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jueves, 12 de julio de 2012

SOBRE LOS MARTIRES DE PALESTINA, POR EUSEBI0 PANFILO (II)

9. Ya, después de tamaños sufrimientos, había empezado a mitigarse la persecución, gracias a las proezas de los magníficos mártires de Cristo, y el incendio parecía extinguido en los ríos mismos de su sangre sagrada; se había concedido marchar libremente a los mismos cristianos de la Tebaida que se consumían por Cristo en las minas de la región; íbamos, en fin, a respirar un poco de aire puro, cuando, no sabemos cómo, dando vuelta atrás el que había recibido poder de perseguirnos, nuevamente se encendió contra los cristianos. El hecho es que de pronto se publicaron por todas partes nuevas letras de Maximino contra nosotros, y los gobernadores de provincia, y aun el mismo general del ejército, por órdenes, cartas y públicas reglamentaciones, apremiaban a los magistrados municipales, administradores de la hacienda y duunviros a llevar a efecto el edicto imperial, que ordenaba reconstruir a toda prisa los templos de los ídolos derruidos y que pusieran toda diligencia para que todos, sin excepción, hombres, mujeres y siervos, y aun los niños de pecho, sacrificaran e hicieran libaciones y gustaran efectivamente de las sacrilegas víctimas; los géneros del mercado habían de mancharse con libaciones de los sacrificios; en los baños públicos había que establecer vigilantes que obligaran, a cuantos intentaran purificarse, mancharse antes con los abominables sacrificios. Ante semejante situación, nueva angustia se apoderó, como os natural, de los nuestros; los mismos paganos censuraban las nuevas disposiciones, como molestas y superfluas, pues a los mismos hombres ajenos a nuestra fe les iba pareciendo todo aquello repugnante y grosero. Una nueva tormenta se cernía en todas partes sobre todos, y nuevamente la potencia divina de nuestro Salvador inspiró tal fortaleza a sus luchadores que, sin que nadie los empujara ni arrastrara a ello, pisotearon toda amenaza de tamaños poderes. Efectivamente, tres fieles, puestos de acuerdo, se abalanzaron sobre el gobernador en el momento de ofrecer el sacrificio, diciéndole a gritos que se dejara de semejante desvarío, pues no hay otro Dios que el Creador y Ordenador de todas las cosas. Preguntados, desde luego, quiénes eran, respondieron confesándose cristianos. Fuera de sí Firmiliano ante el hecho y la confesión, ni siquiera los somete a tortura, sino que los condena sin más a la pena capital. El más viejo de ellos se llamaba Antonino; otro, Cebinas, oriundo de Eleuterópolis, y el tercero, Germano. Su martirio hubo lugar el trece del mes Dio, que es exactamente los idus de noviembre. Juntóseles como compañera de viaje el mismo día una mujer, por nombre Ennata, natural de Escitópolis, adornada también ella con la corona de la virginidad, no porque realizara hazaña semejante a la de ellos, sino porque fue arrastrada a la fuerza y presentada ante el juez, después de sufrir azotes y espantables ultrajes que, sin orden superior, se atrevió a infligirle uno de los tribunos de guarnición en las cercanías. Llamábase el tal Majis, hombre peor que su propio nombre, abominable en todo; pero brutal sobre toda ponderación, violento de carácter y de pésima fama entre sus conocidos. Este bárbaro, despojándo a la bienaventurada virgen de todos sus vestidos, la dejó sólo cubierta de los muslos a los pies y, desnuda el resto del cuerpo, la hizo pasear por toda Cesarea, teniendo por una hazaña, mientras la arrastraba por todas las plazas, irla azotando con correas; y fue así que, después de tan atroces suplicios, mostró la más valerosa constancia ante los tribunales gubernamentales y la condenó el juez a ser quemada viva. Este, propásandose en su rabia contra los adoradores de Dios hasta lo inhumano y yendo más allá de las leyes de la naturaleza, no tuvo rubor de negar la sepultura a los cuerpos exánimes de los santos. Dió, efectivamente, órdenes de que los cadáveres, expuestos a cielo raso para pasto de las fieras, fueran cuidadosamente vigilados día y noche, y era de ver cómo por muchos días un número considerable de hombres estaban al servicio de esta voluntad feroz y bárbara. La guardia, como decimos, vigilaba de lejos que nadie sustrajera los cadáveres, y los animales salvajes, los perros y las aves carnívoras iban esparciendo de acá para allá los miembros humanos, dejando todo el perímetro de la ciudad cubierto de entrañas y huesos. Jamás se había visto espectáculo más horripilante, hasta el punto de lamentarlo los mismos que nos eran hostiles, no tanto por lástima de quienes lo habían sufrido, cuanto por el ultraje que a ellos mismos se les hacía en la común naturaleza de todos. Se daba, en efecto, a la puertas mismas de la ciudad un espectáculo que supera todo discurso y trágica representación, cuando no era sólo un lugar donde las carnes humanas eran devoradas, sino que quedaban tiradas por todas partes. Y aun dícese que dentro mismo de la ciudad se vieron miembros enteros, pedazos de carne y trozos de visceras. Como esto durara muchos días, sucedió el prodigio siguiente: El tiempo estaba sereno, el aire diáfano y en todo el contorno la atmósfera aparecía tranquilísima; cuando, de pronto, las columnas que por toda la ciudad sostenían los pórticos públicos empezaron casi todas a destilar una especie de lágrimas y, sin que cayera una gota del aire, los mercados y plazas, no se sabe de dónde, aparecieron cubiertas de humedad. Esparcióse inmediatamente por todas partes la voz de que la tierra, por milagrosa manera, había llorado, no pudiendo sufrir los atroces crímenes entonces cometidos y que, para confusión de la dura e implacable naturaleza humana, las piedras y la materia insensible se habían lamentado y hecho duelo sobre lo sucedido. Sé muy bien que esto parecerá puras pamplinas y cuentos a los por venir; pero no pareció tal a quienes el tiempo les acreditó la verdad de los hechos.

10. Al siguiente mes, el catorce del llamado Apeleo, que corresponde al 19 antes de las calendas de enero (14 de diciembre), nuevamente fue detenido un grupo de egipcios ante las puertas de la ciudad por los guardias puestos para el interrogatorio de los que entraban en ella. Habían sido enviados para socorrerla los confesores en Cilicia, y algunos de ellos sufrieron la misma sentencia que aquellos a quienes venían a ayudar, inutilizándoseles los ojos y los pies; tres de ellos, después de dar en Ascalón, donde los habían hecho detenerse, una maravillosa prueba de su valor, tuvieron diverso fin de martirio. Uno de ellos, por nombre Ares, fue condenado al fuego; los otros dos, llamados Promo y Elias, fueron decapitados.
El once del mes Andeneo, que corresponde al tres antes de los Idus de enero (11 de enero), en la misma Cesarea, el asceta Pedro, por otro nombre Apsélamo, natural de Aneas, aldea del término de Eleuterópolis, dio prueba, con generoso pensamiento, de su fe en el Cristo de Dios. Suplicábanle insistentemente, tanto el juez como los que le rodeaban, que tuviese lástima de sí mismo y tuviera en cuenta su juventud, la flor y vigor de su edad; más él, despreciándolos, prefirió a todo y a la vida misma la esperanza en el Dios del Universo. Un tal Asclepio, obispo al parecer de la secta de Marción, por celo, según él imaginaba, de la religión, pero no de la que es según la ciencia, salió de la vida abrasado en la misma y única pira de Pedro. Esto así pasó.


11. Mas es llegado el momento de narrar el grande y famoso espectáculo que dieron Pánfilo, nombre para mí queridísimo, y los que con él consumaron el martirio. Fueron entre todos doce, favorecidos de gracia y número profético y apostólico. El capitán de todos y único entre ellos ornado de la dignidad presbiteral en Cesarea era Pánfilo, varón que brilló toda su vida en todo linaje de virtud por su renuncia y menosprecio del mundo, por su largueza en repartir con los pobres su hacienda, por su olvido de las esperanzas terrenas, por conducta, en fin, y ascesis de verdadero filósofo. Pero en lo que descolló sobre todos nuestros contemporáneos fue en el más fervoroso estudio de las divinas sentencias, en su tesón indomable en toda obra emprendida y en su generosa asistencia a sus parientes y a cuantos a él se allegaban. Sus otros méritos y virtudes, que requerirían larga explicación, los hemos dejado escritos en tres comentarios que hemos dedicado a su propia biografía, y a ellos remitimos a quienes tengan particular interés en conocerlos; por ahora, atengámonos a los sucesos que atañen a los mártires.
El segundo que después de Pánfilo bajó al combate fue Valente, diácono de Elia, adornado de sacras canas, anciano que con sólo su vista infundía la más alta veneración, versado como nadie en las divinas Escrituras. Estas se las había aprendido tan fielmente de memoria, que no necesitaba tomar el códice para leer cuando tenía que recitar algún pasaje, que él sin más recordaba perfectamente. El tercero que se distinguió entre los mártires fue Pablo, hombre vehemente en sumo grado, hirviente del Espíritu, natural de Jamnia, que había ya anteriormente pasado por el combate de la confesión de la fe, soportando el hierro rusiente. Los tres pasaron en la cárcel dos años íntegros, y la ocasión de su martirio fue la venida de nuevo de unos hermanos de Egipto, que consumaron con ellos el martirio. Los egipcios habían acompañado hasta Cilicia a los confesores condenados a las minas de allí y se volvían nuevamente a su patria. A la entrada de las puertas de Cesarea, los guardias, que eran gentes bárbaras por su carácter, preguntáronles, como a los otros, quiénes eran y de dónde venían; declararon ellos sin disimulo alguno la verdad y al punto, como si fueran malhechores cogidos in fraganti, fueron detenidos. Era un grupo de cinco. Presentados ante el tirano, hablaron ante él con toda libertad, siendo seguidamente encerrados en la cárcel. Al día siguiente, el dieciséis del mes Peritio, que corresponde entre los romanos al catorce antes de las calendas de marzo (16 de febrero), dió el juez orden de que se presentaran al tribunal tanto los egipcios como Pánfilo y sus compañeros. Empezó por poner a prueba, por medio de todo linaje de tormentos, extraños, variados y de nueva invención, la inexpugnable constancia de los egipcios. Después de ejercitar bien en estos combates al que entre todos llevaba la voz cantante, preguntóle ante todo quién era y, en lugar del propio nombre, tuvo el juez que escuchar el de un profeta. Y lo mismo sucedió con todos los otros, pues todos se habian cambiado los nombres impuestos por sus padres, nombres, si a mano viene, de algún ídolo, y se habían puesto los de Elias, Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel, y con lo que demostraban no sólo con sus obras, sino con sus mismos nombres, que ellos eran el judío interior y el legítimo y puro Israel de Dios. Oído que hubo Firmiliano semejante nombre, sin entender su sentido, siguió preguntándole cuál era su patria. Y el mártir, en consonancia con su primera respuesta, contestó que su patria era Jerusalén, entendiendo evidentemente aquella de que dice Pablo: Mas la Jerusalén de arriba es libre y ella es madre nuestra (Gal. IV, 26).
Y: Os habéis acercado al monte Sión y a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial (Hebr. XII, 22). Tal entendía el mártir; mas el juez, que dirigía su mente a la tierra y al suelo, se desazonaba por saber puntualmente qué ciudad fuera aquella y en qué punto de la tierra estuviera situada, y terminó por aplicarle la tortura para hacerle confesar la verdad. Mas él, tendido en el potro, con las manos atrás y descoyuntados los pies por medio de extrañas máquinas de tortura, afirmaba haber dicho la verdad. Luego, preguntado nuevamente y por muchas veces quién era y dónde estaba situada la ciudad que decía, respondió que aquella ciudad era sólo patria de los piadosos, pues sólo éstos, con exclusión de todos los otros, gozaban de su ciudadanía; en cuanto a su situación, estaba hacia Oriente y en el punto en que nace el sol. Filosofaba en esto también el mártir según su propio sentido, sin hacer caso de los que a la redonda le sometían a tortura, no pareciendo darse siquiera cuenta de sus dolores, como si no tuviera carne ni cuerpo. El juez, por su parte, pataleaba desconcertado, imaginando que los cristianos habían sin género de duda fundado en alguna parte de la tierra una ciudad enemiga y hostil a los romanos. Mas el juez se devanaba los sesos imaginando que habían con toda seguridad establecido en alguna parte los cristianos una ciudad hostil y enemiga de los romanos, tratando de averiguar la tal ciudad y dar con ella en algún punto de Oriente. En fin, cuando tras desgarrar al joven a azotes y someterle a los más varios tormentos, se dió cuenta de que perseveraba inconmovible en sus primeras declaraciones, pronunció contra él la sentencia de pena capital. Tan dramática escena se produjo en el interrogatorio de este primer mártir. A los otros, después de hacerles pasar por torturas semejantes, los despachó también de modo igual.
Luego, cansado y convencido de que era vano seguir atormentado a aquellos hombres, saciado por lo demás su deseo, se volvió a los compañeros de Pánfilo. Ya antes le habían éstos dado prueba de que por los tormentos no había de lograr hacerles cambiar el propósito de su fe; preguntóles, pues, si al menos entonces estaban dispuestos a obedecer. La única respuesta que de cada uno de ellos recibió el juez fue la última confesión de su fe, la que les había de llevar al martirio. Y, efectivamente, sentenciólos a la misma pena que a los primeros. Llevadas a término estas cosas, un muchacho de la servidumbre de Panfilo, como quien se había formado y educado en la escuela de tan gran varón, gritó de en medio de la muchedumbre, pidiendo que los cuerpos de los mártires recibieran sepultura. Mas el juez, ya no hombre, sino fiera y más salvaje, si lo hay, que una fiera, sin atender a lo justo de la petición y sin miramiento alguno a la edad del muchacho, apenas supo por confesión de él que era cristiano, hinchado de ira, como si le hubiera herido un dardo, manda a los atormentadores que empleasen sobre el joven toda su fuerza. Intimóle que sacrificara y, como el joven se negara a ello, dió nueva orden de que le desgarraran sin tregua, no como a carnes humanas, sino como si se tratara de piedras, madera o cualquier otro objeto insensible, penetrándole hasta los huesos y las más recónditas entrañas. Prolongado largo rato el tormento, dióse el juez cuenta que todo su intento era vano, cuando, por lo demás, el mártir estaba ya sin voz e insensible y casi exánime, con el cuerpo destrozado todo por los suplicios; pero tenaz en su crueldad e inhumanidad, sentenció que, tal como estaba, se le aplicara fuego lento. De este modo, antes de la consumación de su propio señor según la carne, éste que llegara el último al combate, se adelantó en la muerte corporal a los que se habían dado prisa en ser los primeros. Y era de ver a Porfirio, como un atleta vencedor en todos los combates de los juegos sacros, cubierto su cuerpo de polvo, pero radiante su rostro, caminando a la muerte después de tamañas torturas, con gesto animoso y gallardo, lleno, como de verdad lo estaba, del Espíritu divino, sin más atuendo que el manto de filósofo, terciado al hombro a modo de clámide, dando de camino con mente serena sus encargos e indicaciones a sus familiares y conservando en el mismo patíbulo el brillo de su cara. Encendida en torno a él la hoguera a considerable distancia, ya desde allí aspiraba con la boca las llamaradas. Al alcanzarle el fuego, dió un grito invocando la ayuda de Jesús, Hijo de Dios; mas aparte esa única palabra, perseveró generosísimamente en silencio hasta exhalar el último suspiro.
Tal fue el combate de Porfirio. El mensajero de su martirio que llevó la noticia a Pánfilo fue Seleuco, confesor que había pertenecido al ejército, y como ministro de tal mensaje fue al punto juzgado digno de entrar en la suerte de los otros mártires. En efecto, apenas acababa de dar la noticia del fin de Porfirio y saludó a uno de los mártires con el beso de paz, cuando le echaron mano unos soldados y le llevaron a presencia del gobernador. Este, como si tuviera prisa por hacerle compañero de viaje de los primeros camino de los cielos, ordena inmediatamente se le castigue con pena capital. Seleuco era oriundo de Capadocia, pertenecía a un escuadrón de jóvenes escogidos y había alcanzado un grado honorífico no despreciable entre los romanos. Y era así que a todos sus compañeros de milicia se aventajaba con mucho por su estatura y fuerza corporal; era famoso entre todos por su prestancia y toda su figura; por su grandeza y buena gracia inspiraba admiración. Ya a los comienzos de la persecución había brillado en los combates de la confesión de la fe por su paciencia en soportar los azotes; mas una vez retirado del ejército, hecho émulo de los ascetas de la religión, apareció, por su amor de padre y solícito cuidado, como si fuera el obispo y protector de huérfanos abandonados y viudas desvalidas y cuantos sufrían en la pobreza o enfermedad. Y, probablemente, por estas obras en que Él se complace más que en los sacrificios que se le ofrecen entre el humo y la sangre, le otorgó Dios la gracia de la maravillosa vocación al martirio. Este fue el décimo atleta que, junto a los ya mentados, consumó el martirio en un solo y mismo día; día en que, a lo que parece, abierta de par en par la puerta por el martirio de Pánfilo, según el mérito de tan gran varón, fue fácil también a los demás entrar con él al reino de los cielos.
Tras las huellas de Seleuco siguió Teódulo, venerable y piadoso anciano que pertenecía a la servidumbre del gobernador y era apreciado por Firmiliano más que todos los demás de su casa, parte por su venerable edad, pues era padre de tres generaciones, parte por el cariño y fidelísima conciencia con que sirvió a sus señores. Habiendo cumplido un acto semejante al de Seleuco, fue presentado a su propio amo, quien, irritándose más que con los anteriores, le condenó a morir crucificado, con lo que sufrió el mismo martirio del Salvador en su Pasión.
Hasta ahora faltaba uno para completar con los mártires ya nombrados el número de doce, y fue Juliano quien vino a completarlo. Juliano venía de viaje y, sin haber siquiera entrado en la ciudad, apenas supo lo sucedido, se dirigió tal como estaba a ver a los mártires, y al contemplar tendidos por tierra los despojos de los santos, lleno de gozo iba abrazando a cada uno e imprimía en todos el ósculo de paz. Mientras esto hacía, le prenden los ministros de la muerte y le presentan a Firmiliano. Éste, obrando conforme a sí mismo, le condenó también a morir a fuego lento. Así fue como Juliano, dando verdaderos saltos de júbilo y agradeciendo a grandes voces al Señor tan grandes beneficios, fue tenido por digno de la corona del martirio. Era también éste oriundo de Capadocia y, por su carácter prudentísimo, muy fiel y noble, y si en todo grave y serio, fervoroso señaladamente con el hervor del mismo Espíritu Santo. Tal fue el escuadrón de compañeros de camino que mereció entrar con Panfilo en el martirio. Durante cuatro días con sus noches, por orden del impío gobernador, fueron custodiados los sagrados y en verdad santos cuerpos, para que fueran pasto de animales carnívoros; sin embargo, milagrosamente, ni fiera ni ave ni perro alguno se acercó a ellos y, conservados intactos por disposición de la providencia de Dios, fueron luego retirados y, tras rendírseles los debidos honores, se les dió la acostumbrada sepultura. Hablaba aún todo el mundo de la impresión producida por los pasados sucesos, cuando Adriano y Eúbulo, procedentes de Batanea, la región así llamada, llegaron a Cesarea para ver a los otros confesores. Interrogados también ellos a la puerta de la ciudad sobre la causa de su venida, confesaron la verdad, e inmediatamente fueron coducidos a Firmiliano. Éste, tal como estaba, sin dilación alguna, después de hacerlos pasar por muchas torturas de sus costados, los condena a ser devorados por las fieras. Pasados dos días, el cinco del mes Distro, que corresponde al tres antes de las nonas de marzo, en el natalicio de la llamada Fortuna de Cesarea, Adriano fue arrojado a un león, y luego fue consumado, degollado a filo de espada. Eúbulo, a los dos días, en las mismas nonas, es decir, el siete del mes Distro, no obstante las instancias del juez para que sacrificara y obtener así lo que ellos tienen por libertad, poniendo por encima de la vida temporal la muerte gloriosa por la religión, tras las fieras, fue sacrificado de modo semejante a su compañero. Ultimo de los mártires de Cesarea, él vino como a poner el sello a los combates.
Vale la pena que recordemos aquí cómo, poco después, la divina providencia vino a castigar a los impios gobernadores, por obra de los mismos tiranos; y asi, este Firmiliano,que llegó a tal frenesí de crueldad contra los mártires de Cristo, sufrió con otros el último castigo, terminando trágicamente su vida a filo de la espada. Tales fueron los martirios cumplidos en Cesarea en todo el tiempo que duró la persecución.


12. Aparte los martirios relatados, los otros acontecimientos durante todo el período de la persecución, por ejemplo, los referentes a los prepósitos de las Iglesias; cómo en lugar de pastores de las ovejas espirituales de Cristo, a las que no gobernaban conforme a ley, los puso la divina justicia, como si los hubiera juzgado dignos de ello, por guardia de camellos, animales sin razón y de la más contrahecha figura, y cómo los condenó a estar sujetos al lado de los caballos imperiales; cuánto estos mismos pastores hubieron de sufrir con motivo de los vasos sagrados y de los otros inmuebles de la Iglesia, de parte de los procuradores imperiales y gobernadores del tiempo, que los insultaron, deshonraron y torturaron; las ambiciones de muchos de ellos; las imposiciones de manos indiscretas y fuera de ley; las escisiones y rencillas entre los mismos confesores; las maquinaciones de jóvenes sediciosos, con tanto ardor emprendidas contra los restos destrozados de la Iglesia, inventando novedad sobre novedad, agravando sin miramiento alguno las calamidades de la persecución y amontonando males sobre males; todo eso, paréceme debo omitirlo, por considerarlo ajeno a mi propósito y repugnarme, como, por lo demás, ya advertí al comenzar mi obra, entrar en pormenores sobre ello. En cambio, todo lo grave y de buena fama, conforme a la palabra sagrada; todo lo que sea virtud y obra digna de loa; publicar todo eso, escribirlo y hacer que llegue a las fieles orejas, lo tengo por la cosa más propia de la historia de los admirables mártires. Y paréceme, también, que debo coronar este discurso con el relato de la paz que, después de tanto martirio, brilló desde el cielo para nosotros.

13. Finaba el año séptimo (310-311) de la lucha contra nosotros, y hasta cierto punto iban lentamente nuestras cosas recobrando la tranquilidad; y así entramos en el año octavo. Había en las minas de cobre de Palestina no pequeña muchedumbre de confesores, que gozaban, por cierto, de tanta libertad que les fue posible construirse edificios para iglesias. El gobernador de la provincia, hombre duro y malvado, como lo demostró en lo que hizo contra los mártires, hizo allí un viaje, y enterado del género de vida que llevaban allí los condenados, informó de ello al emperador, escribiéndole, a lo que parece, con intención calumniosa contra los mártires. Viniendo luego el intendente de las minas y obrando, según daba a entender, por indicación del emperador, dividiendo en varios grupos toda la muchedumbre de los confesores, a unos les designó como residencia Chipre, a otro el Líbano y a otros los esparció por diversos lugares de Palestina; a todos, sin embargo, ordenó se los sometiera a determinados trabajos especiales. Luego, escogió a cuatro de los que parecían cabezas de los otros y se los mandó al comandante de las tropas de guarnición en el lugar. Los cuatro escogidos fueron: Peleo y Nilo, obispos egipcios; un presbítero, y el último, Patermutio, conocidísimo de todos por su caridad para con todo el mundo. El comandante de las tropas les intimó que renegaran de la fe y, negándose ellos, los mandó quemar vivos. Había además allí otro grupo, que había logrado vivir en lugar aparte, y eran confesores que, por su vejez, por sus mutilaciones u otras enfermedades corporales, estaban dispensados de trabajar en las minas. Al frente de ellos estaba Silvano, obispo oriundo de Gaza, hombre que era prodigio de prudencia y dechado auténtico de cristiano. Silvano se había distinguido desde el primer día, si cabe decirse, de la persecución, y todo el tiempo que duró ésta, por toda suerte de combates en la confesión de la fe, y había sido reservado hasta aquel momento para ser él quien pusiera el último sello a toda la lucha en Palestina. Con él había varios confesores más, procedentes de Egipto, entre ellos Juan, que sobrepasó a todos nuestros contemporáneos por la fuerza de su memoria. Juan estaba ya de antes privado de vista; sin embargo, al confesar brillantemente su fe, sufrió, al igual de los otros, la inutilización, por cauterio, de uno de los pies, y le aplicaron el hierro rusiente a unos ojos que ya no veían. Hasta este extremo de barbarie llevaron los verdugos su crueldad inhumana. Siendo admirable por sus costumbres y vida de verdadero filósofo, no era, sin embargo, ahí donde más se le admiraba, por no aparecer en ello tan prodigioso cuanto en la fuerza de su retentiva, por la que fue capaz de grabar, con alma traslúcida y limpísimo ojo de su inteligencia, libros enteros de las Sagradas Escrituras, no en tablas de piedra, como dice el divino Apóstol, ni en pieles de animales o papel, que la polilla y el tiempo destruyen, sino real y verdaderamente en las tablas de carne de su corazón. Y asi, cuando quería, podía recitar, como si no sacara de un tesoro de palabras, ora una escritura de la ley o los profetas, ora un pasaje histórico, ya el Evangelio, ya los escritos apostólicos. Yo mismo confieso haberme quedado atónito, cuando por vez primera le vi de pie, en medio de una muchedumbre considerable, explicando unos pasajes de la divina Escritura. De pronto, como sólo podía oír la voz, me imaginé estaría leyendo alguno, según es costumbre en nuestras reuniones de culto; mas cuando, acercándome más, me di cuenta de lo que pasaba: sanos de sus ojos los que le rodeaban, y él, que no disponía sino de los ojos de su inteligencia, realmente hablando como un profeta y dejando muy atrás a los fuertes de cuerpo, yo no sabía cómo glorificar a Dios ni acababa de maravillarme, y parecíame tener delante de mis ojos un argumento claro e incontrastable que demostraba por vía de hechos cómo el sólo de verdad hombre no es el que por tal se tiene en el cuerpo visible, sino el del alma y la inteligencia; el cual, aun en cuerpo maltrecho, puede hacer alarde de la superior virtud que en sí encierra.
Los confesores, pues, antes citados vivían en el lugar señalado y allí practicaban sus acostumbrados ejercicios de ayunos, oraciones y demás; y fue Dios, fue Dios mismo quien los tuvo por dignos de alcanzar la consumación salvadora del martirio, alargándoles su diestra benigna. El enemigo, que no podía soportar que con todo vagar y sosiego se armaran contra él por medio de sus oraciones a Dios, determinó quitarles la vida y eliminarlos como a gentes molestas, y Dios le consintió que saliera con su empresa, primero, para que el mismo enemigo no hallara estorbo en el camino de maldad que por propio arbitrio seguía, y luego, para que los confesores recibieran, en fin, los premios de sus múltiples combates. De este modo, pues, por orden del muy abominable Maximino, en un solo día se decapitó a treinta y nueve confesores de la fe.
Tales fueron los martirios habidos en Palestina durante ocho años íntegros y tal fue la persecución contra nosotros. Iniciada con la destrucción de las iglesias y creciendo conforme surgían, con el tiempo, nuevos gobernantes, los múltiples y variados combates de los atletas de la religión produjeron en cada provincia una muchedumbre incontable de mártires, en una extensión que va desde la Libia, Egipto entero y la Siria, el Asia oriental y su contorno, hasta la región del Ilírico. Porque es de saber que las partes del Imperio más allá de las dichas, Italia íntegra, Sicilia, las Galias y todo el Occidente, con España, Mauritania.y Africa, sólo tuvieron que sufrir la guerra de la persecución los dos primeros años, y no enteros, pues merecieron la más rápida visita de Dios y de la paz, mirando sin duda la celeste providencia la sencillez y fe de aquellos hombres. Y es que lo que no se cuenta de los tiempos más remotos del Imperio romano, vino a darse en los nuestros contra toda esperanza. Durante la persecución, en efecto, estuvo el Imperio escindido en dos, y así se dio el caso de que, mientras los hermanos que habitaban la parte occidental gozaban de paz, los de la otra tenían que soportar, en número infinito, combates sobre combates. Mas, en fin, cuando la divina y celeste gracia quiso mostrar también sobre nosotros su visitación benigna y propicia, entonces los príncipes que nos gobernaban, aquellos mismos, por cierto, que habían sido autores de la guerra que de antiguo se nos hacía, cambiando milagrosamente de sentir, cantaron la palinodia, y con benévolos edictos y favorables disposiciones apagaron la hoguera contra nosotros encendida. Tal palinodia debe ser transcrita.

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