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martes, 15 de enero de 2013

¡APOSTATA! (10)

POR EL Pbro. Dr. JOAQUIN SAENZ Y ARRIAGA
LA APOSTASIA DEL JESUITA
JOSE PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA 
México 1971 (pag. 118-131)

LA FE DE LA BIBLIA. 

     Pero, "la primera y decisiva afinidad" está en que, tanto Marx como la Biblia, piensan que la dialéctica, el primero; y la fe, la segunda, han de producir la justicia en el mundo. El principio de identidad funciona aquí perfectamente: dos causas que producen los mismos efectos, no son distintas, son iguales. Dos árboles que dan los mismos frutos son no sólo semejantes sino iguales. El único problema está en demostrar ahora, que la justicia marxista, la que produce la dialéctica, es la misma, entitativamente la misma justicia del Reino de los cielos, que, si no me equivoco, es la que la fe produce, cuando la fe es viva, no está muerta. Veamos de cuál justicia habla nuestro exégeta y filósofo.
     "Justicia real, no ficticia, no meramente declaratoria, como sostenían los protestantes antiguos. Los luteranos modernos opinan hoy de muy diferente manera".
     José Porfirio, empezaré por recordarte no lo que los protestantes dicen, sino lo que el Magisterio de la Iglesia nos enseña sobre la justicia y la justificación, que fue el gran problema de Trento y los puntos vitales en la lucha, entre la Iglesia Católica y el protestantismo. La justificación (o sea la adquisición de la justicia) no consiste en que nuestros pecados sean como cubiertos, que ya no se nos imputen; ni en la sola remisión de esos pecados, aunque verdadera, no meramente imputativa, (remisión que siempre debe darse en la verdadera justificación); ni en la obediencia de los divinos preceptos; ni en el favor externo, que Dios hace al hombre; ni en la imputación meramente externa de la justicia y de los méritos de Cristo; ni formalmente en la misma justicia de Cristo. Sino en una tal condición o mudanza del hombre, en una nueva regeneración, por la cual el hombre se hace justo, amigo de Dios, hijo adoptivo de Dios, heredero de la vida eterna, coheredero con Cristo, consorte de la divina naturaleza. Es una santificación y renovación interna por la gracia santificante, principio permanente de la vida sobrenatural, con la infusión de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
     Según esta doctrina, la injusticia es causa no efecto de la fe. Antes de recibir la fe (virtud) el hombre está ya justificado o, para ser más exacto, simultáneamente con la justicia recibe el hombre la fe como virtud infusa.
     Ya me imagino que mis palabras están provocando una reacción en tí, para decirme: no es esa la fe, ni es esa la justicia, de la que yo estoy hablando. Así es; ya te entiendo. Tu justicia, ya nos lo dijiste muchas veces, es la justicia interhumana, no la justicia del REINO DE LOS CIELOS. Pero, yo te respondo: La justicia interhumana —habló de la verdadera, no de la demagógica, de la revolucionaria, de la destructiva— no puede darse y, sobre todo, no puede permancer constantemente en el hombre, sin la otra justicia, la que significa nuestra justificación por Jesucristo, de la que acabo de hablarte. Así parecen confesarlo tus teólogos de consulta, los modernos luteranos, como Bultmann: "Así como los hombres adamitas no son solamente 'mirados como si fuesen pecadores' sino que, por el contrario, eran 'pecadores reales', así ciertamente los miembros de la humanidad iniciada por Cristo, son ciertamente justos reales". Aparentemente estos tus amigos han dado un paso hacia nosotros, aunque ese paso sea nada más aparente. Porque esa justicia de Cristo, que quieren apropiarse, no la buscan, ni reciben por los medios instituidos por Cristo para nuestra justificación, sino por esa fe sin obras, por esa confianza ciega en los méritos de Cristo o por el hecho mismo de la Encarnación del Verbo, que, al unirse con la naturaleza humana santificó toda la naturaleza, sin que los individuos tengamos ya nada qué hacer. Tiene razón Schlatter: "Con la idea de 'apariencia', 'ficción', 'título', no tiene la imputación en San Pablo la menor relación". Como también tiene razón Jüngel: "Con ello queda superada la comprensión de la justicia, la distinción entre justicia imputativa y justicia eficaz o real".
     Pero, José Porfirio, pensando tal vez en que, con un juego de palabras, podía llevar el agua a su molino, sin que nadie advirtiese el truco, cambia, a continuación, el sentido de la palabra "justicia": De aquel estado habitual, que la justificación produce en el alma justa, pasa, de nuevo a hablarnos de la justicia "en el sentido social de la palabra". Y ésta, nos dice, es "justicia estricta", como si dijéramos, "por antonomasia". "Y eso no sólo en el Antiguo Testamento y en los cuatro Evangelistas, sino especialmente en (San) Pablo y en la Carta a los Romanos".
     "Entendiendo así la 'justicia', el problema se plantea, dice Miranda, cuando Pablo, con la intransigencia ilimitada, que le hemos visto... afirma que esa justicia llega y se realiza, en el mundo, por medio de la fe y brota de la fe". No, no estoy de acuerdo: no es la justicia la que brota de la fe —hablo de la justicia y de la justificación, en el sentido católico, escriturístico y patrítisco— sino de la justicia o con la justicia se nos da la virtud infusa de la fe. Esta virtud infusa, esa justificación personal, §sa gracia santificante, esa vida divina harán que el hombre practique las virtudes morales, entre las cuales está esa que José Porfirio llama 'justicia interhumana'. No sigamos jugando con las palabras: una es la justicia de Dios, que se nos da en la justificación, en nuestra regeneración por Jesucristo, por la gracia santificante —y ésta es la Justicia del Reino de los Cielos— y otra es la virtud moral de la justicia, que nos inclina a dar a cada uno lo que a cada uno pertenece.
     Lo mismo pasa con la virtud de la fe y con los diversos significados, que a esta palabra puede darse o se le han dado. La fe, para el católico, es la primera de las tres virtudes teologales, infusas, que con la gracia santificante recibe el hombre en su justificación o regeneración por Jesucristo. La fe se da aun en el niño recién bautizado, aunque no tenga el uso de razón, así como en el ignorante, que ha sido bautizado. La fe no es raciocinio, ni especulación, ni conocimiento raciocinado. Es una luz y conocimiento sobrenatural, con que, sin ver, conocemos lo que Dios dice y la Iglesia nos propone. La fe suele tomarse también como el conjunto de verdades, que constituyen la verdad católica, la verdad revelada. En ese sentido decimos: profesión de fe, artículo de fe, promotor de fe, símbolo de la fe. La fe puede, pues tomarse, o como virtud teologal en el sujeto o como objeto de esa virtud. No estoy hablando del acto de fe, sino de la virtud de la fe.
     Como virtud teologal, la fe es la raíz de toda la vida cristiana, es decir, de todos los actos virtuosos, que hace el hombre justo, y son a Dios agradables, y para el hombre meritorios, para la vida eterna. Por eso dice San Pablo que "sin la fe es imposible agradar a Dios", que la "raíz de nuestra vida cristiana es la fe". La fe influye, valoriza, sobrenaturaliza todos los actos buenos y meritorios, que podemos hacer. La fe es la que hace que nuestra sumisión a los hombres, constituidos en dignidad, sea virtuosa, sea meritoria, sea obediencia verdadera. La fe es siempre operativa, práctica.
     La fe, como dice también San Pablo, es la base de las cosas que esperamos, el argumento de las cosas que no vemos.
     Los protestantes dan a la fe otro sentido diferente: es la confianza que se tiene en Dios, en los méritos de Cristo, pero que no exige de nosotros ninguna acción. Es una fe, sin obras; es una fe muerta.
     Evidentemente, cuando José Porfirio nos habla de fe no habla de la fe objetiva, sino de la fe subjetiva, a la que quiere igualar la dialéctica marxista. "El problema se plantea —escribe Miranda— cuando (San) Pablo, con la intransigencia ilimitada, que le hemos visto..., afirma que esa justicia (la justicia interhumana) llega y se realiza en el mundo por medio de la fe... En mi concepto —prosigue el filósofo— el interpelar estas expresiones como si la fe fuera mera condición, para que Dios concediera la justicia (¿Cuál justicia?), era una idea exegética, muy ligada a la teoría declartoria acerca de una justicia puramente imputada... pero ya las preposiciones griegas dia y ek bastaban para excluir tales interpretaciones extrinsecistas, que en el fondo escamoteaban el verdadero problema: la causalidad directa y eficaz de la fe para hacer que los hombres sean realmente justos".
     Aquí, conforme a lo que antes expusimos, debemos distinguir y subdistinguir, para precisar los muchos y confusos conceptos de nuestro aguerrido filósofo. Si se trata de la justicia habitual, fruto de nuestra justificación por Jesucristo, la fe no es causa directa ni eficaz de esa justicia. Esa justicia nos viene de Jesucristo por la Iglesia, por los sacramentos, por los medios de santificación, establecidos por el SALVADOR. La fe se nos comunica con la gracia santificante, en el momento mismo de nuestra justificación o regeneración. Si se trata de la virtud moral, por la que, como dije, nos inclinamos a dar a cada uno lo que a cada uno pertenece, esta virtud puede ser una virtud meramente natural o puede ser una virtud sobrenatural, una de las cuatro virtudes cardinales, que en este caso, se funda en la fe y presupone la fe, como todas las demás virtudes sobrenaturales. El "creer" evidentemente es una obra meritoria; es la aceptación de la divina revelación; es una fe interna y divina, puesto que se funda en la autoridad de Dios revelante.
     Toda ésta es teología grecoromana, para nuestro ultraprogresista y desviado filósofo. "Las expresiones paulinas "antes de que viniera la fe", pero "cuando vino la fe" (Gal. III, 23, 25) de fijo entienden la fe como una realidad de dimensión social, que entró en la historia humana, como el gran don y beneficio divino. Esa fe, propagada por medio del evangelizar, es la que causa justicia en el mundo, y todo este proceso es la salvación que Cristo nos aporta. Pensar que todavía esa fe, donada por Dios, tenga que 'mover' a Dios, para que éste, a su vez, produzca en las almas la justicia, es construir especulativamente un tinglado de causalidad vertical ascendente, del que lo menos que se puede decir es que no encuentra la menor base en los textos paulinos". Estudiemos estas palabras mirandescas, para precisar su sentido y su ortodoxia.
     Las palabras citadas de San Pablo se encuentran en un contexto, en el que el Apóstol, en una polémica dogmática dice a los Gálatas que la justificación del hombre no viene de las obras de la ley mosaica, sino de la fe en Cristo. Para entender el sentido de las citas de José Porfirio, en la que, confundiendo los conceptos, quiere asentar las bases para emparentar la "fe" con la "dialéctica", conviene precisar el sentido paulino del concepto de fe y del concepto de justicia. Seguiremos la sólida exégesis del Padre de la antigua Compañía de Jesús, Fernando Prat, que, no por viejo ha perdido autoridad.
     "Es muy difícil saber, dice el P. Prat, qué entendían los reformadores del siglo XVI por la fe. Sus definiciones no son uniformes. Parece como que todos ellos estaban de acuerdo en negar el elemento intelectual del acto de fe, aunque afirmaban, sin embargo, la certeza de la fe. Calvino definía la fe diciendo que era "un conocimiento firme y cierto de la benevolencia divina con relación a nosotros". Lutero, en cambio, nos da esta otra definición: "una confianza cierta y profunda en la bondad divina y en la gracia manifestada y conocida por la palabra de Dios". Es muy difícil explicar esa certeza, sin admitir que esté precedida por un acto de fe intelectual.
     El Concilio Vaticano I nos da la doctrina católica, cierta y constante sobre la naturaleza a la fe: "Es una virtud sobrenatural, por la cual, bajo el influjo y con el socorro de la gracia, creemos como verdaderas las cosas reveladas, no a causa de su verdad intrínseca, accesible a las luces naturales de la razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que las revela y que no puede ni engañarse ni engañarnos". El Concilio de Trento declara que "somos justificados por la fe", porque la fe es el origen, el fundamfento y la raíz de toda justificación, y que "somos justificados gratuitamente porque nada de lo que precede a la justificación, ni la fe ni las obras, podría merecer la gracia de la justificación. (Ses. VI, 8) (Denzinger 801). La fe es el origen de nuestra salvación, por que todo lo demás se apoya en ella, porque es la primera disposición saludable y porque, sin ella, el pecador no puede ni esperar ni arrepentirse verdaderamente, ni amar a Dios con un amor sincero. Si la fe cae, todo el edificio se desploma, mientras que la fe puede mantenerse, en medio de las ruinas de otras virtudes.
     Hace notar el P. Prat que la fe cristiana nada tiene que ver con la fe pagana. La noción de la fe cristiana vie
ne de la concepción de la fe, que tenían los hebreos. La fe es la consecuencia de creer. El papel de la fe, sin embargo, en el Antiguo Testamento, parece aun demasiado borroso: se espera en Dios, se le obedece, se le ama; pero no se piensa en convertir en un mérito el creer en El, porque el negarse a ello es propio tan sólo del insensato. Casi no es mencionada la fe, sino en los casos excepcionales en que tiene obstáculos que vencer, dudas que resolver y graves obligaciones, que cumplir; y, en estos casos, es ella ciertamente la virtud principal, así como la incredulidad el crimen más odioso. La salvación y ruina del pueblo dependen de su fe. Así, en el libro II de los paralipómenos, (v. 20) Josafat dijo a los habitantes de Judea y de Jerusalén: "Credite in Domino Deo vestro, et securi critis; credite prophetis eius, et cuneta evenient prospera". Creed en Yavé vuestro Dios y seréis salvos; creed a sus profetas y todo será prosperidad para vosotros. Así fue la fe de Abraham, la fe de los Ninivitas, la fe de que habla Habacuc, la Fe de Israel a la salida de Egipto: "Creyeron a Yavé y a Moisés su siervo". Siempre se afirma la fe como un asentimiento a la palabra de Dios o de su profeta; pero rara vez está aislado del elemento espiritual: casi siempre se le une un sentimiento de confianza, de abandono, de obediencia a Dios, de amor filial..
     En el Nuevo Testamento, en cambio, no es considerada la fe como un hecho extraordinario, pues, en lo sucesivo, es la actitud normal del cristianismo. La fe es la aceptación del Evangelio y creer es profesar el cristianismo. La fe no es una intuición, una tendencia mística, hacia un objeto más adivinado que conocido; supone la predicación: "fides ex auditu"; es la adhesión de la mente a un testimonio divino. La fe es opuesta a la visión, tanto en cuanto al objeto conocido como en cuanto a la manera de conocer; la una es inmediata e intuitiva, la otra tiene lugar por intermediario. Sin embargo, la fe no es ciega; está presta a dar cuenta de sí misma y aspira siempre a mayor claridad. La fe está íntimamente unida, por un lado a la caridad y a la esperanza, por otro a la obediencia y a la conversión del corazón. La fe, aunque firme e inquebrantable, en su adhesión, tiene grados y puede crecer en intensidad, y en perfección. Derivando de la gracia, la fe posee un valor intrínseco, que la hace agradable a Dios.
     En el acto de fe, distingue la teología el objeto formal y el objeto material. El objeto formal es la razón que provoca la adhesión de la mente: es siempre el testimonio de Dios. Creemos, porque Dios nos lo dice. "Habiendo recibido la palabra de Dios, dice San Pablo a los tesalonisenses, que os hemos predicado, la habéis recibido, no como palabra de los hombres, sino como palabra de Dios". El objeto material es el Evangelio, son las verdades reveladas, que los fieles reciben por las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia; que aceptamos como enseñanzas de Dios. Estas enseñanzas no son invención de los hombres, sino la palabra de Dios. El objeto formal nunca cambia en el acto de fe, mientras que el objeto material varía, según, según sean las verdades sobre las cuales hacemos nuestro acto de fe. Puede ser el conjunto de la Revelación; puede ser un conjunto de verdades, o puede ser un dogma en particular el objeto material de nuestra fe. Pueden coincidir el objeto material y el objeto formal en un acto de fe. Por ejemplo, cuando digo: "creo en la verdad revelada", el objeto material, la verdad revelada, es la razón formal de mi adhesión. Así también la "fe de Cristo" es "la fe en Cristo": creemos todo lo que Cristo enseñó, porque es Cristo quien lo enseñó. No hay expresión más adecuada de la fe justificante, de que habla San Pablo. Jesucristo no es solamente la voz de Dios, el mediador único de la Nueva Alianza, sino que es también el resumen del Evangelio.
     Nosotros somos justificados por la fe de Jesucristo y vivimos en la fe del Hijo de Dios, porque esta fe no está encerrada en el dominio de la inteligencia: es fe práctica, activa, obediente, que recibe de la caridad su forma y su mérito.
     Otra observación importante, para comprender la grandeza de la fe. Aun despojando el acto de sus modalidades accidentales, como la confianza en Dios, la sumisión a la voluntad de Dios, el acto de fe posee un valor moral intrínseco; porque no podría existir sin el "pius credulitatis affectus", que supone la gracia de Dios, que invita, y la correspondencia del hombre. "Sin la fe, dice San Pablo, es imposible agradar a Dios; porque cualquiera que se acerque a Dios debe creer que El existe y que es remunerador con aquellos que le buscan". ("Sine fide autem impossibile est placere Deo; credere enim oportet accedentem ad Deum (quia est, et inquirentibus se remuneratur sit". Hebr. XI, 6).
    
La fe típica, para la Escritura y para la tradición católica es la fe de Abraham. En esa fe no hay incredulidad, no hay duda, no hay vacilación. El objeto material de la fe de Abraham era arduo, increíble, humanamente imposible; sin embargo, el patriarca no se abandonó a la incredulidad, "contra spem in spem credidit", creyó contra toda humana razón. Su vejez, su cuerpo débil, la avanzada edad de Sara eran argumentos muy poderosos para fundar humanamente su incredulidad. Pero creyó con fe robusta e inquebrantable. Su fe fue pronta, firme, entera, perfecta. "Dios le imputó esto a justicia".
     No es que la fe tenga este valor por sí misma, ni que el hombre pueda gloriarse de ella. Si la fe existe en nos otros y no existe sin nosotros —ya que es un acto humano— San Pablo dice que la fe no viene de nosotros, sino de Dios: "Vosotros habéis sida salvados por la gracia, por medio de la fe; y esto no de vosotros mismos —porque esto es un don de Dios—, no en razón de las obras, a fin de que nadie se glorie". (Rom. VI, 16-22). El valor de la fe se debe a su origen sobrenatural.
     La fe cristiana tiene tres elementos esenciales:  

     1) La fe es, ante todo, un acto de inteligencia: toda fe es convicción y toda convicción supone una adhesión de la mente. La fe, en que no interviniere la voluntad, no sería una fe libre, meritoria, teológica; pero sería, sin embargo, una verdadera fe. La voluntad interviene, inclinando el entendimiento a la aceptación, porque la verdad de la fe no es en sí evidente. 
     2) El segundo elemento de la fe es la confianza: en el que habla y en el que promete. La confianza en el que habla es inherente a todo acto de fe; es el pius credulitatis affectus; la confianza en el que promete, cuando se trata de una promesa, de un auxilio extraordinario, es accidental, ya que no todo acto de fe es sobre una promesa de Dios.  
     3) El tercer elemento de la fe cristiana es una doble obediencia: obediencia a la palabra de Dios, por la acceptación pronta de ella, y obediencia de la voluntad dispuesta siempre hacer lo que Dios pide.
     Hemos visto, con algún detenimiento lo que es la "fe", según la Escritura, según la tradición, según la teología de la Iglesia. Véamos ahora lo que es la justicia, aunque ya antes hablamos un poco de ella.
     El Concilio de Trento reconoce dos sentidos en la expresión "Justicia de Dios": La justicia con que El es infinitamente justo y la justicia con que nos hace a nosotros justos. Como atributo divino, la justicia de Dios es propiamente la actividad de su santidad, en sus relaciones con la creación moral. (Unica formalis causa iustificationis, dice Trento —ses. VI, cap. 7—, es iustitia Dei, non qua Ipse iustus, sed qua nos facit iustos: la única causa formal de nuestra justificación es la justicia de Dios, no aquélla con la cual El es justo, sino aquélla por la cual nos hace justos). Mientras que la santidad es un atributo absoluto, la justicia de Dios aparece en la Biblia como un atributo relativo.
     Pero, la justicia de Dios no es solamente vindicativa, ni distributiva, sino es también una justicia tutelar, salvífica. Está, pues, relacionada con la salvación, la gracia, la bondad, la misericordia. La justicia de Dios, en el Nuevo Testamento, lejos de excluir la miserciordia, la presupone y exige como un elemento esencial, para esta justicia salvífica y redentora, que se manifestará únicamente con relación a los creyentes, cuando Jesucristo —al cual están unidos por la fe— haya obrado la propiciación por los pecados de todos.
     La "justicia de Dios" tiene en San Pablo dos sentidos distintos, aunque, en manera alguna, equívocos o contradictorios: unas veces significa la justicia que existe en Dios, que es atributo de Dios; y otras veces significa la justicia, que viene de Dios al hombre, que es inherente al hombre, que es propiedad del hombre. La justicia in trínseca de Dios no es únicamente la justicia vindicativa o la justicia distributiva; es también —y de modo principal— la justicia redentora, que incluye la bondad, la gracia, la misericordia de Dios. La justicia inherente al hombre, que viene de Dios. Dios es justo y manifiesta su justicia justificando al hombre. La justicia creada es el efecto y el reflejo de la justicia increada.
     De esta segunda justicia habla San Pablo, cuando dice: "la justicia de Dios (existe) por la fe de Jesucristo (Rom. IX, 30)", la justicia viene o resulta de la fe (Rom. III, 11-23)", "todos, judíos y gentiles, son "justificados por razón de la fe" (Rom. III, 30), Dios "justifica a cualquiera que tenga la fe de Abraham" (Rom. III, 26), "a todo creyente la fe es imputada a justicia" (Rom. IV, 5). La fe es una simple condición esencial; pero no es la fe la que justifica; es Dios, quien justifica por la fe; justifica, en vista de la fe, en atención a la fe, justifica sobre la fe. Dice San Pablo que la fe de Abraham le fue imputada a justicia porque la fe es inferior a la justicia, y porque la justicia es otorgada por la fe.
     A los ojos del protestantismo oficial, la fe no tiene ningún valor moral: es una especie de instrumento pasivo, una facultad puramente receptiva de la justificación, que no es sino una condición sine qua non. La justificación del impío tiene lugar totalmente en Dios; no opera, ni cambia nada en el hombre; es un juicio sumario, en cuya virtud, el impío, que no deja de ser impío, es declarado justo. Viendo la fe del impío, pero no a causa de su fe, le imputa Dios la justicia de Cristo, pero sin dársela. De manera que el impío justificado es siempre impío en sí mismo, pero es justo delante de Dios, quien le otorga la justicia de Cristo imputativamente.
     ¿Cómo puede ser verdadero lo falso? ¿Cómo puede Dios declarar verdadero lo que sabe que es falso? ¿Por qué es exigida la fe, si es inactiva, y por qué Dios la tiene en cuenta si carece de valor? Los teólogos protestantes liberales repudian hoy día esas tesis primitivas y aceptan que la "fe" es el germen de virtud, una aspiración hacia Dios, el punto de partida de una vida nueva. He aquí, pienso yo, el arranque de la confusa y falsa doctrina de José Porfirio, sobre la "justicia", que el pretende justificar en la Sagrada Escritura.
     Resumiré la doctrina católica, sobre la justificación, no sobre la justicia interhumana, que Miranda pretende descubrir en los textos escriturísticos:
     Dios toma la delantera. El es el único autor del llamado interior y de la vocación exterior, de manera que tanto la iniciativa de la gracia, como la fe, son de Dios.
     El hombre, a su vez, responde al llamado, más no sin el socorro divino: da gloria a Dios al aceptar su testimonio, al doblegarse bajo su mano, al entregársele por entero: esto es un mérito ciertamente, pero un mérito cuyo honor no puede atribuírselo el hombre.
     Dios interviene de nuevo: le imputa la fe a justicia; da liberalmente la justicia a cambio de la fe. La gracia ha tenido siempre hasta aquí su parte preponderante.
     La justicia otorgada al hombre le impone la obligación y le confiere el poder de las buenas obras. El hombre auxiliado por la gracia habitual y las gracias actuales puede caminar de virtud en virtud; pero, aunque perteneciéndole los frutos que adquiere, no son exclusiva mente suyos, porque trabaja con capital de Dios, con los anticipos de Dios.
     En fin, Dios corona su obra; justifica al hombre para siempre, declarándole ahora sí justo, porque el hombre lo es en efecto. Concierto admirable, en que Dios esta siempre activo, sin suprimir ni estorbar la actividad del hombre y en el que el hombre realiza su salvación, sin salirse para nada del soberano dominio de Dios.
     Volvamos ahora, expuesta ya la doctrina de la Iglesia sobre la fe y la justificación, a las kabalísticas interpretaciones del texto sagrado, que Miranda y de la Parra nos ofrece, para hacernos aceptar que la revelación divina coincide con la doctrina salvífica de Karl Marx. La idea de la justificación no aparece para nada en el estudio científico de nuestro jesuíta. La justicia, de la cual él habla no es ni un atributo de Dios —esto sería metafísica, ontología, ciencia de los griegos— ni es tampoco algo que es inherente al hombre, que es propiedad del hombre, que regenera y vivifica sobrenaturalmente al hombre. No es esa la justicia de la exégesis de José Porfirio: "No cabe duda, dice sobre si esa justicia real es justicia estricta (justicia interhumana), en el sentido social de la palabra". En otras palabras, para el jesuíta, "justicia de Dios" es justicia social entre los hombres.

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