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domingo, 12 de mayo de 2013

DE LA DOCTRINA CRISTIANA (1)

TITULO X.
DE LA DOCTRINA CRISTIANA 
Capítulo I
De la Predicación.

698. Recordando el precepto de Cristo Nuestro Señor, de predicar el Evangelio (Marc. XVI. 15), San Pablo a su vez decia a los ministros de la Iglesia, en la persona de Timoteo (Timoth. IV, 2 et seq.): Predica la palabra de Dios con toda fuerza y valentía, insiste con ocasión y sin ella: reprende, ruega, exhorta... desempeña el oficio de Evangelista, cumple los cargos de tu ministerio. De aqui viene la necesidad y la utilidad de la predicación, no sólo para que la fe se propague, sino para que se conserve inmune de errores y vicios, y, ó se inflame si languidece, ó se fomente más y más y se aumente, si floreciere.

699. La predicación de la divina palabra hace que los fieles se levanten del cieno del pecado, se induzcan al arrepentimiento, guarden los mandamientos de Dios y de la Iglesia, conozcan y desprecien la vanidad de las cosas terrenas, y lleguen a entender que no es cualquiera fe la que salva, sino aquella que obra por medio de la caridad, aparta y retrae a los fieles del camino de la perdición, y los pone y endereza en la vía de la salvación. En los pueblos remotos que carecen de párroco, sin que haya otro sacerdote que habitualmente acuda a celebrar Misa los días festivos, tome el Obispo sus medidas, con aquel celo por el bien de las almas que ha de animarlo como Pastor, para que entretanto no carezcan aquellos pobres campesinos de todo auxilio religioso. Designe, por tanto, algunas personas competentes, que en los días de fiesta, ó en otros que convenga, enseñen a aquellos infelices las cosas necesarias para la salvación, es decir, que lean al pueblo reunido el catecismo aprobado en la diócesis ó por lo menos lean, repitiéndolo los oyentes, lo que en el articulo 711 mandamos que rece el sacerdote cuando va a decir misa a las capillas y oratorios rurales.

700. Aunque a la gracia de Dios deban atribuirse estos y otros muchos saludables efectos de la predicación, no obstante, para alcanzarlos es preciso que los predicadores cooperen con su propia piedad, ciencia y prudencia. «El Señor sigue a sus predicadores (dice S. Gregorio): porque la predicación es lo primero, y el Señor sólo llega a la morada de nuestra alma, cuando lo han precedido las palabras persuasivas con que la verdad ha penetrado en nuestro entendimento» (S. Greg. M., Homil. 17 in Evang.). Por tanto, recomendamos que, para desempeñar tan sublimes funciones, se preparen con tierna piedad, y hagan acopio de sólida doctrina. Sobre todo, nunca suban al pulpito sin haberse preparado con tiempo, de suerte que procedan con orden y método y de un modo acomodado al auditorio, eviten cuestiones ligeras é inútiles, y con la sólida explicación de la verdad puedan excitar al bien y apartar del mal.

701. Aunque el nobilísimo ministerio de la predicación, conforme al precepto de Jesucristo, incumbe a aquellos especialmente, a quienes está encomendada la grey del Señor, y que en fuerza de su cargo y de justicia están obligados a apacentar a sus ovejas con el alimento de la divina palabra; no obstante, todos los ministros del altar, que reúnan las cualidades necesarias, deben ejecerlo cada cual a su modo, en virtud de su vocación y por caridad.
702. Por lo cual, este Concilio Plenario, al mismo tiempo que recuerda a los párrocos y sus vicarios los preceptos del Tridentino (Sess. 5 cap. 2 de ref.) de que por lo menos los domingos y tiestas de guardar, cumplan debidamente con su deber de la predicación evangélica, personalmente, ó, en caso de legitimo impedimento, por medio de otros; exhorta con ardientes ruegos a los demás sacerdotes, y sobre todo a los canónigos que resplandecen por su ciencia y virtud, a que una vez admitidos por el propio Prelado al ministerio de la predicación, se muestren sobremanera solícitos por la salvación de las almas, y lo desempeñen con frecuencia y con espiritu de caridad.


703. Los Obispos, cuando hayan de delegar a otros el ministerio de la divina palabra, en la catedral o en otras Iglesias sujetas a su jurisdicción, miren atentamente a quien dan esa facultad, no sufran menoscabo tan altas funciones. No la den fácilmente a un clérigo que no sea sacerdote, y niéguenla absolutamente al indocto o inepto, o al que tiene mala fama por vicios o crímenes, o presenta notable deformidad corporal, o está entregado a negocios profanos. Cuidarán además que los que no son regulares (pues a estos sus propios superiores suelen dar la facultad de predicar), con excepción del párroco en la Iglesia parroquial, nunca ejerzan las funciones de predicadores, sin licencia escrita del Ordinario Los regulares observen al pie de la letra las prescripciones canónicas sobre obtener la bendición o licencia del Obispo para poder predicar en las Iglesias propias suyas o ajenas, y abstenerse de predicar si el Obispo niega la licencia.

704. Por cuanto la experiencia demuestra que a veces muy poco o ningún fruto se saca de la predicación, por causa de los abusos y defectos de los predicadores, amonestamos a estos con todo ahinco para que conformen sus sermones a la norma del Decreto de N. Smo. Padre León XIII expedido el 31 de Julio de 1894 (Appen. n. LXXXIII) para toda la Italia. En él encontrarán abundantemente descritos los defectos que hay que evitar y los abusos que corregir, como también las dotes y cualidades que se requieren en los oradores sagrados, el tema a que han de sujetarse y el fin a que han de aspirar, a saber: a ilustrar en lo que hay que creer, a dirigir en lo que hay que obrar, a manifestar lo que se debe evitar y, ya amenazando, ya exhortando, predicar a los hombres verdades provechosas (S. Thom. Comment. in Matth. 5). Allí verán cuales asuntos deben escogerse, con qué precauciones se ha de emprender la defensa apologética de la verdad católica contra los que la impugnan; cuáles deben ser las fuentes principales de la elocuencia sagrada, y de qué manera han de annunciarse al pueblo los dogmas y preceptos, conforme a la doctrina de la Iglesia y de los Santos Padres, para que escape de las penas eternas y alcance la gloria celestial. Si los oradores sagrados prestan dócil oido a estos consejos, nunca les sucederá que se asemejen a bronce que suena o campana que retiñe (I Corint. XIII, 1) ni únicamente harán cosquillas a las orejas (II Timoth. IV, 3) o azotarán el aire (I Corinth. IX, 26.), sino que recogerán abundantes frutos de la palabra de Dios que sembraren.

705. Aunque la predicación sobre los novísimos sea salubérrima en todos tiempos, no obstante, en las época de ejercicios espirituales y de misiones, es absolutamente necesaria la seria consideración de las penas del infierno. Queremos, pues, que los misioneros y demás predicadores, en dichas misiones y retiros, haciendo a un lado todo humano respeto, prediquen un sermón especial sobre la existencia, eternidad, y severidad de las penas del infierno, sirviéndose de las palabras de la Sagrada Escritura, de las sentencias de los Santos Padres y de la razón Teológica. Al tratar del purgatorio, eviten las cuestiones sutiles, y otras que más bien que promover, suelen impedir la edificación de los fieles (Cfr. Conc. Trid. sess. 25. decr. De Purgatorio).

Capítulo II.
Del Catecismo.

706. Para que el pueblo fiel, desde la más tierna edad se empape en la Fé católica, el Concilio de Trento prescribió (Sess. 24. cap. 7 de ref.) sabiamente que se compilara una forma determinada de catecismo para la enseñanza. Lo llevó a efecto el Sumo Pontífice San Pío V, mandando componer y publicar el Catecismo Romano para los párrocos, que después redujo a un compendio, destinado especialmente a los niños, el Venerable Cardenal Belarmino, en su áureo librito que intituló Doctrina Cristiana. 

707. Con el andar del tiempo, ha sucedido que los catecismos se han multiplicado a tal grado, que a veces hasta las diócesis limítrofes los tienen diversos en forma, estilo, método y arreglo de materias; lo cual acarrea no pocos inconvenientes, sobre todo si se atiende a la suma facilidad con que los fieles, y aun familias enteras, suelen pasar de una a otra región.

708. Mandamos, por tanto, que en el término de cinco años, en cada República, o al menos en cada provincia eclesiástica, de común acuerdo de los Obispos, se compile un solo catecismo, excluyendo todos los demás, juntamente con un breve sumario de las cosas más necesarias que tienen que saber los niños y los rudos.

709. Apártense con prudencia de manos de los fieles los catecismos, especialmente los escritos por seglares, que tengan un lenguaje poco conforme con la exactitud de la integridad doctrinal. Pueden conservarse otros catecismos de mayor tamaño, como explicaciones más abundantes de la doctrina cristiana, y entre estos hay que preferir los que por orden del Concilio de Trento escribió el Venerable Cardenal Belarmino.

710. Además de lo que hemos mandado en otra parte a los párrocos y sus vicarios, a los padres, maestros y demás personas a quienes corresponde, sobre la obligación, tiempo, lugar y demás circunstancias, de enseñar el catecismo, es recomendamos ahora en general lo siguiente. No se haga la explicación del catecismo sin previa preparación de las materias que se van a tratar, y úsese un lenguaje sencillo, con un estilo y una dicción, que aunque castizos y amenos, sean claros y fáciles, y acomdados a la inteligencia del pueblo, y en particular de los niños, y póngase especial atención a la brevedad. Evítese con especial cuidado, el cambiar, bajo cualquier pretexto, la acostumbrada fraseología, pues esto suele acarrear muchos inconvenientes para el aprendizaje. Siempre que se presente la ocasión, hable el catequista de la infinita bondad divina para con nosotros, y del amor de Jesucristo, y de su presencia real en la Sagrada Eucaristía; promueva y fomente la devoción a la Santísima Virgen; proponga ejemplos de los Santos; inspire horror al pecado recordando sus castigos; exalte la excelencia de las virtudes; inflame los ánimos en deseos de alcanzar la eterna bienaventuranza, guardando los mandamientos de Dios y de su Iglesia y frecuentando los Sacramentos. En una palabra, poco a poco vaya infundiendo en los corazones, cuanto puede conducir a los fieles al amor y temor de Dios. Redoble sus esfuerzos a este propósito, cuando prepare a los niños a la primera comunión. No pierda la oportunidad, siempre que se presente, de hablar de la perfidia y maldad de los errores nuevos que sepa que están más en boga, y si el caso lo pide, trate de los engaños de las sociedades condenadas por la Iglesia, para que desde temprano, y a tiempo, se precavan los fieles contra los peligros que ofrecen. Pero hágalo con el mayor tino y prudencia, no vaya a resultar más daño que provecho.

Capítulo III. 
De los Catequistas rurales.

711. Está fuera de duda, que los campesinos y sus familias que viven lejos de las poblaciones, no siempre pueden concurrir a las Iglesias parroquiales en que se enseña el catecismo, bien sea por la distancia, bien sea por otros obstáculos. Por tanto, para que ninguna porción del rebaño de Cristo se deje en la ignorancia de aquellas cosas, que todos deben saber por necesidad de medio y de precepto, queremos que los sacerdotes con licencias de predicar, que celebran Misa los días de fiesta en las capillas rurales, expliquen el Evangelio, siempre que sea posible, dentro de la Misa. Durante el sacrificio de la Misa, récense o léanse distintamente y poco a poco los actos de fe, esperanza, caridad y contrición, la oración Dominical, la salutación Angélica, el símbolo de los Apóstoles, los preceptos del Decálogo y de la Iglesia, y los Sacramentos. El párroco, y si de éste se trata, el Vicario foráneo, se informará frecuentemente del cumplimiento de este deber, y si encontrare a los sacerdotes negligentes en su desempeño, dará cuenta al Ordinario, quien tomará a su prudente arbitrio medidas eficaces, para que no se prive a los habitantes del campo, de la instrucción necesaria para la eterna salvación.

Capítulo IV.  
De las misiones para el pueblo y de los ejercicios espirituales.

712. La experiencia nos enseña que, con el remedio extraordinario de las santas misiones, no sólo se confortan los fieles que caminan por el recto sendero de la virtud y de la piedad, y se mueven a llevar a cabo más arduos propósitos, sino que también los vacilantes se sostienen para que no caigan, y los caidos se despiertan del sueño del pecado y se encaminan a la enmienda. Consta que, con ocasión de las mismas, se quitan de en medio muchos escándalos inveterados, se extinguen los odios, se extirpan los abusos, y se encuentra remedio eficaz para otros males públicos y privados. El Dios de clemencia, en esos días de salvación, después de conmover a su pueblo con saludables meditaciones y exhortaciones, derrama sobre él copiosos torrentes de misericordias y de gracias. Por esta razón los Sumos Pontífices, más de una vez, han urgido a los Obispos a hacer que se den misiones en sus diócesis, para renovar en los fieles el espíritu de fe y de religión.

713. Exhortamos, por tanto, con toda la energía de que somos capaces, a todos los sacerdotes, a que cada cual en su esfera, no rehusen promover y cooperar a las santas misiones, y a soportar con buena voluntad y paciencia los trabajos, por arduos que sean, que éstas traen consigo, para la salvación de las almas. Es de desearse que los Religiosos sean los que más se presten a estas tareas.

714. Cuiden los Obispos de que en las parroquias se den frecuentes misiones, y que en las ciudades grandes haya ejercicios espirituales de encierro, en casas a propósito, para hombres y mujeres separadamente; y señalen por lo menos dos sacerdotes que los dirijan, conforme a las reglas principalmente de S. Ignacio y con el celo y caridad que tal cargo demanda.

715. Escojan los asuntos de meditación que saben que moverán más a su auditorio; pero absténganse de toda representación o aparato, que pueda parecer indecoroso, o pueda dar ocasión a los impíos para burlarse de las verdades de nuestra fe.

ACTAS Y DECRETOS DEL CONCILIO LATINOAMERICANO 1889

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