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viernes, 2 de noviembre de 2012

MARTIRIO DE LAS SANTAS AGAPE, QUIONIA, IRENE Y OTROS, BAJO DIOCLECIANO, AÑO 304

     Las actas de las santas Ágape, Quionia e Irene, sacadas de un códice del monasterio de Crypta-Ferrata, en el campo Tusculano—nos cuenta Ruinart—-, y traducidas al latín por el cardenal Guillermo Sirlet, fueron publicadas por Surio en el 1 de abril, y, más adelante, le parecieron al cardenal Baronio dignas de ser insertadas íntegras en sus Annales ad annum 304, número 40, donde afirma ser "puras y sinceras, tal como fueron redactadas por los públicos escribanos". No opinó lo mismo el bolandiano Godofredo Henschen, quien para el 1 de abril (Acta SS. aprilis, I, p. 245), omitiendo las actas surianas, prefirió otras tomadas de la pasión de los santos Crisógono y Anastasio. Ruinart demuestra cumplidamente lo infundado de tal preferencia» y reimprime la versión de Sirlet. Con Ruinart está Tillemont, quien considera las actas bolandianas como un tejido de invenciones fabulosas y no ve, en cambio, en las surianas "nada que no esté en perfecto acuerdo con los monumentos del tiempo y no tenga aire de pieza original y auténtica". Modernamente, Pió Franchi de Cavalieri ha publicado la pasión griega de las tres santas según el m. del Vaticano 1.660. El juicio de Franchi, que, en el fondo, difiere poco del de Tillemont, define la pasión de las santas Ágape, Quionia e Irene: "Tres procesos verbales cosidos juntos por un hagiógrafo de fecha posterior, que los encuadró en un prefacio y un epílogo."
     Las santas, naturales de Tesalónica, con otros que les fueron añadidos, cayeron bajo el cuarto edicto de Diocleciano, de que ya hemos hablado; sin embargo, aún se habla en este proceso de entrega de las Escrituras, artículo importante del primero de los edictos imperiales. Es que, el año antes, las tres hermanas habían escondido en sus casas cuantos libros sagrados pudieron haber, y se refugiaron ellas por las montañas de Macedonia. A la vuelta a sus casas, al año siguiente, es cuando fueron prendidas (no en los montes mismos, como creyó el colector de las actas) y presentadas ante el tribunal del gobernador de Macedonia. Un grupo de mártires es sentenciado a morir en la hoguera. Irene tiene antes que pasar por la ignominia de entrar en un lupanar, donde, por providencia singular de Dios, no sufrió deshonor alguno. Este atentado al pudor de las mujeres cristianas, cometido en todas las persecuciones, hubo de ser una de las más horribles torturas por que tuvieron que pasar, ante la que los garfios de hierro y láminas de fuego debían de parecerles casi un placer. A la verdad, las pasiones auténticas que nos dan noticia de esta brutalidad, baldón de la civilización romana, no son muchas. Esta de Santa Irene es una de ellas. Sin embargo, el hecho, comprobado con otros testimonios, es indubitable. No insistamos, sin embargo, en él.

Martirio de las santas Agape, Quionia e Irene

     I. Cuanto fue mayor que antiguamente fuera la gracia que le fue dada al género humano al advenimiento y presencia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, tanto ha sido, también, mayor la victoria de los hombres santos. En efecto, en lugar de aquellos enemigos que se ven con los ojos corpóreos, empezaron a ser por ellos superados los que no caen bajo el sentido de los ojos. Y es así que los mismos demonios, cuya naturaleza no es visible, vencidos aun por mujeres, purísimas, cierto, y honestísimas y llenas del Espíritu Santo, son entregados al fuego. Tales fueron aquellas tres santas mujeres, oriundas de Tesalónica, ciudad que celebró el sapientísimo Pablo, cuando en loa de su caridad y de su fe dice así: A todo lugar ha llegado noticia de vuestra fe en Dios, Y en otro lugar: De la caridad fraterna, dice, no tengo necesidad de escribiros, pues vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros los unos a los otros (1 Thess. I, 4).

     II. Así, pues, como hubiera estallado la persecución del emperador Maximiano contra los cristianos, aquellas mujeres, que se habían a sí mismas adornado con todo linaje de virtudes, obedeciendo a las leyes evangélicas por su sumo amor a Dios y la esperanza de los bienes celestes, imitando además el hecho de Abrahán, abandonaron su patria, parentela y riquezas todas, y huyendo de los perseguidores, conforme lo enseñó Cristo, se dirigieron a un alto monte, y allí se entregaban a las divinas oraciones. Y, cierto, su cuerpo había subido a la cumbre de un monte; pero su alma vivía en las alturas del cielo mismo. Mas como fueran prendidas en el monte mismo, fueron conducidas al magistrado autor de la persecución, a fin de que, cumpliendo los demás preceptos divinos y manteniendo hasta la muerte su caridad para con Dios, alcanzaran la corona de la inmortalidad. Una de las tres, que poseía la perfección del mandamiento, pues amaba a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí misma, según dice el Apóstol: El fin del mandamiento es la caridad (1 Tim. I, 5), llamábase con toda razón Ágape, es decir, "caridad". Otra, que guardaba pura y brillante la blancura del bautismo, de suerte que de ella pudiera decirse lo del profeta: Me lavarás y quedaré más blanco que la nieve (Ps. 50, 9), recibió su nombre de la nieve. Llamábase, en efecto, Quionia, de quión, "la nieve". La tercera, que tenía en sí el don de nuestro Salvador y Dios y lo ejercía para con todos, al modo que dijo el Señor: Mi paz os doy (Juan XIV, 27), era por todos llamada Irene, tomando su nombre de la palabra que en griego significa "paz". Estas tres mujeres fueron llevadas a presencia del gobernador, y como éste viera que no estaban dispuestas a ofrecer sacrificios a los dioses, sentenciólas a ser quemadas vivas. Y así, venciendo por el fuego de unos momentos al diablo y a toda la caterva de demonios que forman el ejército del diablo que está bajo el cielo, condenados todos al fuego, alcanzaron la corona incorruptible de la gloria y alaban eternamente con los ángeles a Dios mismo, que tanta gracia les otorgó. Cómo se desenvolvieran los acontecimientos de su martirio, voy brevemente a narrarlo.

     III. Presidiendo Dulcecio, el escribano Artemense dijo:
—Si lo mandas, daré lectura al informe que acerca de los presentes ha remitido el soldado de guarnición, agente de policía.
—Te mando que lo leas—dijo Dulcecio.
El escribano dijo entonces:
—Por su orden te voy a recitar, mi señor, todo lo que aquí hay escrito: "Casandro, soldado beneficiario, escribe: Señor, sábete que Agatón, Agape, Quionia, Irene, Casia, Felipa y Eutiquia se niegan a comer de los sacrificios a los dioses. He tenido, pues, cuidado de remitirlas a tu Amplitud."
El presidente Dulcecio dijo entonces:
—¿Qué locura tan grande es ésta que os domina, para que no queráis obedecer a los religiosísimos mandatos de nuestros emperadores Césares?
Y dirigiéndose a Agatón:
¿Por qué—le dijo—, marchando tú a los sacrificios, no has usado de ellos al modo que acostumbran los que están consagrados a los dioses?
Respondió Agatón:
—Porque yo soy cristiano.
Dulcecio, entonces:
—¿Y hoy también persistes en tu mismo propósito?
Absolutamente—contestó Agatón.
Dulcecio:
—Y tú, Ágape, ¿qué dices?
Agape:
—Yo creo en el Dios viviente, y no quiero perder la conciencia de mis buenas obras.
Presidente:
—¿Qué dices tú a esto, Quionia?
Dijo ella:
—Como yo creo en el Dios vivo, no he querido hacer lo que tú dices.
Dirigiéndose a Irene, dijo el presidente:
—Y tú, ¿qué dices? ¿Por qué no has obedecido al piísimo mandato de nuestros emperadores y Césares?
Porque temo a Dios—contestó Irene.
Presidente:
—Y tú, Casia, ¿qué dices?
—Yo quiero salvar mi alma—respondió Casia.
Presidente:
—¿No quieres tomar parte en los sacrificios?
—De ninguna manera—dijo ella.
Presidente:
—Y tú, Felipa, ¿qué dices?
Respondió ella:
—Yo digo lo mismo .
—¿Qué es eso mismo que dices?—replicó el presidente.
—Que prefiero morir antes que comer de vuestros sacrificios.
Presidente:
—Tú, Eutiquia, ¿qué dices?
Yo digo lo mismo—respondió ella—; también yo estoy dispuesta a morir antes que hacer lo que mandas.
Presidente:
—¿Tienes marido?
Eutiquia:
—Ha muerto.
—¿Cuánto hace?
—Unos siete meses.
—¿De quién, pues, estás encinta?
—Del marido que Dios me dió.
—Yo te exhorto, Eutiquia, a que desistas de esta locura y vuelvas a pensamientos humanos. ¿Qué dices? ¿Estás dispuesta a obedecer al edicto imperial?
En manera alguna quiero obedecer — respondió ella —, puesto que soy cristiana, sierva del Dios omnipotente.
Entonces él:
—Puesto que Eutiquia está encinta, sea por ahora custodiada en la cárcel.

      IV. Y añadió:
—Y tú, Ágape, ¿qué dices? ¿Estás dispuesta a hacer cuanto hacemos nosotros, consagrados que estamos a nuestros señores, los emperadores y Césares?
En modo alguno—contestó Ágape—me conviene a mí estar consagrada a Satanás. Mi alma no puede ser engañada por esas palabras, pues es inexpugnable.
Entonces dijo el presidente:
—Y tú, Quionia, ¿qué dices a esto?
—Nuestra alma—contestó Quionia—no puede pervertirla nadie.
Presidente:
—¿Tenéis acaso entre vosotros algún escrito, códices o libros de los imos cristianos?
Quionia:
—Ninguno, oh presidente, nos queda, pues los actuales emperadores nos los han quitado todos.
Presidente:
—¿Quién os ha hecho pensar así?
El Dios omnipotente—respondió ella.
Presidente:
—¿Quiénes han sido la causa de que llegarais a esa necedad?
El Dios omnipotente—dijo Quionia—y su Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo.
Dulcecio dijo:
—Manifiesta cosa es que todos vosotros tenéis que someteros a la obediencia de nuestros poderosos emperadores y Césares. Mas ya que después de tanto tiempo, después de tantas advertencias, tantos edictos promulgados y tantas amenazas como se han hecho, hinchadas por no sé qué temeridad y audacia, seguís despreciando los justos mandatos de los mismos emperadores y Césares, permaneciendo en el impío nombre de los cristianos; como hasta el día de hoy, mandadas por los agentes de policía y los primeros soldados redactar por escrito una negación de Cristo, os habéis negado a hacerlo, por todo ello tenéis que recibir la pena merecida.
Dicho esto, leyó la sentencia escrita:
—Agape y Quionia, puesto que, hinchadas con inicuas ideas y sentir contrario, han obrado contra el divino edicto de nuestros señores los augustos y Césares, y hasta el presente practican la temeraria, vana y para todo hombre piadoso execrable religión de los cristianos, mando que sean quemadas vivas.
Dicho esto añadió:
—En cuanto a Agatón, Casia, Felipa e Irene, deben ser guardadas en la cárcel, hasta que a mí me parezca. 

     V. Una vez que aquellas santísimas mujeres fueron consumidas por el fuego, mandó el presidente traer nuevamente ante sí a Santa Irene, y le habló de esta manera:
—Tu intento loco manifiestamente se ve por lo que haces, pues has querido conservar hasta hoy tantos pergaminos, libros, tablillas, volúmenes y páginas de las Escrituras que pertenecieron en otro tiempo a los impíos cristianos. Al serte presentados, los reconociste, a pesar de que diariamente has negado poseer vosotros tales escritos, sin que te contuviera el castigo de tus hermanas ni se te importara nada del temor a la muerte. Por lo tanto, tú tienes que sufrir el castigo. Sin embargo, no me parece fuera de lugar ofrecerte aún, ahora, una parte de mi benignidad, de suerte que si, ahora al menos, estás dispuesta a reconocer a los dioses, puedas marchar impune de todo suplicio y libre de todo peligro. ¿Qué dices, pues? ¿Haces lo que han mandado nuestros emperadores y Césares? ¿Estás dispuesta a comer de los sacrificios y a inmolar a los dioses?
De ninguna manera—dijo Irene—; de ninguna manera, por el Dios omnipotente que creó el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay. Porque a quienes negaren a Jesús, Verbo de Dios, les está reservada la suprema pena del fuego sempiterno.
Dulcecio:
—¿Quién te mandó que guardaras hasta hoy todos estos pergaminos y escrituras?
Aquel Dios omnipotente—contestó Irene—que nos mandó amarle hasta la muerte. Por lo cual, no hemos tenido atrevimiento para traicionarle, sino que hemos preferido morir en una hoguera o sufrir cualesquiera calamidades que pudieran sobrevenirnos, antes que entregar tales escritos.
Presidente:
—¿Quién sabía que se guardaban en la casa que habitabas?
Irene:
—Lo sabía el Dios omnipotente que todo lo hizo; pero fuera de Él, nadie. Porque a nuestros hombres los teníamos por nuestros peores enemigos, de miedo no nos delataran. Así, pues, a nadie se los mostramos.
Presidente:
—¿Dónde os escondisteis el año pasado, cuando se promulgó por vez primera aquel piadoso edicto de nuestros señores los emperadores y Césares?
Irene:
— Donde Dios quiso. En los montes, bien lo sabe Dios, vivimos al cielo raso.
Presidente:
—¿En qué casa vivisteis?
Irene:
—Al raso, estando unas veces en un monte, otras en otro.
Presidente:
—¿Quiénes os suministraban el pan?
Irene:
—Dios, que es quien suministra a todos el alimento.
Presidente:
—¿Era vuestro padre cómplice de todo esto?
Irene:
—En manera alguna, por el Dios omnipotente, podía ser cómplice, cuando él ignoraba todo esto en absoluto.
Presidente:
—¿Pues quién, de entre vuestros vecinos, lo sabía?
Irene:
—Pregúntaselo a los vecinos y haz pesquisas en los parajes o entre los que saben dónde estuvimos.
Presidente:
—Una vez que volvisteis, como tú dices, de los montes, ¿leíais esos escritos en presencia de alguien?
Irene:
—Los teníamos en casa, pero no nos atrevíamos a sacarlos, por lo que sobremanera nos dolíamos de no poder dedicarnos a su meditación día y noche, como lo habíamos tenido por costumbre hasta el año pasado, en que los ocultamos.
El presidente Dulcecio dijo:
—Tus hermanas han sufrido ya el castigo que yo decreté; tú, ya antes de escaparte, por el mero hecho de ocultar estos pergaminos y escritos, mereciste la pena de muerte; sin embargo, no quiero que salgas de repente de la vida, del mismo modo que ellas, sino que mando seas conducida desnuda a la mancebía por mis esbirros y por el verdugo público Zózimo. Cada día se te servirá un pan de palacio, sin que mis esbirros te consientan salir de allí.

     VI. Estando preparados los esbirros y el público verdugo Zózimo, el presidente les dijo:
—Os hago saber que, si tengo noticias de que ni por un momento ha salido ésta del lugar a que he mandado llevarla, os va la cabeza. En cuanto a los escritos, tráiganseme de los cofres y armarios de Irene.
Cumplióse la orden del presidente y fué llevada Irene a la pública mancebía; mas la gracia del Espíritu Santo, que la protegía, la guardó pura e intacta para el Señor y Dios del universo, sin que nadie se atreviera a acercarse a ella o cometer acción o decir palabra torpe contra ella. Por fin, el presidente Dulcecio volvió a llamar ante sí a aquella mujer santísima, y puesta ante su tribunal, la habló así:
—¿Es que persistes todavía en tu misma temeridad?
En manera alguna—contestó Irene—es temeridad, sino piedad de Dios, en lo que yo persisto.
Respondióle el presidente Dulcecio:
—Ya por tus primeras respuestas pusiste bien de manifiesto que no estabas dispuesta a obedecer de buena gana al mandato de los emperadores, y ahora veo que te obstinas en la misma arrogancia. Por lo tanto, pagarás la pena que mereces.
Y pidiendo una tablilla, escribió contra ella la sentencia:
"Irene, que se ha negado a obedecer al edicto de los emperadores y sacrificar a los dioses, y aun ahora persevera en la disciplina y religión de los cristianos, mando que, al igual de sus dos hermanas, sea también quemada viva."

     VII. Dada por el presidente esta sentencia, los soldados condujeron a Irene a un lugar elevado, donde antes habían sufrido el martirio sus hermanas. Encendida una grande hoguera, mandáronla que subiera por sí misma a ella. Así, pues, Santa Irene, entonando himnos y celebrando la gloria de Dios, se arrojó sobre la hoguera, en el consulado nono de Diocleciano Augusto y octavo de Maximiano Augusto, día de las calendas de abril. Reinando por los siglos de los siglos Cristo Jesús, Señor nuestro, con quien es gloria al Padre y al Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

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