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lunes, 20 de agosto de 2012

Conveniencias de la maternidad espiritual de María.

Conveniencias por parte de las tres personas de la Santísima Trinidad.— Conveniencias, también, por parte de los hombres rescatados y santificados.

En la primera parte de esta obra hemos estudiado las conveniencias admirables que revela la maternidad de la Santísima Virgen en su relación con el Hijo de Dios hecho hombre. El estudio de la maternidad de la gracia nos ofrece armonías no menos numerosas y sorprendentes. Hace poco, la historia de la caída y la promesa de la rehabilitación futura que sucedió a la caída de la Humanidad, nos presentaban una de esas conveniencias misteriosas que Dios sólo puede inventar con su misericordiosa sabiduría: la Libertadora al lado del Libertador, simiente y fruto de la mujer, es decir, la Madre del Redentor, que debe ser a la vez madre de los redimidos, nueva Eva, junto al nuevo Adán. Pero hay otras armonías, fundadas en cierto modo sobre la naturaleza misma de las cosas, que importa contemplar despacio, a fin de poner cada vez más en plena luz el gran hecho de la maternidad de María. Ahora bien; las múltiples conveniencias señaladas en el principio de este capítulo, pueden reducirse a dos grupos: unas, por parte de Dios; otras por parte del hombre.
I

Conveniencias por parte de Dios: Primera conveniencia. 
La encontramos en la consideración de Dios Padre; Dios no tiene más que un hijo por naturaleza, y este Hijo se lo dió a María, cuando Ella concibió en la carne al mismo Verbo que Él engendró eternamente en el seno de la divinidad. Pero el Padre tiene otros hijos, que engendra según la gracia y que adopta por caridad. ¿No es justo que después de haber hecho participar a la bienaventurada Virgen María de su fecundidad natural, para que sea con Él madre de su Unigénito, acabe la obra y le comunique la fecundidad de su amor, para que sea también Madre de los hijos adoptivos? Tanto más justo cuanto que si el Padre tiene esos nuevos hijos según la gracia, se los debe a María, porque para que nazca de El hace falta la Encarnación del Verbo, es decir, en términos equivalentes, hace falta el acto por el cual la Virgen engendra como hombre a Aquel a quien el Padre engendra como Dios. Nos lo dice el Apóstol: "Dios ha enviado a su Hijo, nacido de la mujer, para que recibiésemos la adopción de los hijos" (Gálat., IV, 4, 5). 
Y tanto más justo, además, cuanto que si María, asociada a la fecundidad de naturaleza del Padre, fuese excluida de la fecundidad de la gracia, se daría no sé qué anomalía en la familia de Dios: hijos que, teniendo el mismo Padre, sólo uno de ellos, el Unigénito reposase en el corazón de la Madre.

Segunda conveniencia.
El Verbo de Dios se hizo hombre para provocarnos al amor. Por este fin quiso hacerse niño, tomar sobre sí todas nuestras miserias, conversar familiarmente con nosotros; en una palabra, ser uno de tantos, como el hermano mayor entre sus hermanos menores. ¿Quién no ve claramente que ese designio de misericordia y de amor exigía que después de habernos dado a su Padre, nos diera también a su Madre? Así se nos presenta verdaderamente como un hermano; así se eleva nuestra confianza; así podemos ir a Él sin temor, puesto que el mismo seno maternal que le ha llevado a Él según su carne, es el seno de donde salimos nosotros según su espíritu.
Recordemos también que la gracia, que nos hace hijos de Dios y hermanos de Cristo, nos incorpora místicamente al mismo Salvador. Por ella somos miembros suyos y como partes de Él mismo. Jesucristo quiere comprendernos en la integridad de su persona, de tal modo, que todo fiel sea no solamente de Cristo, sino otro Cristo.
En otro lugar hemos desarrollado largamente esta idea tan bella y tan fundamental en el dogma católico (
La Gráce et la Gloire. LV, c. 4).
Los Apóstoles, los Evangelistas, los Obispos y doctores, los Sacramentos de la Iglesia, en una palabra, todas las instituciones del Salvador de los hombres, no tienen más que un fin: "Trabajar en la perfección de los santos..., en la edificación del cuerpo de Cristo" (
Eph., IV, 11 y 12).
El cuerpo natural de Cristo tiene, desde hace mucho tiempo, su desarrollo completo. Para Él ya no hay cambio, ni crecimiento, ni perfeccionamiento posible desde que salió vivo y glorioso del sepulcro. Pero este otro cuerpo que el Hijo Unico se forma en el seno de la Iglesia; este cuerpo en vista del cual se dignó revestirse del primero, debe ser obra de siglos. Cristo se forma y crece en nosotros; bautizados que somos, es decir, nacidos en Cristo, crecemos en Cristo (
Gal., III, 27; I Petr., I, 2).
Y podemos decir, en un sentido verdadero, que el crecimiento sobrenatural, que se opera por medio de la unión de los miembros con su cabeza, es como un crecimiento de Dios, del Dios Encarnado, incrementum Dei (Col., 11-19).
Sublime y consolador misterio que San Agustín, con amorosa complacencia, explicaba a los fieles, diciéndoles: "Derramemos nuestros corazones en acciones de gracias: somos no solamente cristianos, sino otros Cristos. ¿Comprendéis, hermanos míos, la gracia de Dios sobre vosotros? Admiremos, estremezcámonos de alegría: somos unos con Cristo. Él, la cabeza; nosotros, los miembros; el hombre completo, Él y nosotros... La plenitud de Cristo es, pues, la cabeza y los miembros. ¿Cuál es la Cabeza y cuáles son los miembros? Cristo y la Iglesia" (
San August., Tract. XXI in Joan., n. 8, P. L„ XXXV, 1568. "Sicut in illo homine quem gressit, ita (Dei Filius) in nostris mentibus gradus quosdam corporae aetatis exequitur: nascitur, crescit, roboratur" (San Paulin., ep. 23, P. L., LXI, 257)).
¿Qué se deduce de todo esto? Que la Madre de Cristo debe serlo nuestra. De otro modo no sería Cristo enteramente hijo de María. Lo sería por su persona física; pero no lo sería en su persona mística. Madre de Aquel que es la Cabeza, María no sería madre de sus miembros. Nueva anomalía que deformaría, en cierto modo, las proporciones divinas del misterio. Así, pues, como el cuerpo místico de Cristo es la plenitud y el complemento de su cuerpo natural (
Eph.. I. 23), así es fuerza que la maternidad de María para con los miembros sea la prolongación y la consumación de su maternidad divina. Y he aquí por qué siendo esta Virgen Madre de Dios, debe ser, en consecuencia, Madre de los hombres, puesto que los hombres son, de hecho o por destinación, cuerpo de Cristo.
Un hermoso pensamiento de San León dará mayor realce a esta conveniencia. Lo tomamos de uno de sus sermones sobre la Natividad del Señor: "Esta infancia que la majestad del Hijo de Dios nos desdeñó —dice este gran Papa— se ha convertido, gracias al discurso de los años, en la madurez del hombre perfecto; y una vez consumado el triunfo de la muerte y de la resurrección, cesaron todos los actos que correspondían a la bajeza de la cual quiso Cristo revestirse por nosotros. Sin embargo, la fiesta de hoy renueva a nuestra consideración el origen de Jesús, nacido de la Virgen María, y he aquí que, honrando el nacimiento de nuestro Salvador, celebramos al mismo tiempo nuestro propio principio. Porque el origen de Cristo es el origen del pueblo cristiano, y el nacimiento de la Cabeza es el nacimiento del cuerpo (
"Generatio enmi Christi est origo populi christiani et natalis capitis est natalis corporis.").Los hijos de la Iglesia, es cierto, llamados cada cual por su orden, se distinguen en la sucesión de los tiempos; sin embargo, cualquiera que sea la multitud de los creyentes, nacidos en las aguas del Bautismo, fueron engendrados con Cristo, como fueron crucificados con Él en su pasión, vivificados con Él en su resurrección, y con Él colocados a la diestra del Padre en su gloriosa ascensión (L. Leo M., Serm. 26, in Nativ. Dom. 6, c. 2. P. L., LIV, 213).
Si esta doctrina es verdadera, com no podemos dudarlo; si los cristianos han nacido, en principio, virtualmente, empleando una expresión de la Teología, cuando la Virgen Santísima dió a luz al Verbo Encarnado su Cabeza, ¿cómo no va a ser madre de ellos? Por último, ¿no veis que habría un vacío inexplicable en los bienes que hemos recibido de Cristo, si no nos hubiera legado su misma Madre para que fuese nuestra? Consideremos, en efecto, con qué infinita largueza se dedicó a darnos parte de todo cuanto posee. Quiso darnos a su Padre por padre, para que, a imitación suya, podamos decir con toda verdad: "Padre nuestro, que estás en los cielos". Tiene un cuerpo, y ese cuerpo es verdaderamente nuestro; nuestro, porque lo ha sacrificado por nosotros en el Calvario; nuestro, porque nos lo sirve de manjar en la Eucaristía, para que seamos unos con Él; nuestro, porque Él es la cabeza de la cual somos los miembros. Y su divino Espíritu, Espíritu que es verdad y amor, ¿no nos lo da también para poseerle dentro de nosotros, como nuestro Huésped, nuestro Maestro y la Moción de todas nuestras acciones?
Sus misterios los ha hecho nuestros. Si ha resucitado de entre los muertos; si ha subido al cielo; si ha triunfado del infierno y eternamente reina en el trono de su gloria, nos hace participantes de todas estas divinas prerrogativas (Eph., II. G; Apoc., III, 12).
Nada más íntimo en el hombre que su sangre, su vida y su corazón. Jesucristo nos ha dado su sangre, puesto que la ha derramado toda por nuestra redención, Jesucristo nos ha dado su vida. "Vivo yo —dice el Apóstol—, o más bien es Cristo quien vive en mí" (
Gal., II, 20), y todos podemos aspirar a la misma dicha. Jesucristo nos ha dado su Corazón, y ese Corazón es verdaderamente nuestro, nuestro corazón; porque lo que en otro tiempo dijo a Santa Catalina de Sena: "Hija mía, días atrás te cogí tu corazón; pero he aquí que, en cambio, te doy el mío, con el cual vivirás de hoy en adelante", está dispuesto a decirlo prácticamente a cada uno de nosotros, si queremos corresponder a las invitaciones de su amor. ¿Qué más? Los hombres, sus hermanos, quiere que sean también nuestros hermanos. Su nombre, que está sobre todo nombre, lo comparte también con sus elegidos (Apoc., XIV, 1; XXII, 4), y para que nada falte a la comunicación de sus bienes, nos hace sus coherederos para la eternidad: Haeredes quidem Dei, cohaeredes antem Christi (Rom., VIII, 17).
Suponed que su Madre no entre en esta universal y tan magnífica donación; entonces tendríamos algún derecho para detener a Cristo, cuando va a pronunciar su consummatum est en el Calvario, y decirle: "¡No, señor! Todo no está consumado. Ved al pie de la cruz esa Madre llorosa, que es la vuestra. ¡La habéis olvidado en vuestro testamento! De todos vuestros bienes, es el único que no nos habéis legado". ¡Sí! Habría aquí una omisión que nada justificaría. No se podría atribuir al olvido, porque nada se escapa a la ciencia de Cristo; ni a la condición de María, como si el ser quien se obstase a que fuese así dada por su Hijo, puesto que Juan, al pie de la cruz, la recibió de Jesús en calidad de Madre. Se impone, pues, esta conclusión: Cristo, que tan manifiestamente quería admitirnos a la participación de todos sus bienes, ha debido hacer de nosotros los hijos adoptivos de la Virgen y hacerla a Ella Madre de esos hijos adoptivos. Así el divino Salvador podrá decirnos, guardada la debida proporción, las palabras que dirigía a su Padre Eterno: "Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío" (Joan., XVII. 10).
Todo lo mío es vuestro: lo acabáis de oír; no tengo nada ni en mí ni fuera de mí que no lo haya hecho vuestro. Y todo lo vuestro es mío, puesto que me he revestido de vuestra naturaleza, de vuestras facultades, de vuestras miserias, y, en cierto sentido, de vuestros pecados mismos para expiarlos.

Tercera conveniencia, fundada sobre el oficio del Espíritu Santo. 
La fe nos muestra al Espíritu Santo produciendo con María y en María Dios hecho hombre. "El Espíritu Santo vendrá sobre ti... y, por esto, el Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios" (Luc., I, 3. 5).
Ahora bien; el Espíritu Santo da a Dios otros hijos, los que, según la palabra del Señor, renacen del agua y del Espíritu Santo, y esta generación de hijos adoptivos del Padre és a imagen y semejanza de la generación temporal del Hijo natural de Dios. Doctrina es de los Padres, y más de una vez hemos tenido ya ocasión de constatarlo (
Cf., La Gráce et la Gloire, 1. VI, c. 3).
Más aún, como acabamos de verlo; la generación de los hijos adoptivos es la prolongación y el complemento de la generación del Verbo hecho hombre, puesto que estos nuevos hijos pertenecen a la plenitud de Cristo. Hay, pues, bajo este aspecto una suprema conveniencia en que María concurra con el Espíritu Santo al misterio de nuestro renacimiento, y que sea la madre de aquellos que son hechura del Divino Espíritu. Los dones de Dios no pueden cesar nunca, com no sea que nuestra infidelidad le obligue a despojarnos de ellos. ¿Quién podrá decir jamás de María que ha merecido ver al Espíritu de Dios retirarse de Ella, hasta el punto de no asociarla a la producción de los miembros, después de haberla hecho tan divinamente fecunda en la producción de la Cabeza?
Por tanto, sea cual fuere la persona de la Santísima Trinidad que consideremos, surge la maternidad humana de María, si nos es lícito expresarnos de este modo, como el coronamiento o término obligado de su maternidad divina.

II

La misma maternidad nos ofrecerá armonías y conveniencias muy notables, si las miramos por parte de los hombres.
La gracia no destruye la naturaleza, como la fe no contradice la razón, puesto que una y otra salen de la misma fuente: Dios. Por el contrario, la ennoblece y la perfecciona; aún más: toma de la naturaleza lo que tiene de noble, de recto, de legítimo, para impulsarlo hacia su fin, que es la gloria de Dios y la salvación del hombre.
Cosa es maravillosa el ver cómo Dios, queriendo sacar al hombre de su bajeza nativa y elevarlo hasta la participación de Él mismo, ha hecho entrar la naturaleza en la realización de sus designios de misericordia. Demos, entre cien, algunos ejemplos. Ciertamente, podía, si hubiera querido, comunicarnos sus dones y hacer de nosotros otros tantos dioses deificados, sin abajarse Él mismo hasta nuestra nada. Pero como éramos hombres por naturaleza, se decidió que el Hijo Eterno de Dios fuese hombre como nosotros, a fin de que de un hombre saliera nuestra grandeza. Así la naturaleza es, juntamente con la gracia, la base de nuestros destinos sobrenaturales.
Dios no hace esto solamente. En todas partes siempre consulta a nuestra naturaleza humana y la toma como auxiliar de su gracia. El hombre, por su naturaleza, ha nacido para vivir en sociedad; en ella y por ella alcanza su desarrollo físico, intelectual y moral. Dios no se olvidaría de esta condición natural del hombre al establecer la economía de la salvación. De aquí la fundación de una sociedad más perfecta: la Iglesia con su jerarquía; pastores que mandan en nombre de Dios; fieles que, viendo en sus pastores a los representantes de Dios, les obedecen como a Él mismo.
El hombre, compuesto de cuerpo y alma, de espíritu y materia, sale de las cosas sensibles para subir a las realidades invisibles. Si percibe las verdades inmateriales, es preciso que las desembarace, en cierto modo, de la corteza material que se presenta ante todo a su conocimiento. Aquí también moldea Dios la economía sobrenatural sobre el orden de la naturaleza. Toda la divina teoría de los sacramentos tiene por fin el responder a esta necesidad del ser humano.
Conocido es el hermoso texto de San Juan Crisóstomo: "Si fuerais incorpóreos, os hubiera hecho dones incorpóreos como vosotros y despojados de toda materia; pero como vuestra alma está encarnada en un cuerpo, os da bienes inteligibles velados bajo apariencias sensibles" (
In Matth.. hom. 82, n. 4, P. G., LVIII, 743).
Este es el fundamento del culto a las imágenes y de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; es el principio generador de toda la liturgia católica, y esto es lo que la hace tan hermosa, tan conmovedora, tan en armonía con nuestra naturaleza, y, por consiguiente, tan divina. Así ha querido Dios mostrar que Él es tan autor de la gracia como de la naturaleza, fundando, en cierto modo, una y otra en la unidad, sin confusión, no obstante, y cada una en su rango, de tal suerte que la religión de Cristo con sus sacramentos y sus ritos sea como una imagen del mismo Cristo.
Fácil es seguir esta comparación: veríamos el alimento responder al alimento; el baño regenerador del Bautismo a las abluciones que purifican el cuerpo; la solemnidad de las fiestas cristianas a las distracciones que reclama la Naturaleza.
He aquí por qué se ha puesto Dios en relación con nosotros por medio de todos los afectos de la Naturaleza, para ganarnos con ellos y sobrenaturalizarlos. Quiere que al hablarle le demos el dulce nombre de Padre, y que nosotros tomemos el de hijos. Nos ha dado a su Unigénito por hermano, y ese mismo Hermano se complace en llamarse Esposo de nuestras almas. ¿Cómo, pues, en un orden por el cual Dios se ha propuesto tan claramente reparar la naturaleza con medios sacados de la naturaleza o calcados sobre esa naturaleza; cómo, pues, repetimos, hubiera dejado de hacer entrar la relación más íntima y más dulce para el corazón del hombre, que es la de la maternidad? Sabemos muy bien que en la Escritura compara a veces su afectuosa solicitud para nosotros al amor de una madre (
Isa., LXVI, 13; XLIX, 15); pero jamás nos invita a invocarle bajo ese nombre, y la Santa Iglesia, cuyo lenguaje es la regla del nuestro, tampoco le da este título nunca. Sabemos también que la misma Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, es nuestra madre en el orden sobrenatural; pero también la Iglesia, que no es otra cosa sino la sociedad de los hijos de Dios, reclama una madre. ¿Me atreveré a decirlo? Por muy madre que sea para cada uno de los fieles, no es la madre que puede satisfacer ella sola todas nuestras aspiraciones; no es una mujer individualmente, una persona físicamente una, teniendo corazón de mujer, tal, en fin, como la naturaleza la prepara a todo hombre que viene a este mundo. Por consiguiente, a esta gran familia de Dios, que es la Humanidad regenerada, le faltaría su más conveniente y su más atractivo complemento si con el Padre, que está en los cielos, con el Hijo, hecho por la Encarnación nuestro semejante y nuestro hermano por naturaleza, no tuviese una Madre, verdaderamente mujer y verdaderamente madre.
Y esta Madre no puede ser más que la propia madre de Cristo Dios. Suponed que fuese otra, y ya no tendría en el orden de la gracia un lugar análogo al que tiene la madre en el orden natural. El hijo mayor de la familia, el que es su Cabeza y su Corazón, no sería hijo de Ella, y, por consiguiente, ya no seríamos nosotros para Él hermanos verdaderos, nacidos de una misma madre, salidos de un mismo seno maternal. Tampoco sería comprensible con qué título podría llamarse madre esa mujer, en el sentido más elevado de la palabra, si el Hijo de Dios, el Salvador de los hombres, no fuese su Hijo; menos aún, qué clase de funciones verdaderamente maternales podría ejercer en nuestro favor.
Pero si Dios nos da una Madre, y si la madre que Dios nos da es la madre de su Hijo encarnado, ¡cómo se armoniza todo entre los dos órdenes de naturaleza y gracia! En el uno y en el otro, el hombre recibirá la vida de un hombre y de una mujer; aquí la vida de la naturaleza, allí la de la gracia. En uno y en otro habría lugar para el oficio tan necesario y tan delicado de la madre en el hogar doméstico.
Ya hemos meditado cuánto importa, para el nacimiento y el desarrollo de nuestro amor hacia Dios, que ese Dios se nos presente entre los brazos y sobre el corazón de una madre.
Pero, ¡cuánto mayor acrecentamiento de fuerza y de dulzura tendrán esos atractivos de amor, si esa madre de nuestro Dios es también nuestra Madre! La amaremos, y el amor que concebiremos hacia Ella nos llevará, naturalmente, al amor de su Primogénito, el Verbo de Dios hecho hombre, y por la prolongación del mismo movimiento, al amor de Dios mismo. No olvidemos que, según la expresión del Apóstol, no somos todavía más que un parvulillo (
I Pet., II, 2; Ephea., IV, 12. 14), siendo el hombre perfecto del cielo y no de la tierra. Pues bien; ¿de dónde saca mejor el niño pequeño amor a su padre y a sus hermanos, sino del corazón maternal?
Si tenemos favores que pedir a Jesucristo, fuente de todas las gracias si, pecadores y rebeldes, tenemos que solicitar un perdón que no merecemos, ¡cuán benigna Mediadora será para nosotros la Madre común del hijo pobre y del Hijo rico con todos los bienes del cielo, la Madre del ofensor y del ofendido!
No nos atreveremos, quizá, a ir directamente a Jesucristo para solicitar sus gracias y el olvido de nuestros crímenes, o, por lo menos, iremos temblando; porque si es nuestro hermano, es también nuestro Señor. Señor lleno de majestad, Señor a quien muchas veces hemos desobedecido. Ciertamente es bueno, y lo sabemos; es la Misericordia misma; pero tampoco ignoramos que, como Dios, es la Justicia misma, y día vendrá en que con su naturaleza humana bajará con los rayos en las manos para pulverizar a sus enemigos. Que se interponga entre Él y nosotros una Madre, Madre suya y Madre nuestra, y renacerá nuestra confianza. En Ella, en efecto, encontramos la Mediadora que nos hacía falta, cerca del gran Mediador; Mediadora capaz de disipar en nosotros los últimos restos del temor y hacer descender de Él sobre nosotros los beneficios que necesitamos, el perdón que nuestro arrepentimiento implora. Tal es el lugar que la economía de la Redención reservaba a la madre y que nuestra naturaleza reclamaba, sin tener, no obstante, derecho a exigirla.
Es lo que maravillosamente explicó San Bernardo en un texto célebre, que citaríamos ahora mismo si no se nos ofreciera ocasión más favorable para ello más adelante.
Bossuet, con menos palabras, pero con no menor elocuencia, ha explicado también este oficio de Mediadora que tiene María por su calidad de Madre de los hombres y Madre de Dios: "Para podernos socorrer hacían falta dos condiciones: que su grandeza la acerque a Dios y que su bondad la acerque a nosotros. La grandeza es la mano que recibe; la bondad la mano que derrama, y son necesarias estas dos cualidades para que la comunicación sea perfecta. María, siendo Madre de nuestro Salvador, se eleva por este título a grande altura, cercana al Padre Eterno, y la misma María, siendo nuestra Madre, se baja hasta nosotros por el amor que nos profesa, hasta compadecerse de nuestra debilidad e interesarse en nuestra dicha" (
Bossuet, exordio del segundo sermón para la fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen).
No digáis que hay exageración en estas reflexiones del gran orador y del gran santo, porque Dios mismo es el Padre de las misericordias, que se inclina amorosamente hacia nuestra miseria, y porque Jesucristo, sobre todo desde que tomó un corazón semejante al nuestro y nos lo descubrió abrasado en amor a los hombres, basta para sostener nuestra esperanza. No negamos la misericordia infinita del Padre; es el cimiento más firme de nuestra confianza. Pero era propio de esta misericordia el procurarnos un guía amado y amable para conducirnos hasta su trono, y no es el menor beneficio que nos ha concedido esa misma misericordia, el que ese guía fuese una Madre que es Hija del Padre y Madre de su Hijo. Tampoco quiera Dios que dudemos del Corazón de nuestro Salvador; pero el don por excelencia que nos ha hecho, ¿no es acaso el corazón de su Madre? Y aun cuando tenga el Corazón divino una fuerza inefable para atraer los corazones, ¿no es cierto que nos arrojamos en Él con más confianza cuando pensamos que ha sido formado del corazón de nuestra Madre, y que Ella está siempre dispuesta para abrirnos sus puertas?
Penetremos más adentro en estas providenciales conveniencias. Dios, cuando creó al primer hombre, se dijo a sí mismo: "No conviene que el hombre esté solo: hagámosle una compañera semejante a él" (
Gen.. II, 18).
Y le envió un sueño misterioso, y tomando una de sus costillas, formó de ella la primera mujer, que fué con él y por él la madre de la raza humana. Claro es que el Creador tenía bastante poder para multiplicar y conservar a los hombres independientemente de la mujer. Pero, en este otro orden de la Providencia, la madre habría desaparecido, y con ella todo lo que hay de ternura, de dulzuras, de amabilidad, de abnegación y de encantos en ese nombre, o, mejor, en la persona significada por ese nombre. He aquí por qué, conociendo el corazón del hombre, quiso que tuviese una compañera, y que del hombre y su compañera naciese la familia humana.
Si queremos saber cuán saludable y profunda influencia es la de una madre, miremos hacia ese hogar de donde la muerte la ha arrebatado, y donde ninguna otra mujer, verdaderamente madre por una solicitud y afecto maternales, ha podido reemplazarla, o, si queremos mejor, consideremos a esos niños privados desde su más tierna edad de las caricias y de los cuidados de una madre. ¿Es extraño que les falte no sé qué de alegría, de expansión, de delicada ternura que se adquiere con el contacto de una madre? ¿Quién no ha tenido ocasión de reparar en esto o de oír a otros reflexionar sobre ello, y de constatar así por analogía la necesidad para los hombres de una madre, tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza? La madre natural, por muy amante y cristiana que sea, no bastará para llenar ese vacío. Cuando el hombre entra en el orden sobrenatural, esta madre no le sigue, ni le puede seguir, en su papel de madre; quiero decir que no es de ella de quien nos viene esa vida superior. A hombres nuevos hacen falta nuevo nacimiento y nueva madre. Los hijos de Dios, los hermanos del Hombre-Dios, reclaman por madre a la propia Madre de ese Hom-bre-Dios.
Casi al principio de esta obra señalábamos un hecho muy grave, esto es, que a medida que el culto de la Madre de Dios se va abandonando, la creencia en la divinidad de su Hijo va declinando y borrándose, y citábamos como ejemplo los países en donde impera como dueño el protestantismo. Otro hecho no menos notable es que en el mismo protestantismo, aun entre aquellos afiliados a él que por ignorancia o por buena fe tienen excusa delante de Dios, no reina en sus relaciones con Cristo ni la unción de la piedad, ni el sentimiento filial y tierno, ni la familiaridad gozosa y santa que se refleja, hasta en los rostros, en las poblaciones católicas. Sin duda que hay de esto más de una razón. Pero la principal, la que más directamente se relaciona con nuestro asunto, es que el protestantismo ha arrojado de la religión de Cristo el culto de la Madre de Cristo y nuestra. No negaremos que conserva algún simulacro de la familia de Dios; pero es, cuando menos, una familia donde la madre está abandonada, desconocida y desterrada. ¿Y os asombraréis con esto de no hallar en los hijos la alegría, la confianza y la satisfacción del corazón que caracteriza a los verdaderos católicos, a ese pueblo elegido, para quien es la Virgen María no solamente una gloria, sino el motivo de gozo más puro? (
"Tu laetitia Israel, tu honorificentia populi nostri." Judith. XV, 10).
"Donde no hay mujer —dice la Escritura—, gime el pobre".
Entiéndase por esta mujer a la Madre común del Señor y de los hombres, sus hermanos, y veréis el texto bíblico maravillosamente realizado en el terreno de la religión. ¡Sí! Dondequiera que esta mujer esté ausente, es decir, dondequiera que no es ni conocida, ni honrada, ni amada, el pobre, o sea todo hombre, por virtuoso que podamos imaginarlo, eleva en su vida religiosa no sé qué peso de tristeza, del cual sólo esta divina Mujer puede aliviarlo. Al ejemplo del Protestantismo, añadamos el de los jansenistas. Ellos también, si no desterraron totalmente a la Madre, le dieron por lo menos el lugar más reducido que pudieron en el culto de los cristianos. Sabido es, igualmente, que su piedad rígida y sombría dejaba apenas sitio para la dilatación del corazón, para el amor afectuoso, confiado y tierno que es propio de los hijos.
Así, pues, para concluir, si Dios quería de nosotros un culto de amoroso abandono, "que nos hiciese llegar confiadamente al trono de la gracia" (Hebr. IV, 16), si estaba en sus designios "el atraernos hacia El con los lazos de Adan", con una cadena de amor, in funiculis Adam, in vinculis charitatis (Es decir, con lazos y atractivos salidos de nuestra misma naturaleza humana: Oseas, XI, 4), nada podía servirle mejor para este fin que el darnos a su Madre por Madre nuestra.
J. B. Terrien, S.J.
LA MADRE DE DIOS...
II TOMO

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