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miércoles, 30 de enero de 2013

EL METODO DEL PERIODO AGENESICO (2)

El método del experimento de la rata de Farris.
     Todo tratado acerca de los últimos métodos científicos para determinar el tiempo de la ovulación, resultaría incompleto sin mencionar, al menos brevemente, el trabajo del doctor Edmond J. Farris, del Instituto Wistar de Anatomía y Biología de Filadelfia. Es verdad que el método por él inventado supone trabajo de laboratorio, siendo, por consiguiente, demasiado costoso y nada práctico para el vulgo. No obstante esto, la exactitud excepcional con que el doctor Farris ha sido capaz de llevarlo a cabo, merece una alusión a su trabajo. Los matrimonios que están muy deseosos de tener un hijo, y que no han visto bendecido su hogar con alguno, probablemente estarían dispuestos a soportar cualquier inconveniencia y gastos que estos experimentos pudieran acarrearles. Este método determinaría de una manera bien precisa los días en que la concepción tendría lugar con más probabilidad. De igual manera, en el caso de los esposos para los cuales el embarazo constituyera un grave peligro, los inconvenientes y los gastos del experimento podrían ser bien aceptados.
     Una breve exposición del experimento bastará al propósito. La presencia de la ovulación humana se revela en la reacción del ovario no maduro de la rata con la inyección hipodérmica de la orina de la mujer. Si la ovulación no existe actualmente en la mujer, su orina no tiene efecto sobre el ovario de la rata. Por el contrario, si la ovulación tiene lugar, la orina inyectada en la rata produce hiperemia en los ovarios del animal. El tiempo de la ovulación es observado en las mujeres ordinariamente durante dos o tres meses consecutivos. El primer mes es considerado simplemente como un mes de control, y los datos conseguidos durante el mes se usan solamente para determinar si la ovulación tuvo lugar, si la actividad fué normal o anormal, y, si fué normal, en qué momento del ciclo menstrual ocurrió. Después del primer mes, la reacción positiva en las experiencias indica la presencia de la ovulación y señala el mejor tiempo para que se realice la concepción. Cuando las reacciones a los experimentos resultan negativas, hay entonces una certeza fundada de que el periodo de infecundidad ha comenzado.
     La exactitud asombrosa de estas pruebas y una exposición más detallada de las mismas se encontraran en los excelentes artículos científicos sobre este tema del doctor Farris (American Journal of Obstetrics and Gynecology), publicados en agosto de 1944, junio de 1946, septiembre de 1947 y agosto de 1948.

Moralidad del método del período agenésico.
     El hallazgo del período agenésico es de gran interés para el estudio de la Etica, a causa de los problemas morales que plantea.
     ¿Difiere este método de limitación de la natalidad de la práctica anticoncepcionista? ¿Son lícitas a los esposos las relaciones matrimoniales durante los períodos agenésico? ¿Son culpables los esposos por ejercer los derechos matrimoniales solamente durante los períodos agenésicos? Estas cuestiones son de mucha importancia y merecen especial atención en la esfera de la Etica.
     Según los sanos principios de la Etica, el uso del período agenésico es de por si moralmente lícito. En el uso del período agenésico, los esposos no impiden en manera alguna la operación de la naturaleza. Sus relaciones matrimoniales son llevadas a cabo de una manera rigurosamente moral. La concepción no resulta de su acción, no porque ellos le pongan obstáculos, sino porque el Creador ha formado de tal manera a la naturaleza humana, que, en un tiempo determinado de esas relaciones, no se sigue la concepción. No se realiza acción alguna contra la naturaleza por parte de aquellos que ejercen sus derechos matrimoniales de un modo natural durante el período de agenesia. Ni tiene lugar la concepción simplemente porque el Autor de la naturaleza no se dignó disponer las cosas de tal modo que venga al mundo una vida nueva en este tiempo preciso. En el matrimonio ambas partes adquieren derechos permanentes y recíprocos a las relaciones matrimoniales. Este factor indica que ellos gozan de ese derecho en todo tiempo. Sin embargo, generalmente hablando, no tienen obligación de ejercer sus derechos en ningún tiempo en concreto. Es evidente, por tanto, que, aunque las partes tienen estos derechos durante todos los días del mes, no tienen, sin embargo, la obligación de ponerlos en práctica en tales o cuales días. Así, en general, podemos decir que si ellos acuerdan tener las relaciones matrimoniales de una manera perfectamente natural durante el período agenésico, no pueden ser acusados de culpa moral.
     En lo hasta aquí expuesto se supone que el uso de los derechos matrimoniales queda restringido al período de agenesia por mutuo consentimiento de ambas partes. Asimismo se sobrentiende que ambas partes están moralmente obligadas a acceder a la exigencia razonable de la otra parte, para tener relaciones matrimoniales en cualquier tiempo.
     Podemos ahora formular esta pregunta: ¿Sería ilícito moralmente a los esposos tener relaciones matrimoniales sólo durante el periodo agenésico, y nunca cuando pueda tener lugar la concepción?
     Como respuesta podemos decir que, debido a circunstancias extrínsecas, el uso exclusivo del período agenésico podría ser pecaminoso. Debemos tener en cuenta que por el matrimonio las dos partes se han hecho miembros de una institución natural, cuyo fin primario es la procreación y educación de los hijos. Este ha sido el motivo por el cual ha dado el Autor de la naturaleza al hombre las facultades generativas. Es cierto, además, que el Creador ha vinculado al uso de estas facultades un placer determinado, cuya finalidad descansa en ser un aliciente e inclinación natural en el hombre para usar esas facultades y así propagar la especie.
     Con estos hechos a la vista, parece evidente que aquellos que toman este estado, y se benefician de sus privilegios y placeres, contraen una obligación moral de conseguir alguna que otra vez el fin primario del matrimonio, fin primario también del placer de que disfrutan.
     Esta última afirmación no ha de extenderse, naturalmente, a aquellos que no desean tener hijos por razones graves.
     Hay que insistir, sin embargo, en que el propósito de hacer uso del período agenésico de una manera habitual y exclusiva, no está exento de muchos peligros espirituales. Existe el peligro de la incontinencia para una o ambas partes, ocasionado por el propósito de abstenerse de las relaciones matrimoniales durante el período de la fecundidad. Esta dificultad puede ser grave particularmente para la mujer, ya que, según el testimonio de médicos competentes, el deseo que tienen las mujeres por las relaciones sexuales se intensifica, en especial, durante el periodo de fecundidad.
     Existe, además, el peligro de que las relaciones entre los esposos lleguen a degenerar, y se conviertan en algo que se base primordialmente en el egoísmo y placer sensual. Estas son las razones que han inducido a muchos moralistas de nota, asi como también a la Santa Sede, en sus respuestas privadas, a tomar las debidas precauciones y a restringir la divulgación y fomento del periodo agenésico.
     No debería ser necesario advertir a los esposos, a quienes Dios ha bendecido con buena salud y suficiencia de bienes de fortuna, que es un deber para ellos el tener hijos. Una mirada cristiana sobre la vida y la consideración de lo que significa un hijo, deberían ser motivos más que suficientes para mover a tales esposos a desear, desde lo más íntimo de sus corazones, el más grande don de Dios.
     El médico o enfermera verdaderamente católicos harán todo lo que esté a su alcance para presentar el punto de vista genuinamente cristiano sobre tan importante materia a todos aquellos con quienes, por razón de su oficio, se han de poner en contacto.
     Bien sabido es que, en el caso de algunas mujeres, el alumbramiento demasiado frecuente puede suponer grave perjuicio para la salud. A veces, una mujer puede hallarse en condiciones tales, que el parto puede causarle «invalidez permanente». Hay, además, enfermedades que pueden causar la muerte, si establecen una complicación con el embarazo. Los factores económicos pueden también hacer desear el cese, al menos temporalmente, de los partos. Es admisible que los esposos tengan frecuentemente sólidas razones para desear que los hijos no se sucedan a menudo.
     Siempre que aconseje la prudencia la limitación de los hijos, la solución primera y obvia del problema es un acuerdo mutuo sobre la práctica de la continencia cristiana. El mundo moderno ridiculizará una solución de este género, reputándola como imposible; pero al través de los siglos, innumerables discípulos fieles a Cristo han demostrado lo contrario. Sin embargo, cuando una de las partes desee poner en práctica sus derechos matrimoniales, o siempre que la abstinencia sexual originase un peligro para la continencia en cualquiera de los esposos o una mengua del amor conyugal, debe acudirse, en tales casos, al uso habitual y exclusivo del método del período agenésico.
     Es bien sabido cuánto abusan muchas personas de las condiciones requeridas para la plena licitud del método. Nadie urge a los padres el tener hijos cuando su nacimiento puede poner en peligro salud habitual o la vida de la madre; pero asimismo se sabe que las molestías ordinarias de la maternidad son exageradas, hasta el punto de constituir una excusa para no tener descendencia. De la misma manera, nadie insta a los esposos a tener hijos si es evidente que, a causa de las condiciones económicas, les es imposible atender a las necesidades más perentorias de su vida. Pero sabemos muy bien que para muchos esposos «la imposibilidad económica» de criarlos sólo significa —con harta frecuencia— que el hijo implicaría el sacrificio de algunas comodidades superfluas, una disminución en ciertas satisfacciones y un poquito más de vida en el hogar.
     Los defensores de la anticoncepción objetan que el método del período agenésico resuelve a lo más el problema matrimonial durante un cierto espacio de tiempo en el mes. Esta observación es muy atinada y nos proporciona una excelente oportunidad de recordar que la templanza constituye todavía una virtud cristiana. Aquellos a quienes falta la perspectiva espiritual de la vida, difícilmente podrán comprender la naturaleza y el valor de la virtud cristiana de la templanza. La moderación en el uso de los placeres constituye la esencia de dicha virtud.
     El método del período agenésico puede extenderse aproximadamente a las dos terceras partes del mes; revela un desarrollo espiritual muy lastimoso aquel a quien se le hace demasiado largo tener la naturaleza inferior sometida a la razón durante un período del mes relativamente corto. Afortunadamente, el cristiano sabe que la parte inferior del hombre debe estar sometida a la superior.
     El Padre Vermeesch, en su obra sobre Qué es el matrimonio, hace la siguiente observación, por cierto muy atinada:
     «Notemos que hay una gran diferencia entre la práctica del control de la natalidad y el uso restringido del matrimonio. Los abusos del control de la natalidad pueden sucederse continuamente, dejan rienda suelta a las pasiones, no exigen el ejercicio de fuerza moral alguna; mientras que, por el contrario, el uso limitado del matrimonio de que hablamos, requiere, para que pueda observarse la abstinencia voluntaria en ciertos días, una fuerza moral cuya práctica no carece de importancia para la sociedad.»
     El descubrimiento del método del período agenésico es, por tanto, una fortuna para muchas personas. Los más, sino todos, de los métodos anticonceptivos son antiestéticos y repugnantes para las mujeres dotadas de sensibilidad noble y exquisita. Sabemos, además, que son inmorales, y la experiencia médica nos advierte que la práctica de la anticoncepción puede ser nociva; ha originado frecuentes desórdenes nerviosos, esterilidad, «invalidez permanente» y hasta la misma muerte.

    
Pío XII y el uso del método del período agenésico.

     Es una fortuna para los teólogos el encontrarse con un análisis detallado de un problema moral dictado por la Santa Sede. Durante más de veinte años, desde la primera formulación de la doctrina sobre el método del período agenésico (1929-1951), no se había pronunciado la Santa Sede de una manera terminante. Las únicas directrices existentes sobre esta materia fueron publicadas el 31 de diciembre de 1930 por el Papa Pío XI en la Encíclica sobre el matrimonio cristiano. Decía así:
     «No se ha de considerar que obren en contra de la naturaleza aquellos esposos que usan rectamente de sus derechos, aunque por razones del tiempo en que usan del matrimonio o por ciertos defectos físicos, no se siga la concepción.»
     Este pensamiento era tan breve, que, sin poderse evitar, fué interpretado de muy diversas maneras, según los teólogos. Algunos lo entendieron como haciendo alusión, no a los períodos estériles dentro del ciclo menstrual, sino más bien al período estéril en la vida de la mujer que por la edad avanzada no es capaz de tener más hijos. Mucho se escribió por tales autores durante estos veinte años acerca de la moralidad en el uso del período agenésico. Finalmente, hemos sido agraciados con un documento explícito sobre este asunto en dos alocuciones de su Santidad Pío XII.
     El 29 de octubre de 1951, el Santo Padre dirigió un discurso al Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, sobre Moralidad en el matrimonio. Algunos de sus pensamientos fueron mal entendidos, lo cual dió pie a que un mes más tarde (nov. 27, 1951) aclarase su pensamiento a las dos Asociaciones Nacionales de Familias Italianas. Estos dos discursos son de pensamiento tan claro, que lo más propio es que sean presentados como el mejor análisis posible de los problemas morales que implica el uso de los períodos de esterilidad.

     l.°) El Santo Padre expone que los esposos no están obligados a restringir el uso del matrimonio a los períodos de fertilidad, no siendo comparable a la práctica anticoncepcionista el hecho de usar del matrimonio en los períodos de esterilidad.
     «Si la práctica de esta teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto, aquéllos no perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en esto la aplicación de la teoría, de que hablamos, se distingue esencialmente del abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo.»

      2.°) El Santo Padre hace notar que si los esposos tienen intención de restringir sus relaciones matrimoniales solamente a los períodos estériles del ciclo, se origina un problema moral que necesita ser analizado cuidadosamente:
     «Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.»
     Respondiendo a este problema, el Santo Padre enseña, en primer lugar, que un verdadero contrato matrimonial implica necesariamente la entrega mutua de derechos permanentes a las relaciones sexuales. Todo atentado, por cualquiera de las partes, al contraer matrimonio, a otorgar el derecho a las relaciones sexuales solamente durante determinados tiempos del ciclo, invalidaría el matrimonio. Hay que distinguir entre derecho y uso de un derecho. Podemos poseer un derecho permanente a tales o cuales actos, quedando libres para ejercitar el uso de ese derecho cuando nos convenga. Por consiguiente, toda discusión sobre la restricción de las relaciones sexuales a los períodos de esterilidad supone el derecho a tales relaciones en cualquier día del mes; solamente se puede tratar de la moralidad acerca del uso restringido de los derechos.
     «Si, ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial, es un derecho permanente, ininterrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.» 

     3.°) El Santo Padre acentúa la idea de que, si los esposos han otorgado el derecho mutuo permanente y restringen el uso a los días estériles, su matrimonio, es, sin duda, válido; esto, sin embargo, no significa que tal restricción sea siempre moralmente lícita.
     «Si, en cambio, aquella limitación del acto a los días de esterilidad natural, se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según que la intención de observar constantemente aquellos tiempos estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros. El solo hecho de que los cónyuges no ataquen a la naturaleza del acto y estén prontos a aceptar y educar al hijo, que, no obstante sus precauciones, viniese a la luz, no bastaría por sí sólo a garantizar la rectitud de la intención y la moralidad rigurosa de los motivos mismos.
     La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo.
     El contrato matrimonial, que confiere a los esposos el derecho a satisfacer la inclinación de la naturaleza, los constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien, a los cónyuges que hacen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin un grave motivo, a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.»

     Según las últimas palabras del Santo Padre, es evidente que el uso prolongado del período agenésico, sin graves razones, es gravemente pecaminoso. Un espacio de cinco años parece ser un máximum racional de tiempo que puede ser considerado como «período» prolongado. El recurso habitual al uso de los períodos de esterilidad, sin razones suficientes, durante un tiempo más corto sería pecado venial (suponiendo en este último caso que no exista peligro próximo de incontinencia, porque, si así fuera, aun el uso del período agenésico durante breve tiempo constituiría pecado mortal).
     Respecto de los esposos que no tienen graves razones para poner un límite al número de sus hijos, se pregunta: ¿Existe un límite determinado que obligue a los padres a tal o cuál número de hijos?
     El Padre Gerald Kelly, S. J., distingue entre el deber y lo que significaria algo conveniente más allá del deber. Piensa que tales esposos tienen el deber de tener tres o cuatro hijos (ateniéndose a la norma sociológica de que familias de este tipo son las que se necesitan, de ordinario, para la conservación de la especie, fin primario del matrimonio). Según su parecer no se extiende más allá la obligación moral, pero afirma que deben ser animados a tener más hijos para conformarse a los ideales cristianos acerca del valor de las familias numerosas (America, 3 de mayo de 1952, pp. 128-130).
     En cambio, el Padre Francis Connell, C. Ss. R., opina que la obligación impuesta por Dios al hombre de multiplicarse queda sustancialmente intacta aun cuando los esposos hayan tenido ya siete u ocho hijos, supuesto siempre que deseen seguir haciendo uso del matrimonio y no haya razones graves para evitar la prole (American Ecclesiastical Review, agosto, 1952, pp. 136-141).

      4.°) Afirma Pío XII que la obligación que tienen los esposos de tener hijos, es de tipo positivo. En Etica se distinguen los deberes morales según que se basen en la ley natural positiva o negativa. Esta segunda comprende las leyes que nos ordenan no hacer actos que son malos de suyo. La ley natural negativa es más rígida: obliga siempre, y nunca admite relajación o dispensa. Es un principio fundamental de la Etica, el siguiente: «el fin no justifica los medios». Por consiguiente, ninguna razón podrá justificar un acto malo prohibido por la ley natural negativa.
     Por el contrario, la ley natural positiva manda ejecutar ciertos actos buenos. Esta no es tan rígida como la anterior, porque obliga a ejecutar tales actos buenos en determinadas circunstancias, quedando libres de dicha obligación cuando su cumplimiento comporta una grave incomodidad. Es evidente que el cumplimiento de la ley siempre llevará consigo una molestia, un sacrificio de tipo ordinario; pero el legislador, divino o humano, no intenta obligarnos a un acto bueno cuando su observancia implica una grave pérdida para nosotros.
     Basándose en dichos principios, el Santo Padre enseña que el deber positivo de tener hijos no obliga a los esposos, para quienes el cumplimiento de este deber envuelve una grave incomodidad:
     «La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida, si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna  o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano)...
     De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada «indicación» médica, eugénica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de los tiempos infecundos puede ser «lícita» bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas...
     Por desgracia, se dan muchos casos en que hablar, aun con cautela, de los niños como bendición de Dios, es suficiente para provocar la burla o la indignación. Domina, en cambio, muy a menudo la idea de que son una «carga» muy pesada. ¡Cuán opuesto es este modo de pensar al lenguaje de la Sagrada Escritura, a la sana razón y a los sentimientos de la naturaleza! Si se dan en la vida condiciones y circunstancias en las cuales los esposos, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la «bendición» de los hijos, son éstos más bien casos de fuerza mayor que no autorizan la perversión de ideas al respecto, la depreciación de valores ni el desprecio de la madre, que se siente con ánimo y juzga un honor contribuir a la formación de una nueva vida.»
     El Santo Padre insiste en este punto en su segunda alocución de 27 de noviembre de 1951:
     «Y como el fin primario del matrimonio es estar al servicio de la vida, Nuestra principal complacencia y Nuestra paternal gratitud se dirigen a aquellos esposos generosos que, por amor de Dios y confiando en Él, sostienen animosamente una familia numerosa.
     Por otra parte, la Iglesia sabe considerar con simpatía y comprensión las dificultades reales de la vida matrimonial en nuestros días. Por eso, en nuestra última alocución sobre la moral conyugal, afirmamos la legitimidad, y al mismo tiempo los límites —en verdad bien amplios— de una regulación de la prole, que, contrariamente al llamado «control de los nacimientos», es compatible con la ley de Dios.»

     Se han presentado los siguientes ejemplos como «justificantes» de la práctica del método del período agenésico: 
     a) Cuando el embarazo es  peligroso o uno de los esposos está demasiado enfermo, con peligro consiguíente para la prole (razones médicas); 
     b) La probabilidad real de anormalidad mental o de un grave defecto de herencia en los niños, o la debilidad mental por parte de los padres (razones eugénicas);  
     c) Dificultades de alojamiento, numerosidad de la prole, empleo del esposo en un oficio público —por ejemplo, el servicio militar— que es incompatible, al menos temporalmente, con la vida de familia (razones sociales);  
     d) Incapacidad de proveer decentemente a los hijos según un tipo de salario necesario para la vida familiar de acuerdo con la mente de los Papas (razones económicas). (Kelly G., mayo, 3, 1952).

     5.°) El Santo Padre reconoce que existen algunos «casos difíciles» en los que por tal o cual razón es imposible el recurso al uso del período de esterilidad. En tales casos acentúa la prohibición que pesa sobre los esposos de recurrir al acto inmoral de la anticoncepción para solucionar sus problemas, no habiendo otro remedio que la abstención completa de las relaciones sexuales, cosa que, de suyo, no es imposible siendo necesaria.
     «Pero acaso insistáis observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados, en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absolutamente evitado, y en los que, por otra parte, la observancia de los períodos agenésicos, o no da suficiente seguridad, o debe ser descartada por otros motivos.
     Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad.
     Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente un «no», es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un «sí». Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica necesariamente negativa, sino la aprobación de una «técnica» de la actividad conyugal, asegurada contra el riesgo de la maternidad.
     Y aquí, con esto, sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen, está prohibido y excluido en conciencia, y que sólo un camino permanece abierto, es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y seguro y una tranquila firmeza.
     Pero se objetará que tal abstinencia es imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy  distinto. Y como prueba, se aduce el siguiente argumento: «Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se presume que quiera obligar con su ley también en lo imposible». Pero para los cónyuges, la abstinencia durante un largo período es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. La ley divina no puede tener este sentido.»

     De este modo, de premisas parciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello, basta invertir los términos del argumento: «Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible». Como confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento que, en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda, advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes, y Él ayuda para que puedas.»
     "Por esto no os dejéis confundir en la práctica de vuestra profesión y en vuestro apostolado por tanto hablar de imposibilidad, ni en lo que toca a vuestro juicio interno, ni en lo que se refiere a vuestra conducta externa. ¡No os prestéis jamás a nada que sea contrario a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana! Es hacer una injuria a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo estimarlos incapaces de un continuado heroísmo. Hoy, por muchísimos motivos —acaso bajo la presión de la dura necesidad, y a veces hasta al servicio de la injusticia— se ejercita el heroísmo en un grado y con una extensión que en los tiempos pasados se habría creído imposible. ¿Por qué, pues, este heroísmo, si verdaderamente lo exigen las circunstancias, tendría que detenerse en los confines señalados por las pasiones y por las inclinaciones de la Naturaleza? Es claro: el que no quiere dominarse a sí mismo, tampoco lo podrá; y quien crea dominarse contando solamente con sus propias fuerzas, sin buscar sinceramente y con perseverancia la ayuda divina, se engañará miserablemente.»

      Finalmente, de la segunda alocución del Santo Padre (27 de noviembre de 1951) se deduce evidentemente que la ciencia sobre los períodos de esterilidad es considerada como un descubrimiento afortunado de la Medicina moderna, y se expresa la esperanza de que ulteriores progresos han de perfeccionar dichos conocimientos, de tal manera que los esposos, que verdaderamente lo necesiten, puedan encontrar en ellos una solución moral para sus problemas:
     «Podemos esperar (y en esta materia la Iglesia se confía, naturalmente, al juicio de la Medicina) que la ciencia conseguirá llegar a tener bases suficientemente seguras para la aplicación de este método, como parecen confirmarlo las informaciones e investigaciones más recientes.» 

 Actitud de médicos y de enfermeras frente al problema

     Los médicos y enfermeras católicos se enfrentarán constantemente con el problema de la limitación de la familia, y nunca han de perder de vista su deber en una materia tan importante y vital.
     En primer lugar, tengan siempre presente que en ningún caso pueden informar o instruir a otros acerca de la anticoncepción. Esto constituiría una cooperación formal al pecado.
     Segundo, no deben olvidar jamás que la procreación y educación de los hijos es el fin primario del matrimonio. Deben tener una profunda estima de los designios del Creador en esta materia, y hacerse cargo de que un hijo es el don más grande que Dios puede otorgar a los esposos. En la procreación de los hijos, los padres desempeñan uno de los papeles más sublimes: son, en cierto sentido, cooperadores, juntamente con Dios, en la creación de un alma inmortal. El hijo consolida el amor de los esposos, que tienen el derecho y el deber de guiarle a lo largo del camino de su eterna felicidad. Médicos y enfermeras deben aprovechar las oportunidades que se les presenten para inculcar estos nobles ideales a aquellas personas con quienes han de ponerse en contacto.
     Tercero, la profesión médica se dará cuenta de que en algunos casos no sea conveniente que los padres tengan más hijos. Razones de salud o circunstancias económicas pueden originar situaciones de este género; pero ha de ser muy prudente y circunspecta en estos casos. No ha de constituirse en defensora de la necesidad de la infecundidad. Si las circunstancias indicasen claramente la necesidad de la limitación de los hijos, su deber es animar a sus pacientes a que consulten el caso con un director espiritual, que pueda sugerirles el método del período agenésico. Si la persona rehusase consultar a un sacerdote, puede inducirle a exponer su caso a un médico verdaderamente católico.
     Los médicos y enfermeras, que se oponen constantemente a la anticoncepción, que enseñan a los esposos, capaces de entenderla, la importancia de los hijos, y que ofrecen la solución del método agenésico a aquellos que verdaderamente lo necesitan, son apóstoles cien por cien de la Acción Católica.
 Charles J. Mc Fadden (Agustino)
ETICA Y MEDICINA

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