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viernes, 1 de junio de 2012

La carrera de la mujer.

Repitámoslo una vez más. La mayor dignidad de la mujer es ser la reina de su hogar.
Es un espejismo creer que el brillo de la Filosofía o de las Ciencias Naturales o del puesto de mando o del manejo de la industria o del comercio, puede agrandar lo más mínimo la figura de la mujer o aumentar su felicidad.
Se trata de una alucinación que en los tiempos actuales padecen muchas equivocadas.
Cuando las veo con afanes inconscientes huir del hogar, mirándolo de soslayo con ojos horrorizados, como se mira a un coco, lanzándose a la profesión, a la oficina, al taller, al mostrador, no puedo menos de pensar en esas mariposillas que, seducidas por los resplandores alucinantes de una hoguera, se olvidan de que su destino es lucir las maravillas de sus colores bajo la luz espléndida del sol, y revolotean en torno de la llama crepitante hasta que sus alas se queman y caen en tierra víctimas de su error.
Muchas mujeres yerran su vida y se olvidan de que la carrera de la mujer es casarse, y su oficina y taller el hogar. 
La maravilla de sus sentimientos tiene un sol legítimo que le alumbre: la llama espléndida del hogar. Mejor aún: ella es el sol del propio hogar.
No soy yo quien lo dice; lo ha dicho el Espíritu Santo, bajo cuya inspiración se ha escrito esta frase: «Lo que es para el mundo el sol, al nacer en las alturas, eso es la gentileza de una mujer virtuosa para el adorno de una casa.»
Convendría que las muchachas aprendiesen toda la poesía y toda la verdad encerrada en este texto. Así no habría tantas mariposillas inquietas buscando fuera del hogar el centro de atracción en cuyo derredor gustan revolotear, a veces hasta quemar sus alas, tras de haber cegado su vista con los reflejos engañosos de una vida de relumbrón, arropada entre ligerezas y frivolidades mundanales.
Lejos de mí pretender que las muchachas no estudien o no se coloquen en un empleo o no desempeñen ciertos cargos. Admito más; puede haber chicas —en los tiempos actuales muchas— para quienes sea un deber seguir una carrera o proporcionarse una colocación con cuyos ingresos aporten ayuda al peculio familiar y aseguren en lo económico su incierto porvenir.
Pero aun para éstas sostengo que la carrera principal es casarse y que, por tanto, todas las demás carreras, cargos, puestos y empleos, han de subordinarse al posible futuro matrimonio constitutivo del hogar.
Y al hablar así, entiéndase que, lo mismo en este capítulo como en cualquier otro, salvo siempre una superior vocación a la virginidad, que está por encima de todos los pareceres, planes y voluntades humanas. Hablo de la regla general, y ésta será siempre que Dios ha destinado a la mujer para ser la clave del hogar.
Una carrera puede convertir a una chica en profesora, ingeniero, abogado, geómetra...; el hogar le constituye en la forjadora del alma de los profesores, ingenieros, abogados, geómetras..., ante la cual éstos habrán de inclinarse y seguir las normas de vida que ella trazó y que si fué buena madre, habrá esculpido con surcos tan profundos en los fundamentos de su personalidad, que nada ni nadie podrá borrar.
Un puesto en una oficina, en un taller, en un comercio, le proporcionan una influencia en un radio más o menos reducido. En su hogar es como el capitán de barco que, metido en su cabina, no maneja el timón ni se mueve sobre cubierta, pero, al fin y al cabo, es el que conduce la nave al puerto.
Y en cuanto a bienestar, ¿acaso fuera del hogar encuentra la mujer más paz, más tranquilidad, más satisfacciones y más alegrías que en el gobierno de su feudo familiar? 
Aquellos seres que son carne de su carne y hueso de su hueso; aquellos corazones que son un pedazo de su propio corazón, le proporcionan preocupaciones, trabajos, disgustos, pero, si ella se da maña, le compensan las amarguras con dulzuras intensas y satisfacciones íntimas en muy subida proporción.
En el hogar es donde su personalidad se agiganta, su naturaleza se perfecciona con la fecundidad, y su corazón se esponja entre amores que podrán fallar, como todo lo humano, pero que siempre serán más firmes y fieles que los amores y amistades nacidos en este tinglado de la farsa que constituye el mundo.
Pues si la carrera de la mujer es casarse y su puesto el hogar, la educación femenina debe ser hogareña, y todo lo demás debe engranarse y amoldarse a la vida del hogar.
Hasta hace relativamente pocos años, la muchacha crecía en su casa; en ella, junto a su madre, se iba formando en todos los detalles de la vida familiar, y cuando llegaba el momento de constituir un nuevo hogar, no hacía falta más que trasplantarla de una casa a otra, donde desarrollaba su nueva vida, continuación de la anterior, ejecutando menesteres en los que estaba entrenada, con una experiencia propia de maestra.
Hoy la mujer apenas hace vida de familia. De niña, se pasa el día en el colegio; de joven, en la Universidad o academia, donde prosigue sus estudios; después, en la oficina, en el taller, en el comercio...
Y cuando se casa, ¿qué? No sabe lo que es un hogar, ignora lo correspondiente a su organización, no entiende nada de labores domésticas, no está entrenada en las delicadezas y finos sentires de la intimidad hogareña, ni posee las virtudes propias de una mujer constituida por el santo matrimonio en piedra angular del edificio familiar y en foco de influencias decisivas en la sociedad.
La carrera de la mujer es casarse. Luego, si para ganarse la vida o completar su educación, sale de casa, debe esforzarse por suplir estas salidas, permaneciendo en el hogar cuanto sus ocupaciones o estudios lo permitan, y aprovechando las vacaciones y fiestas para vivir intensamente la vida familiar, participando en su organización, interesándose por las preocupaciones y ayudando a resolver sus problemas.
De la misma manera se deduce que ni las devociones ni el apostolado pueden servir de excusa para pasarse el día fuera de casa, abandonando las obligaciones de ésta. Cúmplase primero con cuanto es necesario para que la vida familiar se desarrolle espléndida, y dediqúense las energías restantes a actividades apostólicas.
Apostolado sin perjuicio del hogar, sí; apostolado arruinando la vida hogareña, no. Sería una equivocación; sería pretender llevar la sociedad hacia Dios, contrariando los planes divinos.
La base de la recristianización de la sociedad es crear hogares cristianos, en los que la savia del Evangelio se difunda exuberante. Sólo de hogares cristianos pueden salir buenos cristianos; de hogares paganos saldrán gentes corroídas de paganía; de hogares egoístas, individuos fríos y viciosos: de hogares sacrificados, almas heroicas y santas.
El ideal del apostolado cristiano, cualquiera que sea su aspecto—mucho más en su más bella cristalización, la Acción Católica—, merece toda clase de esfuerzos y sacrificios personales, pero nunca, salvo casos excepcionales, reclama el sacrificio del hogar.
Tampoco las devociones deben distraer a la mujer de sus deberes caseros. Este es uno de los casos legítimos en que ha de aplicarse el refrán castellano. «Antes es la obligación que la devoción.» 
Obsérvese, sin embargo, que para el recto cumplimiento de las obligaciones familiares, la mujer precisa un cúmulo de energías morales que, en general, sólo puede encontrar practicando la piedad. La oración le obtendrá abundantes gracias sobrenaturales, la dirección espiritual le proporcionará acertadas orientaciones y la divina Eucaristía, recibiendo sus confidencias en el Sagrario, ofrendando la Hostia propiciatoria en el altar y alimentando su alma en el comulgatorio, le tonificará, le hará fuerte y acumulará en ella esas reservas de energías, tan necesarias para el gobierno y encumbramiento de un hogar. La clave para la solución de este problema está en engranar de tal forma ambas cosas, que la piedad anime la vida familiar, y devociones y deberes alternen y se sucedan en armónico orden cristiano.
Si estos motivos tan selectos y elevados no justifican el abandono del hogar, mucho menos pueden justificarlo las diversiones.
Necesitan las chicas divertirse; pero la diversión no es para ellas ni el fin supremo ni siquiera uno de los principales: es un medio de poder realizar la misión traída a la vida, y que jamás puede salirse de su calidad de medio subordinado siempre a los fines superiores a cuyo servicio está.
Diviértanse las muchachas, esponjando en alegres entretenimientos y sanos recreos sus almas jóvenes: retoce en sus labios la risa alegre; den satisfacción al dinamismo que electriza su nervosismo: entretengan su imaginación con espectáculos amenos y entremezclen sus horizontes juveniles con otros paisajes también de juventud... Todo ello está bien siempre que esté encuadrado en la virtud cristiana.
Lo que está mal es que de la diversión se haga trinchera para atacar las obligaciones hogareñas y disculpa para boicotear sus dulces intimidades.
No hay que olvidar que la carrera de la mujer es casarse.

Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR 

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