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viernes, 17 de mayo de 2013

LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA (8)

Pbro. Dr. Joaquín Saenz Arriaga
(Páginas 70-83)

LA BIENVENIDA DEL ADMINISTRADOR APOSTOLICO AL LEGADO Y A LOS CONGRESISTAS

     Una vez más fue el Administrador Apostólico de Bogota, Mons. Muñoz Duque, no el Cardenal Arzobispo Primado, quién dio la bienvenida. Su discurso merece ser aquí reproducido, antes de hacer algunos comentarios sobre algunos de sus puntos principales:
     "Eminentísimo Señor Cardenal Giacomo Lercaro, Excelentísimo Sr. Presidente de la República de Colombia, Eminentísimos Sres. Cardenales, Señores Ministros del despacho, Excelentísimos Sres. Arzobispos, Obispos y demás Prelados, Sres Embajadores y Enviados especiales, Sr. Alcalde Mayor de Bogotá, Hermanos en Cristo. 
     "Con honda emoción de prelado, de colombiano y de americano, en día tan solemne, me corresponde daros la bienvenida a esta tierra fecunda y promisora, constelada de campanas y de torres, y sembrada de colegios y universidades, de fábricas y de labrantíos, en donde la plegaria y el trabajo se unen armoniosamente, en adoración a Dios y servicio al hombre.
     "A este Congreso Eucarístico Internacional, que busca estos dos fines supremos, deben confluir las tradiciones cristianas, que por cuatro siglos han enriquecido el curso de nuestra historia y han dignificado y hecho grande al pueblo americano.
     "Desde aquella alborada, en que la Cruz y la Hostia se levantaron hasta el cielo, como signos de redención y de progreso, hasta los últimos días angustiosos, pero esperanzados, que vivimos, Cristo ha presidido nuestra historia. La fe y el espíritu religioso de los evangelizadores de América los empujaban más allá del espejismo en el Dorado, hasta los tesoros inestimables de las almas redimidas por Cristo.
     "La fe que ennobleció la conquista, nos salvó del fracaso e hizo que tantos sacrificios de estos mundos no quedaran estériles, levanta ahora este altar internacional. Sin la fuerza moral y los estimulos nobles, que crea la conciencia religiosa, jamás se habría escrito la epopeya grandiosa de la conquista y la población de nuestras tierras.
     "Los misioneros, héroes de la Cruz, Quijotes a lo Divino, fueron los intermediarios en el choque sangriento de las dos razas, la conquistadora y la aborigen, erigiéndose en severos jueces del vencedor, y en protectores del vencido.
     La evangelización de esta América nuestra fue, en verdad, una cruzada mística, compensó con sangre de mártires la vertida por la espada del guerrero; cruzada que destella luz mansa y apacible, bastante para que haga palidecer el rojo resplandor de los incendios y de los combates entonces comenzó la labor cultural y educadora de la Iglesia, que se muestra asociada a toda azaña de gloria y de peligro; que ayuda a hacer efectiva una legislación humanitaria, protectora de los derechos del indio; que, frente al egoísmo humano, cruel y despótico, mantiene la llama de la caridad y enhiesto el estandarte del idealismo y de los supremos valores del espíritu.
     "La educación del pueblo fue íntegramente, durante dos centurias y media, obra exclusiva de la Iglesia. ¿Y qué decir de la vitalidad artística y colonial, impregnada totalmente por el ideal religioso, cargada de sentido místico e impulsada y favorecida por la Iglesia?
     "Y, cuando las naciones fueron adquiriendo brío y perfil de juventud lozana, heroicamente conquistaron la libertad, fruto sagrado del árbol del Calvario. Y, al amparo de doctrinas enseñadas en los claustros y universidades, en los libros de los grandes maestros de la escuela teológica, Suárez, Victoria y Belarmino —para sólo nombrar los más eximios— nuestro pueblo reasumió la soberanía y recuperó la plenitud de sus derechos.
     "Desde la urbe populosa hasta el rincón silencioso de la aldea lejana; y desde el alba del descubrimiento hasta los tiempos que corren, así sean muchas las deficiencias y notorias las imperfecciones, toda empresa de aliento, toda obra de adelanto y bienestar, toda idea de progreso, ha sido inspirada o estimulada por la Iglesia. Me ha parecido, Eminentísimo Señor y hermanos en Cristo, de estricta justicia, en esta apoteosis mundial, rendir homenaje de gratitud a los artífices de esta unidad de fe y de cultura, prelados y religiosos, sacerdotes y catequistas, gobernantes y letrados, y entonar un himno de loor de las pasadas glorias, no para que sean mero sueño ilusorio o vanidoso recuerdo estéril, sino para que sean un compromiso nuevo y un estímulo de la hora presente. Porque las grandezas de antaño son siempre fundamento para las excelsas conquistas y los valerosos empeños de hoy, de mañana.
     "Afianzados en esa tradición, rica en valores de orden religioso y social, venimos estos días a celebrar la Eucaristía, que es Vínculo de Amor, a escrutar francamente, en dialogo fraterno, los Signos de los Tiempos, para adaptar a sus necesidades y reclamos, nuestro pensamiento y nuestra acción; a proclamar el amor de Dios nuestro Padre y el amor a nuestros hermanos, comprometiéndonos en actividades de servicio y ayudando a libertarlos de las esclavitudes, del pecado, de la ignorancia, de la miseria, para que gocen de la plena dignidad y libertad de hijos de Dios.
     "En esta asamblea inaugural, yo, el más humilde, quiero en mi calidad de Administrador Apostólico de Bogotá, expresaros fervorosamente mi agradecimiento y el saludo de Bogotá y Colombia, ante todo a la misión pontificia, encabezada por Vos, Emlnentísimo Sr. Cardenal Lercaro, Legado a látere, que venís, en nombre y representación del Sumo Pontífice, a presidir, con singular autoridad y merecido prestigio, este trigésimo nono Congreso Eucarístico Internacional.
     "A él aportáis vuestra voz de maestro y vuestra calidad de apóstol. Vuestra vida egregia, que acercándose a cimas cumplidas, enaltecida con los más grandes atributos del espíritu, se ha consumido íntegramente en el servicio del pueblo de Dios. La riqueza de vuestra devoción y de vuestra doctrina eucarística y el ejemplo clarísimo de vuestro ministerio sacerdotal y pastoral, ejercido con fidelidad a las veneradas tradiciones de la Iglesia y a las perentorias exigencias de los nuevos tiempos, nos darán luz y calor, en las grandes jornadas, que hemos de vivir en torno a la realidad adorable del Misterio Eucarístico.
     "Vuestra presencia entre nosotros es otro don precioso que debemos agradecer a Vos y a la suma bondad del Padre Santo. La misma similitud de los rasgos que configuran Vuestra Personalidad con los del Papa Paulo VI, tornan más grata y amable la presidencia del Congreso, que hoy asumiréis. La firmeza de vuestra doctrina, el valor para afrontar las nuevas situaciones del mundo contemporáneo, el amor iluminado a Cristo y a su Iglesia, los esfuerzos por la renovación litúrgica y el respeto a la dignidad del hombre, os aproxima a la nobilísima y atrayente figura de Paulo VI, que hoy dirige con aplauso universal, los destinos de la grey cristiana.
     "Doy mi fraternal abrazo a los señores cardenales, arzobispos y obispos, que han venido a solemnizar este magno Congreso, trayéndonos mensajes de fe y de esperanza, desde todas las regiones del mundo. De Europa, que con sus misioneros, doctores y santos nos dió la semilla bendita del cristianismo y de la culura de Occidente y se esforzó porque arraigase en nuestro suelo y produjese abundosa cosecha. De Asia, Africa y Oceanía, en donde la fe católica se desarrolla y expande, en medio de sacrificios, que son anunciadores de éxitos futuros. De Norteamérica, que ve crecer un catolicismo pujante, rico en su contenido y en el espíritu comuntario. Y de Latinoamérica, tan cerca a nosotros por los vínculos históricos de sangre y de cultura, de origen de destinos comunes; tan unida a nosotros en este combate del momento presente.

AMERICA, QUE SE CONGREGA PARA REVISAR LAS ESTRUCTURAS Y ANALIZAR LOS PROBLEMAS, BUSCANDOLES LAS SOLUCIONES ADECUADAS, 
DENTRO DE LAS LINEAS TRAZADAS POR 
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA.

     "Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y seglares, que han acudido a nuestro llamamiento, desde lejanos o vecinos países, a revalidar su fe y a estrechar los vínculos de caridad que emanan de la Eucaristía.
     "Al saludar con fervor patriótico a todos los colombianos, quiero darles mi testimonio particular de gratitud. A los miembros del gobierno de nuestra patria y, principalmente al Sr. Presidente de al República y al Alcalde Mayor de Bogotá, que, con espíritu cristiano y sentido cívico admirables, contribuyeron a darle al Congreso prestigio y esplendor. A los miembros de las comisiones y comités ejecutivos del Congreso, que en armoniosa inteligencia y voluntad tesonera han realizado esta obra tan difícil, pero tan cargada de esperanzas para el futuro. A todas las personas, que de un modo u otro han cooperado a esta hora, a este acontecimiento, que ciertamente señalará una nueva época en el desarrollo de nuestra historia.
     "Esta primera reunión del pueblo de Dios es preludio de días luminosos: así lo hemos pedido en nuestra permanente oración. Días que han de significar para nuestro mundo, desconcertado y caótico, un vivo despertar de la conciencia cristiana, comprometida en empresas de amor y de solidaridad, de desarrollo y de progreso. El egoísmo sólo deja un rastro de espuma, acaso una estela de sangre y de odio, de violencia y de injusticia. Mas, por donde pasa la caridad cristiana, perdura para siempre la huella de su fecundidad creadora.
     "Que la divina Eucaristía, Vínculo de Amor, Signo de Unidad y Sacramento de Piedad, irradie sobre todos nosotros y sobre los ausentes, que nos acompañan en espíritu y a través de la radio y la televisión, luces de esperanza, de confraternidad, de justicia, de paz y de libertad".

     Si juzgamos el discurso retórico del administrador Apostólico de Bogota por su ropaje externo, lo encontramos anticuado, triunfalista, preconciliar. No solamente no tiene la descarnada crudeza de nuestra actual oratoria sagrada, sino que está evidentemente elaborado con todos los artificios de una oratoria académica, muy usual y muy propia del siglo pasado o de los principios de la actual centuria. Sin embargo, ya el estudio del contenido y los evidentes objetivos que persigue nos están demostrando que Su Excelencia Muñoz Duque sí estuvo en el Vaticano II y supo asimilar las nuevas y renovadoras doctrinas que expusieron y defendieron los llamados "expertos" del Concilio.
     Desde un principio, sin dejar duda alguna, señala el Administrador Apostólico los dos fines del Congreso: la adoración a Dios y el servicio al hombre. No pueden separarse estos dos fines -Dios y el hombre- sin romper el equilibrio de la armonía del Universo. Pero, al hablar del hombre hay que pensar en el hombre integral: espíritu y materia; en el hombre existencial, no en su proyección a lo eterno, sino en su actualidad en el tiempo.
     Tengo que reconocer y alabar entusiastamente un mérito del discurso del Administrador Apostólico de Bogotá el tributo que rinde, siquera sea disimuladamente a la obra grandiosa de ESPAÑA. Fue el único tributo que yo vi y oí. ¡Hubiera sido imperdonable el que, en acontecimiento tan importante, el nombre de la madre de todos los pueblos latinoamericanos hubiera sido silenciado! Es verdad que Mons. Muñoz Duque no nombró a España y parece atribuir toda la obra maravillosa de la colonización y civilización de América a los abnegados misioneros, que, identificados con España, con su gobierno y con su pueblo, realizaron esas gestas maravillosas de nuestra evangelización y de la incorporación de América Latina a la civilización cristiana de Occidente. Grandes son los méritos de nuestros misioneros, pero no menores son los méritos de la Corona, pese a las deficiencias, debilidades y aún decantadas inhumanidades de algunos de los conquistadores.
     No podemos, ni debemos seguir aceptando esa injusta condenación de la obra portentosa de España, que en menos de tres siglos implantó entre nosotros con la fe, la cultura y la civilización de la España inmortal. Esa campaña, que quiere denigrar las gestas españolas en América, buscan ultimadamente desintegrar nuestra hispanidad, que es el vínculo más recio de la unidad de los pueblos latinoamericanos. Bien lo dice Mons. Duque: "Las tradiciones cristianas... por cuatro siglos han enriquecido el curso de nuestra historia y han dignificado y hecho grande al pueblo americano". Pero, esas tradiciones cristianas no han brotado expontáneamente de las tierras vírgenes de América Latina, sino que germinaron y crecieron por la obra de España, de sus misioneros, de sus guerreros, de sus legisladores, de sus teólogos, de sus gobernantes, de sus hijos todos, que de una manera o de otra contribuyeron a esa cruzada maravillosa que fue la colonización de América, Fueron brazos de España los que levantaron, por vez primera, en el Nuevo Mundo la Cruz y la Hostia, "signos de redención y de progreso", como elocuentemente dice el Administrador Apostólico de Bogotá.
En su discurso, no deja de reconocer su Excelencia que fueron los valores espirituales, más que los valores materiales, los que realizaron esa que él llama "epopeya grandiosa" de la conquista y la colonización de nuestras tierras. La evangelización de América no fue tan sólo una obra religiosa, espiritual y mística; fue también una obra civilizadora, humana, constructiva, que, en menos de cuatro siglos dió vida a las veinte naciones de la América Latina. La Iglesia inspiró y ayudó, pero España promulgó esa legislación humanitaria, protectora de los derechos del indio. No podemos disociar, en esos siglos de oro, a España de la Iglesia.
     Era —así pensábamos nosotros— de estricta justicia, en esa apoteosis mundial, que pretendía ser el Congreso, rendir homenaje de gratitud a los artífices de esta comunidad de fe y de cultura cristiana, que constituyen las esencias de los países latinoamericanos. El subdesarrollo de nuestros pueblos, que tanto preocupa a los corifeos del "progresismo", está muy compensado con esa rica herencia, con ese patrimonio espiritual, que recibimos de España y del cual carecen hoy los pueblos desarrollados.
     Hay una frase de Mons. Duque, muy propia del actual "progresismo", que para mí ha sido siempre muy enigmática: "venimos estos días a celebrar la Eucaristía, que es Vínculo de Amor, a escrutar francamente, en diálogo fraterno, los Signos de los Tiempos...". Estamos ya empalagados de tanto "amor", de tanto "diálogo", de tanta "fraternidad", como hoy nos predica el "progresismo". Quisiéramos recordarles aquellas palabras del apóstol San Juan: "Hijitos míos, no amemos tanto con palabras, sino con obras, con verdad". Todavía no acabo de descifrar el sentido casi kabalístico de esa expresión, que no encuentro ni en la Sagrada Escritura, ni en la tradición secular de la Iglesia. Desde luego, me parece inaceptable poner en función de esos indefinidos "Signos de los Tiempos", la verdad revelada, la doctrina inmutable del Evangelio eterno o la moral católica. "Los cielos y la tierra pasarán, dijo Jesucristo, pero mis palabras no pasarán". Los "Signos de los Tiempos", es decir —a lo que yo entiendo— las modas, las costumbres, los regímenes, los criterios humanos, las cosas todas de los hombres pueden variar, pero no lo que Dios ha enseñado o nos ha mandado.
     Bien podían, pues, en un diálogo fraterno, estudiar los eclesiásticos en Bogotá y en Medellín las variadas, y variables circunstancias de América Latina, para buscar el camino de enderezar lo torcido, sanar lo enfermo, revivir el espíritu cristiano, que, por desgracia, tanto se ha perdido; pero, no podían, en cambio, según la interpretación personal de sus peculiares criterios, pretender acomodar la obra divina a las exigencias y caprichos de los hombres, según los "SIGNOS DE LOS TIEMPOS".
     La gentil diplomacia del Administrador Apostólico de Bogotá parece que se excedió en las alabanzas, que, al fin de su discurso, tributó al Cardenal Lercaro, el Legado a latere de Su Sant idad.
     Físicamente, desde luego, no parece que haya ninguna semejanza entre Su Eminencia, el antiguo Arzobispo de Bolonia, y el Papa Paulo VI. Ideológicamente puede ser que sí exista entre ambos alguna similitud; por lo menos, es indudable que Su Eminencia el Cardenal Lercaro cuenta ampliamente con el respaldo pontificio.

El esperado discurso de Su Eminencia Giacomo Lercaro.

     "Pueblo santo de la Iglesia de Dios, peregrino en Colombia, en la América Latina y en el mundo, la gracia de N.S. Jesucristo, la caridad de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros. Amén.
     "Al Excmo. Sr. Presidente de la República, mi respetuoso homenaje; a vosotros, queridos y venerables hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio, mi ósculo de paz; a todas las respetables autoridades, que desde este mismo instante de la apertura del Congreso me honran con su presencia, mi saludo deferente, en el nombre del único Señor Jesucristo, el solo nombre, en el cual puede esperarse la salvación y en el que nos hallamos aquí congregados; a vosotros todos, miembros del pueblo de Dios, que la gracia del bautismo ha hecho hermanos, por la regeneración; en la familia de Dios, borrando todas las diferencias de razas, de color, de condición social, mi augurio de prosperidad, de justicia, de paz, de verdad y de gracia; a los pobres y desafortunados, a los enfermos, a los ancianos, a los que sufren, a los niños, mi abrazo; el abrazo maternalmente solícito de la Iglesia, el abrazo de Cristo, hermano y Salvador nuestro.
     "Sin embargo, —y vosotros los sabéis bien— yo solo soy un invitado, que represento a aquél, que me ha enviado, el Vicario de Cristo, a cuya solicitud se halla confiada toda la grey del Señor. El está aquí presente, en este concierto universal, con su augusta palabra, que hemos escuchado con veneración y que traza una luminosa pauta a los trabajos y a las solemnes celebraciones de esta nuestra asamblea.
     "Pero, nuestro Papa, Paulo VI, estará personalmente entre nosotros, dentro de pocos días. Será el primer Sucesor de Pedro, que pose sus plantas en esta tierra latinoamericana, en esta nación, única en ostentar el nombre del Gran Genovés, que enclavó la Cruz de Cristo en el suelo de América.
     "Pero, Nos encontramos aquí —y con nosotros tendremos al Santo Padre— para celebrar la Eucaristía. Es Ella, en primer término, el memorial vivo y actual del Sacrificio Redentor, en el cual Cristo, Hijo de Dios, hecho nuestro hermano, se ofreció víctima a la justicia del Padre para cancelar nuestros innumerables pecados y reconciliarnos con Dios... "Nosotros todos, había escrito, siglos atrás, el profeta Isaías, andábamos errantes, como ovejas descarriadas, y Dios cargó sobre El nuestras culpas. Verdaderamente, El tomó sobre sí nuestras enfermedades y nuestros dolores. El castigo salvador pesó sobre El y en sus llagas hemos sido curados". (Is. 53, 4-5).
     "En la Misa, como en la Cruz, su Cuerpo es inmolado por nosotros; su Sangre es derramda para la remisión de los pecados de todos, y, como ratificación del nuevo y eterno pacto de reconciliación y de alianza entre Dios y los hombres.
     "Jesús es, sobre el altar de la Misa, según la palabra del Bautista, el verdadero "Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo". Así como en el Apocalipsis, el apóstol San Juan lo vio sobre el altar del cielo, muerto, pero erguido y victorioso; de suerte que El solo, el Cordero, puede romper los sellos del libro, en el que han sido escritos los destinos de los pueblos; así, sobre el altar, víctima inmolada a la Majestad de Dios, pero resucitado y vencedor de la muerte, para ser por nosotros fuente de vida, de misericordia y de paz. "Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de nosotros, danos la paz"...
     "Ten misericordia de nosotros, que, pecadores, padecemos la inquietud de estar alejados de Dios y angustiados nos percatamos, no obstante nuestro orgullo, de que 1as posibilidades a nuestro alcance, en vez de ayudarnos a construir en el mundo, una morada de proporciones humanas, nos sirven, a menudo, para excavar abismos y sembrar ruinas.
     "Mas, cuando Juan, el Bautista, anunció inminentemente la revelación del Cordero, que quita los pecados del mundo, para preparar inmediatamente los caminos del Señor, predicó la penitencia, dando testimonio de ella en su cuerpo extenuado por el ayuno, en su cabellera inculta, en su vestir rudo, exigió penitencia, aun con la amenaza: "el hacha está puesta a la raíz, del árbol... y en su mano tiene el tridente". Condenó a quien arrogantemente envanecidos, se decían justos, por ser miembro, del pueblo escogido y descendientes de la estirpe de Abraham; reclamó un estricto sentido de justicia a los publícanos, atraídos hacia la injusticia por el encanto del dinero; a los soldados del Imperio, fácilmente inclinados a los abusos del poder incontrastable, piden una clara conciencia del respeto a la libertad; exhortó a las muchedumbres inquietas, agolpadas las riberas del Jordán, a la generosa solidaridad con los necesitados: "El que tiene dos túnicas... de una al que no la tiene, y el que tiene alimento haga lo mismo" (Luc., 3, 10 ss.).
     "También al mundo cristiano de nuestro siglo; también a nosotros venidos a adorar el Cordero, que quita los pecados del mundo, se dirige esta invitación, con la que se indica el Evangelio. Esta invitación, yo, como un precursor del Vicario de Cristo en esta tierra de América, hago mía, al iniciarse este grandioso Congreso, el cual se enmarca en un contacto histórico, preñado de presentimientos, de promesas, de esperanzas y de temores Se nos demanda lo mismo que Juan Bautista demandaba, en el ansia de aquel momento de espectación, una "metanoya": "Haced penitencia, porque el Reino de Dios está cercano". (Mt. 3, 2).
     "Penitencia; "metanoya", una revisión de nuestra conciencia, de los rumbos de nuestra vida, de nuestros criterios, de nuestras actitudes espirituales individuales y de nuestros procederes sociales. Una revisión a la luz y frente a frente del Evangelio.
     "Porque el Evangelio es palabra de vida y de vida eterna; mejor dicho —cómo el apóstol San Pedro protestó a Jesús— la única palabra de vida eterna. (Joan. 6, 67); la palabra que permanece, aunque pasen el cielo y la tierra. (Mt. 24,35). La cual palabra todavía, por ser eterna, no cesa de iluminar y fecundar —pues es siempre actual— los momentos transeúntes del tiempo.

     "He aquí porque la Iglesia, depositaría e intérprete de la palabra de Cristo al ejercer su Magisterio, en el transcurso de los siglos, no cesa nunca de referir al Evangelio las situaciones históricas contingentes.
     "Todos y cada uno hemos de comparar con el Evangelio nuestras posiciones internas y nuestra vida; y cada cual, en lo que toca a a nuestras propias funciones, ha de confrontar con el Evangelio nuestras condiciones históricas, nuestras estructuras comunitarias y sociales.
     "Debemos confrontarlas con la profunda humildad del hombre, que conoce sus debilidades y la fuerza de la prenne tentación a sustraerse de las exigencias "del Reino de Dios y de su Justicia". (Mt. 6, 33), para abandonarse a sus propios egoísmos, individúales y colectivos; propensos también a legalizar y legitimar, con una apariencia de orden constituido, los más infames fenómenos de injusticia, de explotación y hasta de odio.
     "Compararnos hemos con el Evangelio de valor permanente y sobre todo cuando, como hoy, los "Signos de los Tiempos" revelan, no lejano, el despuntar de un mundo nuevo. Nadie, en efecto, puede no advertir que el progreso científico y técnico, con el uso de nuevos y potentes medios de comunicación, ha modificado enormemente las recíprocas relaciones entre los pueblos, haciendo, cada vez más posible y cercana, la unificación de la gran familia humana; pero, despertando, al mismo tiempo, por un misterioso contraste, cuya sola explicación es el peso del pecado, los más hondos y mortales egoísmos sociales, a tal punto que se aceptan desniveles pavorosos y amenazantes, divisiones y luchas sangrientas, hasta llegar a autorizar o imponer genocidios. Un momento, como el actual, que, en la oposición de los fenómenos, acusa los agudos dolores y las esperanzas risueñas de la gestación. (Cf. Joan. 16-21).
     "Así, pues, a nosotros, agrupados en torno al Cordero, que quita los pecados del mundo, se nos pide, como a las turbas pedía el Precursor, que sintamos profunda, imperiosa y viva la responsabilidad de pertenecer al pueblo de Dios, es decir, de ser la verdadera estirpe de Abraham; la responsabilidad del nombre cristiano, por el cual "nos llamamos y somos hijos de Dios" (Joan. 3,1), vinculados por un lazo de fraternidad, que afianza y sublima la unidad de la común naturaleza.
     "También se nos exige a nosotros, a nosotros especialmente, el máximo respeto de la justicia y de la libertad, en la convivencia con nuestros semejantes, en el trato ordinario, en el ejercicio de la profesión —como el Bautista la demandaba a los publicanos, encargados de recaudar los impuestos—; en las relaciones entre las diversas categorías, entre las distintas clases sociales, entre las gentes de diversas razas... —como el Precursor— pedía a los soldados del Imperio que no maltratasen a las poblaciones subyugadas.
     "Se nos reclama la justicia social para los bienes esenciales de la existencia: el pan, nuestro pan, el necesario y suficiente alimento del hombre, el vestido, el techo, que no sea madriguera; el trabajo digno del hombre, la seguridad para el mañana, el cuidado de la salud, el acceso a la cultura, la libertad, la participación en la vida de la comunidad...; que estos bienes sean distribuidos equitativamente. Que no suceda que uno posea dos túnicas y otro no tenga cómo cubrirse; que uno coma en la abundancia y otro padezca hambre; que uno goce ampliamente de los bienes de la naturaleza, del trabajo ajeno, de la cultura, y otro este completamente desposeído y colocado en situaciones que ofenden a la dignidad humana, envenenan la vida, cierran cualquier perspectiva y esperanza.
     "Sobrepasando el apremiante llamamiento de su Precursor, Jesús dirá después que es bienaventurado el que padece hambre y sed de justicia. (Mt. 5,6). No emplea el Salvador un lenguaje tan enfático; no habla de hambre y sed, cuando proclama las otras bienaventuranzas; mas lo hace al anunciar esta, que encuentra graves obstáculos en el egoísmo personal y colectivo.
     "Todos los que se precian del nombre de cristíanos, para no decir, cuantos son conscientes de la dignidad humana, han de esforzarse por cultivar esta hambre y sed de justicia, por implorarla de Dios con perseverante oración...; por sentirla, con vigilante conciencia, contra cualquier tentación de despreocuparse de las situaciones de los demás. De Caín es la pregunta insolente: "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?" Y "no obra la caridad de Dios, enseña el Apóstol San Juan, en el que, teniendo bienes de este mundo, y viendo a su hermano padecer necesidad, le cierra sus entrañas" (Joan. 3,17).
     "Sentir el hambre y sed de justicia, con clara conciencia, contra toda forma de exclusivismo de raza, de clase, de categoría, de grupo; contra toda sed de poder, contra toda aspiración de venganza o desquite.
     "Pero, sobre todo, quien tiene la responsabilidad de otros, debe anhelar interpretar el hambre y la sed de justicia, y tanto más cuanto mayor sea su responsabilidad.
     "Lo pienso temblando desde que soy obispo y lo recuerdo ahora a cuantos, en una u otra forma, están revestidos de autoridad. En primer lugar, a nosotros, a los que el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios, a fin de que, en nuestra predicación, nuestra enseñanza, nuestra palabra virilmente humilde, pero realmente franca y, más aún, en nuestra vida evangélica, seamos levadura fecunda, que fermente y madure, en las almas y en la conciencia de la comunidad, el ansia de la justicia, la rebelión interior contra cualquier tentación de egoísmo y de dominio. Que en ellos fermente y madure el germen divino de la caridad, sin la cual, muy difícilmente, se obtendrá la justicia; y, si se diere, sería inadecuada y casi inhumana, marcada de venganza y de odio y, por lo tanto, realmente injusta.
     "Con deferencia y caridad, mas con toda libertad apostólica, yo recuerdo a los que guían los destinos de la comunidad civil que, a luz del Evangelio, por la Iglesia siempre proclamado, pero más que nunca en esta aurora de una nueva historia, examinen las situaciones creadas a través de procesos separados; y, con ánimo inmune de toda injusticia o presión irracional, lleven al cumplimiento, en donde fuere necesario, con mano responsable, la renovación de las estructuras.
     "Las amenazas del Precursor a los dirigentes del pueblo de Dios, que se consideraban seguros por ser hijos de Abraham y custodios de la tradición: (Lc. 3,9). 'Mirad que el hacha está puesta a la raíz del árbol y el que ha de venir tiene el bieldo en su mano para separar el grano del tamo' resuenan, tal vez hoy más que en el pasado, comprensibles y actuales.
     "Al paso de una rápida sucesión de sacudidas sociales, de una difusión de movimientos de protesta, de un levantarse universal de las nuevas generaciones para restructurar el estado actual del mundo, una decisión veloz y casi fulgurante toma conciencia contra la injusticia y las desigualdades toleradas por siglos. Un común anhelo de libertad y de dignidad anuncia que la levadura del Reino ha penetrado, por vías misteriosas, a veces inimaginables, y está fermentando y madurando el mundo, a pesar de que exageraciones, descomposturas, imprudencias, instrumentalizaciones cambian, acá y allá, la auténtica fisonomía de este proceso.
     "Pero, sí; lo que se vislumbra es el semblante, aunque desfigurado, del Reino de Dios, esperado y profetizado por Isaías, que pone en boca del Mesías el siguiente programa:
     "El espíritu del Señor Jehová descansa sobre mí, pues Jehová me ha ungido y me ha enviado, para predicar la buena nueva a los pobres y sanar a los pobres de corazón quebrantado, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados". (Is. 61,1-2).
     Este programa Jesús lo hizo suyo en el discurso de Nazareth (Lc. 4,17ss) y en su respuesta a los mensajeros del Bautista. La buena nueva, anunciada a los pobres, es, afirma Cristo, la señal inconfundible de que el Reino de Dios se ha establecido. (Mt. 11,5).
     El Concilio Vaticano II primordialmente en la Constitución Gaudium et Spes— y las grandes encíclicas de los dos últimos Pontífices han referido el anuncio profético y evangélico a las situaciones existenciales.
     "El Cordero de Dios, digno de recibir el honor, la majestad, el reino, renovando sobre el altar, para nuestra salvación y redención la inmolación de la Cruz, afirma y exalta la caridad, que es la perfección de toda justicia, por ser la esencia de toda ley. (Mt: 22,40).
     "Pero, la inmolación de la Cruz recuerda también que Cristo ha venido no para ser servido, sino para servir, y servir hasta el extremo, hasta dar su propia vida; y dar la vida es el sello supremo de la caridad. (Joan. 15,13). Por eso Cristo atribuye al servicio la marca inequívoca del amor, con el cual El mismo nos ha amado y del cual nos ha dado un mandamiento. El mandamiento nuevo que caracteriza y distingue la Nueva Alianza; su mandamiento, cuya observancia manifiesta al mundo nuestra fidelidad al Evangelio. (Cf. Joan. 13,35; 15-12).
     "En la última noche de su vida mortal, en la intimidad del Cenáculo, al pié de la mesa sobre la cual la Eucaristía había sido celebrada, por vez primera, y dajada como memorial perpetuo hasta el día del gran retorno, el Señor, quitándose las vestiduras y ciñéndose una toalla, comenzó a lavar los pies de los discípulos. Era el servicio acostumbrado, que el esclavo prestaba al huésped de honor. "Vosotros —comentó Jesús a sus apóstoles asombrados— me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy. Mas, Yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como Yo he hecho. Amaos los unos a los otros, como yo os he amado". (Joan. 13,2).
     "Sirviéndonos los unos a los otros. Va primero a servir, para que podamos saber quién, en cierto modo, es Señor y Maestro. (Cf. Joan. 14,14). La autoridad es servicio, y el servicio es amor. Concreta demostración de amor, supone con ello la renuncia, el sacrificio, la Cruz, el altar. Pero los acepta y abraza, porque como la de Cristo, y por la de Cristo, también la Cruz del servicio es fecunda.
     "A este clima nos introduce y a él nos educa nuestra solemne celebración de la Eucaristía, clima eminentemente evangélico y, por lo mismo, tan profunda y positivamente humano.
     "Con este impulso de generosa apertura a las enseñanzas del Evangelio, con fe encendida, abrimos las solemnes celebraciones de las jornadas de esta semana, la cual ofrecerá a nuestras miradas y mas aun, a nuestros espíritus, el admirable sacramento de toda la lglesia, a través de la cual, Cristo, Salvador único, continúa su obra redentora.
     "Y 'como vertice de toda actividad de la Iglesia y fuente de toda su energía' (S.C. 10, Deh. 17), 'raíz y eje de la vida comunitaria' (P.O. 5, Deh. 1254), contemplaremos la Eucaristía, memorial perpetuo del amoroso Sacrificio de la Cruz, tesoro de la Iglesia, 'a la cual están estrechamente unidos y ordenados todos los sacramentos como todo el ministerio eclesiástico y la obra del apostotolado' (P.O. 5, Deh. 1253). 
     "El Espíritu Santo, que abrasó el Cenáculo con su fuego resplandeciente y fortificador, encienda también nuestra ciudad bendita, que exhibe hoy, en sus representantes autorizados y devotos, a la Iglesia de Dios. Llene los corazones de los fieles y encienda en ellos la llama de su amor; y la Madre siempre Virgen de nuestro Dios y Señor Jesucristo, cuya presencia y oración sostuvo a los apostóles en la espera de la efusión del Espíritu, sostenga con su intercesión y haga eficaces nuestro Congreso y nuestra plegaria.

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