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domingo, 17 de junio de 2012

Los Novísimos. El juicio final. El Juicio particular. La resurrección de la carne. Milenarismo.

¿Es cierto que hemos de ser probados después de muertos? ¿Podría usted probarme por la Biblia que, de hecho, a continuación de la muerte viene un juicio? Porque si en realidad somos juzgados individualmente al morir, ¿a qué viene el juicio universal? (Mat XXIV, 37). 
Que todos hemos de morir, nos lo dicen a una la experiencia y la Biblia (Hebr IX, 27). La muerte es un castigo que nos vino por el pecado de Adán (Gén. II, 17; III, 19; Rom. V, 13). Con la muerte se termina el tiempo de prueba, y se termina asimismo el tiempo de merecer o desmerecer (Ecles. XI, 3; 2 Cor. V, 10).  
Aunque es cierto que la Biblia no menciona expresamente el juicio particular, sin embargo, éste no es más que una conclusión lógica de los textos que nos hablan del premio y castigo que tienen lugar inmediatamente después de la muerte. Jesucristo, en la parábola del rico Epulón, dice que el rico fue sepultado inmediatamente en el infierno, y Lázaro, por el contrario, fue al punto llevado al seno de Abraham (Luc. XVI, 22). Asimismo, en la cruz, prometió al buen ladrón que aquel mismo día le llevaría al Paraíso (Luc. XXIII, 43). 
San Pablo también habló explícitamente de la gloria en que entrarían inmediatamente los bienaventurados (2 Cor V, 6-8).
Escribe San Agustín (354-430): "Las almas son juzgadas cuando salen del cuerpo, antes que llegue aquel juicio (el juicio final) en el que serán juzgadas unidas ya al cuerpo, para ser atormentadas o glorificadas en aquella misma carne en que habitaron acá en la tierra" (De anima et ejus origine 2, 8). 
El año 1336 definió Benedicto XII, en la Bula Benedictus Deus, que "las almas de los que salen de este mundo en pecado bajan al infierno inmediatamente después de la muerte, y allí están sujetas a tormentos infernales", y que los que mueren en estado de gracia "ven la Esencia Divina intuitivamente y cara a cara"
Esta fue también la doctrina del Concilio de Florencia, en 1439. 
En cuanto al juicio final, baste decir que es un artículo de fe contenido en los credos antiguos -el de los apóstoles, el de Nicea, y el de Atanasio—. 
Los profetas del Antiguo Testamento le llaman "el día del Señor" (Joel II, 31; Ezequiel XIII, 5; Isaí II, 12). Jesucristo le describe con detalles y pormenores (Mat. XXIV, 27; XXV, 31)  y los apóstoles nos hablan de él en muchísimos pasajes. 
El fin del Juicio universal es manifestar a todo el genero humano la misericordia y la justicia de Dios. Allí saldra a relucir todas nuestras acciones, buenas y malas sin que queden excluidas ni las palabras ociosas, ni los más secretos pensamientos (Mat. XII. 36; 1 Cor. IV, 5). 
Entre los acontecimientos más notables que le han de preceder, figuran: la predicación del Evangelio en todo el orbe (Mat XXIV, 14), la conversión de muchos judíos (Rom XI, 25); una apostasía grande y la venida del anticristo (2 Tes. II, 3), y, finalmente, transtornos notables en la Naturaleza (Mat. XXIV, 29; Pedro III, 10).

¿No es contra la razón el dogma, de la resurreción de la carne? ¿Cómo va a ser posible que resucitemos un día con los mismos cuerpos que ahora tenemos? ¿No es cierto que nuestras cuerpos están cambiando constantemente?
El dogma de la resurrección de la carne es muy conforme a razón, y se verificará merced a un milagro de Dios omnipotente. La razón por sí sola jamás hubiera pensado en semejante cosa; pero lo creemos firmemente porque la iglesia, maestra infalible de la revelación divina, lo ha enseñado así, fundándose para ello en la Biblia y en la tradición. Allí están sino el Credo de los apóstoles, el de Nicea, el de San Atanasio y los Concilios de Constantinopla (553) y el IV de Letrán (1215).  
Este último Concilio dice que "todos los hombres resucitarán de nuevo con sus propíos cuerpos, para recibir conforme a sus obras." Esta doctrina puede verse ya en el Antiguo Testamento, que empieza por iniciarla y acaba por definirla. Los profetas predijeron la restauración de Israel valiéndose de la figura de una resurrección general (Oseas VI, 3: XIII, 14; Ezeq XXVII, 11), y se refirieron a la resurrección de Jesucristo, prenda de nuestra resurrección (salmo XV, 10). Los padres primitivos citan con frecuencia varios textos en confirmación de esta verdad (Isaías XX, 19; Dan. XII, 2 y el famoso de Job: "Y en mi carne veré a Dios", XIX, 25-27).
Pero el éxito inequívoco del Antiguo Testamento es el del libro segundo de los Macabeos (VII, 10-11). 
Nuestro Señor Jesucristo habló con frecuencia acerca de la resurrección de la carne, y a los saduceos, que la negaban, les echó en cara que ignoraban las Escrituras (Juan V, 28-29; VI, 39-40; XI. 23, 26; Mat. XXII, 29). 
La resurrección de Jesucristo con su mismo cuerpo no es más que una confirmación de la resurrección de la carne. San Pablo, en Atenas, predicó la resurrección de los muertos como una de las doctrinas fundamentales del cristianismo (Hech. 17, 18, 31, 32), y lo mismo hizo en Jerusalén (XXIII, 6), delante de Félix (XXIV, 15), y delante de Agripa (XXVI, 8), además de mencionarla constantemente en sus epístolas. 
Prueba por la resurrección de Jesucristo que también nosotros hemos de resucitar, diciendo que "si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó" (1 Cor XV, 13).
Los Padres de la Iglesia defendieron acérrimamente esta doctrina contra los paganos, que negaban la inmortalidad, y contra los gnósticos, que decían que la materia era un mal. Al mismo tiempo que afirmaban que esta doctrina la conocemos sólo por revelación, aseveraban que no es imposible en modo alguno a la omnipotencia de Dios y que, más aún, es muy conforme a razón que resucite este cuerpo que fue templo del Espíritu Santo, alimentado con la Sagrada Eucaristía, y, finalmente, que es muy justo que también el cuerpo participe en el premio o castigo que se ha de dar al alma. 
A veces se valían de analogías para explicar esta doctrina, como el grano de trigo, que primero se corrompe en el seno de la tierra y luego aparece de nuevo mejorado en la espiga; la sucesión de las estaciones del año, y la señal del profeta Jonás (Mat XII, 39-40).  
El dogma de la resurrección de los muertos implica algo más que la inmortalidad del alma; implica una resurrección real y completa del hombre en la plenitud de su naturaleza. Hay en el hombre resucitado una identidad triple que hace que éste sea la misma persona humana que fue desde que nació, a saber: identidad del alma, identidad de vida corporal e identidad de la última sustancia material del cuerpo. 
Todos los teólogos católicos convienen en admitir la identidad del alma, pues ésta es el factor principal en la determinación de la identidad personal. También convienen en que la medula de este misterio y de este milagro está en que de hecho se devuelva al hombre la vida corporal. En lo que discrepan es en si de hecho es o no idéntica la materia del cuerpo en los dos estados, pues algunos opinan que no es necesaria tal identidad. Sabemos perfectamente que la sustancia corporal de que se compone el cuerpo está cambiando continuamente; pero la razón y la experiencia nos dicen que este proceso continuo no interrumpe en modo alguno la identidad vital del cuerpo desde la infancia hasta la senectud. 
San Pablo nos dice que al cuerpo resucitado le serán dadas cualidades que antes no tenía (1 Cor XV, 42-44); pero estas cualidades no excluyen la igualdad sustancial. El cuerpo resucitado será impasible, es decir, inmortal e incorruptible: "Resucitará en incorrupción." "Ni podrán morir otra vez" (Luc XX, 36). "Resucitará en gloria", es decir, "brillará como el sol en el reino de su Padre" (Mat. XIII, 43). "Resucitará en poder", es decir, no estará ya sujeto a las limitaciones del espacio. "Resucitará en cuerpo espiritual", es decir, adornado con propiedades espirituales y sobrenaturales.
En toda resurrección vemos un acto directo de Dios que produce una vida que ya no existe en forma alguna, y que la hace idéntica a la vida que antes existió. La identidad de la vida corporal no tiene otro origen ni otra fuente que la omnipotencia de Dios, el cual puede restituir el reino de los vivos seres que habían dejado ya de existir. 

¿Qué opina la Iglesia católica acerca del período milenario, o los mil años que habrá de reinar Jesucristo después del fin del mundo? (Apoc 22, 4-7). 
La Iglesia no ha definido nada acerca de este período, ni ha dicho jamás que lo hayan enseñado la Biblia o la tradición apostólica. Algunos escritores de la primitiva Iglesia —Papías, Tertuliano, San Ireneo y San Justino— hablaron en favor del milenarismo, guiados, a lo que parece, por la interpretación literal de algunos textos bíblicos. 
El gnóstico Cerinto, que creía en un paraíso sensual y terreno, no fue menos hereje que los anabaptistas alemanes del siglo XVI. 
Ni los Evangelios ni las epístolas hacen la más mínima alusión a este período singular. Al contrario, dicen que a la resurrección de los muertos seguirá inmediatamente el Juicio universal, excluyendo así el mito de que Jesucristo ha de reinar mil años en la tierra con sus santos antes del día del juicio. Aunque el texto del Apocalipsis, arriba citado, es muy oscuro, parece que se refiere al combate espiritual de Cristo y su Iglesia contra Satanás y los poderes del mal. 
San Agustín interpretó las palabras de San Juan en sentido alegórico. La primera resurrección representa la Redención y el llamamiento a la vida cristiana; el reino de Jesucristo con los santos representa la Iglesia y su trabajo apostólico sobre la tierra; los mil años significan, o los mil años que precederán al juicio, o la duración total de la Iglesia (De Civitate Dei 20, 6. 7). 

BIBLIOGRAFIA.
Apostolado de la Prensa, Muerte, juicio, infíerno y gloria. 
Bougaud, Los dogmas del Credo.
Baubraud, Cuidados del alma penitente.
Gazaznel, El destino del alma después de la muerte.
Félix, El juicio final.
Ligorio, Preparación para la muerte.
Nierenberg, Diferencia entre lo temporal y eterno.
Bujanda. Teología del más allá.

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