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miércoles, 23 de enero de 2013

MARTIRIO DE LOS SANTOS FILEAS Y FILOROMO, BAJO DIOCLECIANO, AÑO 307

Martirio de los santos Fileas y Filoromo.

     I. Puesto Fileas sobre el estrado, el presidente, Culciano, le dijo:
     —¿Puedes, en fin, entrar en razón?
     Fileas respondió:
     —Yo siempre estoy en mi cabal razón y razonablemente vivo.
     Culciano. —Pues sacrifica a los dioses.
     Fileas. —No sacrifico.
     Culciano. —¿Por qué?
    Fileas. —Porque las sagradas y divinas Escrituras dicen: El que inmolare a los dioses, fuera del solo Dios, será exterminado.     Culciano.—Pues sacrifica al dios Sol.
     Fileas.—No sacrifico, pues no son esos los sacrificios que Dios desea. Pues las sagradas y divinas Escrituras dicen efectivamente: ¿A qué me ofrecéis la muchedumbre de vuestros sacrificios?, dice el Señor. Harto estoy de ellos; no quiero los holocaustos de carneros, ni la y rasa de los corderos, ni la sangre de los machos cabríos, ni me vengáis más con flor de harina.
     Uno de los abogados dijo:
     —Con harina nos vienes, cuando te estás jugando la vida.
     Culciano.¿Pues con qué sacrificios se deleita tu Dios?
     Fileas. —Con el corazón puro y los pensamientos sinceros y las palabras verdaderas. Esos son los sacrificios en que Dios se complace.
     Culciano. —¡Ea! ¡A sacrificar!
     Fileas.—Yo no sacrifico, pues ni siquiera lo sé hacer.
     Culciano.—¿No sacrificó Pablo?
     Fileas.—De ninguna manera.
     Culciano.—Y Moisés, ¿no sacrificó?
   Fileas.—Sólo a los judíos se les mandó que ofrecieran sacrificios al Dios único en Jerusalén, y ahora los judíos, al celebrar sus ritos en otras partes, cometen un pecado.
     Culciano.—Basta de palabras inútiles y sacrifica por lo menos ahora.
     Fileas.—Yo no puedo manchar mi alma.
     Culciano.—¿También al alma se le hace daño?
     Fileas.—Al alma y al cuerpo.
     Culciano.—¿A este mismo cuerpo?
     Fileas.—A este mismo.
     Culciano.—¿Es que resucitará esta carne?
     Fileas.—Indudablemente.
     Culciano.—¿No negó Pablo a Cristo?
     Fileas.—No, hombre; ni por semejas.
     Culciano.—Yo he jurado; jura tú también.   Fileas. —A nosotros no nos está permitido jurar, pues la Sagrada Escritura dice: Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no.
     Culciano.—¿No era Pablo un hombre inculto? ¿No era sirio? ¿No disputaba en siríaco?
     Fileas.—No; era hebreo y disputaba en griego, y superaba en sabiduría a todo el mundo.
   Culciano.—A ver si vas a decir que también sobrepasaba a Platón.
   Fileas. —No sólo a Platón, sino a todos los filósofos sobrepasaba en prudencia. La prueba es que él persuadió a los sabios, y, si quieres, yo te repetiré sus palabras.
     Culciano.—Lo que has de hacer es sacrificar.     Fileas.—Yo no sacrifico.
     Culciano.—¿Es por escrúpulo de conciencia?
     Fileas.—Así es.
    Culciano.—Pues ¿cómo no te muestras tan escrupuloso en tus deberes para con tu mujer y tus hijos?
    Fileas. Los deberes para con Dios están por encima de todos los demás. Dice, en efecto, la sagrada y divina Escritura: Aimarás a tu Señor que te ha creado.
     Culciano.—¿Qué Dios es ése?
     Fileas, tendiendo sus manos al cielo:
    —El Dios que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay; el creador y hacedor de todo lo visible e invisible; el inefable, el que es solo y permanece por los siglos de los siglos. Amén.

     II. Los abogados trataban de impedir que Fileas hablara tanto con el presidente, y le dijeron:
     —¿Por qué resistes al presidente?
     Fileas respondió:
     —Yo no hago sino responder a lo que se me pregunta.
     Culciano.—Menos palabras y a sacrificar.
    Fileas.—Yo no sacrifico, pues quiero mirar por mi alma. Y para prueba de que no sólo los cristianos, sino también los gentiles miran por ella, ahí tienes el ejemplo de Sócrates. Al ser conducido a la muerte, ni su mujer ni sus hijos fueron parte para hacerle retroceder, sino que, con ánimo prontísimo, cano ya, recibió la muerte.
     Culciano.—¿Cristo era Dios?
     Fileas.—Indudablemente.
     Culciano.—¿En qué se funda tu certeza de que era Dios?
     Fileas.—En que hizo ver a los ciegos, oír a los sordos, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos, restituyó el habla a los mudos y sanó muchas otras enfermedades. Una mujer que sufría flujo de sangre, con solo tocar la orla de su vestido, quedó sana; un muerto resucitó, y por el estilo hizo muchos signos y prodigios.
     Culciano.—¿Luego Dios fué crucificado?
  Fileas.—Por nuestra salvación fué crucificado. Y Él sabía ciertamente que había de serlo y que había de sufrir ultrajes, y se entregó a sí mismo para padecer por nosotros. Todo esto lo habían de Él predicho las Escrituras, las mismas que los judíos creen entender y no entienden. Así, pues, el que quiera, venga y vea si todo esto no es así.
   Culciano.—Recuerda que te he tratado con todo honor, pues pudiera haberte hecho objeto de escarnio en tu propia ciudad. Sin embargo, por deseo de honrarte, no lo he hecho.
   Fileas.—Te doy por ello las gracias, y ahora quisiera que acabaras tu favor.
     Culciano.—¿Qué deseas de mí?
     Fileas.—Que uses de tu poder y hagas lo que se te ha mandado.
     Culciano.—Así, sin motivo alguno, ¿quieres morir?
     Fileas.—Motivo, le hay; yo muero por Dios y por la verdad.
     Culciano.—¿Pablo era Dios?
     Culciano.—Pues ¿qué era?
   Fileas.—Un hombre semejante a nosotros, pero lleno del Espíritu divino; y en ese Espíritu obraba milagros, señales y prodigios.
     Culciano.—Te voy a perdonar en beneficio de tu hermano.
     Fileas.—Hazme a mí un favor completo: usa de tu poder y haz lo que se te ha mandado.
   Culciano.—Si supiera que estabas en la miseria y que ésta te había empujado a semejante demencia, no te perdonaría; pero como tienes tantas riquezas, que pudieras alimentarte no sólo a ti, sino poco menos que a una provincia, por eso te trato con consideración y te exhorto a que sacrifiques.
     Fileas.—No, yo no sacrifico, y en esto miro por mí mismo.
     Los abogados dijeron al presidente:
     —Ya ha sacrificado en la curia o salón de deliberaciones.
     Fileas.—Es falso que haya yo sacrificado.
     Culciano.—Tu desgraciada mujer te está mirando.
    Fileas.—El Señor Jesucristo, a quien yo sirvo entre cadenas, es salvador de todos nuestros espíritus. Él, que me ha llamado a mí a la herencia de su gloria, puede también llamarla a ella.     Intervienen los abogados y dicen: —Fileas pide un plazo.
     Culciano (a Fileas).—Te doy un plazo para que reflexiones.
   Fileas.—Ya lo he reflexionado muchas veces, y he escogido padecer por Cristo.
     En aquel punto, los abogados, la audiencia entera, el procurador de la ciudad y sus parientes todos se arrojaron a sus pies, abrazándolos y suplicándole tuviera consideración a su esposa y mirara por el cuidado de sus hijos. Él, como roca inmóvil azotada por las olas, decía que le era preciso desechar cuanto en aquella algarabía lé gritaban, que su alma se encaminaba ya al cielo, que tenía a Dios ante los ojos y que sus parientes y allegados eran los santos mártires y apóstoles. 

     III. Había allí un hombre que mandaba un escuadrón de soldados romanos, y se llama Filoromo. Éste, que vió cómo los parientes inundaban de lágrimas a Fileas, y el presidente le abrumaba de argucias, y que por nada se doblegaba ni conmovía, exclamó diciendo:
     —¿A qué estáis vana e inútilmente tentando la constancia de este hombre? ¿Por qué, a quien es fiel a Dios, queréis convertirle en infiel? ¿Por qúé le queréis forzar a que niegue a Dios para dar gusto a los hombres? ¿No veis que sus ojos no miran vuestras lágrimas, que sus oídos no escuchan vuestras súplicas? ¿Cómo va a doblegarse por lágrimas terrenas quien con sus ojos contempla la gloria celeste?
     A estas palabras, todos se vuelven iracundos contra Filoromo, y piden al juez le sentencie a muerte junto con Fileas. Y el juez, cediendo con mucho gusto a tal demanda, sentencia que ambos sean pasados a filo de espada. Salían ya camino del lugar acostumbrado, cuando el hermano de Fileas, que era uno de los abogados, dijo a gritos:
     —Fileas pide la abolición. 
Volvióle a llamar Culciano y le dijo:  
     —¿Cómo es que apelas? 
Respondió Fileas:
     —Yo no apelo ni me pasa tal cosa por las mientes. No hagas caso de mi infeliz hermano. Por mi parte, doy gracias a los emperadores y al presidente, que me han hecho coheredero con Cristo.
     Dicho esto, salió Fileas al lugar del suplicio. Llegados que fueron donde tenían que ser degollados, extendió Fileas sus manos hacia Oriente y exclamó:
    —Hijitos míos carísimos, todos los que a Dios buscáis, vigilad sobre vuestros corazones, porque nuestro enemigo, como león rugiente, está dando vueltas a ver a quien arrebata. Todavía no hemos sufrido nada; ahora empezamos a sufrir, ahora empezamos a ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo. Carísimos, atended a los mandamientos de nuestro Señor Jesucristo. Invoquemos al sin mancilla, al incomprensible, al que se sienta sobre los querubines, al hacedor de todas las cosas, que es principio y fin, a quien sea gloria por los siglos de los siglos. Amén.
     Dicho esto, los verdugos, cumpliendo las órdenes del juez, atravesaron a filo de espada los cuellos de ambos e hicieron huir de los cuerpos los infatigables espíritus, permitiéndolo nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ayudame Señor, Dios mio. En ti confio.