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jueves, 2 de agosto de 2012

EL PROTOEVANGELIO Y NUEVA EVA

La maternidad de gracia en la Madre de Dios se basa sobre su oficio de nueva Eva.—El Protoevangelio (Gén. III. 14. sqq.): Jesucristo, el Reparador, y sus miembros, están anunciados en él como descendencia de la mujer, es decir, de la Virgen María.— Jesucristo según la carne, y sus miembros según el espíritu.

 La Tradición, en el capítulo precedente, nos ha hecho contemplar a María como la nueva Eva que da la vida, por Jesucristo, el nuevo Adán, a los mismos que la primera Eva, juntamente con el primer Adán, engendró para la muerte. Y esta antítesis entre las dos mujeres pertenece, como parte substancial, al plan de desquite inventado por la eterna misericordia y la eterna sabiduría. ¿Podemos ir más allá de la tradición cristiana y hallar, antes que ella empezase, el origen de una doctrina tan universal? Los Padres que fielmente nos la han transmitido, no vacilan en afirmarlo. Nos la muestran consignada por el mismo Dios en las primeras páginas del Génesis. Esto es lo que vamos a estudiar ahora.
Conocido es el memorable pasaje, en el que Dios, castigando a los culpables, levanta, sin embargo, al hombre, anunciándole su futura redención. Y dijo el Señor a la serpiente: "Porque esto hiciste, maldita serás entre todos los animales y bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás el polvo de la tierra todos los días de tu vida. Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te quebrantará la cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar" (
Gén., III, 14, 15. La traducción del último verso responde al texto de la Vulgata; traducido literalmente del hebreo, seria: "Esta (la raza o descendencia de la mujer) te quebrantará la cabeza y tú la herirás en el talón").

 Tal es la profecía generalmente llamada Protoevangelio, porque contiene la primera promesa del Mesías Redentor, encajada en la sentencia pronunciada contra la serpiente. Para comprender mejor el significado del oráculo, y cómo éste confirma a la vez la doble maternidad de María, Madre del Salvador según la carne y Madre nuestra según el espíritu, fuerza es, ante todo, definir y precisar los personajes que entran en escena: de una parte, la serpiente y su descendencia; de otra, la mujer y la descendencia de la mujer.

I. ¿Quién es esa serpiente, tentadora y seductora de Eva, objeto de la maldición divina? La serpiente es el demonio, sin género alguno de duda; pero el demonio disfrazado bajo la figura sensible de la serpiente, a la que ha tomado como órgano suyo. Al demonio, pues, alcanza la maldición de Dios, a través de la serpiente, que lo simboliza. A una atestiguan las Sagradas Escrituras esta identificación del espíritu del mal con la serpiente, seductora de la primera mujer: "Tuvo lugar en el cielo un gran combate: Miguel y sus ángeles combatían con el dragón, y el dragón y sus ángeles luchaban contra él... Y fué arrojado del cielo el dragón, la antigua serpiente, que se llama el diablo y Satán..." (Apoc., XII, 9: XXII, 2, 9).
Así habla San Juan, en su Apocalipsis. El testimonio de Jesucristo mismo no es menos claro ni concluyente, cuando dijo a los judíos: "El padre del cual habéis nacido es el demonio, y vosotros queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fué homicida desde el principio..." (
Joan, VII1-44).
Alusión bien clara a la caída original causada en la Humanidad por las sugestiones de la serpiente infernal. San Pablo se refiere también al demonio, cuando escribe a los fieles de Corinto: "Temo que vuestros sentimientos se corrompan, como sucedió a Eva, engañada por la astucia de la serpiente" (
II Cor., XI, 3).Fácil es también reconocer a la serpiente del Génesis y al demonio en estas palabras del Salvador: "Potestad os he dado para caminar sobre las serpientes y los escorpiones y sobre toda la potencia del enemigo" (Luc., X, 19), porque la segunda frase explica el sentido de la primera, si consideramos que el enemigo por excelencia es el diablo (Matth.. XIII-39).
Por último, para apoyarnos también en la autoridad del Antiguo Testamento, recordemos las palabras de la Sabiduría: "La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo" (
Sap., II, 24).
Texto que no sería inteligible si el diablo y la serpiente no estuvieran identificados como la causa, el instrumento y el símbolo. Si, pues, Satanás no está expresamente nombrado en el Génesis, es porque la materia y la creencia general hacían completamente superflua una designación más precisa. La letra es harto transparente y es imposible no ver la realidad bajo la figura.
Una advertencia, no sin importancia, es que la Escritura, hablando de la serpiente seductora, no dice una serpiente, sino la serpiente. Quiere enseñarnos con esto que la del Paraíso terrenal no fué una serpiente cualquiera, sino aquella que el Antiguo y Nuevo Testamento llaman el Satán (
Job.. I, 6), por oposición a satán (sin artículo), que significa sencillamente enemigo o adversario. Así, pues, la serpiente, condenada por la sentencia divina, es, ante todo, el gran rebelde, Lucifer, el espíritu maligno. Si hubo allí una serpiente propiamente dicha, no fué más que el disfraz visible y el órgano de la serpiente infernal. Por esto, todo lo que en la maldición de Dios puede convenir a dicha serpiente real, expresa figurativa y típicamente la pena impuesta al demonio, sea él mismo, sea su raza.
¿Qué debemos entender por la raza de la serpiente? Si ésta es símbolo del demonio, hay que ver en la raza de la serpiente la raza misma del demonio. Pero esta raza, ¿qué es? La Escritura no lo deja ignorar. Cualquiera que haya leído sus inspiradas páginas, sabe muy bien que el Libro Santo establece relaciones de filiación y de paternidad, no sólo en el caso de una generación física y natural, sino también en el caso de una generación espiritual y moral (
Una es, sin embargo, la generación espiritual de los hijos de Dios; otra, la que produce los hijos del diablo. La primera transforma interiormente al hombre por el don de la gracia y la morada especial del Espíritu Santo; la segunda destruye este don, arroja al divino Espíritu y hace suceder los vicios a la virtud, de tal modo, que por la una es el alma imagen de Dios, y por la otra toma algo de los rasgos y parecido de satán, padre del mal).
Y, así, vemos que en el Génesis se llama a los descendientes de Seth "hijos de Dios", porque permanecieron fieles al culto del verdadero Dios, y a los culpables descendientes de Caín, se les llama "hijos de los hombres" (
Gén., VI. 1. 2).
Más de una vez el Nuevo Testamento designa a los perversos con el nombre de hijos del diablo y de satán: "Hombre lleno de malicia y de astucia, hijo del diablo, enemigo de toda justicia", dice San Pablo al mago Elymas, en el libro de los Hechos Apostólicos (
Act., XIII, 10).
"Aquel que hace el mal, dice a su vez San Juan, es del diablo, el cual ha mentido desde el principio" (
Joan., III-10).
Jesucristo, en el Evangelio, trata a los saduceos y fariseos de "raza de víboras y de serpientes" (
Matth., XII, 34; XXIII, 33), denominación que hallamos también en boca de San Juan Bautista en el Jordán (Matth., III. 7).
Y, para quitar toda duda, Nuestro Señor dijo a los mismos judíos incrédulos: "Tenéis por padre al diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fué homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad" (
Joan., VIII-44).
Así, pues, la raza o descendencia de la serpiente, designada en la sentencia de Dios, son aquellos hombres a quienes el demonio, por medio de sus pérfidas sugestiones y su nefasta influencia, ha hecho a imagen suya y cómplices de su rebelión. Raza de la serpiente son los que cometen el pecado con sus actos personales; raza de la serpiente, los que nacen manchados por el pecado, como todo hijo de hombre; raza de la serpiente, sobre todo, los que continúan en la tierra la obra del demonio, perdiéndose ellos mismos y procurando perder a los otros.

II. Ya conocemos bien cuál es el primer grupo, quiero decir, la serpiente y su descendencia. Réstanos considerar el segundo, o sea la mujer y su posteridad o descendencia. Procuremos, ante todo, determinar la descendencia de ésta, y después nos será más fácil averiguar de qué mujer se trata. Hay aquí una cosa indudable, y es que la posteridad de la mujer es, por lo menos, en su significación primera y principal, el Salvador y Redentor de los hombres. Suprímase esta interpretación, y queda anulado al mismo tiempo el primer Evangelio, y se arrebata al género humano, caído y desesperado en la persona de sus primeros padres, la promesa que le consuela y la esperanza que lo levanta de su postración. La magnífica cadena de profecías, que se prolongan y se aclaran a través de los siglos, habrá perdido su primero y principal anillo. La figura del Mesías no será esbozada desde el principio del mundo, y el demonio, aunque cargado de la maldición divina, podrá gozar en paz de su triunfo, sin temor de perder su presa.
Además de los testimonios que las diversas edades del mundo nos presentan, el texto nos dice con harta claridad que la posteridad de la mujer es, en primer lugar, el Mesías Reparador y Salvador. En efecto; según el hebreo y la mayor parte de las versiones orientales, no es la mujer prometida la que directamente aplastará la cabeza de la serpiente, sino su descendencia, su hijo y al pie de ese mismo hijo acechará la serpiente para morderlo. Tal parece ser la forma original del texto. Esto no quiere decir que la Vulgata y la mayor parte de los Padres latinos nos induzcan a error cuando leen: "Ella (la mujer) te quebrantará la cabeza", atribuyendo la victoria a la mujer. Pronto veremos que este sentir es verdadero; pero no es menos cierto también que el quebrantamiento de la serpiente infernal es, ante todo, hecho y triunfo propio de la descendencia de la mujer.
Sin que sea necesario entrar en los estudios gramaticales y filológicos, con los cuales se ha querido probar que la lección del texto hebreo merece la preferencia, baste el probar aquí que los acontecimientos declaran la promesa en el sentido indicado. Al Hijo atribuye el Espíritu Santo perpetuamente la victoria sobre la serpiente y la destrucción del imperio del diablo; al Hijo principálmente persiguen con su odio a través de los siglos la serpiente y su descendencia. "Así como los hijos participan de la carne y de la sangre —dice el Apóstol—, Él también ha tomado esta carne y sangre, a fin de destruir muriendo al que tenía el imperio de la muerte; es decir, al diablo" (
Hebr., II, 14).
Y San Juan: "El que peca es del diablo, porque él pecó desde el principio. Y por esto vino el Hijo de Dios a destruir las obras del diablo" (
I Joan.. III. 8).
Así, pues, el Hijo de la mujer aplasta la cabeza de la serpiente.
Y ¡qué rabia la de la serpiente contra Él! Apenas nacido, se apodera el diablo de Herodes y trama asechanzas para perder a Jesús. Más tarde, irá a perseguirlo al desierto. Rechazado y vencido, le llegará su hora, aquélla de la que Nuestro Señor decía a los judíos, cuando fueron a prenderlo en el Huerto de los Olivos: "Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas" (
Luc., XXII, 53).
Y entonces entrará dentro de Judas, para hacerle vender a su Maestro; en los príncipes de los sacerdotes y en los ancianos del pueblo, para juzgarle y condenarle; en los verdugos, para crucificarle. La descendencia de la mujer es, pues, el Redentor prometido desde el origen del mundo y venido en medio de los tiempos, Jesucristo Nuestro Señor.
A esta primera consideración se añade otra no menos decisiva.
Y es que el Hijo de la mujer, del cual está escrito: "El te quebrantará la cabeza", es decir, aniquilará el poder del infernal opresor, no puede ser otro que la semilla prometida más tarde a los patriarcas, semilla en quien serán benditas todas las familias y naciones de la tierra (
Gén., XXII, 18; XXVI, 4, etc.).
En efecto; así como la calamidad suprema que señalan las Escrituras es la servidumbre del demonio, así la bendición por excelencia es la libertad de tal servidumbre. Sigúese de aquí que el descendiente, semen, prometido al mundo en persona de Abraham, el Hijo en quien serán benditas todas las naciones, es una sola y la misma persona con la posteridad de la mujer, que ha de aplastar bajo sus vencedores pies la cabeza del diablo. El Apóstol lo hace notar con insistencia en la auténtica interpretación que da a las promesas hechas al padre de los creyentes: "La promesa se hizo a Abraham y al que debía nacer de él, semini ejus. La Escritura no dice: "Y a los que nacerán de ti", como si fuesen varios, et seminibus quasi in multis, sino que habla de uno solo: "Y al que nacerá de ti", et semini tuo, que es Cristo" (
Gal., III, 16).
Si, pues, tal es el Hijo y tal la posteridad de la mujer, ¿quién será esta mujer, sino la Madre de Cristo, la bienaventurada Virgen María?
La descendencia predestinada de la mujer es el futuro Mesías, el Dios hecho hombre. Acabamos de demostrarlo. Pero puesto que la descendencia de la serpiente es necesariamente un nombre colectivo, parece también necesario que la posteridad de la mujer no signifique solamente la persona particular de Cristo y del Mesías. El paralelismo de las palabras exige un significado más extenso. Por eso hemos dicho de esa posteridad que significaba primera y principalmente a Cristo, hijo de la Mujer; pero secundariamente, comprende, además, la multitud de hombres que, corriendo los siglos, habían de agruparse bajo los estandartes de Dios, para combatir al eterno enemigo de Dios. ¿Por qué? Porque pertenecen a Cristo, como miembros a su cabeza; porque forman parte de su plenitud; porque si bien no entran en su personalidad física, están comprendidos en su persona mística; en una palabra, porque son ellos también en la medida de su santidad nuevos Cristos, victoriosos adversarios de la serpiente. La semilla, pues, o la posteridad de la mujer, expresa verdaderamente una colectividad, pero una colectividad que sale de la unidad y a ella vuelve. He aquí las dos ciudades, tan elocuentemente descritas por San Agustín: Jerusalén y Babilonia; la ciudad del amor de Dios y la ciudad del amor de sí propio; la ciudad de Dios y la ciudad del diablo; ciudades divididas entre sí por invencible oposición de pensamientos y obras; ciudades en guerra perpetua e implacable, por que el odio recíproco de sus dos jefes no se extinguirá jamás.
Véase cómo todo se relaciona, una vez admitida esta interpretación del texto. La raza del diablo es multitud, y, sin embargo, una, pues él es el centro y la cabeza; la posteridad de la mujer es colectividad también, pero una y más aún que la del diablo, porque los justos están más identificados Con Cristo que los pecadores con el demonio. Aquí, sin duda, hay que buscar la interpretación de aquellas palabras del Apocalipsis, que nos muestra en la realidad lo que había predicho el Génesis:
"Y el dragón, encendido en ira contra la mujer, fue a combatir contra los otros de su raza, reliquis de seminei ejus; es decir, contra los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Cristo" (
Apoc., XII, 17).
Esto explica también completamente las otras palabras de la sentencia divina: "Tú te esforzarás en morderle el talón." Sin duda que se aplican a la persona individual y física de Nuestro Señor; pero, ¡con qué furor igualmente persigue la serpiente antigua a los que forman o están llamados a formar su cuerpo místico! Aprendámoslo en esta advertencia del Príncipe de los Apóstoles:
"Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el demonio, da vueltas a vuestro alrededor como león rugiente, buscando a quien devorar" (I Petr., V, 8).
San Pedro recordaba las palabras de Cristo, cuando le decía: "Simón, Simón, he aquí que Satanás ha demandado cribarte, como el trigo" (L
uc., XXII, 31).
Participando de los ataques, participan también los justos de la victoria en Jesucristo. De aquí aquel deseo expresado por San Pablo escribiendo a los romanos: "Que el Dios de la paz sujete prontamente a Satanás bajo vuestros pies" (
Rom., XVI-20).
Una vez más lo repetimos: siendo la descendencia de la mujer el Dios Salvador, hay que saludar en esa mujer a la gloriosa Virgen María. La consecuencia es clara, y será más clara todavía cuando hayamos hecho desaparecer una dificultad. Se ha dicho para contrarrestar nuestra interpretación; En toda la historia de la tentación y de la caída, la palabra mujer designa a Eva solamente; así, pues, debe tener el mismo significado en la pronunciación de la sentencia contra la serpiente y aplicarse igualmente a la primera mujer. Respondemos: Hay que distinguir el relato de la seducción y de la culpa de la pronunciación de la triple sentencia que viene después. En el primero, es indudable que la palabra mujer designa a Eva y a Eva solamente. Pero en la fulminación de la sentencia hay que confesar que si la palabra no cambia de significado, cambia de sujeto (
La significación es la misma; el supuesto varía, como dicen los teólogos. Así, en esta frase: "El Verbo es Dios de Dios", la palabra Dios guarda el mismo sentido. Pero uno es el supuesto del primer término, otro el del segundo).
¿Hablaba Dios a Eva solamente, cuando decía a la mujer: "Multiplicaré tus males, parirás con lágrimas y con dolor?" (
Gén., III, 16).
Por tanto, si la misma palabra, después de haber representado a una persona única, se extiende a la generalidad de las mujeres, ¿por qué no podría decirse lo mismo de una mujer individual distinta de Eva; esto es, de una mujer que sería la Madre del Salvador futuro?
Leyendo la historia de Eva, en vano buscamos en ella esa enemistad mortal entre el demonio y la mujer, enemistad que no tiene comparación sino con la oposición entre la descendencia del uno y la posteridad de la otra. ¿Cómo y cuál se nos presenta Eva en el texto del Génesis? Como cómplice primero y después como víctima de la serpiente; es aquella cuya temeridad, desobediencia y orgullo han concurrido en gran parte a que la raza humana sea la raza de la serpiente. La enemistad de la mujer con el demonio está manifiestamente conexa con el aplastamiento de la cabeza de la serpíente, en que termina la sentencia. ¿Qué hizo Eva, qué sufrió, qué mereció para ser tan funesta al diablo? Hemos dicho que la enemistad de la mujer está conexa con el quebrantamiento de la serpiente infernal; tengamos como garantía la traducción de la Vulgata, antiquísima versión, y tan universalmente aceptada por la Iglesia, que no puede expresar un error. Sí, la mujer también debe quebrantar la cabeza de la serpiente, pero en su posteridad y por su posteridad. ¿Y es esta la nota característica, preguntamos, que representa o distingue a Eva? ¿No la vemos, por el contrario, engendrar esclavos del demonio, y no a su vencedor, puesto que todo descendiente de la primera pareja es necesariamente pecador y sometido por el hecho mismo de descender de Adán y Eva al imperio de la serpiente? 
(Varios intérpretes católicos han querido que la mujer fuese a la vez Eva y María. Eva en sentido literal. María en el sentido espiritual. Eva sería el tipo de María; su horror y el de su posteridad para con la serpiente significaría la enemistad de la Virgen Santísima y de su divino Hijo con el demonio. Y, por consiguiente, el Proto-evangelio conservaría todo su valor profético. De igual modo que la ley del Exodo (Xll, 46): "No le quebrantarás un solo hueso", se refiere a Jesucristo crucificado, pero bajo la figura del Cordero pascual literalmente significado en el texto (Joan., XIX, 36)).

Se pretenderá, tal vez, que si la mujer de que aquí se trata no es Eva en particular, es, por lo menos, la mujer en general. A dificultad semejante contestaremos aplicando a todas las mujeres lo que particularmente acabamos de decir refiriéndonos a Eva. Si a toda costa se quiere entender la palabra mujer según la significación genérica, no lo impugnaríamos en absoluto, pero sí con la condición de que se interpretase como hacen los Santos Padres cuando escriben tratando de Cristo: "El hombre vencido por el diablo ha vencido a su propio vencedor", o bien cuando, fijos los ojos en María, dicen: "La mujer ha reparado los males causados por la mujer." De igual modo que en esas proposiciones el hombre y la mujer designan bajo su generalidad a Jesús y a su Madre, así también en la maldición fulminada contra la serpiente, la mujer resultaría también la Madre de Dios (De un modo semejante, decir con San Pedro Crisólogo que la mujer, después de haber sido por el diablo madre de los que mueren, se ha convertido por Jesucristo en madre de los vivientes, ¿no es designar bajo el nombre general de mujer a Eva y a María? (Serm. 140. P. L., LII, 576.)).
Tal es la interpretación que se da a la segunda pareja, la cual, esbozada únicamente en la sinagoga, se revela brillantemente desde los primeros días del Cristianismo. Manifiesta estaba en el pensamiento de los Santos Padres, cuando establecían entre Eva y María la antítesis que hemos descrito en el capítulo precedente (
Si la cuestión se redujese a probar el carácter mesiánico de la profecía del Génesis, todos los Padres darían testimonio de ello. Pero aquí sólo queremos establecer que se trata de la bienaventurada Virgen, Madre del Redentor).
Por otra parte, no faltan los textos que proponen explícitamente a María como la mujer designada en el Génesis. Sin hablar de los Padres, que, siguiendo la lección de la Vulgata, han interpretado que se trata de la mujer en aquellas paabras: "Ella te quebrantará la cabeza". ¡Cuántos otros, y entre los más antiguos, ven a Jesucristo en la descendencia de la mujer y a María en esa misma mujer! San Epifanio hace observar expresamente que el oráculo divino "no podría ajustarse ni entera ni perfectamente a la primera mujer; no se cumple real y totalmente sino en el santísimo y excelentísimo fruto, nacido, de las entrañas de la Virgen, sin obra de varón" (
San Epiphan., c. Haeres., haer., 78, n. 18, 19. P. G., XLII, 729).
Tal fue igualmente el pensamiento de San Ireneo en varios lugares de su gran libro contra las Herejías. Pero, sobre todo en el libro V, da el verdadero comentario de toda la profecía, pintando al demonio, a la Virgen Santísima y a Nuestro Señor Jesucristo con los colores y bajo el aspecto que realmente les convienen: Cristo, reparador, ha renovado todas las cosas en Él, cuando, declarando la guerra a nuestro enemigo, ha pisoteado victoriosamente su cabeza, según la predicción hecha a la serpiente en el Génesis: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre su descendencia y la tuya; ella (su raza) vigilará tu cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar" (
Observabit, observabis, según los Setenta).
Era el anuncio profético de Aquel que debía nacer de la Virgen... de Aquel que designa el Apóstol cuando, hablando en la Epístola a los gálatas del descendiente de Abraham, dice que la ley fue establecida hasta que venga la simiente por quien fueron hechas las promesas (
Gál., 1II-9).
Más claramente lo expresa en la misma epístola, diciendo: "Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, hecho de la mujer" (
Gál., IV, 4).
Porque el demonio no hubiera sido justamente vencido, si no hubiese tenido por vencedor a un hombre nacido de la mujer" (
San Iren., advers. Haeres., 1. V, c. 21 n. 1, P. G., VII, 1179).En otro lugar, a propósito del mismo texto, dice expresamente "del Hijo de María, que es el vástago predestinado a pisar la cabeza de la serpiente" (Idem, ibíd„ 1. III, c. 23, n. 7, 964).
En el cuarto siglo, San Juan Crisóstomo, cuyo apego al sentido literal de las Escrituras es notorio, comentaba en estos términos la profecía genesíaca: "Pondré enemistad entre ti y la mujer entre su raza y tu raza. No me bastará que te arrastres por el suelo, sino que te pondré una mujer por enemiga; una mujer que no conocerá alianza alguna contigo; más aún, haré que su descendencia sea la perpetua enemiga de la tuya" (
San Joan. Chrysost., Com. in Genes., hom. 17, n. 7. P. G., LIII, 143).
¿Puédese significar más claramente a la Bienaventurada Virgen y a su Divino Hijo, Nuestro Señor?
He aquí, sin embargo, algo más explícito. Lo tomamos del Comentario de San Máximo de Turín sobre el mismo texto: "¿No veis, dice el mismo Santo Padre, que Dios lo amenazaba entonces con Jesucristo? Porque yo no sé de otro vástago de la mujer, sino de Aquel de quien dijo el Apóstol: Hecho de la mujer y de la carne; Aquel que, según el Evangelio, pasaba por hijo de José, y no lo era; es decir, el Verbo hecho hombre..." Así, pues, era la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, la que fué prometida en esta mujer. Contra ella van las enemistades de la serpiente. "Pondré —dice Dios— enemistades entre ti y la mujer." No dice: "Pongo enemistades", para que no se entienda esto de Eva. La promesa se refiere al porvenir. "Pondré enemistades entre ti y la mujer"; la mujer que debe parir al Salvador, y no la madre del fratricida (
Ep. de Viro perfecto, publicada primero a nombre de San Jerónimo, y colocada despues en el apéndice entre las obras de San Máximo de Turin. (P. I... LVII, 939, sq.)).
San Isidoro de Pelusa no es menos explícito. No sólo ve a la Virgen Santísima en la mujer del Génesis, sino que encuentra también en la significación del texto bíblico "descendencia de la mujer, semen mulieris", un argumento en favor de su interpretación: "Esta posteridad de la mujer, que Dios mismo ha hecho enemiga irreconciliable de la serpiente, es el Señor Jesús, porque sólo Él es de tal modo vástago de la mujer, que nació sin concurso del hombre, y sin detrimento alguno de la virginidad de su Madre" (
San Isidor. Pelusiot., Epp. 1. I op. 426, P. G., I.XXVII, 417).
Comprendamos bien el pensamiento del Santo Doctor. La expresión posteridad, vástago de la mujer, semen mulieris, o, lo que es igual, nacido de la mujer, no aparece sino tres veces en las Sagradas Escrituras, a saber: en el tercer capítulo del Génesis, en la Epístola a los gálatas y en el Apocalipsis (
Gálat., IV, 4; Apoc., XII, 17).
Ahora bien: San Pablo habla claramente de María, y el Apocalipsis, de la Iglesia o de María, más probablemente de una y de otra, y los dos expresan una maternidad fuera de las leyes ordinarias, una maternidad virginal. Así, pues, idéntica expresión en el Génesis expresa idéntico sentido, y, por consiguiente, la victoria sobre la serpiente infernal debe ser ganada por el vástago de una Madre Virgen; y, ¿quién puede ser esa Madre, sino María?
O mucho nos engañamos, o también es el pensamiento de San León el Grande, cuando escribe: "Dios Todopoderoso y Eterno, Dios cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya operación es misericordia, tan pronto como la malicia diabólica nos infestó con su mortal veneno, anunció desde el origen del mundo los remedios preparados por su piedad divina para renovar a los mortales. Esto daba a entender la sentencia dada a la serpiente, de que el fruto de la mujer quebrantaría con su virtud algún día su soberbia y culpable cabeza, y este fruto anunciado con tanta anticipación es Cristo, Dios y hombre, que viniendo en carne y nacido de la Virgen, debía arruinar con su purísimo nacimiento al corruptor de la raza humana" (
s. Leo M.. serm. 22. de Nativitate Domini, 2, c. 1. P. L., LIV-194. "Ipse (Christus) solus —dice también Ruperto— ita semen mulieris est, ut no netiam viri semen sit." In Genes., III, c. 19, P. L. CLXXVII, 304).
Por último, queremos recordar dos documentos contemporáneos, cuya importancia es fácil reconocer. El más moderno por su fecha está sacado de una de las Encíclicas de León XIII sobre el Santo Rosario: "En el origen de los siglos —dice nuestro Pontífice— fué presentada la Virgen Santísima por Dios a los autores del género humano caídos en la rebelión y en la culpa y a todos sus descendientes, inficionados por la misma mancha, como prenda de salud y de futura reparación" (
Leo XIII. Encycl. Augustissimus, 12 sept. 1897).¿Podía decir más claramente que el oráculo del Génesis debe entenderse de María?
El otro documento no es menos explícito. Hállase en la Bula de Pío IX, proclamando la Concepción Inmaculada de la Virgen Santísima. En ella leemos "que los Santos Padres y los escritores eclesiásticos en nada pusieron tanto empeño, en los libros escritos por ellos, ya para explicar las Divinas Escrituras, ya para defender nuestros dogmas, ya para instruir a los fieles, como en predicar a porfía y de mil maneras igualmente admirables... la brillante victoria ganada por la Virgen sobre el detestable enemigo del género humano", alusión manifiesta al Protoevangelio y alusión que se precisa hasta la evidencia en las líneas siguientes: "Por esto, desarrollando las palabras por las cuales, desde el origen del mundo, predijo Dios los remedios preparados en su bondad misericordiosa para la renovación de los mortales, humilló la audacia de la serpiente, nuestro seductor, y levantó maravillosamente las esperanzas de nuestra descendencia, cuando dijo: "Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre su descendencia y la tuya", los Padres y los escritores de la Iglesia enseñaron de ese divino oráculo que mostraba manifiesta y claramente al misericordioso Redentor, Hijo único de Dios, Cristo Jesús, designaba a la Virgen María, su Madre, y a la vez expresaba de insigne manera las enemistades de ambos con el demonio" (
Bula Ineffabilis Pii Papae IX (a. 1854)).

III. Ahora que ya conocemos los personajes, volvamos al texto, a fin de penetrarnos de toda su profundidad y verdad: "Y el Señor Dios dijo a la serpiente: Porque hiciste eso". ¿Qué había hecho la serpiente, o, mejor dicho, el demonio? Valiéndose de la serpiente como de instrumento, había seducido a la mujer con una benevolencia fingida; se había servido de ella como de mediadora para para engañar al hombre, hacer de él un rebelde y perder en él y por él toda la raza humana. He aquí lo que había hecho Satanás: sus artificios, su malicia, su obra. "Porque hiciste eso, serás maldita entre todos los animales y bestias de la tierra; te arrastrarás sobre tu vientre y comerás el polvo todos los días de tu vida." La serpiente es maldecida directamente, porque había servido de organo al demonio; pero la sentencia divina recae principalmente sobre este último. Por lo demás, la maldición pronunciada contra la serpiente simboliza la degradación del diablo y de sus futuros complices, así como había ella misma representado sensiblemente al tentador de la mujer.
"Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre su descendencia y la tuya." Es como si dijese Dios: "Porque esto hiciste; porque has fingido amistad engañosa con Eva; porque, asociándola a tu malicia, has ganado con esto el triunfo inicuo que pretendías; Yo sucitaré otra mujer, la mujer por excelencia, y estableceré entre ella y tú una enemistad verdadera, absoluta, perpetua, a fin de que te sea tan contraria y funesta como la primera favorable y propicia".
Porque hiciste eso; es decir, porque te has creado por mediación de Eva una raza semejante a ti en el Adán prevaricador; yo, por esta otra mujer, haré nacer un hijo, tu enemigo como ella y más que ella, el enemigo de tu raza, y ese hijo de la mujer te quebrantará la cabeza y destruirá tu reino, a pesar de los ataques que tu malicia dirigirá contra él.
"No importa que en una antigua versión se atribuya esta victoria sobre la serpiente a la mujer, y que ella sea la que deba aplastar su cabeza, ipsa conteret. Porque se debe entender que la mujer ganará la victoria, dando al mundo al vencedor. De este modo se concilian las dos lecciones: la que encontramos ahora en el original, y que atribuye la victoria al hijo de la mujer, y la nuestra, que la atribuye a la mujer misma. Y de cualquier modo que se entienda, vemos salir de la mujer un fruto que aplastará la cabeza de la serpiente y destruirá su imperio" (
Bossuet. Elevat. sur les mysteres, 8e sem., 1° elevat.). 
Tal es, pues, el significado de este memorable oráculo. 
Antes de pasar adelante, hay que resolver dos dificultades con las cuales se ha querido negar, o, por lo menos, debilitar la interpretación mesiánica de nuestra profecía. Se ha dicho, en primer lugar, que ni Adán ni Eva podían ver en ella los profundos místerios que los intérpretes han descubierto después; que estos misterios no podían ser expresados en el texto, porque Dios habla para ser entendido. En todo caso, si este oráculo tiene alguna fuerza para establecer las prerrogativas de María, no es por su contenido, sino únicamente por los comentarios de los Padres y de los doctores.
Sentemos algunos principios antes de responder directamente a las objeciones. La revelación divina admite doble progreso: uno objetivo, el otro subjetivo. Progreso por parte del objeto, tan largo, por lo menos, hasta que el Espíritu Santo no lo hubo completado con las últimas manifestaciones de la verdad que declaró a los Apóstoles. Progreso por parte de la inteligencia; éste no tendrá su término postrero sino en la completa visión de la patria celestial. Vemos uno y otro progreso en las profecías que conciernen al Salvador. ¡Cuántos rasgos no han venido a precisar la vaguedad de las primeras promesas y a determinar la figura del Mesías, sus funciones y sus atributos, desde Abraham hasta el día de su aparición en carne mortal! Y no es menos sensible el progreso de parte de la inteligencia. ¿Comprendían los judíos, en tiempo de Nuestro Señor, las antiguas profecías con la claridad que nos ha prestado el Cristianismo? Y en el Cristianismo mismo, ¿no ha sido la doctrina del Verbo encarnado más explícitamente comprendida y más claramente expresada a medida que las herejías forzaban a los doctores de la ciencia sagrada a estudiarla más, y a los maestros de la fe a definir con más fijeza su contenido? Y, sin embargo, ni uno ni otro desarrollo nos autorizan para decir que las primeras nociones estuvieron absolutamente vacías de sentido para aquellos que las recibieron, o que el dogma del Verbo encarnado es únicamente conocido por los comentarios de los doctores y las definiciones de la Iglesia.
Hagamos la aplicación de estos principios al Protoevangelio del Génesis. Concedemos que si tenemos ahora de él una inteligencia completa y si nos damos cuenta de cada una de sus expresiones, lo debemos a las profecías posteriores, a las interpretaciones de los Padres, a la luz que ha proyectado sobre él la historia del Cristianismo. Los fieles del Antiguo Testamento, y con harta más razón Adán y Eva, que oyeron los primeros la promesa, no podían tener de aquella profecía una inteligencia como la que nosotros tenemos. Pero de esto a decir que la doctrina del nuevo Adán y de la nueva Eva, contenida en la sentencia fulminada contra la serpiente, no los enseñó más que una cosa, la enemistad recíproca que habría ¡empre entre la serpiente visible y la mujer, y que todo lo demás debió ser para ellos un enigma indescifrable, de esto a aquello, repetimos, hay mucha distancia.
Precipitados como habían sido de las alturas de la gracia a un abismo de degradación y de miseria, y comprendiendo que por ellos mismos no podían levantarse de su caída, ¿cómo no habían de suspirar por un socorro provindencial que los arrancase de su desgracia?, y en tal disposición de alma, ¿cómo no hubieron de escuchar y de comprender ávidamente la menor alusión a una futura libertad?
Se ha dicho, en segundo lugar, que si el oráculo del Génesis contenía verdaderamente lo que creemos descubrir nosotros, Jesucristo y sus Apóstoles se hubieran servido de él para establecer entre los judíos la misión del divino Salvador, lo que, sin embargo, no hicieron nunca. Fácil es la respuesta a esta nueva dificultad. Jesucristo y sus discípulos tenían otras profecías más claras, más completas y más explícitas, mejor conocidas de sus oyentes. ¿Es extraño que prefirieran emplear estas últimas? Por lo demás, ya hemos visto que el Evangelio y los escritos apostólicos contienen muchas alusiones a las escenas del Génesis, y la interpretación tradicional encuentra en ellos su confirmación.

IV. Hasta ahora hemos preparado las conclusiones que debíamos sacar del texto genesíaco. Primero, la revancha divina se muestra de modo incontestable. El conjunto de la sentencia divina, así como el pormenor de sus disposiciones, concede a la mujer, en el orden de la renovación, la misma parte que había tenido en la caída. Por un lado, la mujer, seducida por la serpiente, hace del hombre un rebelde, y el hombre y la mujer, con su descendencia, se convierten en la presa del monstruo infernal. Por otro, la mujer, pero la mujer enemiga de la serpiente, da al mundo el vencedor del diablo, por el cual ha de quedar libre todo el género humano.
Imposible es no ver en esto el carácter de desquite divino, tantas veces señalado por los Padres. Y Dios, como si temiese que el relato y los hechos no nos lo hubieran hecho conocer suficientemente, ha querido acentuarlo. El mismo: "Porque hiciste eso quia fecisti hoc"—, dice al demonio en ese primer Evangelio y los demás que meditábamos más arriba. Abrid ahora el Evangelio de San Lucas y leed en el primer capítulo el sencillo relato de la Anunciación; allí encontraréis el comentario viviente de la promesa y comprenderéis hasta qué punto están fundadas las relaciones establecidas por los Padres entre la primera mujer y la Santísima Virgen, entre la antigua Eva y María, la nueva Eva. 
La maternidad de María no aparece con menos certeza que el plan de desquite divino. Su divina maternidad no hay ya necesidad de probarla, desde el momento en que se reconoce a María en la mujer y a Jesús en su fruto. Madre del Reparador de nuestra raza, Ella es Madre de Dios, puesto que este Reparador es el Hijo único de Dios.
Y nos atrevemos a decir que la maternidad, por la cual somos, nosotros los redimidos, sus hijos según la gracia, no está menos expresada, ni con menos claridad. ¿Por qué? Primero, porque darnos al vencedor de la serpiente es darnos en Él la vida de la gracia. La amistad de Eva con la serpiente ha hecho de ella la madre de los muertos; fuerza es que la enemistad de María con el demonio, la convierta en madre de los vivientes. Esto lo hemos oído ya varias veces de labios de los doctores y de los Padres. Pero el texto nos ofrece un argumento más directo aún y más importante. El fruto, el descendiente, la raza de la mujer, semen mulierís, no es únicamente la persona física del Salvador. El significado de la palabra comprende algo de colectivo. Aun aquéllos que no quieren reconocer en este texto relación alguna con la redención, lo confiesan por unanimidad, y hasta lo toman como arma para combatir la interpretación tradicional. Convenimos con ellos, y ya más arriba hemos demostrado que esta expresión designaba, en efecto, toda la serie de hombres buenos y justos que, en unión con Cristo, trabajarían para destruir el reinado del mal y el imperio del diablo en sí mismos y en los otros. Sin embargo, añadíamos, el semen designa principalmente a Jesucristo, porque Él es el que subyuga a Satanás, y si otros, además de Él, participan de su victoria, es porque caminan sobre sus huellas; más aún, porque se han convertido en miembros suyos, porque pertenecen a su persona mística, y porque, según la medida de la gracia que poseen, son ellos también Cristo.
Por consiguiente, siendo así que el semen del tercer capítulo del Génesis es la posteridad de la mujer, y que por esta descendencia de la mujer se debe entender con Cristo su Jefe y Cabeza, a toda la raza de los hombres justos, y puesto que esta mujer es María, el texto, en el sentido inmediato y literal, afirma la doble maternidad de la Bienaventurada Virgen María, su maternidad según la naturaleza y su maternidad según la gracia. Importa poco, repetimos, que los primeros hombres no hayan sondeado toda la profundidad de esta profecía. El Nuevo Testamento nos ha procurado la llave que nos abre sus puertas y nos la muestra en plena luz. Gracias a estas nuevas claridades, María se muestra a nosotros en los hechos, ya en el origen de los tiempos, lo que fué en los designios de Dios; antes de todos los tiempos, la Madre de Dios hecho carne y la Madre de los hombres.
J. B. Terrien S. J.
LA MADRE DE DIOS... TOMO II

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