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viernes, 7 de septiembre de 2012

SER ARTISTAS

En una deliciosa mañana de primavera en la que el sol dominaba en el azul del cielo, como un príncipe en el apogeo del triunfo, un pastorcillo cantaba con todas sus fuerzas mientras apacentaba su manso rebaño. La claridad del cielo, la hermosura de las flores, el trinar de los pájaros, la naturaleza entera, renovada en un hálito de vida y de gozo, hacía vibrar de alegría su alma pura.
Pasó por ahí un mercader absorto y preocupado como siempre en sus intereses y en sus odiosos cálculos.
Maravillado, aquel negociante, se acercó al jovenzuelo y le preguntó:
— Dime, querido joven, ¿qué es lo que te pone el corazón tan henchido y rebosante de alegría, para hacerte entonar un tan melodioso canto?
¿Y por qué? —respondió con prontitud el joven— ¿no deberé ser feliz? El sol vierte sus rayos sobre mi cabeza, como sobre la de los grandes monarcas; las flores exhalan sus gratos perfumes para mí, como para ellos; las brisas matinales saturadas de saludables esencias, soplan para mí, como para ellos; los campos floridos, el titilar de las estrellas; la tranquilidad solemne de la noche... todas las bellezas creadas existen para mí, como para ellos. Yo me nutro de alimentos sanos, fruto de mi trabajo, los cuales me dan vigor y vida. Estoy robusto y fuerte como un roble, soy libre como el viento... y tengo a Dios en el corazón. ¿Por qué no deberé estar contento?
El mercader escuchó estupefacto a aquel pastorcillo que razonaba como un sabio filósofo. Aquella vida del campo, gozada en la soledad, en la sencillez, en la pureza y en la honestidad, en medio de los encantos de la naturaleza, le pareció mil veces preferible a las pompas mezcladas de sangre de tantos soberanos, sentados sobres sus muelles tronos.
Y antes de alejarse, le estrechó la mano, con afecto, diciendo:
— Continúa, pues, genial artista, llenando tus horas de alegres cantos. Tú conoces el secreto de la verdadera felicidad. Dios y sus obras llenan tu corazón puro. 

Así debería ser la vida de toda jovencita: una alabanza perenne a Dios en el pleno abandono de su Providencia. ¡Un canto alegre y agradecido! He aquí lo que puede y debe ser tu juventud.
Muy cierto, a veces puede sobrevenir, también en la primavera de la vida, aquella tristeza indefinible que la soledad, la duda, la incomprensión y un sinnúmero de cosas, posibles en esta vida mortal, pueden causar.
Se trata entonces de estados de ánimo verdaderamente penosos, que se encuentran fácilmente en jovencitas que poseen un corazón noble y delicado.
¡Cuánto sufren entonces! Se sienten como perdidas en un desierto inmenso, presas de la incertidumbre, en lucha contra enemigos internos y externos. Les parece, algunas veces, arrastrar una vida desabrida o, por lo menos, sin un ideal que las anime.
Quisieran que alguien compartiera sus propios sufrimientos y se repiten a sí mismas: ¡Oh, si hubiera una persona que estuviera siempre a mi lado, que me amara con un amor mucho más intenso que el de mi madre! ¡Una persona capaz de protegerme contra todo y contra todos, que conociera intuitivamente lo futuro y de forma infalible; que pudiese hacer que todos los acontecimientos, pequeños y grandes, se verificaran en mi favor! Una persona que me susurrara al oído lo que debo hacer y lo que debo evitar.
Se pretende mucho, pero no lo imposible.
Pero es necesario ser artistas.
No se requiere para ello un don particular y natural, ni se requiere la inspiración propia del poeta que se estremece frente a la inmensidad del océano, frente al fragor de la floresta y frente al rumor de la cristalina fuente.
No. Nada de esto.
Repito: el modo es fácil y nos lo puede enseñar, esta vez, un ser mucho muy inferior a nosotros: el ruiseñor.
¿No has observado este gracioso pajarillo?
Para entonar sus cantos él no busca lugares ni tiempos determinados, sino que serenamente canta en el silencio y en la oscuridad de la noche, junto a un árbol, o junto a un pozo, en cualquier lugar, aunque sea el más recóndito de la tierra. Parece bastarse a sí mismo, o mejor dicho que no busque más que la aprobación del Creador, para el cual entona su canto.

¿No te parece, jovencita, que en esto, la ave canora nos enseña el arte incomparable de las artes, o sea el abandono y la intimidad fílial con Dios?
A solas con El se tiene la convicción de que sólo El puede comprender y satisfacer plenamente nuestra alma hecha por El y para El.
Las cosas del mundo son efímeras. Los hombres son egoístas: muchas veces nos traicionan, casi nunca nos comprenden y, aunque nos comprendieran, las más de las veces no podrían ayudarnos.
¡De cuánta libertad se goza, en cambio, estando desligados de todo y de todos, inmergidos sólo en El! Y no debemos pensar que esto sea muy difícil.
No.
¡Es verdad! Con frecuencia nos parece justo pensar que Dios, la Santidad misma, debe mantenerse alejada de esta pobre tierra inundada de maldad y de vicios. Por eso nos lo imaginamos sentado sobre un trono excelso en regiones etéreas, más allá de las estrellas, desde donde domina los mundos que ha sacado de la nada. Sí, es verdad, Dios está presente en lo más alto de los cielos, pero no está y no puede estar solamente en los cielos.
Si El ocupase sólo un lugar determinado, como cualquier otro ser, o estuviese también como nuestras almas encerrado en un cuerpo, El sería limitado o finito en sus perfecciones.
Y, si así fuese, resultaría tan difícil para nosotros tener una vida de intimidad con El, que suprime estas distancias tan enormes. Y mucho más difícil sería encontrar almas tan íntimamente compenetradas de esta verdad, que viven como se decía de Santo Tomás, con los ojos y el pensamiento siempre fijos en el cielo, absortos en la contemplación del Rey de la creación.
Dios está también presente en las criaturas: está presente en todas las criaturas en modo ordinario; pero está presente, de una manera muy especial en las almas que poseen su divina gracia: "Quien me ama, observará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y estableceremos en él nuestra morada" (San Juan, XIV,23).
¡Gran motivo para exultar y prorrumpir en un cántico de alegría! Nuestra alma posee un tesoro infinito: Dios mismo, Uno y Trino, con su presencia, con su poder y con todas sus perfecciones. Su presencia compenetra nuestro ser mucho mejor de como lo hace el sol con respecto a un globo de cristal.

¡Jovencita! ¿No sientes una alegría inmensa, al pensar que, si quieres, puedes poseer en tu corazón al que es la fuente de toda felicidad?
¡Oh!, no busques fuera de ti placeres, dulzuras, satisfacciones, cuando tú misma puedes contener al Sumo Bien. ¿Cuántas veces, acaso para aumentar tu indigencia, buscas los átomos de las cosas temporales, como si el Omnipotente no bastara para satisfacer tus deseos?
Aprende a conocer y a valorizar el gran tesoro que posees en el fondo de tu alma y encontrarás tu felicidad en esta vida y te asegurarás la eterna.
Verás, entonces, cómo Dios, con su aprobación, con su inspiración, con la felicidad de su gracia y con la esperanza del premio eterno te llenará completamente, concediéndote la luz, la paz y la alegría que tu corazón instintivamente busca

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