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miércoles, 17 de octubre de 2012

MARTIRIO DE SAN VICENTE, DIACONO, DE ZARAGOZA, BAJO DIOCLECIANO

I. Es muy probable que el enemigo tuvo envidia de la gloria que a Vicente habia de resultar de que se escribieran las actas de su martirio. De ahi que hayamos de atenernos con fe plena al solo relato de sus gestas, que no sin razón prohibió el juez se consignaran por escrito, pues se avergonzaba de oirse llamar vencido. Y, en efecto, traza natural es de los que malamente yerran borrar todo vestigio de bondad. Mas, una vez que nos disponemos a dar noticia a los fieles del noble triunfo del mártir, digna cosa es que también, con brevedad, hagamos mérito de la nobleza de su linaje. Su padre, en efecto, fuE Euticio, hijo a su vez del nobilísimo cónsul Agreso; y su madre, Enola, natural de la ciudad de Huesca. Entregado desde su niñez a los estudios, por disposición de la celeste clemencia, que le destinaba para ser un día vaso de elección suyo, brilló eficacísimamente en la doble ciencia bajo la dirección del bienaventurado Valerio, obispo de la ciudad de Zaragoza. De su mano fue levantado, por su insigne santidad, a la ciudadela del diaconado. El obispo era, como se sabe, de tarda lengua, y así, encomendando al venerable Vicente el ministerio de la doctrina, se entregaba él, fervoroso, a la oración y divina contemplación. Y a la verdad, Vicente, arcediano, hizo muchas veces, con diligencia y oportunidad, las funciones de pontífice supremo.

II. Sucedió, como lo atestiguan las palabras de muchos, que un tal Daciano, presidente gentil y sacrilego, recibió casualmente poder de sus señores y príncipes, Diocleciano y Maximiano, para ensañarse contra los cristianos en la ciudad de Zaragoza; y, ladrando por la rabia de profana credulidad, agitado por espíritu de maldad, dió orden de que fueran detenidos los obispos y sacerdotes y todos los otros ministros de la sacra jerarquía. Inmediatamente el obispo Valerio y el arcediano Vicente, apoyados en la firmeza de su fe y en la esperanza de gozar de la victoria, corrieron alegres a la confesión de la Divinidad, teniendo la certeza de que tanto más felices habían de ser cuanto más duros suplicios del tirano lograran superar con piadosa largueza de corazón. De ahí que la dilación del combate y de los sufrimientos les parecía disminución de recompensa.

III. Mas el juez Daciano, con fin de quebrantar con las penalidades del camino a quienes veía no poder vencer por los suplicios, mandó en primer lugar que, bajo guardia carcelera, con escasez de comida y cargados de cadenas, se condujera a los santos de Dios a Valencia. Habían éstos tenido que soportar en sus cuellos y manos pesos enormes de hierro, y por todos sus miembros habían sentido suplicios de muerte, de suerte que pudo creer el juez que estaban rendidos a tanto maltratamiento y que, por tanto tiempo separados de todo humano trato, no habían de tener fuerzas ni de cuerpo ni de espíritu. Pero temiendo que su misma crueldad cediera en propio daño, mandó que los sacaran de la cárcel y trajeran ante su tribunal, pues no quería que terminaran sus vidas sin pasar por los tormentos. Con ello se proponía el tirano no perdonarlos ni aun después de muertos, si se negaban a aceptar el culto de sus dioses. De ahí que, espantado a su vista, pues los hallaba enteros de cuerpo y de fuerzas y como si los suplicios de la cárcel les hubieran dado nuevo vigor, dijo a sus esbirros :
—¿Por qué habéis dado a éstos más abundante comida y bebida?
Y es que se maravillaba, ciego de furor, de que se hallaran más fuertes aquellos a quienes Dios había alimentado. Y luego, volviéndose al obispo:
¿Qué haces tú, Valerio?—le dijo—. ¿Por qué, so capa de religión, estás obrando contra los príncipes? ¿No sabes que quienes desprecian los edictos imperiales se juegan la vida? Los señores y príncipes de la redondez de la tierra han mandado que cumpláis con las libaciones de los dioses y no profanéis con nuevas y nunca oídas leyes la dignidad de la antigua religión. Así, pues, atiende obedientemente lo que te avisamos, pues si ven que tú, obispo de esa religión, no has despreciado nuestras advertencias, fácilmente han de seguir los inferiores tu ejemplo. Y lo mismo tú, Vicente, a quien honra no sólo la nobleza de tu familia, sino también la gracia de la gratísima juventud, escucha saludablemente mis palabras. En resolución, manifestad lo que de mancomún sentís, a fin de que, o seáis colmados de honores si consentís en lo que os aconsejo, o, de rechazarlo, seáis sometidos a tormento.


IV. Callaba a todo esto el obispo, pues era hombre de maravillosa sencillez e inocencia; hombre instruido en la ciencia, pero, como ya indicamos, tardo de lengua. De ahí que le dijera Vicente:
—Si me lo mandas, padre, yo atacaré con mis respuestas al juez.
Y el bienaventurado Valerio:
—Tiempo ha, hijo carísimo, que te encomendé el cuidado de la divina palabra; pues ahora te encargo también que respondas por la fe, en cuya defensa estamos ante el tribunal.
Entonces Vicente, cuya alma entera tenía ya plena conciencia de la corona del martirio, vuelto a Daciano:
Hasta ahora—dijo—, todo tu discurso se ha dirigido a invitarnos a renegar de la fe; pero has de saber que para los cristianos es prudencia criminal blasfemar de cualquier modo, renegando del culto de la divinidad. Y para no alargarme demasiado, nosotros profesamos el culto de la religión cristiana y nos declaramos servidores y testigos del solo y verdadero Dios que permanece por los siglos. En su nombre, tomamos las armas del espíritu, para luchar constantemente contra los rebuscados argumentos de tu astucia, sin miedo alguno a tus amenazas y suplicios; antes bien, abrazando muy gustosos la muerte por la verdad. Por tus suplicios, en efecto, nos preparamos para la corona, y por la muerte somos conducidos a la vida. Que sirva, pues, a la crueldad diabólica la carne que ha de perecer en los castigos, pues el hombre interior ha de guardar incontaminada la fe a su Creador. En efecto, aquella venosísima serpiente y homicida insaciable, envidiosa de la felicidad de los primeros padres en el paraíso, los despojó de la dignidad de inmortales y los sometió y derribó miserablemente a la muerte; ésa es la que os fuerza a atacar la inocencia cristiana con tormentos y muertes. Ella, por ardid de su malignidad, estatuyó que los ídolos fueran adorados en lugar de Dios, pues le duele que los hombres puedan, por la obediencia, volver a aquel lugar de donde se sabe que cayó ella por su soberbia. Ella es la que nosotros, por la divina invocación, arrojamos con sus satélites de los cuerpos humanos; ella, a la que vosotros, con vanísimas quimeras, rendís el culto de profanas ceremonias, y con nueva demencia preferís la criatura al Criador. De ahí que el diablo se encendiera contra la fe cristiana y, al verse despreciado y vilipendiado, bramó de rabia.


 V. Fuera de sí por la ira, el presidente Daciano dijo:
—Sacad de aquí al obispo, pues es justo sufra la pena del destierro, por haber despreciado el edicto imperial. Mas a este rebelde, que se ha desatado en públicas injurias, hay que someterle a mas duros tormentos. Veo, en efecto, que su fogosidad necesita mayores suplicios, pues cuando se le dé la tortura, él lo ha de tomar por gloria. Sujetadle al potro, y allí decoyuntadle los miembros y desgarradle todo el cuerpo. Este castigo sea preludio de los tormentos.
Mientras así se hacía, el presidente Daciano dijo:
—¿Qué dices, Vicente? ¿Dónde ves ya tu miserable cuerpo?
Mas él, fortalecido por la presencia de Dios, respondió con alegre rostro:
—Esto es lo que justamente siempre he deseado: esto ha sido el objeto de mis más fervientes votos. Nadie ha sido más amigo mío, nadie más familiar que tú. Tú solo me has dado los máximos gustos. Mira cómo ya me levanto en alto y desde aquí, más elevado que el mundo, desprecio a tus mismos príncipes. No quiero que disminuyas mi gloria ni hagas agravio a mi alabanza. El siervo de Dios está pronto a soportarlo todo por el nombre del Salvador. Levántate, pues, y con todo tu espíritu de malignidad entrégate a la orgía de tu crueldad. Ya verás cómo yo, sostenido por la fuerza de Dios, puedo más en soportar tormentos que tú en infligirlos. La crueldad que respiras no ha de hacer sino acrecentar mi gloria, pues serás vencido entre los más graves suplicios con que intentes aniquilarme; por lo cual siento gozo singular, pues al mismo tiempo que padezco soy vengado.
Entonces empezó Daciano a dar gritos y a enfurecerse contra los atormentadores y verdugos, moliéndolos a palos. Así fue cómo el santo, seguro por unos momentos de pena alguna y apoyado por el auxilio de Dios, contemplaba cómo el diablo vejaba a sus propios ministros y a quienes de verdad tenía en su poder. Dijo, pues, Vicente:
—¿Qué dices, Daciano? Ya me estoy vengando de tus esbirros; tú mismo me has procurado la venganza al castigarlos.
Mas el ministro del diablo, a grandes gritos, empezó a dar más rabiosas órdenes, a rechinar de dientes, y mientras despedazaba al mártir, se desgarraba más bien a sí mismo. Cesaron, por fin, los atormentados verdugos, y, cansado el escuadrón de esbirros, mientras estaba colgado de los costados del santo, se sentía desfallecer. La cara de los atormentadores se quedó pálida; la robustez de los fuertes se marchitó; los miembros, húmedos por los riachuelos de sudor, se derritieron; temblaba a los fatigados el pecho jadeante, de suerte que cualquiera pensara que eran más bien ellos los que sufrían en los tormentos del mártir. Pálido el mismo Daciano, con pecho tembloroso, con torvos y amenazantes ojos, empezó a gritar a sus soldados:
—¿Qué hacéis? Porque yo no conozco vuestras manos. Muchas veces vencisteis la pertinacia de los homicidas recalcitrantes y rompisteis los profundos silencios de parricidas y magos. Los mismos arcanos de los adúlteros quedaron patentes a vuestros golpes, y todo el que temió morir por la confesión de su crimen, por su confesión fué llevado a la muerte. Hoy, por lo contrario, oh soldados de mis príncipes, no somos capaces de reducir a silencio a quien se desata en injurias contra nuestros emperadores, de suerte que siquiera por respeto a nosotros se calle. Los que a otros hemos forzado a confesar para su propia muerte, a éste, para deshonra nuestra, no le podemos mandar que calle. Detened por unos momentos vuestras diestras, recuperad fuerzas, a fin de que, soldados de refresco, castiguéis más duramente al tenaz enemigo. Que una más afilada uña escudriñe lo más recóndito de las entrañas, y que el dolor, penetrando a lo más íntimo, le obligue a lanzar gemidos, no vituperios.
Entonces, nuevamente, con suave sonrisa, dijo Vicente :
—Esto es por cierto lo que se lee: Que viendo no verán y oyendo no entenderán. Porque yo confieso a Cristo Señor, Hijo del Padre altísimo, único del Unico, y a Él proclamo, junto con el Padre y el Espíritu Santo, por un solo Dios. Así, pues, por confesar yo la verdad te empeñas en que la niegue. Por cierto que debieras atormentarme si mintiera y si a tus príncipes diera nombre de dioses. Mas atorméntame todo el tiempo que quieras y no te des punto de reposo en mi castigo, para que así siquiera sospeches, por más sacrilego espíritu que te domine, que hay una verdad probada y me reconozcas a mí por su confesor invencible. Porque los que tú me mandas confesar por dioses no son sino ídolos de piedra y de madera. Tú puedes ser su testigo; tú, de dioses muertos, seas muerto pontífice. Por mi parte, sólo al Dios verdadero ofrezco sacrificio, a Él, que es bendecido por los siglos.


VI. Mas el presidente, hirviendo de extrema saña, mudada toda su faz de hombre, tenía fija la mirada en el cuerpo del bienaventurado mártir y derramaba el veneno de sus pestíferos ojos, contemplando cómo corría a chorros la sangre, no sólo de los costados, sino de todos los miembros. Las entrañas se veían patentes; los miembros, descoyuntados. Ya no tenía Daciano por qué irritarse contra sus esbirros; pero él mismo se maravillaba de verse vencido. Díjole, pues, al mártir:
—Ten lástima de ti mismo, Vicente. No pierdas esa flor de tu edad, ahora en plena primavera; no acortes una vida que está en sus mejores años. Ten cuenta con los suplicios, a fin de que, aunque tarde, escapes siquiera a los tormentos que aun quedan.
Mas él, lleno del Espíritu Santo, contestó:

—¡Oh venenosa lengua del diablo! ¿Qué no harás en mí, cuando quisiste tentar a nuestro Dios y Señor? No temo cualesquiera suplicios que en tu cólera me infligieres. Lo que pudiera temer es esa tu fingida compasión. Vengan, en fin, todas las penas, y si algo puedes con tu magia, si algo con tu arte perversa, si algo con tu malignidad, ejecútalo. Porque bajo tu amarguísimo veneno tienes que experimentar la dulce fe y fortaleza del ánimo cristiano, porque Aquel nos da fuerzas para sufrir que a los suyos dice en el Evangelio: No temáis a aquellos que matan el cuerpo, pero no tienen nada que hacer al alma (Mt. 10, 21). No disminuyas un ápice tus tormentos, a fin de que tengas qué confesarte en todo vencido. 

VII. Después de esto, dijo Daciano:
—Que pase a la tortura de ley y recorra los más dolorosos tormentos y, si tanto tiempo dura su alma, por lo menos que se rindan sus miembros entre los suplicios. Mientras viva, no puede ése vencerme a mí.
A lo que respondió Vicente:
—¡ Oh feliz de mí! Todas esas amenazas tuyas son gloria para mí, y cuanto mayor sea el terror, más colmada es mi dicha. Así, pues, cuanto más gravemente te irritas, tanto mejor me compadeces.
Bajado entonces Vicente del caballete, fue llevado por sus verdugos al suplicio del fuego, y adelantándose casi a sus atormentadores, cuya lentitud reprendía, caminaba presuroso al sufrimiento. En efecto, mandó el feroz esbirro traer el lecho con sus barras de hierro, y que, amontonando debajo carbón, pusieran en él al mártir de Dios para abrasarle las carnes. Así, pues, el intrépido atleta de Dios sube por sí mismo a la máquina de hierro candente. Es atormentado, flagelado, abrasado y, con sus miembros descoyuntados, se crece para el dolor. Le aplican también al pecho y miembros la apretada aspereza de las láminas rusientes y, al correr por las puntas del hierro candente el licor, la estrindente llama se rocía de grasa. Las llagas hieren otras llagas; los tormentos se ensañan sobre tormentos. Granos de sal, que crepitan esparcidos en el fuego, salpican los miembros del mártir y son como saetas que se disparan, no ya sólo sobre su piel lacerada, sino sobre sus mismas recónditas entrañas. Y como ya no quedaba parte alguna entera del cuerpo, una llaga renueva otra llaga. Sin embargo, el siervo de Dios permanece inconmovible, y, levantados al cielo los ojos, oraba al Señor.


VIII. Entre tanto, Daciano, solícito, con torcida solicitud, del beatísimo Vicente, se informaba de los soldados que acudían a él sobre lo que el mártir hacía o decía. Estos, afligidos y casi tristes de tanto trabajar, le comunican que había pasado con rostro alegre y ánimo más fuerte que nunca por todos los suplicios, y que, con más pertinaz confesión que de principio, seguía confesando a Cristo Señor:
¡Ay!—exclamó Daciano—: estamos vencidos. Sin embargo, un suplicio queda todavía. Si su pertinacia no puede doblegarse, que persevere siempre en el castigo. El espíritu que no puede ser forzado, que sufra la pena. Buscad, pues, un lugar tenebroso, al que oprima techo apretado, separado de toda pública luz, condenado a eterna noche y peculiar a su crimen, una cárcel, en fin, de la propia cárcel. Esparcid bien allí por el suelo todo pedazo de puntiagudas tejas, a fin de que cualquier parte de su cuerpo que tocare, al echarse, los cortados fragmentos, se clave en las ásperas puntas y el mismo cambio de postura sea renovación del dolor. En fin, que tropiecen siempre los miembros con lo mismo que tratan, volviéndose, de huir. Bien apartadas y distendidas sus piernas, apretadle los pies en el cepo, hasta que, desgarrados sus miembros, expire este rebelde a los príncipes.
Luego dejadle encerrado en las tinieblas, a fin de que ni con los ojos respire a la luz. No quede allí hombre alguno, para que no se anime ni con la compañía de palabra alguna. Todo esté cerrado y con los cerrojos echados. Sólo habéis de tener cuidado de anunciarme, en el momento que expire, su muerte.
Los esbirros cumplen sin dilación lo que el juez había mandado y encierran en horrendo ergástulo al fortísimo atleta de Dios. Mas apenas el primer sueño había soltado los cansados miembros de los guardianes, lo que Daciano había inventado para castigo y muerte durísima se convirtió, por disposición divina, en gloria. La noche de aquella cárcel es invadida de eterna luz, arden candelabros más radiantes que el sol, saltó en pedazos el leño del cepo y la dureza de las tejas se torna fragancia y blandura de olorosas flores y, con todo ello recreado el atleta de Dios, entona jubiloso un himno y cántico al Señor. La horrible soledad queda poblada por la muchedumbre de los ángeles, y, rodeado de ellos, como de una muralla, el mártir egregio era recreado con venerando obsequio y halagado con dulce coloquio:
Reconoce, oh Vicente—le dicen—, por cúyo nombre has combatido fielmente. Él es en verdad quien te guarda una corona en los cielos, pues Él te hizo vencedor en los suplicios. Está, pues, ya seguro del premio, porque muy pronto, dejado el peso de la carne, has de ser añadido a nuestra compañía.
Entónanse en aquel punto alabanzas a Dios y, resonando el órgano de la voz angélica, la suavidad de la melodía se difunde a lo lejos. Mas, turbados súbitamente los guardias, se llenaron de pavor, y atónitos y estupefactos tratan de explorar con más certeza el milagro. Se dirigen a las puertas, que hallan cerradas, y, mirando por sus rendijas, contemplan a los ministros de Dios, coruscantes de sidérea belleza: el antes antro tartáreo, horrible por sus tinieblas, brillaba ahora de inmensa luz; los pedazos de tejas eran manojos de flores, y el santo mártir de Dios, sueltas todas sus ataduras, se paseaba entonando himnos. Heridos inmediatamente de divino terror y reverencia, los carceleros abandonaron el error de la gentilidad y abrazaron la religión cristiana, deseando ofrecer bien distintos obsequios a aquél en cuyos tormentos se habían antes ensacado. Acudió también la muchedumbre de fieles del contorno, que hacía tiempo estaba triste por los suplicios del mártir y se alegraba ahora de la gloria por el cielo concedida. El bienaventurado Vicente les dijo:
—No temáis ni penséis que son de despreciar las alabanzas de Dios. Antes bien, irrumpid presurosos y contemplad tranquilos con vuestros ojos los consuelos procurados por angélico ministerio. Donde dejarais tinieblas, gozad de luz, y quien pudierais creer que gemía entre suplicios, regocijaos de verle entonar jubiloso las alabanzas de Dios. Se han desatado las cadenas; me han crecido las fuerzas, y suaves lechos han recreado mi cuerpo. Maravillaos más bien y proclamad en pregones verdaderos que Cristo es siempre vencedor en sus siervos.
Informen, pues, a Daciano de la luz de que gozo. Invente, si puede, algo más, y añada nuevos títulos a mi gloria; no intente disminuir mi alabanza, sino ejecute cuanto le dictare todavía su furia de bacante. En verdad, sólo temo su misericordia, no parezca me quiere perdonar.

IX. A esta noticia, Daciano quedó pálido y temblando y, al fin, rompió en estas palabras:
—¿Y qué más podemos hacer? Estamos vencidos. Llévesele, pues, a un lecho y póngansele blandos colchones. Porque no quiero hacerle más glorioso, si le hago morir entre los tormentos. Un breve descanso puede rehacer los machacados miembros, y cerrado en cicatriz el surco de las heridas, podrá, renovado él mismo, ser sometido otra vez a renovados y exquisitos suplicios.
Mas cuando Daciano estaba vanamente tratando de suplicios, Cristo disponía clementemente a su mártir el premio. En efecto, llevado el mártir de Dios a la cama y puesto por mano de los fieles en blando colchón, al punto, desatado por preciosa muerte, entregó su espíritu al cielo. Allí era de ver cómo toda la concurrencia de hermanos que le rodeaban besaban a porfía los restos del santo; palpar con piadosa curiosidad las llagas de todo el deshecho cuerpo, empapar lienzos en sangre, sacra reliquia protectora de lo por venir.


X. Sabida, pues, su muerte, Daciano, vencido ya y confuso, dijo:
—Si no pude vencerle vivo, le castigaré, por lo menos, muerto. Ya no hay espíritu que resista; ya no hay alma que me dispute la victoria; con un cuerpo vacío no hay combate. Voy a saciar mi furia con nuevos suplicios sobre su cuerpo exangüe. Me hartaré ahora de castigarle, ya que no pude alcanzar sobre él victoria. Arrojadle, pues, a campo raso, sin nada delante que lo defienda, para que el cadáver exangüe no reciba el honor de la sepultura y, totalmente consumido por fieras y aves, no deje rastro de sí, no sea que los cristianos, recogiendo sus reliquias, se lo vindiquen como mártir.
Expuesto, pues, para los suplicios el venerable cuerpo, sin ropa alguna, nuevamente fue honrado por la guardia y obsequios de los ángeles. No le guardaba mano alguna de hombres que, al cabo, pudiera corromperse, ni siquiera la pía conmiseración de los santos que se alegraban, con júbilo común, de poseer tan grande mártir. Y pienso yo que no sin divina disposición se le negaron los obsequios humanos, a fin de que se viera mejor que no había faltado la guardia divina. Así, pues, un cuervo, ave lenta y muy perezosa, posado no muy lejos del cuerpo, ostentando el negro vestido de luto de su especie, espantaba de lejos, con el batir de sus veloces alas, a las demás aves que se acercaban, y hasta, precipitándose valientemente sobre él, arrojó a un enorme lobo que de súbito se presentó junto al cadáver. El lobo, levantada su cerviz, se quedó clavado contemplando el sagrado cuerpo y, a lo que creemos, se maravillaba de la angélica guardia. Con ello se nos ha dado ahora a nosotros repetida una historia de la antigüedad por ave semejante. La que en otro tiempo, con pico lleno, llevó la comida a Elias, ahora rendía al santo mártir Vicente los servicios que se le mandaron.


XI. Cuando Daciano tuvo de ello noticia, aterrado, dijo al mensajero:
—Pienso que ya ni muerto le podré vencer, pues cuanto más cruelmente le persigo tanto le hago con mi crueldad más glorioso. Mas ya que en tierra no pudo consumirse, sea sumergido en alta mar, para que no tengamos que avergonzarnos a diario ante los ojos de todo el mundo. Que, por lo menos, los mares encubran su victoria. Cósase, pues, el cadáver dentro de un saco de parricida y, puesto en un esquife y entrando en alta mar, arrójenle los marineros a lo profundo y allí devoren los hambrientos peces los jirones de su cuerpo o sea desgarrado por boca de algún marino monstruo, ya que no le tocó, cobarde, fiera alguna de tierra. Mi fiel ministro no se descuidará de atarle una piedra de no pequeño peso, no sea que, llevado el cadáver por la móvil onda a ignota orilla, allí alcance la aquí negada sepultura. Más bien, traído y llevado por las olas, estrellándose mil veces contra los escollos, totalmente desaparezca, a fin de que, ni aun muerto, halle entre los peñascos descanso.
Mira qué haces, cruelísimo Daciano. Haces a nuestro mártir glorioso en otro elemento. Así, pues, tal como se mandó, cosen el cadáver del justo y, metido en el saco hasta el cuello, le atan con duras cuerdas una piedra de molino. Entonces un tal Eumorfio, hombre de alma profana y sacrilego espíritu, que había prometido a Daciano prestarle este funesto servicio, recogiendo de la ciudad un grupo de marineros, se disponía a llevar a cabo su infando crimen. Súbese, en efecto, en la nave con su formado escuadrón, y, fiel a su criminal promesa, da orden a sus compañeros que se adentren por largo y dilatado espacio, y los navegantes, incitados por su capitán, cumplen sin demora la orden. Ya se habían escondido a sus ojos las cimas de los montes y toda costa se había desvanecido; por lo que, temiendo los marinos no los deportaran a otra provincia, hundieron el cadáver en lo profundo del mar. Volvían gozosos a Daciano, con la idea de llevarle a su presidente los primeros gozos; resonaban discordes aplausos y con marinera algarabía gritaban que había, por fin, desaparecido Vicente de la vista de todo el mundo. Deseosos de ser los primeros en dar la noticia, se apresuraban en volver con suma celeridad. Mas el cuerpo del bienaventurado mártir, como quien navegaba llevando a Dios por piloto, se adelantó a aquellos fortísimos remeros de Daciano, y el que éstos creían estar sumido en los profundos abismos del mar, había ya llegado al puerto del descanso, y antes halló el honor de la sepultura que pudieran anunciar que se hallaba expuesto. Así, con esclarecidos milagros divinos; se mostraba ser invencible, aun después de muerto, el soldado de Cristo, pues ni los suplicios pudieron vencerle ni los mares sorberle. Y, en efecto, no le abandonó el Señor piadoso en el día de su combate, pues al esforzarse en combatir fielmente en sus mandamientos, le concedió aplastar la cabeza de la antigua serpiente.


XII. Entre tanto, apareciéndose el santo a cierto hombre en éxtasis, le indica que había sido llevado a la orilla, señalándole el lugar en que yacía. El hombre se mostró un tanto dudoso de su visión y demasiado tardo en cumplir el servicio que se le señalaba; por lo que, avisada en sueños cierta viuda, por nombre Jónica, tan llena de años como de santidad, recibió las verdaderas señales del cuerpo yacente. Se le indicó, en efecto, el lugar en que, arrojado por las olas, la blanda arena le había levantado una tumba, y el mar mismo, amontonándola, le había tributado el honor de la sepultura. No dudando ella que la visión se le había mostrado por disposición divina, hizo ocultamente que llegara a conocimiento de muchos fieles de la religión cristiana y fervorosamente los exhortaba a que la acompañaran en el cumplimiento del encargo celeste. Vino, en efecto, al lugar, y, como si con los ojos reflejara los signos ciertos que se le habían dado, en la corva orilla se dirige a él sin torcer el paso. Inmediatamente hallan el cuerpo del bienaventurado Vicente en punto que la tierra se comunica con el agua; cuerpo de un mártir a quien, según los merecimientos de su santidad, glorificaron los divinos milagros en la tierra y en el mar. Por razón de la furia de los gentiles, no pudieron entonces enterrarlo con la solemnidad debida y le transportaron a una basílica pequeña; mas luego, terminada la crueldad de los gentiles y creciendo la devoción de los fieles, se le trasladó de allí para ser honoríficamente enterrado y se le colocó para su descanso bajo el sagrado altar extramuros de la misma ciudad de Valencia. Allí, por sus merecimientos, se dispensan múltiples beneficios divinos, para alabanza y gloria del nombre de Cristo, que con el Padre y el Espíritu Santo reina, Dios, por infinitos siglos de siglos. Amén.

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