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jueves, 22 de noviembre de 2012

¡APOSTATA! (6)

POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA
México 1971
(pag. 74-85)

LA PROHIBICION DE 
IMAGENES DE YAVE

     Como siempre, empieza Miranda y de la Parra este capítulo con una acusación contra la Iglesia: El segundo mandamiento del Decálogo, que la Iglesia nos enseña, no es el segundo mandamiento de la Biblia: es una adulteración, que "se origina en una mentalidad idealista, no en una mentalidad bíblica". Según Miranda y los exégetas, que él sigue, la Biblia, o, mejor dicho, Yavé, al prohibir "hacer imágenes suyas", no pretendía hacer la antítesis entre espiritual, invisible y material, visible.
     La exégesis tradicional, la que siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia, es la prohibición de que los israelitas, rodeados por los pueblos gentiles e idólatras, hiciesen imágenes de Yavé y llegasen así a identificar la imagen de Yavé con el mismo Yavé. No está, pues, en lo justo el jesuíta, cuando afirma que el asunto de la inmaterialidad de Yavé no ocupaba en la mente de los hagiógrafos un lugar tan central, como para lanzar un mandamiento al respecto. Porque, en primer lugar, no fueron los hagiógrafos los que lanzaron, sino fue Dios el que promulgó este mandamiento. Y, en segundo lugar, —ya lo indicamos antes— era necesario ese mandamiento, ya que el pueblo hebreo, rodeado de los pueblos paganos, fácilmente podía caer en la idolatría, como de hecho cayó. El hombre, cuando pierde de vista a Dios, busca el mito, el ídolo o se idolatra a sí mismo.
     Tampoco admite Miranda y de la Parra la hipótesis de que la Biblia, al formular ese mandamiento, quiso enfatizar "la trascendencia de Dios". "Claro que Dios es trascendente, pero la prohibición bíblica de imágenes de Yavé, no habla de trascendencia; más bien afirma una relación estrecha: la de la voz, que es algo que se mete muy hondo en el hombre, no algo que pone a Dios lejos del mundo y del hombre". Esta mirandesca explicación, que huele a inmanencia, a teilhardismo, a panteísmo, es una contradicción manifiesta; Dios es trascendendente, claro está, pero es algo que se mete muy hondo dentro de nosotros, algo que no está lejos ni del mundo, ni del hombre.
     José Porfirio, sin embargo, prueba o quiere probarnos su afirmación: Dios, que prohibe que haga el hombre imágenes suyas, hizo al hombre a su imagen y semejanza. "Existe, por lo tanto, dice el jesuíta, dentro de este mundo, algo que, según la Biblia, sí es imágen de Dios". ¿Cómo explica Miranda esta paradoja? "No estoy en contra de la idea de trascendencia, si llegamos a entenderla de alguna manera, que fielmente empalme con la Escritura; pero convengamos que esta enseñanza del Génesis más bien nos aleja de lo que suele entenderse por trascendencia".
     He aquí una vez más el constante truco del progresismo, que, como el comunismo, de donde viene y a donde se encamina, conserva los términos, las palabras, pero les da después un sentido totalmente distinto. Dios es un ser trascendente, pero la trascendencia de Dios no es lo que nosotros pensamos, lo que la filosofía y teología católica hasta aquí han creído. Miranda lo comprende y quiere aprovechar esa confusión, para llevarnos a su tesis: "Si Dios mismo hizo al hombre a imagen suya, ¿por qué vedar que se le represente mediante imagen alguna, aunque sea humana?".
     La explicación de esa paradoja, después de mil enredos, parece concretarla José Porfirio, en "el contraste entre visión y audición (por cierto se trata de audición de "las diez palabras" —los diez mandamientos)... el Dios de la Biblia no es captable como tema neutro; deja de ser Dios en el momento en que su intimación cesa". En otras palabras y, en cuanto puedo seguir el tortuoso raciocinio de Miranda, Dios no puede ser visto, pero sí oído. El hombre es imagen y semejanza de Dios, porque el hombre está constantemente oyendo la voz de Dios que le intima las diez palabras. "La relación, que se establece, entre el Dios de la Biblia y el hombre, tiene esto de especial: el hombre no la conoce sino en la medida en que la efectúa. Si el hombre se sale de esa relación, si de alguna manera neutraliza "el ser interpelado", ya no es a Dios a quien adora, ya no es Yavé". Hay aquí un salto mortal, en el inconsistente raciocinio del jesuíta. Pasa del ser ontológico, al ser lógico, del ser en sí, al conocimiento del ser que pueda tener el hombre: la trascendencia se vuelve inmanencia. El lo comprende, cuando dice: "Según la ontología, Dios existe primero e intima su imperativo después; pero me pregunto si el punto de vista ontológico es el adecuado para entender el mensaje central de la revelación. Esa relación imperativa y no neutralizable le es esencial al Dios de la Biblia, es su propia manera de existir, en contraposición de los otros dioses. Es el único Dios no objetivable". Pero, la esencia de Dios no es esa, como debe saberlo José Porfirio, no sólo por la filosofía y la teología, que él tan frecuentemente menosprecia, sino por la misma palabra de Dios: "Yo soy el que soy" es decir, el ser necesario, el ser en cuya esencia está la noción de la existencia. Aunque no hubiera El creado creatura alguna, para comunicarse con ella e imperarle, Dios existe y en su inefable Trinidad, el Verbo es la palabra eterna del Padre, el resplandor de su gloria, la imagen substancial suya.
     Pero, ya vemos a dónde quiere llevarnos Miranda y de la Parra, con ese sofístico raciocinio; ya lo insinuó antes: Dios, el Dios de la Biblia "deja de ser Dios en el momento en que su intimación cesa". "El hombre dispone de muchos medios para hacer que la interpelación cese; le basta objetivarlo de cualquiera manera; en ese momento ya no es Dios, lo ha convertido en ídolo". ¿Cuál es la síntesis de la intimación de Dios? "Empieza pronunciándose contra la injusticia de los hombres, que oprimen la verdad con injusticias. Como puede verse, se trata de la 'verdad de Dios', de la verdadera esencia de Dios. Y de ella afirma Pablo que con injusticia es con lo que los hombres la impiden. Si dijera que la empecen con la falsedad o con la mentira o con el error o con la falta de congruencia lógica, no habría aquí nada de notable pero dice que es con la injusticia, con lo que la oprimen".
     José Porfirio, cuando habla de justicia o de la injusticia, no habla de las relaciones que tenemos con Dios, sino de las relaciones que nos ligan con los hombres. "Ese Dios, escribe más adelante, percibido esencialmente como exigencia de justicia deja de ser Dios en el momento en que, objetivado en una representación cualquiera, deja de interpelar", deja de imponernos justicia social. Por eso al jesuíta le parece un sin sentido la expresión de San Pablo cuando condena a los gentiles de "idolatría consciente". "Sin duda, dice, Pablo sostiene que son inexcusables y dignos de muerte, y desarrolla a ciencia y conciencia la tesis de que de la idolatría fluyan todas las transgresiones, que en el párrafo enumera, mas no afirma, ni insinúa siquiera que la culpabilidad de la idolatría consista en que conscientemente adoren como a Dios a lo que no es Dios".
     "Idolatría a sabiendas, dice más adelante nuestro exégeta, me parece un imposible". Pues ¿en qué consiste para Miranda la idolatría? "Es la injusticia de los hombres, que oprimen, confunden, futilizan la verdad con injusticias". "Es la disposición humana de injusticia la que hace que neutralicemos la interpelación, en la cual y sólo en la cual, Dios es Dios". "Sólo la palabra que interpela", nos dice el Deuteronomio. "ET DEUS ERAT VERBUM y la Palabra era Dios, nos dice el Cuarto Evangelio". Esta cita del Evangelio de San Juan, en el sentido, que Miranda quiere darle, es no tan sólo contraria a la exégesis tradicional de la Iglesia, sino es un abuso intolerable, con el que el jesuita quiere concordar su tesis a ese exordio maravilloso del Cuarto Evangelio, que es la afirmación solemne de la Divinidad de Jesucristo.
     Coherente con su pensamiento kabalístico, Miranda hace suya la siguiente afirmación del judío Bultmann: "Si se entiende hablar de Dios como "hablar sobre Dios" no tiene absolutamente ningún sentido, pues supone colocarse fuera de aquello sobre lo cual se habla, y entonces ya no es Dios". Luego nosotros y Dios no podemos separarnos; luego nosotros somos Dios. "La contraposición entre cosmovisión materialista y cosmovisión espiritualista es enteramente irrelevante en este asunto, pues tanto la una como la otra filosofía se construye prescindiendo de mi existencia concreta; yo quedo encuadrado en ese cosmos como un objeto entre otros objetos; las cosmovisiones le hacen al hombre el gran servicio de distraerlo de su propia responsabilidad. Me autoproyecto como un caso de la regla general y automáticamente me sacudo la obligación de tomar en serio el momento en que Dios es para mí realidad".
     Pregunta después Miranda y de la Parra si esta manera bíblica de conocer a Dios es propia y exclusiva de este conocimiento o si es, común a todo conocimiento, según la Biblia? "No abordo la cuestión, dice José Porfirio, que me parece muy relevante para investigar el origen de la mentalidad dialéctica, pero quede dicho que la cuestión puede también formularse así: ¿el origen último del existencialismo es Kierkegaard o es el Dios de la Biblia, como inconfundiblemente contrapuesto a todos los otros dioses? "Hay desde luego, relación entre dialéctica y existencialismo" piensa José Porfirio... "Ciertamente la manera bíblica de conocer, punto focal de inconciliabilidad con la civilización occidental, es en general para todo conocer bíblico". En otras palabras: la Biblia, según José Porfirio Miranda y de la Parra, entiende por 'conocer', así se trate de Dios como de cualquier otro objeto, algo distinto de lo que entendemos en la civilización occidental; y esto hace, claro está, que la civilización occidental sea irreconciliable con la kábala, quiero decir, con la interpretación, que, en la Biblia tiene el verbo 'conocer', según la kábala. Y pregunta después el jesuita: ¿se debe (este distinto significado) a la culturación y mentalidad hebrea, o es que toda la mente y actitud hebrea quedó troquelada por la auto-revelación de un Dios, cuyo ser es interpelar y que, por tanto, no puede ser neutralizado en objetivación alguna, sin dejar de ser Dios? Todo este lenguaje tiene un manifiesto tono de la kábala, del esoterismo hebreo, de la doctrina rabínica, que inconfundiblemente nos señala la inspiración talmúdica de nuestro jesuita. Pero, sigamos adelante; pasemos a ver la segunda sección de esta segunda tesis.

CONOCER A YAVE.

     "Entender el por qué de la prohibición de imágenes de Yavé, empieza así su segunda sección Miranda y de la Parra, es un primer paso, aunque decisvo. La interpelación (ese mandato interno, ese imperativo de la conciencia) en la que Dios es Dios, no es una interpelación cualquiera, sin contenido determinado. Más aún: la profundidad de ese actualismo intransigente y antiontológico es imposible, sin este contenido determinado".
     Todo este reciocinio; toda esta filosofía para nosotros desconocida; toda esta gnosis ininteligible para los no iniciados, está manifiestamente basada en la Kábala, en la tradición oral, que servía de alma y cuerpo a la letra muerta, sin la cual el texto sagrado, que contenía la divina revelación, corría el riesgo de quedar oscuro, incompleto y ser adulterado, por torcidas interpretaciones, meramente subjetivas y personales, de los intérpretes. La tradición oral de la antigua Sinagoga se dividía en dos ramas: la tradición talmúdica, que conservada por escrito, formó un Talmud puro y distinto de aquellos posteriores a Cristo; y la tradición misteriosa y sublime, es decir, la enseñanza recibida por la "palabra". Esta Kábala trataba de la naturaleza de Dios, de sus atributos, de los espíritus y mundo invisibles: era la teología especulativa de la Sinagoga.
     "Los doctores de la antigua Sinagoga, escribe el P. Julio Meinvielle, enseñan que el sentido escondido de la Escritura fue revelado sobre el Sinaí a Moisés y que este profeta transmitió por iniciación este conocimiento a Josué y a sus otros discípulos íntimos. Esta enseñanza misma descendió enseguida oralmente, de generación en generación, sin que fuese permitido ponerla por escrito".
     Pero, esa tradición oral fue adulterada, durante los distintos cautiverios del pueblo de Israel. Y Dios, al retorno a Jerusalén, dio la orden de consignarla por escrito. "Más tarde, dice el P. Meinvielle, cuando los tiempos se cumplieron (para la venida de Cristo), la culpabilidad de los doctores de la Sinagoga (a cuyo cuidado estaba la conservación de esa divina tradición, ya entonces escrita) consistió, no en las indiscretas revelaciones de los depositarios, sino lejos de esto, en el cuidado celoso, que tomaron y que les reprocha el Salvador, de esconder al pueblo la clave de la ciencia, la exposición (interpretación) tradicional de los Libros Santos, en cuyas claridades Israel hubiese reconocido en su persona sagrada al Mesías".
     El fariseísmo, la interpretación personal y sectaria de los enemigos personales de Jesucristo, de aquella tradición misteriosa y sublime, que contenía la teología de la Sinagoga, la enseñanza recibida de la "palabra", se dirigió a la teología talmúdica, que regulaba al lado práctico y material de las prescripciones religiosas. La tradición de la teología mística y especulativa de la Sinagoga, desnaturalizada en su parte esencial, recibió la mezcla impura de los sueños fantásticos de los rabinos, de sus sofísticas sutilezas, de su perversa casuística: el vino se convirtió en vinagre, según expresión del mismo Talmud. Esta es la Kábala moderna, la Kábala de izquierda, farisaica, talmúdica, en la que José Porfirio Miranda y de la Parra ha encontrado las deformaciones monstruosas, eon las que quiere demostrarnos que "la propiedad, no es propiedad, sino robo", que el "Dios de la Biblia no es el Dios cristiano", que "conocer a Yavé es realizar la justicia de los pobres".
     Me voy a permitir presentar a mis lectores los dos sistemas de pensamiento teológico y filosófico, que nacen de las dos Kábalas o tradiciones, que a través de la historia, nos han dado dos concepciones, fundamentalmente antagónicas, respecto a Dios-mundo-hombre, presentadas por el mismo P. Meinvielle: la ortodoxa y la heterodoxa, la auténtica y la adulterada. "La primera, la legítima, coloca, en un Dios personal y trascendente, la fuente de todo bien, y, frente a la cual el hombre y el mundo no son, por sí mismos, sino creadores del desorden y de la ruina, por lo cual, para ser buenos, necesitan subordinarse a una Iglesia-Institución, que es ley de los pueblos. La otra que, en definitiva, hace del hombre y del mundo, en la raíz última y profunda de su ser, un algo divino, de lo cual no sería sino como una emanación y epifenómeno. En esta segunda concepción, la Iglesia no tiene razón de ser y, si por causas históricas existiera, no sería sino como un epifenómeno o emanación del mundo". Sería, en el lenguaje marxista, una superestructura, dependiente de la constante fluctuación de la vida económica. "En estas perspectivas, dice el P. Meinvielle, surgen dos sistemas de pensamiento bien caracterizados en las siguientes verdades o errores respectivamente:
La tradición ortodoxa:
    a) Existencia de un Dios personal, inteligente y libre, trascendente al mundo.
      b) Dios, causa eficiente del hombre y del mundo, cuya realidad saca a la nada.
     c) Dios destina al hombre a la participación de la vida divina, dándole, por gracia, un destino, que supera todas las exigencias de su ser.
     d) El hombre, habiendo perdido la vida divina primitiva, puede recuperarla, adhiriéndose a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre, quien, en virtud de su pasión y muerte, le devuelve esta vida divina.
     e) Jesucristo ha instituido en la Iglesia, su cuerpo místico, un medio de salvación del hombre, quien, por sí mismo y de sí mismo, viene en estado creatural y de pecado. El hombre, de por sí, va al pecado y a la ruina.
     f) Existen, necesariamente, en virtud del orden establecido por Dios, dos realidades, una que no salva al hombre y otra que lo salva. El hombre tiene, en la actual providencia, dos dimensiones, una profana y natural y otra sacramental y sobrenatural.
     g) La Iglesia existe, como institución, fuera y por encima del mundo, en virtud de los méritos de Jesucristo, como de necesidad para salvar al mundo.

La tradición heterodoxa:
    a') La inmanencia de Dios en el corazón del hombre y del mundo. Ateísmo o panteísmo, que diviniza al mundo o hace del mundo apariencia de divinidad.
    b') El mundo y el hombre hechos de la substancia de la divinidad.
     c') El hombre está divinizado en su naturaleza. El hombre es Dios.
     d') El hombre saca su divinización de sí propio, pero Jesucristo puede indicarle el camino de cómo ha de sacarla de sí propio. El hombre es, de por sí, un gnóstico. Jesucristo, primer gnóstico, es un paradigma de la divinización del hombre.
    e') El hombre se salva, de por sí y en sí, entregándose a la autonomía y libertad de su realidad interior, que es divina. No necesita de la Iglesia. Al menos de una Iglesia contrapuesta al mundo.
     f') No siendo necesaria la Iglesia para la salvación del hombre, no existe otra realidad ni otra dimensión que la puramente humana y la del mundo.
    g') No existe sociedad trascendente al hombre mismo y al mundo. 

     "De aquí, dice el P. Julio Meinvielle, que, en virtud de estas dos concepciones irreductibles que, como las dos ciudades de San Agustín, se prolongan, a través de la historia, sea fácil discernir la verdad del error".
     Volviendo al pensamiento de José Porfirio Miranda y de la Parra, de carácter y sabor marcadamente kabalístico, gnóstico, evolucionista y ateo, debemos recordar que el jesuíta empieza distinguiendo entre el Dios de la Biblia y los dioses cognoscibles por la filosofía y que, a su juicio, esta distinción es básica para entender la Biblia y el sentido de su revelación. En esta distinción está el principio de la inmanencia. "El principio de la inmanencia, escribe el P. Meinvielle, es una adquisición típicamente moderna. Mientras, hasta el renacimiento, las afirmaciones de ateísmo (y las afines del monismo, panteísmo, naturalismo...) eran las consecuencias de una "reducción" o rebajamiento del hombre al común denominador ontológico de la materia, y el ser del hombre venía reducido a una u otra forma de elemento o principio de la naturaleza, el pensamiento moderno —y su ateísmo— en cambio, se constituye precisamente, mediante la reivindicación de la originalidad del hombre frente a la naturaleza". Es decir, que antes del Renacimiento eran ateos los que negaban la trascendencia del hombre sobre la materia y la naturaleza, mientras que, después del renacimiento, por el contrario, son ateos quienes afirman dicha trascendencia. La reivindicación está expresada por el nuevo principio de la inmanencia o sea, de la elevación del ser del hombre al "cogito" o sea, de la reducción del actuarse del "ser" al actuarse del "cogito".
     "Así —sigo citando a Meinvielle— la verdad no es, como para el ateísmo clásico naturalista, un simple volverse del hombre a la naturaleza, sino que brota de la posibilidad del hombre, que se presenta como libertad de ser. Es decir, que en el ateísmo moderno hay una divinización del hombre, mientras que en el antiguo había un rebajamiento y una materialización del mismo. Por ello Fabro puede añadir que esta posibilidad del nuevo ateísmo (sea el mismo marxismo o existencialista o neo-positivista o pragmatista) está expresado en el ambicioso epíteto de "humanismo", que los ateos de la época moderna reivindican especialmente a partir de Feuerbach.
     El conocimiento de Yavé, que José Porfirio Miranda y de la Parra nos presenta como un conocimiento distinto del conocimiento que todos entendemos, es conocimiento kabalístico, inmanente, existencialista, pragmático y ateo de Dios. "El Dios de la Biblia, nos dijo el jesuíta, no es captable como tema neutro; deja de ser Dios, en el momento en que su intimación cesa". Y ¿cuál es esa intimación? Es, nos dice Miranda, el imperativo moral de la justicia. Luego a lo que parece, Dios es ese imperativo: Dios es acto vital mío, que impele a hacer la justicia. Por eso, para Miranda, conocer a Yavé es realizar la justicia de los pobres. "Nada nos autoriza, dice José Porfirio, a introducir nosotros relación causa-efecto, entre "conocer a Yavé" y 'hacer justicia". Nada nos autoriza tampoco a introducir las categorías "señal", "manifestación de ... etc." La Biblia conoce bien tales categorías y, cuando es eso lo que quiere decir, lo dice". Traduciendo el pensamiento mirandesco: El conocimiento de Yavé no es la causa de que hagamos justicia a los pobres. El hacer justicia a los pobres no es una manifestación de que conocemos a Yavé. Ni causa, ni manifestación. Hacer justicia a los pobres es conocer a Yavé. Y como Yavé es la intimación a hacer justicia, el hacer justicia es conocer a Yavé.
     Notemos desde luego, que este imperativo de la justicia a los pobres, que es el "conocer a Yavé", que, según la interpretación kabalística de la Biblia, es la esencia de Dios, toma ya una tendencia de masas, de comunidad, de multitud amorfa. El Dios de Karl Marx no es el hombre individual de carne y hueso, sino la clase social despojada, la de los proletarios, que, en una lucha a muerte, debe despojar a la clase burguesa del poder del dinero, para erigir la sociedad perfecta y divina de la humanidad. El comunismo de Marx es la verdadera y concreta realización del humanismo y de la divinidad del hombre. Sólo en el comunismo el problema humano encuentra solución completa.
     Escribe Marx: "Este comunismo, como un naturalismo perfectamente desarrollado, es igual a naturalismo, y es la genuina solución del conflicto del hombre con la naturaleza, y entre el hombre y el hombre — la verdadera solución de la lucha entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la propia consistencia, entre la libertad y la necesidad, entre lo individual y la especie. El comunismo es la solución del enigma de la historia y el conocimiento de haber logrado esta solución". (Marx, Economic and philosophie manuscripts, 1844). "La religión de los trabajadores —escribe el mismo Marx— es sin Dios, porque busca restaurar la divinidad del hombre". (Carta a Hardman).     Conocer a Yavé, sentir el imperativo de la justicia, divinizar al hombre: todo parece lo mismo en el lenguaje kabalístico de José Porfirio Miranda y de la Parra, de antecedentes judíos y de mentalidad rabínica.

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