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sábado, 30 de junio de 2012

El demonio. El infierno. Justicia de Dios en condenar eternamente al impío.

¿Están obligados los católicos a creer en un demonio personal? ¿Por qué creó Dios al demonio? Si Dios es bueno y la misma bondad, ¿por qué no destruye al demonio?
Dice así el IV Concilio de Letrán: "El diablo y otros demonios fueron creados buenos por Dios, pero ellos se hicieron malos por su culpa." El diablo no es otro que aquel espíritu maligno. Lucifer (Isaí. XIV, 12), que, lleno de malicia y de soberbia, se rebeló contra su Hacedor, y fue por El condenado al infierno con toda la multitud de ángeles que sedujo (Luc. X, 18; Judas I, 6; 2 Pedro II, 4; Apoc. XII, 7-9). Las Escrituras dicen que él tentó a nuestros primeros padres (Gén III, 1), a David (1 Paral. XXI, 1), a Nuestro Señor en el desierto (Mat. IV, 10), a Judas (Luc. XXII, 3) y finalmente tienta a todo el género humano (Luc. XXII, 31; Juan VII, 44; 1 Pedro V, 8). Si Dios hubiera sido forzado a cambiar su plan divino por la conducta de una de sus criaturas, por ejemplo, destruyendo al demonio, estaría por el mero hecho sometido a la voluntad de una criatura, y su acción, por tanto, dependería de la acción de una criatura; es decir, que entonces Dios no sería Dios. No cabe duda de que el poder que tiene Satanás y los espíritus malignos para tentarnos es grande, como confiesa el apóstol (Ef. VI, 11-12); pero, "fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (1 Cor X, 13).
 
¿Puede la razón sola probar que existe un infierno eterno? ¿No es cierto que la palabra judía sheol significa la tumba? ¿Por qué creen los católicos que hay un infierno eterno? ¿No fueron acaso universalistas muchos Padres primitivos?
La razón, por sí sola, no puede probar que el infierno es eterno; lo que sí puede probar es que la eternidad del infierno no envuelve contradicción alguna. Si sabemos que hay un castigo eterno, es porque Dios nos lo reveló. Ahora bien: si Dios lo reveló, la Iglesia católica no fue la que inventó que los que mueren en pecado mortal se condenan para siempre. Las definiciones, pues, de la Iglesia en este punto no son más que una aceptación de la revelación divina (Trento, sesión 14, canon 5). Es cierto que la palabra hebrea sheol. en el Antiguo Testamento, significa, en general, la sepultura, o también la otra vida, sea buena o mala. A veces significa esto mismo aun en el Nuevo Testamento (Hech. II, 27; Apoc. XX, 13). Los judíos, en un principio, tenían una idea muy vaga acerca de la otra vida, aunque Dios tomó a su cargo protegerlos contra los errores paganos entonces en boga, como el panteísmo, el dualismo y la metempsicosis. Creían, sí, en la otra vida, pero estaban demasiado pegados a ésta, siempre solícitos por el bienestar personal y por el engrandecimiento de su país. 
En los libros del Pentateuco, Josué, los Jueces y los Reyes no se hace una distinción clara entre la suerte que correrán en la otra vida los buenos y los malos. Job es el primero que nos habla del premio que espera al justo en la otra vida, de donde se puede colegir que al malvado le esperará pena y castigo (Job XIV, 16, 8). Nos hablan de un juicio universal y divino los salmos (48, 72, 91, 95 y 109), el Eclesiastés (XI, 12), los Proverbios (10, 11, 14, 24) y los profetas Joel (III, 1-21) y Sofonías (I, 3); con lo cual indican que los reos serán castigados en la otra vida. Pero los que mencionan ya expresamente el castigo eterno que les espera a los malos son los profetas Isaías (76), Ezequiel (32) y Daniel (12).  
El Nuevo Testamento no puede ser más explícito en este punto. San Juan Bautista ponía ante los ojos de sus oyentes el fuego del infierno para moverlos a hacer penitencia por sus pecados (Mat. III, 10-12; Juan III, 36). Jesucristo, al invitar a los hombres a que le siguiesen y creyesen en su Evangelio, los avisaba que mirasen por su salvación; pues si morían en sus pecados, se condenarían para siempre. Así, por ejemplo, los avisaba que se guardasen de pecar contra el Espíritu Santo (Mat. XII, 32) y que no escandalizasen (XVIII, 8); que fuesen caritativos con sus hermanos (V, 32) y que viviesen castamente. Los que desobedeciesen estos mandatos se condenarían para siempre. A los que hacen la voluntad del Padre celestial les espera el reino de los cielos; a los inicuos y perversos les espera el castigo del infierno (Mat. VII, 21-23). Muchas de las parábolas del Señor terminan con la condenación de los malos al infierno; por ejemplo, la parábola del trigo y la cizaña, la de la red de pescar, la de las fiestas nupciales, la de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias, la de los talentos (Mat. XIII, 24-30; 47-50; XXII, 1-14; XXV, 1-13; 14-30), la del rico Epulón y Lázaro, la de la gran cena (Luc. XVI, 18-31;XIV, 16-26). En la descripción que hizo Jesucristo del juicio final pintó con vivos colores la separación de los malos y de los buenos. A los malos les dirá: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno" (Mat. XXV, 41). Algunos han creído que el Evangelio de San Juan contradice lo que Cristo había dicho sobre este punto en los sinópticos. Nada más falso. En el cuarto Evangelio se pinta el destino futuro del hombre con la misma alternativa: vida eterna, perdición eterna (Juan III, 3; XV, 16; 12, 25, 48, 50). Los apóstoles no se cansan de repetir la misma doctrina del Maestro. San Pedro dice que los profetas falsos y los maestros mentirosos perecerán y serán atormentados en el infierno como los ángeles rebeldes (2 Pedro II, 1, 4, 9, 12). San Judas habla de los impíos y de los que niegan a Jesucristo, los cuales, a imitación de los ángeles malos y de las ciudades nefandas Sodoma y Gomorra, sufrirán el castigo del fuego eterno y serán arrojados en las tinieblas eternas (Judas 4, 6, 7, 8, 12). San Pablo consuela a los tesalonicenses con la promesa del gozo venidero y del premio que les espera por su fe y su paciencia; y de sus perseguidores dice que serán desterrados del Señor para siempre, privados eternamente de su gloria, y reos de tribulación y castigo eterno para su destrucción (2 Tes I, 6-9). Los malvados no poseerán el reino de los cielos (1 Cor. VI, 9-10; Gál V, 19-21; Efes V, 5).
Según los universalistas, la palabra griega aionios no significa eterno, sino un período de duración muy largo (Mat. XXV, 46). Merece notarse que esa misma palabra griega es la que se usa para "vida eterna" y "castigo eterno". Como no se ha opinado jamás que el premio de los buenos ha de tener fin, no hay motivo para suponer que el castigo de los malos lo tendrá. Desde luego, si Jesucristo quiso decirnos que el castigo de los malos ha de ser eterno, no lo pudo haber dicho con palabras más claras y expresivas. Y, al contrario, si quiso decirnos que no será eterno, no pudo haber escogido palabras más a propósito para engañar a sus seguidores generación tras generación. 
Es cierto que algunos Padres, como San Gregorio de Nisa (395), y, probablemente, San Gregorio Nacianceno (330-390), negaron la eternidad del infierno, engañados por Orígenes (185-255), que creyó en la apokatastasis o "restauración de todas las cosas". Pero no hay que olvidar que Orígenes fue condenado el año 543 en un sínodo de Constantinopla, y más tarde fue de nuevo condenado oficialmente en el V Concilio ecuménico, que tuvo lugar en Constantinopla el año 553. Dejadas a un lado estas excepciones, la regla fue que todos los Padres y escritores primitivos defendieron unánimemente con la Escritura la eternidad del infierno. San Ignacio de Antioquía (98-117) escribió que "los maestros falsos que corrompen la fe serán privados del reino de los cielos, e irán al sueño inextinguible" (Ad Eph 16, 2). San Justino, mártir (165), declara que si, por una suposición, no hubiese infierno, "o no existía Dios o, si existía, no se cuidaba de los hombres, o la virtud y el vicio eran cuentos de hadas" (Apol 2, 9). Tertuliano (160-240), refutando a Marción, dice que hay un infierno y que tiene que haberlo para que los hombres teman y practiquen la virtud. San Basilio (331-379) habla en muchos pasajes del castigo eterno del infierno, e insiste en la pena de daño y en la pena de sentido. "Los pecadores—dice—pretenden dudar de su existencia para seguir así pecando impunemente; pero nos certificaron de su existencia Jesucristo y los apóstoles" (De Sancto Spiritu 16).
San Juan Crisóstomo (344-407), además de condenar el universalismo de Orígenes, respondió valientemente a las objeciones de los herejes y paganos contra la eternidad del castigo. Nadie en todo el Oriente habló con tanta claridad sobre este punto como él, ni insistió tanto como él en sus sermones y homilías a la sociedad corrompida de Antioquía y Constantinopla. Basta leer algunas de sus homilías para convencerse de esta verdad.
San Agustín (354-430) prueba la doctrina del infierno por la Escritura y por la razón, y responde sapientísimamente a las dificultades que estaban en boga en su tiempo.
También prueba la existencia del infierno el convencimiento universal de todo el género humano que siempre ha creído, y cree, que los malos serán justamente castigados en la otra vida. Si quitamos el infierno, nos vemos obligados a tener que admitir una serie infinita de absurdos. El principal de ellos sería éste: que el hombre podría blasfemar a su antojo y odiar a Dios con la certidumbre de que Dios estaba obligado a perdonarle. Dios, en tal caso, sería impotente para hacerse obedecer y respetar por estas criaturas miserables que sacó de la nada.
 
Parece que hay contradicción en estos dos conceptos: Dios nos ama con amor infinito, y, sin embargo, nos condena a los tormentos eternos del infierno. Si es cierto esto del infierno, Dios tiene unas entrañas tan crueles que no hay hombre tan desalmado que se le pueda comparar. ¿Dónde se han visto padres tan crueles que atormenten de esa manera a sus hijos, por perversos que éstos sean? Además, la doctrina del infierno implica el triunfo de Satanás sobre Jesucristo Redentor. 
El infierno es un misterio, y, como todos los misterios, está sobre el alcance de nuestra razón, que es finita. Los católicos sabemos que es un dogma revelado por Dios, y lo aceptamos sin dudar un momento de la palabra de Jesucristo, Hijo de Dios. Ya dijo el apóstol: "¡Cuán incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán insondables son sus caminos!" (Rom XI, 32). ¿Acaso los científicos niegan un hecho porque no saben cómo explicarlo? Para los incrédulos, Dios es, o muy malo, o muy bueno. Hoy preguntan altivos: "¿Cómo va a ser Dios tan cruel que mande al infierno a sus criaturas?" Mañana preguntarán escépticos: "¿Cómo va a ser hechura de Dios, infinitamente bueno y sabio, este mundo villano que chorrea maldad y miseria?" De esta manera, el incrédulo cree poder negar impunemente hoy el infierno y mañana la divina Providencia. Y, sin embargo, en Dios todas las perfecciones están identificadas en una, su misericordia, su justicia, su poder y su amor, todas. La pequeñez de nuestro entendimiento es la que ve en Dios atributos que se contradicen. Las perfecciones en Dios no pueden estar más equilibradas. Ni la misericordia es mayor que la justicia o viceversa, ni puede apartarse un punto de lo recto sin dejar de ser Dios. El es la misma misericordia y la justicia misma. Es evidente que Dios pudo haber creado un mundo tal que el alma, por naturaleza, nunca cediese a la tentación. Los bienaventurados en el cielo, por ejemplo, son libres, y, sin ¿embargo, no pueden pecar. Pero la realidad es que Dios no creó mundo semejante. Dios ha prometido al mundo felicidad eterna si le sirve y obedece sus mandatos, y el mundo se ha empeñado en apartarse de Dios y en seguir los apetitos de la carne. ¿Quién podrá contar el número de pecados que se han cometido desde que Adán y Eva pecaron en el Paraíso? Y, sin embargo, el pecador es siempre libre para pecar o no pecar. Si peca, que no se queje después que Dios es injusto. Ahí está Jesucristo en el sagrario día y noche esperando al pecador. Si éste, en vez de enderezar sus pasos a la Iglesia, sale a dar rienda suelta a sus pasiones, que no se queje después que Dios es injusto. La misericordia de Dios es infinita; por eso espera año tras año al pecador para que se arrepienta y pueda así perdonarle. Si el pecador se olvida de Dios, si se ríe y mofa de la divina misericordia, que no se queje después que Dios es injusto. Esto es tan claro, que un ciego lo ve.
La Iglesia no se cansa de repetir que el que va al infierno es porque quiere y porque lo merece. Si pudiera disculparse delante de Dios diciendo que no supo que tal o cual cosa era pecado, o que la hizo por necesidad, Dios —nótese bien esto—no le condenará. "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim II, 4). Por tanto el que va al infierno, va porque quiere. Yo me he encontrado con hombres tan perversos, que, a ciencia y conciencia, han corrompido a jóvenes inocentes de uno u otro sexo, enseñándoles a cometer los pecados más abominables. También he conocido a hombres que en la guerra se divertían y mataban el tiempo ejercitando la puntería en los prisioneros, a quienes ponían por blanco. He conocido a hombres que por pura malicia han arruinado la felicidad de una familia amiga, y hombres que se han complacido en apropiarse tramposamente los bienes de menores, dejándoles en la calle sin un céntimo. Ahora bien: supongamos que estos hombres mueren sin arrepentirse y sin pedir perdón a Dios por sus pecados. ¿Cómo van a esperar que el día del juicio les diga Jesucristo: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo"? (Mat XXV, 24). Nada tan volteriano como pintar a Dios complaciéndose desde el cielo en los tormentos atroces de sus víctimas en el infierno, como si se negase con crueldad refinada a escuchar los ayes de perdón y misericordia de los condenados. Jamás ha habido ni habrá condenado alguno que levante sus ojos al cielo implorando perdón. La voluntad del condenado está confirmada en el mal para siempre. En cuanto al triunfo de Satanás sobre Jesucristo, decimos que lo sería ciertamente si Satanás pudiera prometer el cielo a los que han llevado una vida pecaminosa. La existencia del infierno está pregonando día y noche la derrota de Satanás y la supremacía de Jesucristo y de la ley divina, que no puede ser violada impunemente.
 
¿Cómo va a predestinar al infierno a un alma que es todo bondad? Parece que este decreto de Dios nos quita la libertad de escoger. Además, si Dios previó que yo me había de condenar, ¿por qué me crió?
Jamás ha dicho la Iglesia que Dios predestine a nadie al infierno. El que dijo esto fue Calvino, quien no vaciló en afirmar que una parte de los hombres nacía predestinada para el cielo y otra para el infierno, doctrina a todas luces impía, que tuvo que condenar el Concilio de Trento (sesión 6, canon 17). Dijo más Calvino: dijo que Dios, para que los predestinados al infierno no se pudiesen salvar, los predestinaba para que pecasen. Si esto fuese cierto, ningún hombre de razón se determinaría a adorar a un Dios autor del pecado, o a un Dios que nos quitaba la libertad de despojarnos de la facultad de merecer o desmerecer. A Calvino le condena la Escritura, que insiste en la misericordia de Dios y en los deseos que tiene de perdonar a los pecadores más empedernidos (Rom. II, 4; 2 Pedro III, 9). Jesucristo murió por todos los hombres (2 Cor. V, 15; Juan 1, 29; I Juan II, 2). Asimismo, "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim II, 4). Absolutamente hablando, para Dios no hay ni pasado ni futuro; no hay más que un presente eterno: "Yo soy el que soy" (Exodo III, 14). Como es omnisciente, todo lo sabe. Si, pues, lo sabe todo, tiene que saber también lo futuro antes que suceda. Antes que hagamos una cosa, ya sabe que la vamos a hacer; pero —nótese bien esto—no la hacemos porque Dios previo que la haríamos, sino porque libremente la quisimos hacer. Si un individuo que apenas sabe nadar me dice a mi que va atravesar a nado un río de un kilómetro de ancho, y yo le digo que no haga semejante disparate, porque se ahoga, y él insiste y se lanza y perece ahogado, ¿con qué derecho se me va a culpar a mí de que fui la causa de su muerte, pues previ que se ahogaría? Una cosa es prever y otra muy distinta ser la causa. Dios avisa de mil modos al pecador que no se aventure a pecar, que resista a las tentaciones, porque "el que ama el peligro perecerá en él". Si el pecador se ríe de Dios y escoge libremente el pecado, ¿qué culpa tiene Dios de que este pecador se condene? Si alguno replica que la comparación no es exacta, sepa que en todas las comparaciones hay alguna inexactitud. Yo no pude impedir que el nadador se lanzase al agua y se ahogase; mientras que Dios pudo impedir que el pecador pecase dándole, por ejemplo, una gracia eficacísima, o para que no cayese, o para que se arrepintiese. ¿Por qué no se la dio? Esta pregunta no tiene respuesta. No sabemos cómo distribuye Dios su gracia. Esto es para nosotros un misterio impenetrable. Lo que sí sabemos con toda certeza es que Dios da al pecador gracia suficiente para que se salve si quiere, y que el que se condena es porque quiere. Aquí entra de lleno el problema de la libertad. Es ésta un don tan precioso, que por ella el hombre se parece a Dios más que por ninguna otra facultad. Es tal el respeto que Dios tiene a nuestra libertad, que antepone este respeto al deseo que tiene de nuestra felicidad. Al obrar libremente mostramos la caballerosidad o la villanía de nuestro corazón. Somos libres para amar a Dios sobre todas las cosas, y somos también libres para blasfemar y renegar de nuestro Hacedor; es decir, somos libres para escoger a Dios y salvarnos, y no somos menos libres para huir de Dios y condenarnos. No culpemos a Dios; culpémonos a nosotros mismos. Supongamos que Dios no pudiese crear un alma que previo se había de perder por el abuso de su libre albedrío y por su terquedad en resistir a la gracia divina. La consecuencia entonces sería ésta: todos los hombres, por el mero hecho de haber sido creados, y sin esfuerzo. alguno por su parte, estarían infaliblemente seguros de que se habían de salvar. En tal caso, correrían parejas la virtud y el vicio. No habría entonces sanción alguna por la ley moral.
 
¿Cuál es la doctrina de la Iglesia en lo referen te a los tormentos del infierno?
La Iglesia no ha definido nada acerca de la naturaleza de los tormentos que los condenados padecen en el infierno. Los teólogos convienen en que los condenados padecen un doble tormento, a saber: la pena de daño y la pena de sentido. La pena de daño consiste en la separación eterna que media entre Dios y el condenado, y en la convicción que éste tiene de que se condenó porque quiso (Mat. XXV, 41; Luc. XIII, 27; Apoc. XXII, 15).  
Este es el tormento más angustioso, como dicen los Santos Padres. San Agustín dice que no conocemos un tormento que se le pueda comparar; y, según San Juan Crisóstomo: "El fuego del infierno es insoportable, y sus tormentos atroces; pero aunque se junte en uno el fuego de mil infiernos, no es nada comparado con el tormento que causa la convicción de que está uno excluido de Dios y de la visión beatífica en el cielo, odiado de Cristo, y obligado a oír de sus labios el "no te conozco" (Hom in Hat 23, 8).  
La pena de sentido consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Escritura (Mat. XIII, 30-50; XVIII, 8; Marc. IX, 42; Lucas XVI, 24; 2 Tes 1, 8; Apoc. XIX, 20). Se cree que el fuego del infierno, aunque real, no es material como el nuestro. Sabemos que las almas de los condenados estarán separadas de sus cuerpos hasta el día del juicio universal, y que los cuerpos serán entonces de tal naturaleza, que no los podrá destruir el fuego. Discutir la naturaleza de esos cuerpos me parece perder el tiempo en divagaciones. Mejor es confesar de una vez nuestra ignorancia. El cuerpo en sí es incapaz de padecer. Lo que padece es el alma, por ser el principio vital del cuerpo.
 
¿No le parece a usted que es injusto castigar unos años de pecado con un castigo eterno?
No, señor. No debemos establecer la comparación entre la cortedad de esta vida y la eternidad, sino entre la obstinación eterna del pecador y la santidad de Dios, "cuyos ojos son demasiado puros para contemplar el mal" (Habacuc 1, 13). Aunque viviese el pecador diez mil años en este mundo, el problema seguiría lo mismo, pues diez mil años son un soplo comparados con la eternidad. En realidad de verdad, deberíamos dar gracias a Dios por la cortedad de esta vida, gracias a la cual el peligro de caer es menor. No es el tiempo, sino la voluntad la que juega en esto el papel principal. Basta un minuto para escoger entre Dios y Satanás. Díganlo, si no, la conversiones a la hora de la muerte. Dios nos está diciendo en todo momento: "Te doy a escoger entre la vida o la muerte, entre la maldición y la bendición. Escoge, pues, la vida" (Deut. XXX, 19).
 
¿No sufre el hombre bastante en esta vida sin que sea necesario que Dios le sepulte luego en el infierno? ¿No bastaría un castigo temporal en la otra vida? 
Nadie niega que el hombre tiene que pasar por una serie de pruebas, algunas muy costosas y dolorosas. El gusano de la conciencia nunca se cansa de roer cuando las cosas no van bien con Dios. Los mismos vicios son un manantial perenne de enfermedades, y las consecuencias de la mala vida son siempre desastrosas. Pero no es imposible mellar el aguijón del gusano de la conciencia para que no nos molesten más sus rejonazos, ni faltan medios para neutralizar los malos efectos del vicio, ni escasean los recursos con que podamos salir airosos de la posición vergonzosa en que nos precipitó nuestra vida silenciosa (cf. Balmes, Cartas a un escéptico, capítulo 3).  
Precisamente una de las pruebas de la inmortalidad del alma es el hecho de que la maldad no castigada en esta vida exige que Dios la juzgue y la castigue en la otra. "Ay de vosotros los ricos (malos), que tenéis acá vuestra consolación" (Luc. VI, 24). "Hijo, acuérdate de que tú recibiste durante tu vida las cosas buenas y Lázaro las cosas malas; pero ahora él es consolado y tú eres atormentado" (Luc. XVI, 25). Con estas palabras nos enseña Jesucristo que los malos pueden vivir muy contentos en esta vida, pero que les espera el castigo en la otra. 
Es curioso que los protestantes del siglo XVI negaron el purgatorio e insistieron ahincadamente en los tormentos del infierno, y los protestantes del siglo XX rechazan el infierno y quisieran que todos los castigos de la otra vida se pagasen en el purgatorio. Las dos negaciones van igualmente contra la Escritura y contra la tradición. El purgatorio no es sanción suficiente. Si el hombre supiera que no había condenación eterna, este mundo sería un caos. Un porcentaje elevadísimo de hombres se daría al vicio sin restricción alguna. Es. pues, menester que haya un infierno eterno para que el hombre, si no por amor, por el temor al menos, guarde la ley moral y se someta a Dios, su Creador y Redentor.
 
Parece que esta doctrina del infierno va contra el espíritu moderno.
De acuerdo. Supongo que por "espíritu moderno" entenderá usted el espíritu de estos incrédulos de nuestros días, que niegan la existencia de un Dios personal, que rechazan la divinidad de Jesucristo y su muerte redentora, que ponen en tela de juicio la libertad de la voluntad y la existencia del pecado, y, finalmente, se mofan de la autoridad divina, desconociendo la Escritura y la tradición apostólica. Los Estados modernos tienden a ser cada vez más indulgentes con los criminales, y si el reo es persona influyente, o por sus riquezas o por su situación política, se hace la vista gorda y se le deja en libertad. Ninguna nación toleraría hoy las mazmorras donde gemían los presos en épocas anteriores y con razón. Asimismo, se está haciendo mucho ambiente contra la pena de muerte, abogando por castigos meramente correctivos. Las leyes humanas están sujetas a cambios y mudanzas. La ley eterna de Dios no cambia con las leyes de los hombres. La doctrina sobre el infierno no nació de cabezas educadas en un ambiente de crueldad y fanatismo, sino que nos fue revelada por Jesucristo como la sanción y reivindicación de la ley moral. Los católicos no caerán jamás en la tentación de cambiar el significado de la revelación de Jesucristo por el mero hecho de que los nervios de los sentimentalistas modernos enfermen y se descompongan.
 
¿Qué quieren decir aquellas palabras del Credo de los apóstoles: "Bajó a los infiernos"? ¿Bajó Jesucristo al infierno de los condenados? ¿Qué cosa es el limbo?
Dice así el catecismo del Concilio de Trento: "Profesamos que inmediatamente después de la muerte de Jesucristo su alma bajó al infierno, y habitó allí todo el tiempo que el Cuerpo estuvo en el sepulcro; y que la única Persona de Jesucristo estuvo al mismo tiempo en el infierno y en el sepulcro... Hay que entender aquí por infierno aquellas moradas secretas donde estaban detenidas las almas que no habían obtenido aún la felicidad celeste." 
Esta doctrina, definida formalmente por el cuarto Concilio de Letrán, está claramente contenida en la Escritura. "Pero Dios le ha resucitado, librándole de los dolores del infierno, siendo, como era, imposible quedar El preso en tal lugar" (Hech. II, 24). "Mas ¿por qué se dice que subió, sino porque antes había descendido a los lugares más ínfimos de la tierra?" (Efes. IV, 9). "En el cual (en el Espíritu de Dios) fue también a predicar a los espíritus encarcelados" (1 Pedro III, 19). Nuestro Señor mismo se refirió con frecuencia a este limbo de los Padres, donde estuvieron detenidos los justos hasta el día de la Ascensión, bajo la figura de un banquete (Mat. VIII, 11) o de una fiesta nupcial (Mat. XXV, 10). También lo llamó "seno de Abraham" en la parábola de Lázaro y el rico Epulón (Luc. XVI, 22), y "paraíso" en las palabras que dirigió al buen ladrón desde la cruz (Luc. XXIII, 43). Al presentarse allí Jesucristo, aquellas almas juntas empezaron a gozar de la visión beatífica, y el limbo quedó de repente cambiado en cielo. Por limbo de los niños se entiende el estado de felicidad natural de que gozan los que mueren en pecado original sin haber cometido jamás pecados personales graves. Santo Tomás opina que los niños gozan de felicidad positiva, estando unidos con Dios por un conocimiento y un amor proporcionados a su capacidad. 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, El dogma del infierno.
Id., Eternidad de las penas del infierno. 
Bonett, La filosofía de la libertad.
Bremond, Concepto católico del infierno.
R. Amado. ¡Si habrá infierno! 
Portugal, La bondad divina. 
Rosignoli, Verdades eternas. 
Sutter, El diablo. 
Martínez Gómez, El infierno. 
Bujanda, Teología del más allá. 
Id., Angeles, demonios, magos... y Teología Católica.

martes, 26 de junio de 2012

Entrada de la Santísima Virgen en el Cielo.

Como reina, se asienta a la derecha de su Hijo, por cima de todas las jerarquías celestiales. Su bienaventuranza y su coronación final.

I. Apenas entregó la Virgen Santísima su alma purísima en manos de Dios; cuando entró en la gloria. No ha querido el Espíritu Santo revelarnos de modo preciso cuanto el cuerpo sagrado de María, preservado de toda corrupción, entró en posesión de la vida perfecta. Es opinión común y respetable que María no permaneció más de tres días en el sepulcro. Entonces salió, como Jesús, viva y glorificada en su carne para subir al cielo en pos de su Amado.
Pero, si se trata del alma y no ya del cuerpo, en el mismo instante en que ésta se separó de aquélla, en ese mismo punto comenzó la glorificación de María. Para Ella no hubo intervalo entre la muerte y la bienaventuranza substancial; es decir, la visión intuitiva y el goce de Dios. En efecto, nada de lo que en otros retrasa la entrada en el gozo del Señor, podía serle obstáculo. El artículo de nuestra fe que las almas más santas no son admitidas al eterno banquete antes de haber pagado hasta el último cuadrante de las deudas contraídas con la Justicia divina. Pero la Virgen inmaculada, pura de toda falta personal, ¿qué deuda tenía con la justicia de Dios?   
La doctrina católica nos enseña también que, antes de la muerte del Salvador, el cielo estaba cerrado para todos los hijos de Adán. Aunque hubiesen satisfecho plenamente por sus culpas propias, el pecado común de la naturaleza les impedía la entrada. Era preciso que el Pontífice de la Nueva Alianza se presentase delante de su Padre con el precio de la eterna Redención (Hebr., IX, 12 aq.), para que los justos, detenidos en la misteriosa región de los limbos, pudiesen penetrar en el reino de Dios. Esto es lo que, en sentir de los Santos Padres, estaba figurado en una prescripción de la Ley Mosaica, consignada en el libro de los Números: quienquiera que había cometido algún homicidio involuntario y quería librarse de la venganza de los parientes de su víctima, tenía que huir y morar en una de las ciudades de refugio, hasta la muerte del Sumo Sacerdote; entonces solamente podía volver impunemente a su casa (Núm. XXXV, 20, 28). José, e1 bienaventurado esposo de María, no se libró del destino común; por haber ignorado esto algunos autores o haberlo echado en olvido pretendieron hacerlo pasar inmediatamente después del último instante de su vida mortal a la visión de Dios; como si no hubíera sido él uno de los justos a quienes Cristo, por virtud de su Sangre, libertó cuando descendió a los infiernos (San Thom., 3 p., q., 62, a. 5). Pero cuando Maria entregó en manos de Dios su alma siempre inmaculada, Cristo, el Pontífice de los bienes futuros, había muerto, y, llevando la sangre de la Nueva Alianza, había entrado con su carne por las puertas del cielo y nos había franqueado la entrada. Así, pues, para María fue instantáneo el paso de las tinieblas de la vida perecedera a los admirables esplendores de la eterna luz.
No nos detenemos a examinar si el segundo obstáculo para la glorificación de los justos, anteriormente a la muerte del Salvador y Reparador de los hombres, podía ser un impedimento para aquella que, gracias al privilegio de su Concepción, no había participado de la común caída. Si convenía que el precio de sus gracias fuera efectivamente pagado antes de que recibiera la plenitud sustancial, que es la visión de Dios, no estaba ciertamente sometida a la sentencia de exclusión que pesaba sobre todos los hijos de Adán.
¡Cuánto holgaríamos de poder seguir con la mirada a María dejando la tierra y elevándose, ligera y majestuosa, al cielo! Pero sucede con su Asunción triunfante como con la Ascensión del Salvador: una nube la envuelve y la roba a los ojos de los mortales (Act., I, 9).  
A1 menos, nos es permitido entreverla en las brillantes imágenes que nos ofrecen las descripciones de los Santos Padres. He aquí, primeramente, a Jesucristo que desciende de los cielos al encuentro de su Madre virginal. Más de una vez ha venido Nuestro Señor a consolar y fortalecer en el último momento a sus amigos y servidores. Estuvo, de cierto y visiblemente, a la cabecera de José moribundo; ¿no podremos pensar, con San Juan Damasceno, que asistió de igual modo a su Madre? (San Joan. Damasc., hom. 2, in Dormit. Deip., n. 10. P. G., XCVI, 736).
Mas no bajó solo Jesucristo. "Leemos —dice un antiguo autor, ya citado— que muchas veces han venido del cielo los ángeles a honrar con su presencia las exequias de los santos; también se han oído sus cánticos en el aire en diversas ocasiones. Otras también, por obra de ellos, una luz celestial ha coronado a los amigos de Dios, mientras de sus cuerpos se exhalaban perfumes desconocidos en la tierra. Si para manifestar sensiblemente el mérito de sus elegidos a hecho Nuestro Señor tales maravillas por el ministerio de los ángeles, ¿cómo dudar que la milicia celestial honrase mucho más el glorioso cuerpo de la Madre de su Dios, de su Reina?" (Serm. de Assumpt., n. 8, in Mantissa Opp. S. Hieron. P. L., XXX, 130). Y concuerda con lo dicho la tradición de los orientales, según atestiguan San Juan Damasceno, San Andrés Cretense y otros, en sus homilías sobre la Dormición de la Santísima Virgen.
Y estos mismos ángeles sirvieron de escolta a María triunfante. Pero, aunque las pinturas que representan esta subida parecen insinuar lo contrario, no fue la virtud o fuerza de estos ángeles la que sostuvo y llevó a la Madre de Dios. Tenemos por testigos de nuestro aserto a sus compañeros celestiales, que, viéndola subir hacia las eternas morada, prorrumpen en este grito de asombro y admiración: "¿Quién es ésta que se eleva del desierto, inundada de delicias, apoyada en su Amado?" (Cant., VIII, 5).
Sube por su propia virtud, porque es cualidad de las almas glorificadas el libertar al cuerpo de las leyes de la gravedad y el poderlos mover a su arbitrio ("Ubi volet spiritus, ibi protinus erit Corpus", dice San Agustín, de Civit., L. XXII, e. últ.). Y, con todo, sube apoyada en su Amado, porque esta virtud que tiene de subir por sí misma le viene de Él; porque el Amado, elevándose con Ella, la tiene amorosamente cogida de su diestra (Cant., II, 6). Y la milicia celestial canta a coros; "¿Quién es ésta que avanza con la aurora, hermosa como la luna, escogida como el sol, poderosa como un ejército en orden de batalla?" (Ibídem, VI, 9). A lo que responde la escolta de María: "Es el templo de Dios, el santuario del Espíritu Santo, la púrpura del gran Rey; el Propietario, la Urna, el Maná y el Arca del Testamento... La Madre de Dios, la Esposa de Dios, la Hija de Dios, nuestra Reina y la vuestra" (S. Thom. a Vill., in f. Assumpt., conc. 2, II, II, 315).
A los cantos de triunfo de los espíritus angélicos, presto unen sus cánticos de alabanza las almas ya glorificadas: "Tú eres la gloria de Jerusalén; tú, la alegría de Israel, la honra de nuestro pueblo" (Judith, XV, 10).
"En cuanto a mí —dice Bossuet, celebrando este gran misterio—, si me es permitido mezclar mis propias ideas a secretos tan augustos, me imagino que Moisés, al ver a esta Reina, no pudo menos de repetir la hermosa profecía que nos dejó en sus libros: "Saldrá una estrella de Jacob, y una rama se levantará de Israel" (Núm. XXIV, 17). Isaías, embriagado del Espíritu de Dios, cantó a la Virgen que había de concebir y dar a luz a un Hijo (Isa., VII, 14). Ezequiel reconoció en Ella aquella puerta cerrada por la cual nadie entró ni salió nunca, porque el Dios de las batallas entró por ella (Ezech., XLIV, 2). Y en medio de ellos, e1 real profeta David arrancaba a su celestial lira este admirable cántico: "Veo a tu derecha, ¡oh, Príncipe mío!, a una Reina con vestido de oro, adornado de maravillosa variedad. Toda la gloría de esta Hija del Rey es interior; pero, eso no obstante, se halla revestida de divinos adornos. Las vírgenes se presentarán en pos de ella a mi Rey; serán conducidas a su templo con santa alegría" (Psalm. XLIV, 10, 14-16). Pero la misma Virgen dejaba suspensos a los espíritus bienaventurados y sumidos en respetuoso silencio, repitiendo del fondo de su corazón aquellas sublimes palabras: "Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi Salvador; y he aquí que todas las generaciones me llamarán Bienaventurada" (Luc., I, 46). Tal fue la entrada de la Virgen Santísima en el cielo. La ceremonia ha concluído; toda la pompa sagrada ha terminado. María es colocada en su trono, entre los brazos de su Hijo, en ese eterno mediodía, según expresión de San Bernardo" (Bossuet., serm. 1, l'Assompt., tercer punto).

II. La Madre de Dios ha entrado en la mansión feliz de los elegidos. ¿Qué puesto ocupará? ¿Qué lugar va a darle el Señor Dios, su Hijo? Dos fórmulas nos sujieren la respuesta: una, propuesta por varios de nuestros teólogos; otra, empleada por los Santos Padres. María —dicen los Santos Padres— toma asiento en un trono a la derecha de su Hijo, y la Santa Iglesia confirma este pensamiento, cuando aplica a la Madre de Dios estas palabras del Rey Profeta: "La Reina está sentada a tu derecha..." (Psalm. XLIV, 10). A Ella prefiguraba Esther, la libertadora de Israel, de la cual se escribe que el rey Asuero, habiéndola recibido en su cámara real, "la amó más que a todas las otras vírgenes..., y la colocó la diadema en la cabeza" (Esther, II, 16, 17). Figura profética de Ella fue también Bethsabée, madre de Salomón, cuando aquel Rey, gloriosa prefiguración de Cristo, viéndola venir hacia sí, "se levantó para salir a su encuentro, la saludó con una inclinación respetuosa y la hizo sentar en un trono a la derecha de su propio trono" (III Reg., II, 19).
Tal es la primera fórmula. Según la segunda, María, elevada muy por cima de los espíritus angélicos, constituiría por sí sola un orden aparte, un coro, una jerarquía, que ocupa, en cierta manera, un lugar intermedio entre la Jerarquía divina y las jerarquías creadas (Gerson, tract. 4, su per Magníficat, opp. IV, p. 286). Consideremos sucesivamente estas dos fórmulas.
A entender mejor el significado de la primera nos ayudará el recordar que en la Sagrada Escritura se usa, para expresar la relación entre Jesucristo glorioso y su Padre: "Y el Señor Jesús —dice San Marcos— fue elevado al cielo, y está sentado a la diestra de Dios" (Marc., XVI, 19). "Tenemos un Pontífice que está sentado en los cielos, a la diostra del trono de la Majestad" (Hebr., VIII, 1; cf. Rom., VIII, 31; Hebr., 1, 3 y 13; XII, 2; Eph., I, 20; Col. III, 1.). Y en otro lugar: "Jesucristo, después de haber vencido a la muerte, está a la diestra de Dios" (I Petr., III, 22). De la Escritura pasó esta fórmula a los símbolos de la fe, como vemos en el de los Apóstoles, en el de Nicea y en el de San Atanasio.
¿Cuál es su exacta significación? La respuesta depende de la manera en que consideremos a Cristo. Si lo consideramos en cuanto Dios, el estar sentado a la diestra del Padre es lo mismo que tener una misma gloria, una misma beatitud, un poder mismo con Él; gloria, poder y beatitud inmutablemente poseídos en un eterno reposo, pues que son la Divinidad misma. Si lo consideramos en cuanto hombre y en su Humanidad (Esta sesión de Cristo a la diestra del Padre se propone en los textos como término de su Ascensión ; por consiguiente, se hn interpretar sobre todo de Cristo en cuanto hombre), es también el reposo en la posesión segura de la grandeza, de la beatitud, del poder; pero de una grandeza, de una beatitud y de un poder inferiores a los de Dios, pues que son herencia y propiedad de una naturaleza creada; pero todavía tan excelentes, que ningún otro poder, ninguna otra grandeza, ninguna otra beatitud podrán jamás, no digo igualarles, pero ni aun siquiera acercárseles (Cf. S. Thom., 3 p., q. 58. Este hombre, que es Jesucristo, no es otro que el Verbo de Dios, subsistiendo en dos naturalezas. Se puede, pues, más aún, se debe decir con toda verdad que el hombre tiene en él la misma beatitud, la misma majestad, el mismo poder que el Padre; pero en su naturaleza divina y por su naturaleza divina. Aquí lo consideramos como hombre, es decir, en cuanto subsiste en su naturaleza humana y, por tanto, es inferior a su Padre, según él mismo declaró: Pater, major me est). Estas breves nociones bastarán para entender de qué manera y en qué sentido está la gloriosa Virgen sentada a la diestra de su Hijo. Lejos de nosotros la idea de que está materialmente sentada: lo que sería ridículo y fuera de razón cuando se trata del Hijo, no sería menos cuando se habla de la Madre.
Volvamos a San Pablo, y, y por lo que nos dejó escrito acerca del Hijo, juzguemos lo que se ha de pensar acerca de la Madre. Jesús —dice el Apóstol, siendo el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su substancia..., está sentado en lo más alto de los cielos, a la diestra de la Majestad. Tanto más elevado sobre los ángeles, cuanto el nombre que ha heredado es más alto que el nombre de ellos. Porque, ¿a qué ángel ha dicho Dios: Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado; y en otro lugar: Yo seré su Padre, y Él será mi Hijo? ¿A quién de los ángeles ha dicho el Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies? ¿No son todos espíritus administradores, enviados como ninistros en auxilio de los que serán herederos de la salud?" (Hebr., I, 3-5, 13-14).
Tales son los títulos incomunicables que tiene Cristo para sentarse a la diestra del Padre. Pues esos mismos son, guardada la proporción debida, los que María tiene. También Ella está tanto más elevada sobre los ángeles y los hombres, cuanto el nombre que heredó es más alto que el nombre de todos. Porque, ¿a cuál de los ángeles, a qué criatura dijo nunca el Hijo de Dios: Tú eres mi Madre; hoy he sido engendrado de ti?. Todos son ministros; Ella sola, aunque se dió a sí misma el nombre de esclava, puede decir a Cristo, Señor de todos: Yo soy tu Madre, y tú eres mi Hijo. Así, pues, ¿a cuál de los ángeles o de los hombres ha dicho Jesucristo, con la misma verdad y la misma propiedad que a esta Virgen dichosa: Siéntate a mi diestra, comparte mi trono, mis bienes y todo e1 esplendor, el poder y el gozo de mi Humanidad?
María está sentada a la derecha de su Hijo. Así, pues, participa inmutablemente de todos sus bienes, de su beatitud, de su grandeza, de su poder. Comunión de beatitud, de grandezas y de poder que es en la Madre, respecto del Hijo, lo que es en el Hijo, considerado según su naturaleza humana, respecto del Padre: inferior y dependiente; inferior, porque la maternidad divina, que es el título de esa gloria, no iguala al privilegio de la unión personal con Dios; dependiente, porque, si todos los dones de la Humanidad de Cristo nacen, como de su fuente, de la divinidad del Padre, del mismo modo todo le viene a María de los méritos de Dios hecho hombre. Pero, al mismo tiempo, esta comunión de privilegios con Jesús glorificado sobrepuja inmensamente a toda comunicación hecha a las otras criaturas, aun a las más perfectas. De igual modo, pues, que el sentarse a la diestra del Padre es propio únicamente de Dios hecho hombre (Hebr., I, 13), así también es privilegio singular de María el estar sentada a la diestra de Jesús en una categoría a la cual ninguna otra criatura será jamás admitida. Por lo cual, si Jesucristo es Rey y Rey de reyes, su Madre puede reclamar legítimamente el título de Reina.
De aquí que por doquier resuena este cántico de alegría, de respeto y de amor: "Reina del cielo, alégrate. Salve, Reina y Madre de Misericordia. Regina coeli laetare. Salve Regina, mater misericordiae." ¿Dónde no se invoca a María con el nombre de Nuestra Señora, nostra Domina, título equivalente al de Reina?
Y cuando, con la Iglesia, le damos esta alabanza, no hacemos sino repetir lo que nos enseñaron los antiguos Padres de la Iglesia. San Efrén la saludaba como "Reina de todos los seres, nuestra gloriosísima Señora, aquella cuyos servidores y clientes somos todos; cetro que a todos nos rige y gobierna" (
de SS. Deigen laudibus, Opp. III (graece), pp. 575, 676). Y San Pedro Crisólogo, comentando aquellas palabras del Angel: "No temas, María", dice: "Gabriel, antes de exponer su embajada, anuncia a María su dignidad con el mismo nombre: porque María, en hebreo, se traduce por Señora y Soberana" (Serm. 142 P. L. LII, 579). Según San Tarasio, es la "Reina de todas las cosas" (hom. in SS. Deip. praesent., n° 9 P. G. XCVIII. 1492). Según San Juan Damasceno, su Asunción gloriosa "la puso en posesión de los bienes de su Hijo para que reciba los homenajes de toda criatura..., porque el Hijo sometió a su Madre todos los seres creados" (hom. in Dormit, B.V.M. n. 14 P. G. XCVI, 741). "Sí —dice en otro lugar, Ella es verdaderamente Soberana de toda criatura, desde que el Creador la hizo su Madre" (Ibídem. de Fit Orth L. IV. c. 14 P G.. XCIV, 1157).
Es Reina, como es Esposa, Hija y Madre, es decir, Reina única. No olvidamos que hay en el cielo otros reyes y reinas. ¿Acaso no dijo San Juan de todos aquellos "cuyos nombres están escritos en el libro del Cordero, que el Señor Dios los iluminará con los rayos de su rostro, y que reinarán por los siglos de los siglos"? (
Apoc., XXI, 27; col XXII, 4, 5: III. 21). ¿No es ésta una de las razones por las cuales se llama al Hijo del hombre Rey de reyes y Señor de señores; Rey cuyos fieles servidores son otros tantos reyes? (Apoc.. XIX, 16; Col. IV, 2 sq.). Y no es sólo en el Apocalipsis donde los elegidos se nos representan con aparato y pompa de reyes: con corona en la cabeza, sentados en tronos, cerca del Hijo del hombre y reinando con Él; el Evangelio, en más de un lugar, promete esta eterna gloria, fuera de María, a otros muchos. La promete a los Apóstoles (Luc., XXII, 30); la promete a cuantos siguieron el llamamiento del Padre (Marc., X, 40; Luc., XII, 32: etc); y la última palabra que ha de dirigir a los elegidos sobre la tierra es una invitación suprema "a poseer el reino que les está preparado desde el principio del mundo" (Math., XXV, 34).
Sí, por la gratuita munificencia de nuestro Dios, servirle fielmente es reinar. Y, con todo esto, la Bienaventurada Virgen María, su Madre, es por excelencia Reina, la Reina única. ¿Por qué? Porque toda otra realeza del cielo se obscurece y como que se eclipsa delante de la suya y no se puede comparar con ella. Entre los atributos de la soberanía que San Bernardino de Sena señala en el sermón que nos dejó sobre el Glorioso Nombre de María, ni uno hay que no se halle de manera sobreeminente en nuestra Madre. Ella es la única que no está sujeta a otro poder que al imperio de Dios; Ella sola goza de tal sobreabundancia de todos los bienes, que no necesita ayuda ni favor de las criaturas; Ella sola puede derramar con largueza, sin medida, las gracias y mercedes, porque su Hijo posee todos los bienes; Ella solo, en fin, puede autorizar su Realeza con un título incomunicable: el de la maternidad divina (
Bernard. Sen., serm. 3, de Glorioso nomine M., a. 1. Opp. IV, pp. 81, sqq.).
Reina única también, porque todos esos reyes y reinas se proclaman sus inferiores y súbditos.
Es Reina de todos, Regina coeli. Se da el título de rey de la oratoria al que a todos aventaja en el arte de bien hablar. Y, ¿no sobrepuja la Madre de Dios a todos los elegidos, no sólo en mérito y en gloria, sino también en aquello mismo que caracteriza, en cierto modo, la realeza de cada uno de ellos? Más ardiente que los serafines en el fuego del amor santo; más que los querubines, iluminada de luz divina; más poderosa sobre el infierno que las Potestades y las Virtudes de los cielos (
Albert. M., super Missus cat., q. 152. Opp. XX, p. 107); mas Madre del pueblo elegido; más unida con Cristo por los brazos de la sangre que los patriarcas; la primera, sin comparación, entre los Apóstoles, los Evangelistas, los doctores, los confesores, los mártires y las vírgenes.
Es la Reina de todos. ¿No véis a los bienaventurados, después de haber puesto sus coronas a los pies del Rey Jesús, declarando así que toda su gloria les viene de su gloria y a su gloria debe ir (
Apoc., IV, 9, 10); volverse a María para rendirle un homenaje, no igual, pero semejante, porque no hay uno que no le deba su diadema, siendo así que la gracia que los ha coronado, por medio de Ella la recibieron cuando les dió el Salvador?
En una palabra; es Reina de todos, porque no pueden prosternarse delante del Rey de reyes, Jesús, sin contemplar a su lado el trono de su Madre, levantado sobre sus tronos de servidores e hijos adoptivos de Dios, como pide la divinidad de quien es verdadera Madre de Dios. Así, que aquella muchedumbre de cabezas coronadas, no sólo no rebajan con su presencia la grandeza y la gloria de su título de Reina, sino que lo realzan casi hasta lo infinito. ¿No es cierto que Cristo nos parece tanto más grande, más majestuoso, más poderoso, más rey, cuantas más coronas proceden de su corona y más cetros se humillan ante su cetro? Por esto mismo, la realeza de María resplandece con brillo inefable. Hermoso es, sin duda, reinar sobre millones de súbditos, mayormente cuando éstos aman y respetan; pero tener una corte donde el número de reyes se cuenta por el de los súbditos, ¿no es un triunfo sin semejante? Pues tal es el triunfo de María.
Estas explicaciones de la primera fórmula, si bien lo miramos, bastan para entender la segunda, María, se nos dice, constituye en el cielo un orden aparte, un orden sobre todos los órdenes de todos los predestinados. Ella, por sí sola, es su coro y su jerarquía.
No hace al caso exponer ahora la doctrina común, que distribuye los espíritus angélicos en tres jerarquías, cada una de las cuales contiene un número igual de órdenes o de coros, escalonados unos sobre los otros; menos aún intentaremos resolver la cuestión de si los hombres formarán en el cielo una jerarquía propia, o serán incorporados, según sus méritos, a las legiones de los espíritus celestiales. La opinión más general, y la que parece más sólida, es la que admite esta incorporación. En efecto, lo que constituye la diversidad de las jerarquías y de los órdenes angélicos no es tanto la perfección de la naturaleza como la excelencia de la gracia: de donde se sigue la diversidad de funciones y de oficios. Ahora bien: si los hombres, aun glorificados, son inferiores a los ángeles en cuanto a la naturaleza, nada impide que los aventajen en mérito y en gracia. Y esto basta para justificar su admisión en las falanges celestiales. Asi, con esta incorporación, repararán los vacíos que la rebelión primitiva dejó en el cielo, cuando Lucifer y sus cómplices fueron echados de él y precipitados en el abismo (
Cf. S. Thom., 1 p., q. 108, a. 8, cura antec. et S. Bonac., in II, d. 9, a. 1, q. 1).
¿Quién no ve manifiestamente, después de lo que dejamos dicho, que la Madre de Dios no entra en orden alguno y sobrepuja a todas las jerarquías angélicas? Ya la miréis con relación a la gracia, ya la consideréis respecto a las funciones de que está investida en el reino de Dios, sobresale en todo y por todo.
Pero, resuelta esta primera parte de la cuestión, ¿es forzoso reconocer que, no perteneciendo María ni a orden alguno, ni a ninguna jerarquía de los predestinados, forma por sí sola una jerarquía distinta y superior, la segunda después de la Trinidad? No; respondemos. Y fundamos nuestras respuesta en la doctrina del Areopagita y de Santo Tomás, su intérprete más ilustre. En efecto, la jerarquía, el principado sagrado, según la propiedad de la palabra, encierra dos elementos esenciales, que son: pluralidad y subordinación, pues no otra cosa es la jerarquía que una multitud ordenada debajo de una autoridad común. Por esto, los dos insignes doctores que hemos citado no quieren que se hable de una jerarquía increada; porque, si bien en la Trinidad divina hay pluralidad, orden de naturaleza, la igualdad perfecta entre las personas en la unidad de una misma naturaleza excluye toda su subordinación propiamente dicha (
San Thom., 1 p. q. 108, a. 1. Cf. Dionys, de Coel. Hierarchia, c. 3). Pues con harta más razón, faltando a la vez a la Reina del cielo los dos elementos constitutivos de la jerarquía, sería notoria impropiedad el considerarla como una jerarquía completa y separada.
¿Qué diremos, pues, entonces? Lo que en el fondo quieren significar los que emplean esta manera de expresarse; lo que San Bernardino de Sena dijo, más acertadamente, cuando escribió de la Virgen que, presupuesta su dignidad de soberana de todas las criaturas y de Madre de Dios, "constituye por sí misma un grado, una categoría, un estado (statum) a los cuales no permite la recta razón que ninguna otra persona creada pueda ser convenientemente admitida, porque esta categoría, este grado, esta condición excluyen toda pluralidad: tan incomunicable es la dignidad de esta Virgen. En efecto, así como no conviene que haya varios Cristos, ni más de un Hombre-Dios, así no debe haber más de una Madre de Dios según la naturaleza" (
San Bernard. Sen, serm. 3 de Glor. Nomine Mariae, a. 2, c. 1. Opp. IV, p. 82).
Santo Tomás, en el texto de la Suma Teológica, al cual hemos aludido, después de haber asentado que la jerarquía, es decir, el principado sagrado, comprende "al príncipe y a la muchedumbre ordenada bajo el príncipe", prosigue en estos términos: "Ahora bien: como no hay más que un Dios, Rey supremo, no solamente de los ángeles, sino de toda criatura racional, es decir, de toda criatura capaz de participar de las cosas sagradas, tampoco no hay más que una jerarquía universal..."; la cual no excluye, sin embargo, las jerarquías particulares, como tampoco en un reino son incompatibles los cuerpos y gobiernos distintos con la subordinación común de todos bajo la autoridad del jefe supremo. ¿Por qué no decir de María que, por su dignidad trascendental y por, su influencia sin límites, está, después del Dios hecho hombre, a la cabeza de la jerarquía universal para ejercer en ella, de manera sobreexcelente, las tres funciones de los Jerarcas sagrados, purificando, iluminando y perfeccionando a los siervos y a los hijos de Dios, que son también los suyos? Pero estos conceptos serán expuestos más largamente, cuando hablemos de la Madre de los hombres.

III. Hemos dicho que, para María, sentarse como Reina en un trono a la diestra de Dios hecho hombre es participar, en una medida incomunicable, de su gloria, de su beatitud y de su poder. Tiempo es ya de explicar esta triple prerrogativa. Mas no nos alargaremos, ni sobre la gloria, ni sobre el poder de la Madre de Dios, porque entrambos pertenecen a nuestra segunda parte. Entonces será ocasión de tratar, tanto del culto debido a la Santísima Virgen, como de la manera en que Ella concurre a la salud de los predestinados: dos asuntos a los cuales se refiere naturalmente todo lo que se podría decir aquí de su gloria exterior y de su poder cerca de Dios. Queda, pues, la beatitud. Pero de ella tampoco hablaremos, sino brevemente, por dos consideraciones.
Primeramente, por nuestra impotencia para describir las perfecciones con que la sabiduría, la omnipotencia y el amor de Dios la han enriquecido en su cuerpo y en su alma, adorno más que regio de la Hija, de la Esposa y de la Madre. Aunque fuera cuestión del menor de los elogios, de un niño que no puede presentar en el tribunal de Dios más títulos que la gracia y la inocencia de su Bautismo, San Pablo mismo, el Apóstol arrebatado hasta el tercer cielo e instruido por el mismo Cristo para hablar de sus misterios, se declararía incapaz de concebir y de expresar la felicidad que le espera (
I Cor., II. 9). ¿Qué temeridad no sería, pues, querer explicar el peso inmenso de la gloria reservado por el Señor a la Reina de los predestinados, a su Madre?
Otra consideración que nos detiene es que para declarar convenientemente de esta materia sería preciso exponer todos los elementos de la bienaventuranza, antes de mostrar su perfecta realización en María: cuestiones harto extensas para recibir aquí las soluciones que requieren
. Rogamos, pues, al lector que recuerde o que lea lo que la teología católica enseña de la felicidad de los Santos, y luego se diga: de igual modo que la gracia de María sobrepuja la gracia de la muchedumbre innumerable de los elegidos, así la gloria de esta divina Virgen es superior a toda gloria creada; porque la gloria responde a la gracia como el fruto a la semilla.    
No es raro ver que se dan como medida de la gloria de María el número incalculable y la perfección sobreeminente de sus méritos. De cierto, quien sepa meditar el valor y continuidad de las obras santas que la Virgen Santísima ofrecía a Dios en el transcurso de su larga vida, tendrá con eso bastante para quedar maravillado y confuso. Pero, con todo, esa medida es inadecuada; porque el crecimiento espiritual no tiene por única causa el mérito personal ; de otro modo no habría sitio en el cielo para esos millones de niños que mueren regenerados por el Bautismo, pero sin haber hecho obra alguna meritoria. La gloria, repetimos, responde a la gracia, y la gracia es primero infundida en el alma independientemente de todo mérito, y la doctrina católica nos la muestra desarrollándose aun sin el mérito, o, por lo menos, en proporción mayor de la que el mérito reclama. Esto es lo que enseñan los teólogos con su célebre distinción entre el opus operantis y el opus operatum, y ya hemos visto los incalculables aumentos de gracia y santidad que de esta manera recibió la Virgen Santísima. Más propio sería decir que la medida de la gloria de María se ha de buscar en su maternidad; porque uno y otro modo de crecimiento espiritual tiene su razón primera en la divina maternidad. 
Nos contentaremos con indicar sumariamente algunos puntos de mayor importancia.
La bienaventuranza del alma, en su completo desarrollo, consta de tres actos igualmente durables, o, mejor dicho, igualmente eternos: ver a Dios, amar a Dios, gozar de Dios. Videbimus, amabimus, gaudebimus, dijo el gran San Agustín. Ahora bien: en cuanto a estas tres operaciones vivificantes, María no es sobrepujada sino por Dios hecho hombre, y no es igualada por persona alguna inferior a Él.
Su visión excede a todas las demás, tanto en intensidad, como en extensión. En intensidad, porque tiene por medida la perfección de la luz de la gloria, y ésta responde a la perfección de la gracia. Así, pues, cuanto más elevada está la Virgen en la gracia, tanto más penetra su mirada en los abismos luminosos del ser divino.
La misma visión sobrepuja a todas en extensión, conforme tendremos ocasión de explicar largamente en la segunda parte de nuestra obra. Notemos aquí solamente que en los misterios de la naturaleza y los de la gracia nada hay oculto para María. Aún más: algunos teólogos, como Suárez, estiman "piadosa y probable" la opinión según la cual María contempla en el Verbo, por la misma intuición que le revela las profundidades de Dios, todo lo que Dios mismo conoce con su ciencia de visión; por consiguiente, todos los seres distintos de Dios, de cualquier naturaleza que sean. Suárez no exceptúa sino lo que pertenece singularmente a la Humanidad de Cristo; por ejemplo, los pensamientos íntimos del Hombre-Dios; porque "no pertenece al inferior el leer así libremente en el corazón del Superior", a no ser que éste quiera revelar él mismo lo que en sí encierra (
Suárez, de Myster. vitae Christi, D. 21. S. 3, § 8, Exhis....). Pero, ¿hacia quién se inclinará Cristo para decirle sus secretos más íntimos, sino hacia su Madre amantísima y amadísima?
Y el amor beatífico responde al conocimiento. Lo que no es ley en el destierro, lo es en la patria. Estos dos actos van juntos en la unidad de una misma perfección en el seno de la Trinidad beatísima, de tal modo, que si Dios es por esencia la infinita comprensión de sí mismo, es también el amor infinito de sí mismo. El Verbo infinitamente perfecto tiene por término el amor personal en todo igual a él. Por consiguiente, como la imagen es conforme a su ejemplar, la misma ecuación se verifica en cada uno de los elegidos. ¿Concebís ahora el impetuoso anhelo de amor con que María se lanzará perpetuamente hacia aquella Hermosura amabilísima y amantísima, tan perfectamente conocida? Cierto, María la amaba ya en el destierro más y mejor que los predestinados la aman en la patria (
San Fr. de Sales., Trat. del amor de Dios, L. 3, cc. 7 y 8); pero hoy, que ve con luz incomparable más clara y más viva este océano de bondad, nada puede expresar la inmensidad de su amor. Ahora bien: amando a Dios ama con el mismo acto, en Dios y por Dios, y con el orden mismo con que Dios las ama, a las criaturas de Dios, y en particular a aquellas que recibió por hijos de adopción.
¿Hablaremos ahora de su gozo? El gozo procede del amor, como un efecto de su causa (
San Thom., 2-2, q. 28, a. 1). El gozo es como la hartura del amor. ¿Por qué esa alegría de corazón al saber cualquier acontecimiento feliz que ha ocurrido a tal persona? Porque la amáis. ¿Por qué esa alegría cuando la volvéis a ver y podéis vivir familiarmente con ella, después de una larga y dolorosa separación? Por eso también: porque la amáis. Esto enseña el Doctor Angélico en el lugar poco ha citado: "El gozo nace del amor, o viene por causa de la presencia del objeto amado, o porque la persona amada entra en posesión o goza con seguridad de su propio bien". He ahí —continúa— por qué el gozo espiritual es en nosotros fruto de la caridad: "porque la caridad, por una parte, es el amor de Dios, cuyo bien es inmutable como es infinito, puesto que Dios es asimismo su propia bondad; y, por otra parte, Dios, por eso mismo que es amado, está presente en aquel que lo ama, según la sentencia del Apóstol: El que permanece en caridad vive en Dios, y Dios en él" (Joan., IV, 10). Y por esto mismo, el gozo de la Virgen Santísima es ya un gozo sin medida.
No digáis que el bien de Dios, causa primera de esta alegría, no ha cambiado con su entrada en la gloria, y que, por otra parte, la caridad que hace que Dios le esté presente en la gloria es la misma que Ella tenía aquí abajo, en los últimos días de su vida mortal. Quien eso dijese, demostraría no haber entendido el razonamiento de Santo Tomás. No; el bien de Dios no es ya para María lo que era entonces. Sin duda, sabía que era infinitamente hermoso, infinitamente bueno, infinitamente perfecto, y nadie había apreciado nunca tanto como Ella aquel bien conjunto de todos los bienes, en que consiste la riqueza incomprensible de Dios. Pero, ¡cuánto mejor ve en la claridad que la inunda lo que es en sí misma esta insondable perfección del Dios de su corazón! ¡Cuánto más radiante y embelesadora se presenta a sus ojos la Sagrada Humanidad de Jesús! Por tanto, aunque los tesoros infinitos de amabilidad encerrados en el seno de Dios no han tenido aumento en sí mismos, se han más que centuplicado para María, gracias a la perfección de la visión cara a cara que le despliega, digámoslo así, ante sus ojos toda la inmensidad de las riquezas de Dios.
Cierto también que antes la caridad le hacía presente el bien de Dios. ¿Quién lo llevó nunca como Ella en el espíritu y en el corazón? Pero esta presencia, por íntima y sensible que fuese, era todavía la ausencia, porque la Virgen aún estaba entonces en camino; porque aún deseaba la disolución de su cuerpo para estar en Cristo; porque para Ella, como para todo justo de la tierra, morir fue ir a Dios, comoquiera que la visión sola de Dios basta para consumirnos en la presencia de Dios.
Cierto, en fin, que su amor de Dios había adquirido su último srecimiento cuando llegó para Ella la hora de la libertad; pero si la caridad, considerada como hábito o principio de amar, sigue siendo, al entrar en el cielo, lo que había sido en la tierra, el acto de amor adquiere un vigor, un ímpetu, una fuerza que debe a la perfección del conocimiento, porque sólo la intuición permite a la divina bondad ejercer plenamente todo su poder de atracción.
Hemos hablado de la felicidad que le viene a María de su amor de Dios. Pero aún hay para Ella otras fuentes de gozo. No olvidemos que el Hijo del hombre, que reina en lo más alto de los cielos, la llama su Madre; y lo es, en efecto. No olvidemos tampoco lo que dijimos del recíproco amor que se tienen, y entenderemos las delicias que han de producir en el corazón de María la contemplación de tal Hijo, los familiares coloquios de entrambos, las divinas caricias y los besos dulcísimos que de Él recibe. Recordemos, en fin, que los elegidos de Dios son también hijos de María; hijos tan amados, que por ellos entregó su Unigénito a la muerte más espantosa; y aunque no tuviera otro gozo que el que le causa la eterna bienaventuranza de éstos, se tendrá por muy contenta, y bendeciría a Dios por haberla hecho la más dichosa de las Madres.
Si hubimos de ceñirnos al tratar de la beatitud del alma, no fue con la esperanza de poder extendernos al tratar de la bienaventuranza del cuerpo: las mismas dificultades se nos ofrecen. La bienaventuranza corporal de los elegidos puede considerarse de dos maneras: en cuanto al ser y en cuanto a la actividad vital. Al ser se refiere lo que se ha convenido en llamar dotes de los cuerpos gloriosos; a la actividad vital, las operaciones en que se ejercitará la perfección propia de cada uno de los sentidos.
Ahora bien: en todo esto María conservará su preeminencia de Reina y de Madre. Descubrid, si podéis, los esplendores y las delicias de la humanidad sensible de nuestro Salvador, y os diremos, siquiera sea balbuceando, lo que es hoy el exterior en María; porque Ella es en el cielo el más perfecto traslado de Jesús glorioso. O bien, si os parece empresa menos desproporcionada a vuestra flaqueza, descubrid las bellezas y la divina embriaguez de su alma bienaventurada, y nos serviremos de ello para pintaros la radiosa aparición que Ella ofrece a los Santos con su carne angelizada, puesto que esta carne es viva y fiel expresión del alma, toda penetrada de su influencia, en perfecta consonancia con ella.

IV. Cosa frecuentísima es ver aplicadas a María, en su Asunción, estas palabras del Cantar de los Cantares: "He aquí que mi Amado me llama. Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven. Ven del Líbano, esposa mía; ven y serás coronada" (
Cant., II, 10; IV, 8). Tal fue la invitación que Jesús hizo a su Madre cuando esta Virgen, muriendo de amor, iba a elevarse de la tierra al cielo, apoyada en su Amado. ¿Por qué habla Jesús de coronación? ¿Por ventura no era ya Reina María? ¿Acaso no llevaba en su frente la diadema de su maternidad, de sus virtudes, de sus méritos y de su poder? Sin duda alguna; y, con todo, esta es la hora en que ha de ser coronada.
Va a serlo, porque todo lo que constituye su realeza recibe hoy su glorioso y final complemento: complemento de poder, complemento de luz, complemento de bienaventuranza, complemento también de gloria y de inmortalidad en todo su ser. Va a serlo, sobre todo, porque sus privilegios brillan de aquí adelante con esplendor sin igual, ante las miradas de los ángeles y de los hombres. Hasta ahora había sido una Reina oculta bajo un doble velo: el velo de su humildad, que le hacía guardar en su corazón el secreto del Rey celestial y no le permitía mostrar a los ojos de los mortales sino a la esclava del Señor; el velo que Jesús mismo había tendido sobre su Madre en los días de su vida mortal, cuando la conservaba encerrada en el humilde Nazareth, cuando delante de las turbas no le daba el nombre de Madre, cuando la llamó en su seguimiento a compartir las ignominias de su Pasión, cuando, volviendo al cielo, la dejó sola en la tierra, tan pequeña a los ojos de los hombres, que al recorrer las historias dijérase que nada significaba en el mundo. Pero hoy, ¡qué cambio tan maravilloso! Cambio durable y eterno. Cristo, en presencia del cielo entero, la llama mi Madre, y quiere que todo se incline delante de Ella: obligación, en verdad, dulcísima para el mundo de los elegidos; porque ¿no es, por ventura, deliciosísima fiesta el contemplarla en su trono de gloria, el encontrar su mirada, el acceder a sus menores deseos, el sentir el corazón derretirse de amor y de admiración delante de Ella?
Y he aquí que también la tierra se une a los venturosos moradores del cielo; María no será ya olvidada. Donde quiera que se predique el nombre de su Hijo, se celebrará su nombre, hasta el día en que llegue la completa y eterna revelación; entonces no habrá sino un inmenso y perpetuo Ave entre la multitud de los hijos de Dios reunidos delante del trono de la Madre de Dios y Madre suya.
¡Oh, María! Dígnate escuchar nuestra humilde plegaria, la plegaria de los que aún estamos en el destierro, lejos de ti. Vuelve hacia nosotros tus ojos misericordiosos; hacia nosotros, que gemimos, apartados de ti, en este valle de lágrimas. Muéstranos algún día tu rostro, y resuene tu voz en nuestros oídos; porque esa voz es dulcísima, y su rostro, la misma hermosura (
Cant., II, 14).
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

lunes, 25 de junio de 2012

LOS DECRETOS DEL CONCILIO LATINOAMERICANO (X)


TITULO III
DE LAS PERSONAS ECLESIÁSTICAS
 Capítulo XIV
De los Regulares.

289. A nadie se oculta «que donde quiera que la Iglesia Católica goza de libertad, las Ordenes religiosas se forman espontáneamente: ellas existen y nacen de la Iglesia como el árbol de la raiz, y son como las tropas auxiliares, muy necesarias en nuestros días, cuya actividad y trabajos, tanto en el desempeño de los ministerios sagrados, como en las obras de caridad, deberán utilizar los Obispos» (Leo XIII. Epist. Perlectae, 22 Oct. 1880). Por lo cual «nos duelen las injurias y daños causados a las religiosas familias de las Ordenes regulares, que fundadas por santísimos varones, contribuyen al provecho y decoro de la Iglesia Católica, han sido siempre muy útiles a la misma Iglesia y al Estado, y en todos tiempos han sido beneméritas de la Religión, de las buenas artes y de la salud de las almas» (Leo XIII. Litt. Apost. Dolemus, 13 Iul. 1886) de lo cual ofrece un nobilísimo ejemplo, y una prueba evidente, toda nuestra América, engendrada a Cristo y a la Iglesia, é iniciada en la cristiana civilización, principalmente por las familias religiosas.
290. La abolición de los Regulares, tan decantada hoy día por los enemigos de la Iglesia «asesta un golpe al estado de pública profesión de los consejos evangélicos; hiere un modo de vivir recomendado en la Iglesia como conforme con la doctrina Apostólica; ofende a los mismos insignes fundadores, que nada menos que inspirados por Dios instituyeron sus asociaciones» (Pius VI. Litt. Apost. Quod aliguantulum, 10 Martii 1791 (Acta Pii VI pro Gallia, I, pág. 108))
291. Pero al mismo tiempo que con las debidas alabanzas celebramos los ínclitos méritos de los Regulares y la santidad de su institución, y recordamos con ánimo agradecido los beneficios que de ellos recibimos en nuestros países, los exhortamos en el Señor a que se empeñen en avanzar con presteza por la senda de la justicia y de la perfección, seguros de las bendiciones del cielo, y de la estima y protección de los Obispos de la América Latina. Recuerden todos los Regulares, y especialmente los Superiores, y observen con exactitud este saludable precepto del Concilio Tridentino: «No ignorando el Santo Concilio cuánto esplendor y utilidad resultan a la Iglesia de Dios de los monasterios piadosamente establecidos y rectamente administrados, ha juzgado necesario mandar, para que con más facilidad y madurez se restaure la antigua disciplina regular donde se hubiere relajado, y con mayor constancia persevere donde se ha conservado, y manda por este decreto, que todos los Regulares, asi hombres como mujeres, arreglen y sujeten su vida a lo prescripto por la regla que han profesado; y que ante todo, observen con fidelidad cuanto atañe a la perfección de su profesión, como son los votos de obediencia, pobreza y castidad, y los votos y preceptos peculiares de alguna regla y Orden pertenecientes a su esencia respectivamente, y a la conservación de la vida, mesa y vestido comunes; y que los Superiores desplieguen todo empeño y diligencia, tanto en los Capítulos generales y provinciales como en sus visitas, que no dejarán de hacer en sus debidas épocas, para que no se aparten de su observancia» (
Conc. Trid. sess. 25, cap. 1 de regular. Decretos del Concilio).
292. Para que no suceda que, con ocasión de las supresiones por parte del Gobierno, que lamentamos que más de una vez se hayan decretado aun en nuestros paises, con gran perjuicio de las almas y aun de la pública prosperidad, los Religiosos pierdan el espíritu de su Orden, y resulte fallida la esperanza de un restablecimiento futuro, todos los Obispos y Superiores Regulares tendrán presentes las siguientes declaraciones de la Santa Sede:
I. Se procurará con empeño «que los Regulares expulsados de sus propias casas, sobre todo si son clérigos profesos, no pudiendo ser recibidos en otro convento, se recojan en alguna casa a propósito, que designará el Superior; y en ella sigan observando la regla que han profesado, del mejor modo que se pueda, prohibiéndose a cada uno el irse a otra parte sin la licencia debida» (S. Poenit. 18 april, 1867 (Coll. ins
truct. et Decl. Sacr. Rom. CC. pro Italiae Regul. supressis, pag. 7))
II. «Se procurará, igualmente que también aquellos Regulares que se ven obligados a vivir fuera del claustro y aun de aquellas casas, como secularizados ad tempus, permanezcan fieles a su vocación y guarden del mejor modo que pudieren, los votos solemnes con que se consagraron a Dios. Por lo cual la Sagrada Penitenciaria declara a todos los Superiores Regulares, que su jurisdicción sobre sus subditos suprimidos no ha cesado en modo alguno, aunque estén viviendo fuera del claustro. Porque, aunque cada Regular que vive extra claustra, por lo que toca al gobierno y a la disciplina eclesiástica, no está exenta de la jurisdicción del Ordinario del lugar en que vive; por lo que toca a la disciplina regular, y a las obligaciones que dimanan de la profesión religiosa, y son compatibles con su nuevo género de vida, está obligado a sujetarse y a obedecer a sus propios Superiores» (
S. Poenit. ibid.).
III. «Decreta que dichas casas, siempre que en ellas vivan a lo menos tres Regulares de los cuales uno siquiera sea Sacerdote, están sujetas a la jurisdicción del ministro Provincial y serán gobernadas por el peculiar Superior que se nombre al efecto» (
S. Poenit. Ibid. pag. 8).
IV. Si por destierro u otras causas, algún Religioso tiene que permanecer fuera del territorio de su Provincia regular, no por esto queda exento de la jurisdicción de su Orden, como declaró expresamente la Santa Sede con estas palabras: «La Sagrada Congregación encargada de la Disciplina Regular ha decretado, que todos los Religiosos profesos sin excepción, de cualesquiera Orden, Congregación, Sociedad o Instituto, y de cualquier grado o condición, mientras por razón de las presentes circunstancias, como hemos dicho, tuvieren que vivir fuera de los confines de su Provincia regular, o en Otra parte, estén sujetos a la inspección y jurisdicción del Provincial territorial; quien cada año, y siempre que se le pidiere, dará cuenta de su vida y costumbres al respectivo Provincial; y los contendrá en sus deberes con potestad delegada y plena» (
Decret. 5 Aug. 1872 (ibid. p. 28)).
V. Por último, sepan todos aquellos a quienes toca «que no hay que abandonar los monasterios y las casas religiosas, si no hay coacción y peligro proximo de violencia, y en este caso deberán protestar previamente los Superiores, si les parece conveniente» (S.Poenit. 28 junii 1866 (ibid. pag. 2))
293. Por tanto, si, lo que Dios no quiera, algunos Religiosos suprimidos civilmente, engañados por el infausto anhelo de libertad e independencia, con pretexto de la supresión, rehusaren la obediencia debida a sus superiores, o invocando la exención, osaren sacudir el yugo de la vigilancia y autoridad espiscopal, serán primero seriamente amonestados, y luego castigados con las debidas penas canónicas, conforme a derecho; por lo cual encarecidamente suplicamos a los Obispos y a los Prelados regulares, que sostengan enérgicamente la autoridad y potestad, los unos de los otros.
294. Procuren, por tanto, con todas sus fuerzas la conservación y restablecimiento de las casas é Iglesias regulares, tanto los Prelados religiosos, como los Ordinarios locales. No excusaría su negligencia, el argumento sacado de la relajación de la disciplina en alguna familia regular. A esta objección con gran sabiduría ha contestado Pío VI diciendo: «Y por esto se han de abolir las Ordenes religiosas? Oigase a este propósito lo que en el Concilio de Basilea objetó a Pedro Bayne, que atacaba a los Regulares, Juan de Polemar. Este no negó que hubiera muchas cosas entre los Regulares que necessitaban reforma; pero añadió que aunque en los Religiosos hay en nuestros días mucho que necesita ser reformado, como en las demás clases de la sociedad, no obstante, ilustran a la Iglesia con su predicación y doctrina: y ningún hombre prudente, hallándose en un recinto obscuro, apaga la lámpara porque no da buena luz, sino que procura arreglar el aceite y la mecha lo mejor que puede. Porque más vale que alumbre un poco aunque ofuscada, que no el que se apague por completo» (
Pius VI. Litt. Quod aliquantulum, 10 Martii 1791 (Acta Pii VI pro Gallia, I. pag. 107))
295. Reconocemos de buena gana la exención religiosa «cuya utilidad está probada por las sanciones eclesiásticas, y la larga experiencia de muchos siglos y por el odio mismo con que la atacan los herejes y los incrédulos (
Gregorius XVI. Cfr. epist. Archiep. Mechlinien. 15 Ian. 1836. Vid. Collect. Lacens. tom. III. p. 563) moderada por las limitaciones y prescripciones canónicas». Nuestro Santísimo Padre León XIII aduce la causa y razón de la misma en la Constitución Romanos Pontífices (Edita VIII Idus Maii 1881. V. Appen. n. XLVI), diciendo: "Para que en las Ordenes religiosas todas las cosas estuvieran compactas y en su lugar, y cada miembro llevara una vida pacífica e igual; como también para mirar por el incremento y perfección de la vida religiosa, no sin razón los Romanos Pontífices, a quienes toca fijar los límites de las diócesis y señalar a cada uno los subditos a quienes ha de gobernar espiritualmente, declararon el Clero Regular exento de la jurisdicción episcopal. No fue la causa de esta exención, el que se opinase que las comunidades religiosas fuesen de mejor condición que el clero secular; sino que sus casas se considerasen, por ficción jurídica, como territorios segregados de las mismas diócesis... Pero como en realidad viven dentro de los límites de las diócesis, se ha templado la fuerza de este privilegio, de modo que la disciplina diocesana quede intacta; y por tanto, el clero regular está sujeto en muchas cosas a la potestad episcopal, ordinaria ó delegada».
296. Para quitar de enmedio las principales dificultades y las interpretaciones poco rectas del derecho, y para mejor distinguir los derechos de uno y otro clero, secular y regular, y tener una regla más segura, hemos alcanzado de N. Smo Padre el Papa León XIII, la extensión a toda la América Latina de la citada Constitución Romanos Pontífices, de 8 de Mayo de 1881, expedida por Él mismo para los Regulares de Inglaterra, y extendida después a otros muchos países, aun en América.
297. Por consiguiente, conforme a esta Constitución, se tendrá entendido «que los Regulares que viven en las casas de las Misiónes (y por tanto en las casas parroquiales de religiosos) están exentos de la jurisdicción del Ordinario, ni más ni menos que los que moran en el claustro, salvo en los casos nominalmente exceptuados en el derecho, y en general, en todo lo que concierne a la cura de almas y a la administración de los sacramentos» (
Leo XIII. Const. Romanos Pontífices)
298. «Todos los rectores de Misiones (y por consiguiente todos los párrocos) están obligados ex officio a asistir a las conferencias del clero; y al mismo tiempo declaramos y mandamos, que concurran a las mismas también los vicarios y demás religiosos, en el goce de las licencias que se acostumbran conceder a los misioneros, que viven en los hospicios y pequeñas casas de las misiones». En cuanto a los Sínodos diocesanos hay que atenerse a los decretos del Concilio de Trento. Y acerca de los decretos de los Sínodos, hay que tener esto presente: "Pueden los Regulares apelar a la Santa Sede sólo in devolutivo, sobre la interpretación de los decretos que por derecho común, ordinario o delegado, alcanzan también a los religiosos; por lo que toca a la interpretación de los demás decretos, también in suspensivo» (
Const. Romanos Pontífices).
 299. Por lo que toca a la desmembración de una parroquia: «Si se trata de una verdadera parroquia de antigua o de reciente fundación, no hay duda que no puede el Obispo violar los cánones», y por consiguiente puede el Obispo dividir las parroquias, pero observando la forma del Concilio de Trento. En cuanto a las misiones que no son parroquias propiamente dichas, se guardará la forma del Ier Concilio Provincial de Westminster. (Const. Romanos Pontífices).
 300. Los cementerios y lugares píos, comunes a la multitud de los fieles, de seguro «que están sujetos a la jurisdicción del Ordinario, y por tanto está el Obispo en su pleno derecho al visitarlos». Consta igualmente que el Obispo tiene derecho de visitar en todo y por todo las escuelas de pobres en las Misiones y parroquias regulares, ni más ni menos que en las seculares. «Otra cosa sucede con las demás escuelas y colegios, en que los Religiosos, conforme a las reglas de su Instituto, educan a la juventud católica; pues en estas, es justo, y Nós lo queremos, que permanezcan firmes e intactos los privilegios que les ha concedido la S. Sede Apostólica» (Const. Romanos Pontífices)301. «No es licito a los Religiosos hacer nuevas fundaciones, edificando nuevas Iglesia, o abriendo conventos, colegios o escuelas, sin previa y expresa licencia del Ordinario local y de la Silla Apostólica». Por último, tocante a los bienes que se dan a los Regulares, no en su calidad de Regulares, sino en favor de la Misión (ó parroquia) hay que atenerse a las normas del citado Concilio de Westminster, teniendo presente lo mandado por la referida Constitución Romanos Pontífices.
302. Sepan los Regulares que no pueden, sin dispensa de la Sede Apostólica, aceptar nuevas parroquias; y en cuanto a las que posean legítimamente, se observarán las prescripciones canónicas, y en especial las Constituciones de Benedicto XIV Firmandis de 1744 (V. Appen. n. XIII.), y de León XIII Romanos Pontífices de 1881. (Appen. n. XLVI)
303. En cuanto a las ordenaciones de Regulares y a su expulsión del propio Instituto, obsérvense al píe de la letra los mandatos Apostólicos, particularmente el decreto Auctis admodum de la S. Congregación de Obispos y Regulares, de 4 de Noviembre de 1892 (
V. Appen. n. LXXXVI). Exhortamos a todos los Ordinarios a que siempre que se les presente algún Regular con el fin de obtener la secularización, procuren con serias observaciones apartarlo de su propósito; en la inteligencia que nunca, o casi nunca, se alegan legítimas causas: no hagan nada, por consiguiente, sin haber antes pedido el parecer del Prelado regular. No den a los secularizados cura de almas ni licencias de confesar, sin tomar las debidas precauciones y consultar a su antiguo superior; y siempre que se pueda, traten de colocarlos en lugares donde no tenga casas la Orden de que salieron, no sea que debiliten la vocación de alguno de sus compañeros, o cause extrañeza en el pueblo.
304. Fuera de los casos mencionados, los Regulares están sujetos a los Obispos en otras muchas cosas, de las cuales hemos extractado algunas que insertamos en el Apéndice: (V. Appen. n. CXXX). Esto ha de entenderse de todos los Regulares en general, y según las instrucciones, declaraciones y decretos de la Santa Sede; salvos los privilegios especiales que tal vez se hayan concedido de cierto a algún Orden, provincia o monasterio , de que hemos puesto algunos ejemplos en el Apéndice. En toda esta materia no valen presunciones, sino que se necesitan pruebas conforme á derecho.
305. Por último, si no obstante estas disposiciones y advertencias conciliares, se suscitase alguna grave dificultad entre el Obispo y los Regulares, o los Superiores locales fueren gravemente negligentes en procurar la observancia entre sus súbditos, el asunto se arreglará prudentemente y conforme a derecho entre el Obispo y el respectivo Superior Provincial o General; y si no se lograse el fin deseado, sin estrépito ni ruido se sujetará todo el negocio al fallo de la Santa Sede. Por tanto, exhortamos a uno y otro clero, secular y regular, y a los superiores de éste, con las palabras del Concilio de Viena, insertas en el Cuerpo de Derecho Canónico, y que casi al pie de la letra se leen en la Encíclica de Pío IX Ubi primum de 16 de junio de 1847; «Siendo una y la misma, la Iglesia universal de regulares y seculares, Prelados y subditos, exentos y no exentos, fuera de la cual nadie puede salvarse; y siendo uno el Señor de todos, una la fe y uno el bautismo, conviene que todos los que al mismo cuerpo pertenecen, tengan una sola voluntad, y como hermanos, estén ligados mutuamente con el vínculo de la caridad. Es justo, por tanto, que así los Prelados como los que no lo son, los exentos y los no exentos, se contenten con sus propios derechos, sin causarse los unos á los otros daño alguno ó usurpación».


Capítulo XV.  
De las Monjas y Mujeres de votos simples
306. Las Vírgenes sagradas, que según la doctrina de S. Cipriano (Lib. de habit. virg. Cfr. Conc. Prov. Raven. an. 1855, p. 4. cap. 7.) se veneran como flores del jardín de la Iglesia, y como la más escogida parte del rebaño de Cristo, reclaman la particular solicitud de los Obispos.
307. Nadie, fuera del Sumo Pontífice, tiene facultad de añadir, o quitar, o cambiar un ápice a las reglas aprobadas por la Santa Sede. Por consiguiente, no ha de tolerarse que estas reglas se impriman o circulen, con alteraciones: pues deben publicarse y guardarse tal como están, al pie de la letra, sin la más mínima variación, salvo especial privilegio Apostólico (
S. C. EE. et RR. pluries, praesertim in Melevitana 28 Martii 1851 ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 5. n. 6 seq.).
308. Las constituciones locales, regionales o generales de monjas que viven, como es justo, bajo una regla aprobada, aunque hayan sido fundadas en tiempos anteriores por solo derecho consuetudinario o diocesano, conforme a la práctica actual de la Santa Sede tienen que sujetarse a la corrección y revisión de la S. Congregación de Obispos y Regulares, para que, después de revisadas, corregidas y aprobadas, ya no puedan modificarse ni variarse sin licencia de la misma Sagrada Congregación. Con más razón habrá que recurrir a la Santa Sede si se trata de dar a luz o introducir nuevas constituciones. Advertimos, pues, a los Ordinarios, que en materia tan importante nada resuelvan sin consultar a la Santa Sede y oir el parecer de todas las monjas (
Cfr. Lucidi ibid.).309. Si está anexo a las constituciones un Directorio o Manual o Ceremonial monástico y extralitúrgico, estos no suelen aprobarse por la Santa Sede, sino que se sujetan a los Prelados propios de las monjas, quienes mirarán bien que nada contengan ajeno a los decretos y mente de la Santa Sede, que no prescriban ejercicios no acostumbrados de piedad y devoción, y no se aparten del espíritu del propio Instituto. Por tanto, si necesario fuere, se corregirán, pero con cautela y prudencia, no sea que con apariencia de celo, se dé lugar a la inconstancia o al prurito de novedades (Cfr. cit. decr. S. C. EE. et RR. in Melevitana 28 Martü 1851, ap. Lucidi ibid. n. 17).
310. Tocante a la clausura, obsérvense las leyes canónicas, particularmente esta gravísima prescripción del Concilio de Trento: «Este Santo Concilio, revocando la Constitución de Bonifacio VIII que empieza Periculoso, manda a todos los Obispos, invocando el juicio de Dios, y con amenaza de eterna maldición, que en todos los monasterios a ellos sujetos, con su propia autoridad, y en los que no lo estuvieren con la de la Santa Sede Apostólica, procuren con todo empeño restablecer la clausura de las monjas, donde se hubiere violado, y conservarla en su pleno vigor donde no se hubiere relajado, obligando a los desobedientes y opositores, con censuras ecclesiásticas y otras penas, desechando toda apelación, e invocando, donde fuere necesario el auxilio del brazo secular» (
Conc. Trid. sess. 25. cap. 5 de regul.). En la ley de la clausura están comprendidas las conversas y demás personas, sea cual fuere su denominación, que viven en el mismo Convento (Const. Circa Pastoralis S. Pii V. 29 Maii 1566). Incurren en excomunión reservada al Romano Pontífice: los que violan la clausura de las monjas, sea cual fuere su clase o condición, su sexo o edad, entrando en sus conventos sin legitima licencia; igualmente las que los introducen o reciben; asimismo las monjas que salen de ella fueras de los casos y forma que prescribe S. Pío V en su Constitución Decori (Pius IX. Const. Apostolicae Sedis).
311. La Constitución Decori (
Edita IX Kal. Febr. 1570) que está en pleno vigor en todas partes (22 Dec. 1880 (Coll. P. F. n. 438)) prohibe a las monjas salir del propio monasterio, sea cual fuere la ocasión o pretexto, aun de enfermedad; o de visitar otros conventos a aquel sujetos, o las casas de sus padres o parientes. Se exceptúa el caso de grande incendio, o de lepra, o de epidemia; pero en este caso el Ordinario del lugar, si está sujeto el convento a su jurisdicción, o el Ordinario juntamente con el Prelado regular a quien esté sujeto el monasterio, si es exento, deberán conocer previamente la enfermedad, y dar por escrito la licencia de salir. Empero, aun en estos casos, sólo es lícito permanecer fuera del claustro el tiempo necesario.
312. Los fundadores de los conventos de monjas no pueden entrar dentro de la clausura, ni ser recibidos por las monjas, si esto no está declarado expresamente en las Letras Apostólicas de erección (
S. C. EE. et RR. 17 Augusti 1629, ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 5 n. 89), a no ser que hubieren obtenido especial indulto de la Santa Sede.
313. No pueden las monjas en ninguna ocasión trasladarse de monasterio a monasterio, sin especial licencia de la Sede Apostólica, que se deberá pedir cada vez, ni por razón de priorato ú otro cargo, salvo que las constituciones aprobadas por la Santa Sede otra cosa expresaren, ni por causa de sedición, de incorregibilidad, o de algún crimen; ni puede el Obispo por su propia autoridad permitir que se reciban en los conventos sujetos a clausura, las mujeres que quieren entrar como pensionistas  (S. C. EE. et RR. 16 Julii 1884 (Coll. P. F. n. 440)). Acompañarán al confesor que penetra en la clausura para administrar los sacramentos a una enferma, si pertenece al clero secular, dos monjas; y mientras oye la confesión de la enferma quedará abierta la puerta de la celda, y las monjas acompañantes se quedarán junto a dicha puerta, de modo que puedan ver fácilmente, pero no oir, a la penitente y al confesor (S. C. EE. et RR. 13 aep. 1583, ap. Lucidi, de Viss. SS. Lim. cap. 5. n. 79); y si éste fuere regular, nunca entrará sino es con un compañero de vida ejemplar y edad madura, el cual permanecerá siempre en una parte del convento en que pueda ver de continuo al confesor y ser visto por éste (Alexander VII, Const. Felici, 20 oct. 1664).
314. Los lugares en que acostumbran oirse las confesiones de las monjas enclaustradas, deben considerarse como verdaderos confesonarios. Otro tanto ha de decirse de los lugares que a imitación de estos se construyen para oir confesiones, en las casas llamadas Conservatorios o Retiros. Y deben considerarse tales, no sólo con respecto a las monjas y demás personas que en ellas viven, sino también para las mujeres extrañas (
S. Offic. 23 Nov. 1874 (Coll. P. F. n. 435)). Los confesonarios de las monjas no pueden estar en las sacristías, ni en otros sitios ocultos, ni en las casas de los confesores, sino en las Iglesias exteriores de los monasterios (S. C. C. 29 Nov. 1605; 7 Martii 1617; 20 Sept. 1642, ap. Ferraris, v. Confessarius art. 4. n. 69).
315. No puede tolerarse que las monjas se sirvan del confesonario, o de la ventanilla de la comunión, o de las rejas de la Iglesia, para locutorio (
S. C. EE. et RR. 30 Oct. 1706; 22 Sept. 1651, ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. can. 5. n. 138)316. El mandato de la Santa Sede de cambiar cada tres años los confesores de monjas, varias veces reiterado por la misma Santa Sede, aunque no entrañe la nulidad de las confesiones, debe, no obstante, observarse con fidelidad y constancia; por tanto, los confesores de monjas, sin especial indulto de la Santa Sede, no pueden durar en su oficio más de un trienio. Los Regulares, sin dispensa Apostólica, no pueden ser elegidos para confesores ordinarios de monjas inmediatamente sujetas al Obispo; pero si como extraordinarios. Para proceder conforme a derecho en materia tan importante, los Ordinarios tendrán presentes, la Constitución de Benedicto XIV, Pastoralis Curae de 5 de Agosto de 1748, y el Decreto Quemadmodum de la S. Congregación de Obispos y Regulares de 17 de Diciembre de 1890, sobre la manifestación de la conciencia, las confesiones y las comuniones de las monjas y hermanas, con las recientes declaraciones del decreto: el cual tiene que leerse periódicamente en el refectorio de aquellas (V. Appen. n. LXIX. Cfr. Mach, Tes. del Sac. n. 650, et Coll. P. F. n. 2156, 2157). Para evitar toda indiscreción en el nombramiento de confesores de monjas y hermanas, podran los Ordinarios llamar a nuevo examen a los confesores de las mismas, siempre que en conciencia lo juzguen necesario.
317. Las esposas del Cordero Inmaculado que pace entre azucenas, guardarán con todo ahinco la flor de su virginidad, precaviéndose con diligencia de toda asechanza, interior o exterior, que tienda a robarles tan precioso tesoro. Con prontitud y alegría presten a sus superioras la obediencia que les juraron, no conservando ni aun la libertad de albedrio. Observen con tal rigor la pobreza religiosa, que puedan de veras probar que han elegido al Señor por toda herencia. Guarden exacta y fielmente las Vírgenes consagradas a Dios, estos y los demás votos y preceptos, pertenecientes a la esencia de su orden y regla (
Conc. Prov. Ravennat. an. 1855, p. 4. cap. 7).
318. En la administración de los bienes temporales de los conventos, se observará al pie de la letra lo que se halla determinado en sus constituciones aprobadas por la Santa Sede, tanto sobre las mismas monjas empleadas en la administración y su dependencia de las Superioras, como sobre la rendición de cuentas al propio Ordinario, que se hará en el tiempo y forma debida, conforme a las Constituciones y Decretos Apostólicos (
Const. Greg. XV Inscrutabili, 5 Febr. 1622).
319. El número de monjas en cada monasterio debe ser a lo menos doce. El número de monjas tampoco debe exceder al de celdas. Al prefijar el número deben distinguirse cuántas han de ser monjas de velo, cuántas conversas, y cuántas las personas extrañas, que deban sustentarse con las rentas del convento. El número de las conversas se calcula de modo que haya una por cada tres monjas de coro (
S. C. EE. et RR. 18 Dec. 1600 ; 22 luí. 1601; 21 Febr. 1620; 30 luí. 1627; 6 Nov. 1695, ap. Lucid i, de Vis. SS. Lim. cap. 5. n. 173).
320. Abrazarán el método de la vida común como fuente de la disciplina religiosa y baluarte de todas la virtudes (Cfr. Conc. Ravennat. an. 1855, p. 4. cap. 7). Por lo cual tendrán los Obispos a la vista el decreto de la S. Congregación del Concilio en la causa de Valladolid, del año de 1601, que dice: «No es lícito a los Regulares, sean hombres o mujeres, poseer nada propio, sino que cuanto adquirieren o por donación o limosna de sus padres, o de otro modo, lo entregarán inmediatamente al Superior, quien mirará primero a las necesidades de la persona, por cuyo empeño, o para cuyo provecho se ha adquirido, y emplearán el resto en utilidad de todo el convento» (
Lucidi, ibid. n. 125.). Sobre el modo de restablecer la vida común, atiendan a las reglas que da Benedicto XIV, de Syn. I. c. 12.
321. A ninguna niña se dará el hábito o la profesión sin que antes el Obispo, por sí o por su Vicario General, o por otro sacerdote que delegue al efecto, haya explorado minuciosamente su voluntad (Conc. Trident. sess. 25. cap. 17 de regular). 


Capítulo XVI. De los Institutos de Votos simples.
322. Para que no suceda en la Iglesia de Dios, que bajo la apariencia de un bien mayor o de necesidades del momento, resulten inconvenientes o peligros; conforme a la mente del Tridentino, ninguna nueva congregación religiosa, sea de hombres o de mujeres, se establecerá en nuestras Provincias, sin licencia y expreso consentimiento del Ordinario, y sólo cuando después de ponderarlo con madurez, resulte ser para la evidente utilidad de las almas. En cuyo caso procurará el Ordinario con todas sus fuerzas que la nueva congregación nada admita en sus leyes, ni ponga en práctica, que en lo más minimo se aparte de las leyes, admoniciones o mente de la Santa Sede. Por lo cual se tendrán presentes las constituciones aprobadas por la misma Santa Sede, y los Decretos y observaciones de la S. Congregación de Obispos y Regulares que contiene la «Collectanea» de la misma Congregación. Recuerden también los Ordinarios, que después de haber aprobado en la diócesis algún Instituto, ni ellos ni ningún otro podrán suprimirlo en virtud de su autoridad ordinaria, en cuanto a que tiene una cierta apariencia de enajenación, y requiere por consiguiente el beneplácito Apostólico (S. C. EE. et RR. in Montis-Pessulan. Missionarior. etc.)
323. Prohibimos, por tanto, que sin conocimiento ni aprobación del Obispo hagan votos cualesquiera personas, declarándose miembros de alguna congregación de votos simples (Cfr Conc. Prov. Burdigal. an. 1850, tit. 6. cap. 6) salvos siempre los privilegios concedidos por la Santa Sede a algún Instituto. Sépase, empero, que los votos simples pronunciados en esta clase de Institutos, aunque aprobados por la Santa Sede, sean temporales o perpetuos, son y se quedan siempre simples, y nunca se vuelven solemnes. Sin embargo, como no son votos simples privados no los pueden dispensar aquellos que han obtenido licencia general de dispensar de votos reservados.
324. Por cuanto en las Congregaciones que se han propagado en muchas diócesis, sin que sus constituciones se hayan todavía sujetado al examen, corrección y aprobación de la Santa Sede, se practican de buena fe muchas cosas, ajenas a las leyes y mente de la misma Santa Sede, queremos que esta clase de Congregaciones, que a juicio de los Obispos dan esperanzas a la Iglesia, observando cuanto manda el derecho, sujeten sus estatutos al juicio de la Sede Apostólica y pidan su aprobación (
Cfr. Conc. Prov. Avenion. an. 1849, tit. 7. cap. 2). En las constituciones una vez aprobadas por la Santa Sede, no puede hacerse ni aun la más leve variación, sin la licencia de la S. Congregación (Cfr. Bizzarri "Method" (in Collectan.) XVII, 19, et "Noviss. Animadv.» pro Institutis Votorum simpl.) Con respecto a los Institutos que no pasan de los límites de la diócesis en que primero fueron fundados, la variación de las constituciones pertenece con pleno derecho al Ordinario de ese lugar; pero cuando se han extendido a otras diócesis, los cambios, por leves que sean, están reservados a la Santa Sede. En cuanto aá los Directorios recuérdese lo que hemos dicho en el artículo 309; y en los casos difíciles acúdase a la S. Congregación.
325. Para la traslación de la Casa madre, donde deben residir habitualmente la Superiora General, y los miembros de su Consejo, para la erección y división de Provincias y para erigir noviciados, se acudirá a la S. Congregación. Sin expreso consentimento del Ordinario, no se puede fundar ninguna casa (
Cf. Bizzarri op. et loc. cit. vin. 9;  IX, 7).
326. Superiores y subditos, reconocerán religiosa y fielmente la jurisdicción del Ordinario, sobre todas y cada una de las casas de los Institutos de votos simples, y se sujetarán a ellos dentro de los límites establecidos por los sagrados cánones, las Constituciones Apostólicas y las del Instituto, con omnímoda reverencia y amor filial. Los Ordinarios a su vez recordarán que esta autoridad ha de entenderse de tal suerte, que en las cosas que miran al gobierno general de todo el Institudo, no podrán ellos mezclarse, aunque la Casa Madre esté en su diócesis (Cf. Declar. Gregorii XVI ad Card. Pedicini in causa Parisiensi, 16 Iun. 1842, ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 5. n. 436).
327. No suele en general la Sede Apostólica aprobar que un Obispo, por si o por un delegado, ejerza el cargo de Superior General de algún Instituto de votos simples, para que no se viole la jurisdicción de los otros Obispos en cuyas diócesis hay casas del mismo Instituto, pues la jurisdicción y autoridad de los Ordinarios siempre han de quedar en salvo, conforme a los sagrados cánones, a las Constituciones Apostólicas y a las del Instituto; y por este motivo, de las constituciones que se sujetan a su examen siempre manda borrar cuanto se refiere a esta superioridad. Toca, empero, a los Ordinarios, como delegados de la Sede Apostólica, presidir los capítulos generales para la elección de la Superiora General de esta clase de hermanas, que se celebraren en sus diócesis, firmar las relaciones de su situación que cada tres años se envían a la Congregación de Obispos y Regulares; y ejercer por derecho ordinario todos aquellos actos que tocan al fuero externo, como por ejemplo, castigar conforme a derecho a las que delinquen fuera de la casa religiosa, y hacer la visita pastoral de las casas, en lo que toca a la fe católica, el culto divino, y la observancia de los sagrados cánones y los decretos de las sagradas Congregaciones.
328. Las postulantes deben presentar el certificato de bautismo, confirmación y buenas costumbres. El Obispo, o el Ordinario del lugar en que está el noviciado, debe explorar la voluntad de las novicias, antes de su entrada y antes de la profesión, según lo mandato por el Santo Concilio de Tiento (
Sess. 25. cap. 17 de regular). La dote, proporcionada a la categoría de coristas, y a la de conversas, debe ser igual para todas las postulantes del mismo Instituto, y monerada, para evitar frecuentes dispensas; y no se puede condonar, en todo o en parte, sin licencia de la Santa Sede (Cfr. Decret. et Animadv. passim.). La dote se colocará de un modo honesto, seguro y productivo, y no es lícito emplearla en ningún otro objeto sin licencia de la Santa Sede; y ha de devolverse íntegra, tanto a las que dejan por su voluntad el Instituto, como a las que son expulsadas, con excepción de los intereses vencidos, que deben quedar en favor del Instituto (Cfr. Decret. et Animadv. passim.).
329. En cuanto al lugar del noviciado, se observarán las prescripciones de Clemente VIII, y será, por consiguiente, separado y distinto de aquella parte de la casa en que viven las profesas; el jardín será también separado, si fuere posible. Para ninguna, sea de la misma o de otra casa, estará abierto el noviciado, con excepción de la Maestra y su compañera, y de la Superiora, la cual no entrará sola, sino con una compañera. La llave del noviciado estará siempre en poder de la Maestra de novicias, y ella sola, y por grave causa, podrá permitir a extraños la entrada
(Cfr. Noviss. Animadv. pro Inst. Vot. simpl.) Las novicias, durante el período del noviciado, no pueden enviarse a otras casas fuera del noviciado, ni ocuparse en los diversos oficios y obras piadosas del Instituto, pues únicamente deben ejercitarse en las cosas pertenecientes al noviciado, bajo la dirección de la Maestra de novicias y de su compañera (Decret. et Animadv. passim.). La Maestra de novicias estará libre de todos los demás oficios y cargos que pudieren estorbar el cuidado y gobierno de las novicias (et Animadv. passim.)
330. La dispensa de votos, perpetuos o temporales, toca a la Sede Apostólica (Const. Convocatis Benedicti XIV, 25 nov. 1749), siempre que se trate de Congregaciones aprobadas por la misma Santa Sede: para las demás hay que atenerse al Decreto del Santo Oficio de 2 de Agosto de 1876 Para expulsar del Instituto a una hermana profesa de votos perpetuos, además de graves crímenes y de incorregibilidad, se requiere la licencia de la Santa Sede, salvo indultos especiales: otro tanto ha de decirse de las profesas ad tempus, cuando no haya aún expirado el tiempo de la profesión, es decir, si la expulsión se verifica durante la profesión temporal. Antes de obtener la licencia de la Santa Sede, ninguna Superiora se atreva a expulsar de hecho a una hermana indigna; y si el caso fuere urgente, por el peligro de grave escándalo etc., nada haga sin la expresa licencia del Ordinario (Cfr. Noviss. Animadv. pro Inst. Vot. simpl.).
331. El voto de obediencia per se, primero y principalmente se hace al Romano Pontífice, de quien depende tota potestad en las familias religiosas, y en los Instituto o congregaciones eclesiásticas. Además, en virtud del voto de obediencia, están obligados los Superiores y los subditos de los mismos Institutos, a obedecer a la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares establecida por Sixto V para que fuera supremo tribunal de todos los Regulares; y lo mismo se ha de entender respectivamente de las demás Sagradas Congregaciones, especialmente de las de Propaganda Fide y de Negocios Eclesiásticos Extraordinarios, cuando mandan algo a los miembros de Institutos religiosos. Quedan obligados igualmente, en virtud del mismo voto de obediencia, a obedecer a los Supriores o Superioras Generales, Provinciales y locales de la propia congregación, en los limites determinados por los sagrados cánones y por las constituciones del Instituto respectivo. Están otro sí obligados a obedecer, en virtud de la jurisdicción eclesiástica, a los Ordinarios de los lugares, conforme a los sagrados cánones y a las Constituciones Apostólicas.
332. Guardarán, pues, con fidelidad todos los miembros de un Instituto el voto y la virtud de la obediencia, y los que faltaren en este punto serán corregidos con rigor y suavidad, y castigados oportunamente; los que no temieren pecar contra la obediencia gravemente y de una manera incorregible, sobre todo si es con escándalo de los compañeros, se expulsarán del Instituto, servatis servandis. Conviene que todos tengan entendido, que el baluarte de la castidad y de la pobreza, consiste en gran parte en la fiel observancia del voto de obediencia, que se presta a Dios en la persona de los superiores. Consideren, pues, el voto de obediencia como el más noble y principal de los votos que han pronunciado, según el dicho de Juan XXII: «Grande es, en verdad, la pobreza; pero mayor es la castidad: la mayor de todas es la obediencia si se guarda sin menoscabo» (Ioann. XXII. Extrav. tit. 14. cap. 1. Quorumdam exigit).
333. Las profesas en los Institutos de votos simples, pueden retener el dominio radical, como lo llaman, de sus bienes; pero les está prohibida absolutamente su administración, y la erogación o el empleo de sus réditos, mientras permanecieren en el Instituto. Deben, por tanto, antes de la profesión, ceder, aunque sea privadamente, la administración y el uso a quien les agrade, y también al propio Instituto, si así lo quisieren. Esta cesión dejará de tener fuerza en caso de salida del Instituto; y aun se podrá poner la condición que sea revocable en cualquiera circunstancia, aun permaneciendo en el Instituto; pero las profesas, subsistiendo los votos, no podrán usar en conciencia de este decreto de revocación, sin licencia de la Sede Apostólica. Lo mismo hay que decir de los bienes que, después de la profesión, vinieren por título hereditario. Podrán, sí, disponer del dominio, sea por testamento, sea por donación inter vivos, siempre que que sea con licencia de la Superiora General; ni les está prohibido, con permiso de la misma, ejercer todos los actos de propiedad que las leyes requieren (S. C. EE. et RR. "Animadv." passim).
334. Para que las Hermanas consagradas a Dios vivan, en cuanto sea posible, separadas del mundo, tiene el Obispo derecho de imponerles la ley de la clausura. Para evitar y precaver todo abuso, mandamos que guarden exactamente la clausura pasiva de manera que, eliminados completamente los varones de la enseñanza de las educandas, a nadie permitan, sin expreso mandato, constitución, o licencia del Ordinario, entrar dentro de la clausura de la casa, o vivir en ella; y la clausura activa, observando estrictamente la ley del acompañamiento, en virtud de la cual, a ninguna hermana se permitirá salir sola, o sin compañera, de la casa, viajar sola, permanecer sola en la residencia, o dirigir sola una escuela separada. Cuiden mucho los Ordinarios, que sin su licencia, la cual con las debidas condiciones darán gratis y por escrito, ni en la diócesis en que ellas residen, ni fuera de ella, anden colectando limosnas. A las jóvenes no se permita jamás; guárdense de estar fuera de la casa después de la puesta del sol, y donde se pueda, pernocten con las Hermanas de otra Congregación (
Concil. Baltimoren. III. an. 1884, n. 94, 95; S. C. EF.. et RR. decr. Singulari, 27 Martü 1896, V. App. n. I.XXXIX.).
335. Procuren las Hermanas manejar para bien del propio Instituto la administración de los bienes temporales, con aquella economía que exige el voto de pobreza. Acuérdense que la Superiora General tiene obligación de remitir cada trienio a la Sagrada Congregación de que depende, la relación, firmada por el Ordinario de la Casa madre, del estado de la administración temporal del Instituto, de las personas, de las casas, de la observancia y del noviciado. Para mejor evitar toda ocasión de abuso o arbitrariedad, se tendrá una caja fuerte, con tres diversas llaves, que se guardarán: una en poder de la Superiora General, otra en el de la ecónoma general, y otra en el de la primera consejera general. Se guardará en ella el dinero común de todo el Instituto, que administrará la Superiora General con sus Consejeras, y los títulos de rentas pertenecientes a la misma administración. Todo esto se asentará, con diverso encabezado, de puño de la misma ecónoma, en un libro que se llevará al efecto, y se guardará en la misma caja, anotando en el lugar conveniente el dia, mes y año. Siguiendo el mismo método, nada se sacará sin que estén presentes las tres mencionadas dignitarias, quienes firmarán también los asientos.

336. Recuerden los Superiores y Superioras de Hermanas, que para la enajenación de bienes raices y de objetos preciosos de no poco valor; para arrendamientos que pasen de tres años, para hipotecas y enfiteusis, se requiere el beneplácito Apostólico (Extravag. Com. cap. unic. de rebus Eccl. non alienandis). 
337. Para las demás cosas que atañen a la vida y dirección de las monjas y de esta clase de institutos, atiendan los Ordinarios a las leyes o constituciones de cada congregación, y principalmente a las normas generales de la Santa Sede, que se pueden leer en las Colectáneas de las SS. Congregaciones de Obispos y Regulares y de Propaganda Fide ("Utilissimum insuper erit opus el. Lucidi de Visit. SS. Liminum, et Bucceroni tom. IX, Suppl. ad op. Ferraris, ed. 1899). Además, muchas de las cosas que se han dicho de las monjas, pueden y deben aplicarse a las Hermanas de votos simples, sobre todo los artículos 309, 316, 317, 320 y 321.