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martes, 22 de enero de 2013

SENTIDO EXACTO DE LAS PALABRAS

Sentido exacto que debe darse a las palabras de la promulgación de la maternidad espiritual de María. ¿Tienen sentido espiritual o típico? ¿Tienen sentido literal? ¿Cuál es?

     Hemos probado, según nos parece, si no con absoluta certeza, a lo menos con la más sólida verosimilitud, que las palabras de Cristo Crucificado expresan la maternidad espiritual de la Santísima Virgen, de otro modo que por acomodación. La significan realmente, según la intención misma de Aquel que las ha pronunciado. Pero aquí se plantea una cuestión más difícil de resolver, y que no se ha tratado ni discutido tanto: ¿Cuál de los sentidos escriturísticos es el que se debe atribuir a dichas palabras? Además del sentido acomodaticio, del cual ya no tenemos que ocuparnos, hallamos en los autores dos maneras de interpretar este texto evangélico. Propondremos una y otra con las razones principales sobre las cuales las apoyan. El lector escogerá por sí mismo la que le agrade más. Que recuerde, no obstante que la divergencia de opiniones sobre este punto secundario y hasta nuestra impotencia para darle una solución cierta no deben volver a poner en discusión el sentido real tan generalmente admitido. ¿No es cosa corriente el ver los espíritus dividirse cuando se trata de explicar más a fondo y de precisar con la mayor exactitud conclusiones sobre las cuales estaban de acuerdo, sin que la variedad de de las explicaciones llegue hasta traer dudas de la verdad ya demostrada? Por consiguiente, sea que el lector se incline a una teoría, sea que se ponga de parte de otra, debe retener firmemente la principal, esto es, la promulgación de la maternidad de gracia hecha por Cristo agonizante en la cruz.

I. Antes de exponer la primera solución, debemos recordar una propiedad singular de la palabra de Dios, contenida en nuestros Libros Santos: La palabra de los hombres no tiene más que un sentido: el que se llama sentido literal e histórico; queremos decir, el sentido que resulta de las palabras, con o sin el uso de la metáfora. Además del sentido de las palabras, la palabra divina contiene un significado más alto, sobrepuesto al sentido literal y desprendiéndose no ya inmediatamente de los vocablos, sino de las cosas expresadas por ellos. Este es el que generalmente se ha convenido en llamar sentido espiritual, típico o místico.     
    El sentido espiritual comprende de ordinario tres subdivisiones principales: es sentido alegórico, cuando las cosas significadas por las palabras figuran la Ley nueva; analógico, si representan la gloria eterna o las cosas del cielo; tropológlco, cuando tienen relación con lo que debemos hacer o debemos ser. Por ejemplo, Jerusalén, además del sentido literal, puede significar y significa a veces en la Escritura la Iglesia, en sentido alegórico; el cielo, en sentido analógico, y el alma fiel, en sentido tropológico (S. Thom, I p., q. 1, a 10); porque la ciudad de Jerusalén era, según los diferentes textos, una figura o tipo de esas tres cosas. 
     Procuremos hacer más claras, por medio de ejemplos, estas nociones, demasiado abstractas. Leemos en el Evangelio que los soldados, después de haber quebrado las piernas a los dos ladrones crucificados con Cristo, se acercaron al Salvador; pero, dice el texto sagrado: "Viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas." Y el Evangelio añade: "Para que se cumpliese lo que estaba escrito: No será quebrantado ni uno solo de sus huesos" (Joan, XIX, 32-34).
     Ahora bien; si vamos al texto del Exodo, de donde están sacadas estas palabras (Exod., XII, 46; col. Num., IX, 12), hallamos que esta prescripción se aplica manifiestamente al Cordero pascual. Los judíos, en la solemnidad de la Pascua, debían comer un cordero por familia, y comerlo todo entero; además, les estaba prohibido romperle hueso alguno. Tal es el sentido literal e histórico de la prescripción divina. Pero este cordero, inmolado primero en el Templo y comido en cada casa, según el rito ordenado por Dios, representaba proféticamente al Cordero de Dios, que por su muerte borra los pecados del mundo (Joan., I, 29: Isa., XVI, I, etc.), y el sacrificio de la Pascua judía era la figura y la promesa del sacrificio de la cruz. Por consiguiente, el significado del texto bíblico va más lejos que el alcance inmediato y literal de las palabras, porque por la cosa que expresan, significa este texto a Cristo mismo, a Cristo como víctima. El Espíritu Santo, al inspirar el relato de Moisés, tenía dos cosas a la vista: determinar uno de los ritos que se debían guardar en la celebración de la Pascua y figurar en ese rito y por ese rito lo que debía pasar en el Calvario. Por consiguiente, el texto del Exodo, recordado por San Juan, se aplica a dos corderos: al cordero figurativo, según el sentido literal o el significado de la letra, y al Cordero por excelencia, según el sentido místico o el significado de la cosa; en otros términos, al tipo y al antitipo, a éste mediatamente, e inmediatamente al otro.
     El Antiguo Testamento está lleno de significados místicos. A cada instante el Evangelio y los escritos de los Apóstoles, especialmente las Epístolas de San Pablo, nos lo hacen tocar y palpar (
Cf. I Cor., X).
     ¿Debemos admitir igualmente esta clase de sentido en los Libros de la Nueva Alianza, y especialmente en el Evangelio? Aunque las significaciones místicas sean menos numerosas, nada autoriza a desterrarlas de estos Libros Santos.
     Los Padres más graves las han señalado expresamente. Así, por ejemplo, las dos pescas milagrosas representan, según ellos, a la Iglesia. En la primera, echando Pedro la red por orden de Cristo, "cogió tan gran cantidad de peces, que las redes se rompían", dejando escapar parte de la presa (
Luc., V, 5. sqq.).
     Tampoco cabe duda que los Apóstoles debieron escoger la pesca, guardando los peces buenos y arrojando los malos al mar (
Matth., XIII, 48).
     En la segunda pesca, la que hicieron después de la resurrección del Señor, la red, por el contrario, y como expresamente lo nota el Evangelio, no se rompió, a pesar del gran número de peces; y eran todos grandes y hermosos peces, dignos del festín preparado por Jesús. ¿Quién no ve en ambas pescas, presididas por San Pedro, una anterior a la Resurección de Cristo, y otra posterior, la viva imagen de la Iglesia reunida por orden de Jesús, por aquel a quien hizo este Señor pescador de hombres?
     En su estado presente, la Iglesia, aun cuando haya sido sacada milagrosamente de las aguas de este mundo, encierra en su seno pecadores juntamente con los justos, y, ¡cuántos hombres se escapan de Ella después de haber roto las redes con el cisma y con la herejía! Pero en el estado futuro, es decir, en el estado de la Iglesia triunfante, después de la resurrección final, la red, por muy llena que esté, no sufrirá ruptura alguna, y nada de lo que encierra será jamás arrojado de ella. Tal es el significado de la segunda pesca, y así, tenemos en esos dos relatos del Evangelio el sentido místico sobreponiéndose al ¡sentido literal y coordinándose con él (
La interpretación de las dos pescas es de San Agustín, Tract. CXXXIl in Evang. Joan. c. 10, n. 7. P. L., XXXV, 192).
     Si el objeto del escritor sagrado, o, mejor dicho, del Espíritu Santo, que lo inspiraba, no hubiera sido expresar con los hechos ese doble estado de la Iglesia de Dios, nos explicaríamos difícilmente el por qué de ciertos detalles, bastante indiferentes por otro estilo, de que están llenas ambas relaciones. No se concebiría tampoco de dónde les vino a los primeros fieles aquella costumbre universal de considerar a los cristianos como peces sacados del agua por el ministerio de los sacerdotes de Cristo (
Cf. Matigny, Dictionnaire des Antiquités chrétiennes, Art. Poisson, § 2, p. 656 y sigs. París, 1877), y a éstos como pescadores, que tienen al frente al Pescador, vicario de Cristo y sucesor de Pedro.
     A este ejemplo, traído de San Agustín, sería fácil añadir otros. El modo como Jesucristo, hablando de la ruina de Jerusalén, mezcla en cierto modo las circunstancias de esta catástrofe particular con las de la catástrofe universal y final del mundo, ¿no nos da a entender que la una es figura de la otra? Por último, ¿no entiende San Juan Crisóstomo la entrada de Cristo en Jerusalén montado en una pollina, como figura de la conversión de los gentiles? (
San Joan Chrysost.. hom. (66 al 67), n. 2. P. G., LVIII, 627).
     El error, pues, de la Escuela de Alejandría, no es el haber puesto de relieve más que otra alguna las significaciones típicas de las Escrituras, sino el haber a veces exagerado el número y desnaturalizando sobre todo el carácter de ellas, suprimiendo con demasiada frecuencia el sentido literal, base indispensable del espiritual y místico (
Cf. Bellarmin., De Verbo incarn., 1. III, c. 3, y sobre todo Cornely, Introdd. general in sacr. V. T. libros, D. III, S. I., p. 540, sil.).
    
Estas nociones sumarias bastan para entender el primer modo de interpretación. Nuestro Señor habría confiado su Madre a Juan para que éste ocupase su lugar cerca de Ella y la rodease de una solicitud, de un respeto y de un amor verdaderamente filiales. Recíprocamente habría dado Juan a María para que ella lo mirase como su hijo, como un hijo en el cual esta Señora, privada desde entonces de Jesús, le viese en cierto modo sobrevivir. Tendrán el uno y la otra relaciones de hijo a madre y de madre a hijo. Tal es, seguramente, el sentido histórico. Pero Juan representaba a los fieles, como el Cordero pascual representaba al Cordero de Dios. Por consiguiente, no fue sólo a él a quien la Virgen Santísima se dió por Madre. A esta relación establecida por Nuestro Señor entre Ella y él, relación cuyo fin inmediato era procurar a María una asistencia análoga a la que le va a faltar perdiendo a su hijo Jesús, viene a sobreponerse otra relación significada por la primera. Desde aquel momento, todos los discípulos de Cristo, todos los fieles, que lo sean actualmente, o a lo menos por destinación, serán por voluntad del Salvador, y en el orden sobrenatural, otros tantos hijos de la Virgen Santísima, y todos deberán ver en Ella a su Madre, y como tal amarla y venerarla. He aquí, en cuanto a la substancia, el primer modo de interpretación. Nadie lo ha expuesto mejor ni más ampliamente que el Padre Joaquín Ventura en su hermoso libro titulado: La Madre de Dios, Madre de los hombres (
I part., c. 4 y sigs).
     No investigaremos curiosamente si los otros autores que han leído en las palabras de Nuestro Señor una promulgación intencional de la maternidad de gracia admiten esta explicación. Ninguno de ellos, por lo menos, la rechaza expresamente. Se adapta, en general, a las expresiones que emplean, y muy particularmente a la fórmula de que se sirven todos o casi todos: Juan representaba a los fieles, y éstos, en la persona del discípulo amado, fueron confiados como hijos a María.
     Se han levantado en estos últimos tiempos dos objecciones contra la teoría del sentido místico. La primera parte de este principio:
     Las significaciones típicas o espirituales son exclusivamente propias del Antiguo Testamento; aserto que, si estuviese bien demostrado, bastaría para echar por tierra del todo la explicación que dábamos hace un instante. Pero, ¿está bien demostrado? No hallaréis, es cierto, en el Nuevo Testamento la abundancia de tipos y figuras que en el Antiguo; estamos de acuerdo. Mas, ¿es éste un motivo para negar que existan? Algunos Padres parece que lo han hecho; también lo concedemos; pero estos Padres hablaban de los tipos proféticos, que prometieran ya a Cristo, ya a su Iglesia. Antes de Cristo, la sombra y la figura; después, la realidad. Excluidos estos tipos, hay otros que pueden tener su lugar en la Ley Nueva. Santo Tomás lo enseña expresamente;
ya hemos visto a varios Padres reconocerlo también, y fácil sería citar otros muchos que abundan en las mismas ideas. Esta primera objeción no es, por consiguiente, decisiva.
     Pasemos a la segunda. Bien está, dicen algunos adversarios del sentido típico; pero aun cuando se admita este sentido en el Nuevo Testamento, no puede hallarse en el texto que discutimos. Cierto es que no se deben exprimir todos los detalles y hacer entrar en la significación típica todas las circunstancias y todas las fases de la letra. Pero hace falta que el fundamento de la figura o tipo, su razón, ratio typica, como se llama, se encuentre en el punto culminante de esta misma letra. Ahora bien; nada hay de esto en el texto que estudiamos. El punto culminante del relato evangélico, o, mejor dicho, de las palabras de Nuestro Señor, es que Jesús quiere recomendar y recomienda, en efecto, su Madre a los cuidados del discípulo amado. ¿Diráse que Juan, al recibir este sagrado depósito, representa a todos los fieles, y que Jesús confía a todos la Virgen Santísima para que ellos sean su apoyo y sostén? Tal es la objeción. He aquí la respuesta:
     El fundamento del tipo o figura se debe buscar en el hecho mismo; en otros términos, en el acto y en las palabras del Salvador. Ahora bien; ¿qué significan literalmente esas palabras? Establecen entre Juan y María Santísima la relación de Madre a hijo y de hijo a Madre: Ecce filius, tuus, ecce mater tua. Sin duda que la ocasión, o, si se quiere, la razón próxima que determina este acto del Salvador, es la de dejar un protector a María. Pero Jesús no ha dicho: "He aquí tu sostén", sino "He aquí tu hijo". A San Juan le toca sacar la consecuencia y velar sobre María, como un hijo sobre su madre. ¿Qué otro hecho podría ser base más conveniente para fundamentar un tipo?
     No se trata del discípulo, en cuanto que debe rodear de cuidados a María, sola y desolada, sino de ese mismo discípulo en cuanto es dado a María por hijo, representando a los cristianos. Ahora bien; de nuevo lo repetimos, he aquí lo que las palabras del Salvador expresan: una relación doble, relación de Madre a hijo, relación de hijo a Madre. Añadamos que la consecuencia misma que resulta para Juan de una filiación tan gloriosa, puede no ser extraña a la razón de la figura. Porque nosotros también, hijos espirituales de María, debemos como tales sostenerla en los intereses de su gloria, como lo dicen expresamente las fórmulas de consagración que están en uso entre los congregantes de la Virgen Santísima.
     ¿Diráse que este tipo es defectuoso también por otro estilo? Porque, en efecto, si Juan, por la filiación que recibe en el Calvario, representa la filiación de los cristianos, ésta, por el hecho mismo, es más excelente que aquélla. ¿Seremos nosotros más perfectamente hijos de María que Juan lo era por el Testamento de Jesús? Fácil es la respuesta a esta nueva dificultad. Nadie ignora que la libertad de los judíos, volviendo de la cautividad donde los habían tenido los reyes de Babilonia, después de la toma y ruina de Jerusalén, es propuesta por los profetas como figura de una libertad más universal y más deseable, la que Dios nos ha preparado por Cristo. Nadie ignora tampoco que los judíos fieles que recibieron el beneficio de la primera libertad, han recibido también la segunda, no habiendo hombre alguno que haya sido libertado del pecado sino por Cristo. De igual modo, por consiguiente, que la libertad temporal de los judíos, volviendo de Babilonia, significaba la libertad espiritual que les era común con todos los redimidos; así, la filiación particular de Juan significaba la filiación común respecto de Nuestra Señora, es decir, una filiación más elevada, de que él mismo participó en la medida de su mérito y de su santidad.

II. Estas consideraciones no dejan de tener peso, y si no hubiera otro sentido real que dar a las palabras de Cristo, excluido el sentido puramente acomodaticio, abrazaríamos, según nos parece, la significación típica como únicamente verdadera. Pero, todo bien considerado, ¿no sería posible defender el sentido literal y explicar por él cómo la Virgen Santísima es verdaderamente, por el Testamento de Cristo, la Madre universal de los cristianos, más aún, de todos los hombres sin excepción? Por lo demás, aunque gran número de testigos aducidos en los capítulos precedentes representan expresamente al discípulo amado, como tipo y figura de los fieles todos, sin embargo, no emplean un modo de hablar tan claramente significativo del sentido espiritual y típico. Muchos se contentan con afirmar que hemos recibido a María como Madre, en la persona de Juan. Ahora bien; esta última expresión puede adaptarse no sólo a la significación típica, sino también al sentido literal.
     Y, de hecho, hay autores que al tocar esta cuestión han creído poder interpretarla de esta manera. Y si les preguntáis cómo las palabras del Señor, una vez excluido el sentido típico pueden significar la maternidad espiritual de María, he aquí la primera explicación, la única, por otra parte, que estos autores han formulado netamente, a lo menos en cuanto nuestras pesquisas nos permiten juzgar de ello. La maternidad de gracia habría sido expresada, no directamente, sino por vía de consecuencia. Tendríamos, por consiguiente, aquí lo que se ha convenido en llamar el sentido literal consecuente, es decir, un sentido que, no estando contenido en la letra, puede salir de ella por razonamiento, en virtud de una deducción propiamente dicha. Antes de mostrar cómo esta deducción puede hacerse y sobre qué cimientos se apoya, digamos en pocas palabras, gracias a qué circunstancias y en qué condiciones una verdad así deducida de la palabra de Dios podría, según varios intérpretes y teólogos, ser tenida por revelada y creída, por consiguiente, por el mismo testimonio de Dios.
     Si se tratase de una palabra puramente humana, no se tendría el derecho generalmente de atribuir a su autor el sentido obtenido por semejante proceder, puesto que para obtenerlo hace falta emplear un elemento que no está contenido en la palabra misma. Pero lo que no puede suceder con la palabra del hombre se hace posible con la de Dios. Supongamos, en efecto, que en su presencia infinita Dios ve que de su propia palabra y de una verdad cierta, por otra parte, aunque no haya sido revelada por Él, sacaríamos nosotros, naturalmente, una consecuencia igualmente cierta; supongamos (repetimos) que Él la ve y que nada de su parte nos retrae para no ir directamente a esta conclusión. ¿No puede decirse que hace suya la misma conclusión?
     Esta se convierte, por lo mismo, en el sentido consecuente de la propia palabra de Dios, pero en un sentido que podremos creer por su autoridad. En tal ocurrencia se verificarían las palabras siguientes de San Agustín: "El Espíritu Santo, que por el ministerio del escritor inspirado ha escrito esas palabras, previo ciertamente que tal pensamiento se presentaría al espíritu del lector o del oyente; más todavía, quiso, con designio premeditado, que se ofreciese dicho pensamiento conforme como está con la verdad".
     La Sagrada Escritura misma, en más de un lugar, parece confirmar esta manera de ver. San Pablo, a fin de probar el derecho que tienen los obreros apostólicos de recibir de los fieles las cosas necesarias a la vida, apela a la autoridad misma de Dios. "Lo que digo aquí, ¿es acaso sólo un razonamiento humano? La ley misma, no lo dice? Porque escrito está en la Ley de Moisés: "No pondrás bocado al buey cuando trilla" (
Deut., XXV, 4). "¿Tiene Dios cuidado de los bueyes? ¿No es más bien para nosotros mismos por lo que ha dado esta ordenanza? ¡Sí! Para nosotros se ha escrito" (I Cor., 8, sqq.).
     ¿Cómo significa el texto del Deuteronomio la aplicación que hace de él San Pablo a los ministros del Evangelio? Seguramente, no en el sentido literal inmediato, puesto que la ley no habla expresamente sino de los bueyes. Tampoco en sentido típico: ¿quién ha podido jamás creer que puedan esos animales representar a los predicadores de la fe? Sí, por consiguiente, el texto contiene lo que de él saca el Apóstol, no puede ser sino en el sentido consecuente. Es como si San Pablo hubiera dicho: "Dios ha querido que estuviese permitido a los animales el vivir de su trabajo. Ahora bien; su providencia es mucho más exquisita con los obreros de su gloria; por consiguiente, y con mayor razón merecen ellos también su recompensa, es decir, una asistencia temporal en vista de sus trabajos" (
I Tim., V, 18).
     He aquí ciertamente un sentido consecuente. Ahora bien; este sentido está expresamente atribuido por San Pablo a la Ley promulgada por Dios en un texto del Deuteronomio.
     Tal es, dicen graves autores, el sentido en el cual las palabras de Jesús, muriendo en la cruz, expresan la maternidad espiritual de María. Jesús, al pronunciar estas palabras, y el Espíritu Santo al conservárnoslas en el Evangelio, sabían que los hombres podrían y deberían deducir de ellas que María les ha sido dada por Madre, y que ellos mismos son, por voluntad de Cristo y por el oficio que desempeñó la Virgen Santísima en su Pasión, hijos espirituales de esta Señora. Lo sabían, y era su intención que sucediera así, porque todo, en el texto, en el contexto y en las circunstancias, conduce, por lo menos, a sacar esta consecuencia.
     Primero en el texto, y podemos señalar dos razones. Ya hemos señalado la primera cuando pesábamos el modo significativo con que el Evangelio habla en este lugar de San Juan. Es el discípulo, el discípulo que Jesús amaba, el discípulo de pie junto a la cruz, como para hacernos entender que podemos tener parte en el don que Cristo le hace, según la medida en que seamos también nosotros sus discípulos, en que seamos amigos del Señor y estemos unidos a su cruz.
     En el contexto. Ya lo sabemos, las otras palabras de Jesucristo tienen un alcance general, no obstante el carácter particular que presentan a primera vista. Cuando, por ejemplo, dice: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen", ruega, sin duda, inmediatamente por sus jueces, por sus injuriadores, por sus verdugos; pero su oración va más lejos; todos los pecadores están comprendidos en ella, sin excepción de tiempo ni de lugar; tanto más, cuanto que todos han concurrido por su parte a darle muerte. No diréis que la oración de Cristo tiene esta extensión porque los judíos son aquí figura de los pecadores; tampoco diréis que todos éstos son, en el sentido literal inmediato, objeto de la misma plegaria. Por consiguiente, si las palabras del Salvador deben aplicarse a la universalidad de los culpables, no es, quizá, sino en el sentido llamado consecuente. Cuando oímos a nuestro divino Maestro rogar por los malhechores que le persiguen con sus ultrajes, recordamos que es la Víctima universal, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, y deducimos por esto que, rogando por los deicidas, debe rogar también por nosotros y por los otros pecadores, semejantes a nosotros, y que podemos apelar a su oración ante Dios para levantar nuestra confianza y reclamar su misericordia.
     Fácil sería hacer un razonamiento análogo sobre la segunda palabra de Cristo crucificado, es decir, mostrar que la promesa hecha al ladrón creyente y penitente se extiende a los otros criminales, que imitan su fe, su arrepentimiento, su esperanza y su resignación. Parece, por consiguiente, que se podría con el mismo derecho sacar de las palabras de Nuestro Señor la maternidad de gracia, a falta del significado típico y de todo otro sentido literal; tanto más, cuanto que las circunstancias mismas, como ya lo hemos demostrado, exigían que esta maternidad fuese entonces altamente promulgada.
 
     A estas ideas parece que se podía referir el sentir de un autor de mérito, cuyo testimonio es, no obstante, invocado por los partidarios de la pura acomodación. "¿Puedense -pregunta él— emplear las palabras dirigidas por Cristo desde la cruz, ya a su Madre, ya a San Juan, para legitimar nuestra devoción a la Virgen Santísima? ¿Y en qué sentido podamos hacerlo? ¿En el sentido literal? ¿En el sentido acomodaticio? ¡Sí!, lo podemos, pero en un sentido deducido del sentido literal, gracias a la paridad de razón, de este modo. Por estas palabras quiso Cristo que Juan honrase a la Virgen Nuestra Señora, y la tuviese por Madre, y esto por amor a Jesús, de quien era Madre; nosotros, pues, que también somos discipuIos de Jesús, como Juan, y que le debemos el mismo amor, responderemos a los deseos de este Señor rindiendo el mismo culto a su Madre glorificada en los cielos: porque merece Ella tanto más honor, cuanto que su gloria en el cielo sobrepuja muy mucho a la dignidad que tenía sobre la tierra" (Van Steinkiste, 171, Evang. Matth. p. 14, s. 3, & 8). 
     Debemos hacer notar, sin embargo, para ser exactos, que la aplicación de esta teoría del sentido literal consecuente a la interpretación de las palabras del Salvador puede entenderse de dos maneras: la primera consistiría en no ver en la afirmación de la maternidad espiritual, así deducida con ayuda del razonamiento, sino una sencilla conclusión teológica, lo que respondería poco o nada a lo que los áutores cuyos testimonios citábamos tenían designio de expresar. Siguiendo la segunda manera, esta conclusión sería ella misma palabra de Dios. Aquí nos llevaría la enseñanza de los intérpretes a quienes hemos visto colocar entre las verdades que deben creerse bajo la autoridad de Dios, no todas las conclusiones que salen de un texto formalmente revelado, sino aquellas por lo menos que, por la presciencia y voluntad de Dios, deben ser próxima y naturalmente deducidas. Pero, hay que decirlo, aunque esta doctrina no parece de todo punto improbable, tiene muchos opositores. De donde inferimos que no sería oportuno el adherirse al sentido consecuente como a la única interpretación aceptable en las presentes circunstancias.

III. En parte alguna, lo debemos confesar, hemos visto discutida la cuestión del sentido literal, no ya consecuente, sino inmediato. No dejamos, pues, de abordarla con alguna vacilación; dichosos seríamos si pudiéramos demostrar, por lo menos, la probabilidad. En la Ultima Cena, Nuestro Señor Jesucristo, después de haber dado a comer su Cuerpo y a beber su Sangre a los Apóstoles, congregados a su alrededor, les dijo: "Haced esto en memoria mía" (Luc., XXII, 19).
     Así se instituyó el sacrificio y el sacerdocio de los cristianos (
Concil. Trident., sean. XIII. c. 1, et sess. XXII, c. 1), sacrificio y sacerdocio que debían perpetuarse hasta el fin de los siglos, porque el poder de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor no estaba sólo asegurado por las palabras del Maestro dirigidas a los discípulos, considerados personalmente, sino a los mismos discípulos tomados jurídicamente, es decir, junto con todos sus sucesores en el sagrado ministerio del altar. ¿No se podrían interpretar de una manera análoga las palabras de Cristo: "He aquí tu hijo, he aquí tu Madre"? Juan solo está al pie de la cruz para recibir de la boca de Cristo el don que esas palabras encierran, como solos estaban los doce con Él cuando instituía el sacramento perpetuo de su amor. Pero en Juan y por Juan aquellas palabras de bendición iban dirigidas a todos los herederos de su fe, a todos los discípulos amados de Jesús, como la institución del sacerdocio iba encaminada, en los Apóstoles y por los Apóstoles, a los sucesores que debían continuar su misión en la Iglesia de Dios.
     Diréis, quizá, que este ejemplo prueba demasiado, o, lo que es lo mismo, que no prueba nada. En efecto; el poder de ofrecer el sacrificio eucarístico es el mismo en los sacerdotes de Cristo que en los Apóstoles de Cristo, de quienes estos sacerdotes lo han originalmente recibido. Por el contrario, las palabras dichas a Juan significan para él alguna cosa exclusivamente propia: el oficio filial que debe cumplir junto a María en lugar de Jesús, mientras que esta divina Madre no se reúna con su Unigénito en el cielo.
     Es cierto: las palabras del Salvador tienen una más amplia extensión en cuanto se aplican al discípulo amado. Pero esto mismo, ¿impediría que la conclusión fuera legítima? Podríase negarlo sin salir de nuestro ejemplo. ¿No es cierto que el "Haced esto en memoria mía" no se entiende en todos los sacerdotes del Nuevo Testamento en un sentido absolutamente el mismo que debemos interpretarlo de Pedro? Este no depende más que de Dios en el ejercicio de su ministerio sagrado, mientras que este mismo ejercicio se hace ilegítimo en los sacerdotes que quisieran sacrificar contra las ordenes de Pedro.
     Escojamos otro ejemplo más concluyente. Cristo, antes de subir al cielo, dijo a los mismos Apóstoles: "Id y enseñad a todas las naciones..., y he aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos" (
Matth., XXVIII, 19, 20; col. XVIII, 18).
     Es unánime opinión de los teólogos e intérpretes que Jesucristo, confiriendo este poder y este privilegio al colegio apostólico, tenía en perspectiva el episcopado de todos los siglos. Además, están acordes en ver en las mismas palabras de Cristo una prerrogativa de infalibilidad personal para cada uno de los Apóstoles, prerrogativa que debía perpetuarse en el cuerpo de los pastores, unidos a su Jefe, sucesor de Pedro, y que, sin embargo, no convendría individualmente más que a éste. Por consiguiente, uno era el alcance de las mismas palabras del Salvador, en cuanto se dirigían a los miembros del colegio apostólico, y otra la manera de comprenderlas con relación a los sucesores de ellos en el episcopado. Y esto nos lo demuestran y enseñan las circunstancias, los hechos y la naturaleza de las cosas, que no exige para cada uno de los Obispos un privilegio igual al que tuvieron los primeros promulgadores del Evangelio.
     ¿Por qué no dar una interpretación semejante al Testamento del Señor, legando su Madre al discípulo amado? La maternidad principal es la maternidad de gracia. Ella, Nuestra Señora, abrazará como hijos a Juan y a todos los discípulos de Cristo, herederos de la fe de Juan. Pero en esta Comunidad de relaciones entre la Virgen Santísima y los discípulos del Señor, habría alguna cosa particular para el amado de Jesús: para él solo el privilegio y el gozo de tener con María, mientras viva en la tierra esta Señora, ese comercio más familiar y más íntimo que debe establecerse entre una madre y un hijo adoptivo.
     Que las palabras del Salvador agonizante encierren para él esta ampliación y esta restricción para los demás, fácil es deducirlo de las circunstancias mismas de la donación. La maternidad, como la filiación puramente espiritual, pueden extenderse a los fieles de todos los tiempos y de todos los lugares, lo mismo que el beneficio de la Redención, que nos ha dado el derecho para llamar a Dios nuestro Padre. Pero es claro y manifiesto que no es lo mismo ya cuando se trata de las relaciones entre la Madre Virgen y el discípulo virgen, significadas por estas palabras del Evangelista: "Y desde aquella hora la tomó el discípulo consigo", para rodearla en su desamparo de la amorosa y respetuosa solicitud que un buen hijo debe a su Madre.

     Un tercer ejemplo, sacado también del Evangelio, confirmaría esta explicación. Eh el pasaje en el cual dice Cristo a sus Apóstoles: "Todo cuanto ligareis sobre la tierra será ligado en el cielo, y todo cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo" (Matth., XVIII, 18). 
     En efecto: aunque esta promesa se refiere a todos los Apóstoles con sus sucesores en la Iglesia, la intención de Cristo no es que ella se realice según la misma medida en cada uno de los Apóstoles y de sus sucesores, como debe verificarse en Pedro y en los Papas, Vicarios, como él, de Cristo; y nadie podría, sin errar en la fe, fundar sobre esta promesa la igualdad de poder entre unos y otros. 
     De igual modo, por consiguiente, que Jesucristo confirió en la Ultima Cena, no sólo a los Apóstoles, sino a todos los sacerdotes, el poder de ofrecer el sacrificio eucarístico; de igual modo que más tarde, en las orillas del lago de Tiberiades, entregó en la persona de San Pedro a todos los Soberanos Pontífices legítimamente elegidos el poder de apacentar sus corderos y sus ovejas, y que en la misión de enseñar a todas las naciones comprendió en los Apóstoles a los obispos sucesores de ellos, así quiso en el Calvario dar a María por Madre a todos sus discípulos en la persona de San Juan, su discípulo amado. Si el paralelismo no es una ficción, en el último caso, como en los otros, tenemos el sentido literal y el sentido inmediato de las palabras de Nuestro Señor. Repetimos que adelantamos esta explicación con toda reserva; pero advirtiendo, no obstante, que responde a la fórmula comúnmente empleada por infinidad de autores, cuando nos dicen que hemos sido dados por hijos a la Virgen Madre en la persona de San Juan.
     Por otra parte, volvemos a decir que cualquiera que sea la solución a que nos adhieramos, en el sentido puramente acomodaticio nos parece definitivamente excluido: no es al hombre, sino al mismo Cristo, a quien hay que atribuir la significación tan dulce y tan consoladora, atribuida por tantos cristianos a esta parte de su Testamento.
J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y... 

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