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viernes, 17 de mayo de 2013

El hermano extraviado.

     Es una página evangélica saturada de delicadeza.
     Los tres hermanos vivían íntimamente unidos, cuando la muerte se acercó a la casona de su morada para llevarse precisamente al chico.
     Marta y María quedaron abrumadas con la desgracia.
     Era Lázaro el único hermano varón en quien tenían puestas sus esperanzas y su ilusión. La muerte lo había hundido todo.
     Cuando le vieron derribado por la enfermedad, luchar jadeante entre la vida y la muerte, al contemplar la inutilidad de los esfuerzos humanos, pusieron su confianza en Jesús. No hay duda; Jesús puede curarle; pero ¡está tan lejos! ¿Cómo traerlo a la cabecera del enfermo?
    Le mandaron un emisario; mas Jesús no vino, y Lázaro se murió. Las pobres hermanas se sintieron anonadadas. Sus llamadas no habían sido atendidas.
     Agobiadas por la pena, lloran su desgracia acompañadas de amigos y parientes cuando se enteran de que Jesús llega. Le salen al encuentro; le exponen su pena: Lázaro ha muerto porque El no estaba allí. Si hubiese estado, no hubiese muerto.
     Las dos hermanas, una tras de otra, han repetido la misma frase entre lágrimas y sollozos.
     Jesús se conmueve. Su corazón es muy sensible al amor, y en aquellas palabras y aquel llanto brilla un cariño fraternal, intenso y noble. Jesús se une a su dolor; también El llora.
     «Yo soy la resurrección y la vida», les ha dicho primero como una promesa, y después ha realizado un milagro.
     El hermano muerto ha resucitado. ¡Qué alegría! La casa se ha vestido otra vez de blanco; la sonrisa ha vuelto a florecer en los labios fraternos.
     Los hermanos de alma enferma abundan mucho. Sus hermanas se preocupan por su salud espiritual. Hay que proporcionarles buenos amigos, lecturas sanas, diversiones gratas y honestas... Todo eso está bien; pero urge ponerles en contacto con Jesús. Si Jesús está a su lado, no morirán...
     Pero ¡están tan lejos de Jesús! Pues hay que acercarlos mediante la oración.
     Toda hermana tiene obligación de rezar por su hermano: pero cuando éste se extravía intelectualmente y su alma enferma con el vicio o se infecta de soberbia, su deber de rezar es mucho mayor. Toda conversión es fruto de la gracia santificante, y la gracia se obtiene mediante la oración.
     Cuando el extravío sea más grave y la enfermedad más alarmante, más deben multiplicarse las oraciones.
     A veces parece que el cielo se muestra sordo a las plegarias y Jesús no responde a las llamadas. El enfermo se muere y queda sepultado bajo la losa de un vicio.
     No hay que desesperar. Perseverancia en la oración, v el éxito vendrá.
     Jesús, que oyó a Marta y María cuando lloraban por su hermano, no puede desatender las oraciones de una muchacha buena, que se aflige por el suyo. La salud pedida llegará. ¿Cuándo? Cuando sea oportuno en los planes de Dios, cuyos ojos ven más, más lejos y de otra manera que los nuestros.
     Una de las amarguras de Delia Agostini era la incredulidad de su hermano Virgilio.
     Muchacho excelente, marchó a la guerra a luchar por su patria, italiana; pero, como tantos otros, retornó al hogar con el alma enferma.
     Delia sufre. Ella, que en su breve vida de apostolado ha conseguido la salud de otras almas juveniles, se apena ante la inutilidad de sus esfuerzos para con su hermano.
     Sin embargo, persevera y confía. En sus oraciones no ceja. Tiene veintiún años; herida de muerte por traidora tuberculosis, escribe al extraviado, felicitándole el día de su santo.
     «Todo cuanto de bueno y afectuoso puedo augurarte, querido hermano mío, lo traduciré mañana en una plegaria ferviente en la comunión, que voy a ofrecer por ti, para que Dios bondadoso conceda a mi hermanito algo de sol, de paz, de alegría —de su sol, de su paz, de su alegría—, y a mí, sí, a mí también y a mamá, el consuelo tan reiteradamente pedido de saber que has vuelto, sencillamente, prácticamente, al amor de aquel Dios que es la fuerza de nuestra madre y la alegría de tu hermana.»
     Un mes más tarde llega la contestación. ¡Cuánto la ha esperado!
     Largos años ha soñado con ella. Precisamente ahora, en la novena de la Inmaculada, ha redoblado sus plegarias. En la noche de Navidad, en la capilla del sanatorio, arrodillada ante el altar en que Jesús nacía eucarísticamente, ha repetido con insistencia machacona: «Hazme el regalo del alma de Virgilio.»
     Ya ha llegado el regalo. Es una consagración al Corazón de Jesús con una nota de Virgilio: «Mi regalo de Navidad para mi hermanita, para que se cure.»
     Poco después una carta de su madre: «Supongo que habrás recibido el recuerdo de Virgilio. ¿Te has hecho cargo de lo que dice la nota? Precisamente la noche de Navidad fué a San Rafael y se confesó, y lo ha hecho por ti, querida Delia, para obtener tu curación; me lo dijo casi llorando» (Maria Sticco: El ideal vale más que la vida. Navidad en el Sanatorio).
     Cambiemos los nombres de Delia y Virgilio por otros más españoles, y tendremos la historia de la conversión de muchos jóvenes vueltos a la casa paterna por el cariño y las oraciones de una hermanita buena, consciente de su deber.
     Que fué una hermana ejemplar, dolorida por la muerte de su hermano, ante quien Jesús hizo levantarse el arco iris de la esperanza cristiana: «Yo soy la resurrección y la vida.»

Emilio Enciso Viana
LA MUCHACHA EN EL HOGAR

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