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jueves, 31 de enero de 2013

La Misa

 A menos de una absoluta imposibilidad, tú, hijo mió, debes asistir a la misa todos los do­mingos y, como lo dice el catecismo, en las fiestas de obligación. Es un deber grave; no te es permitido violarlo sin razón grave.
Este deber —no lo ignoro— en a veces pe­noso: en el campo, en el ejército, en los via­jes; un joven cristiano que quiere ser fiel, encontrará mil obstáculos ante sus pasos; pues a veces todo parece conjurarse contra su buena voluntad, y le es preciso, en varias circunstancias, un valor casi heroico.
Es necesario despreciar el respeto humano que se experimenta al encontrarse solo, o ca­si solo, en una iglesia, con niños y mujeres.
Es necesario hacer un largo viaje por ca­minos difíciles; el sol es demasiado ardiente; el viento sopla frío; la lluvia cae.
Es necesario sacrificar una parte del pla­cer y faltar a una cita, donde tu ausencia será notada y comentada.
Es necesario arreglar su tiempo y hacer combinaciones embarazosas, donde el espíritu se confunde.
Además, cuántos se dejan llevar por la co­rriente de la cobardía o debilidad general y faltan a la misa, por no tener el valor de im­ponerse un sacrificio.
Tú, hijo mío, sé heroico si es necesario; pe­ro no te dejes ablandar ni arrastrar.
El dia en que un joven, educado cristiana­mente, falte voluntariamente a la misa, habrá quitado la piedra del ángulo, y el edificio de su fe y de su virtud se ha resquebrajado.
El que ha faltado una vez, faltará dos ve­ces, faltará siempre, y muy pronto Dios ya no tendrá un lugar en su vida.
Por ahora, asistir a la misa del domingo es casi el único medio de profesar públicamente su fe; si no te muestras cristiano por ese ac­to. ¿cómo lo mostrarás?

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