masones.
Idem, La labor de los sectarios.
Id., La sopa de los conventos.
Buitrago, Las Ordenes religiosas y los religiosos.
Albers, El espíritu de San Benito.
Aznar, Ordenes monásticas.
Fabo, Los aborrecidos.
Jorgensen, San Francisco de Asís.
Pérez de Urbel, Semblanzas benedictinas.
Id., Los monjes de la Edad Media.
Guana. Qué debe España a los religiosos.
Tarín, La real Cartuja de Miraflores.

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