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viernes, 31 de mayo de 2013

LA VIDA DEL HOMBRE. SU DEBER DE CONSERVARLA (2)

G) Operaciones mayores.
     En esta materia, los escritos de los moralistas antiguos reflejan el nivel científico de la Medicina de sus tiempos. Naturalmente, muchos entre ellos defienden la no obligación de someterse a estas operaciones mayores, ya sea por el grave peligro a que se exponen, o también a causa de las graves dudas acerca del resultado de las mismas. En aquellos tiempos no era posible predeterminar el estado patológico del enfermo antes de la operación, como puede hacerse hoy mediante los rayos X y los tests de laboratorio. No se sabía cómo contener eficazmente las hemorragias posibles durante las operaciones, ni se conocían las causas de las infecciones o el modo de controlarlas. No existían métodos para averiguar la capacidad de resistencia de un paciente ante una operación quirúrgica; no se había desarrollado la cirugía ni los productos de anestesia. En una palabra, cualquiera que fuera el estado del enfermo, era más peligroso exponerse a los daños de una operación que dejar a la enfermedad seguir su curso natural. No es, pues, de extrañar que la cirugía en las operaciones mayores fuese calificada como medio extraordinario y no obligatorio.
     Hoy las cosas han cambiado totalmente. En realidad, el criterio para determinar si una operación en concreto es de suyo una grave incomodidad o algo normal dentro de la gravedad ordinaria, es el riesgo que implica para el que se somete a ella. (Claro está que deben tenerse en cuenta esas otras consideraciones que hemos hecho acerca de la «esperanza de suceso», el «grado de confort en la supervivencia», etc.) Sobre el peligro a que de suyo exponen las operaciones, las estadísticas médicas hablan por sí mismas; así, por ejemplo, la apendicectomía y muchas otras operaciones denominadas mayores, se llevan a la práctica hoy con una seguridad casi absoluta de su buen resultado y con un porcentaje insignificante de insucesos. Por esta razón, personalmente considero estas operaciones mayores como medidas ordinarias en la conservación de la vida; se supone, naturalmente, que sean verificadas en hospitales en los que de ordinario el porcentaje de desgracias pueda ser pasado por alto.
     Si en tales operaciones no existiese fundada esperanza de resultado satisfactorio o implicasen un grave peligro de muerte, según las estadísticas, deben ser consideradas como medios extraordinarios. De este tipo son la mayor parte de las operaciones en el cerebro y en el corazón.
     Un joven médico ha propuesto actualmente este problema: su propio padre, avanzado ya en años, se había visto aquejado durante algunos meses por una circunstancia patológica grave en el corazón. Ultimamente fué hospitalizado con una enfermedad diagnosticada como carcinoma del colon. En el curso de esta hospitalización sufrió un accidente cerebral que le dejó parcialmente paralizado. Al mismo tiempo, sus ríñones habían cesado completamente en su función, desarrollándose un envenamiento por uremia. El hospital en que se hallaba, era uno de los mejores centros médicos de la nación. A pesar de este cuadro desalentador, el joven médico se planteó el problema siguiente: ¿Debe la familia—atendiendo a las leyes de la moralidad—trasladar el enfermo a otro gran centro de la misma ciudad, donde con resultado satisfactorio se ha llevado a cabo la colocación de un riñón artificial?
     Es cosa sabida que las operaciones quirúrgicas de gran técnica implican un conjunto de factores tales como grandes gastos, cirujanos de pericia no común, que habitan quizá en ciudades distantes, graves peligros por parte de la operación, falta de seguridad en el resultado, y, a veces, también, el quedar más o menos imposibilitado el enfermo, que ha salido menos mal de la operación. Evidentemente, en estos casos tales operaciones deben ser consideradas como medidas extraordinarias y no obligatorias moralmente.


H) Amputaciones.
     Moralistas clásicos consideran las amputaciones mayores (de piernas o brazos) como extraordinarias, a causa del intenso dolor de la operación o también por la grave incomodidad física y psicológica que supone el vivir con un cuerpo mutilado.
     La ciencia médica moderna elimina la primera dificultad con los analgésicos. En cuanto a la segunda, la gravedad del defecto físico, los progresos de la Medicina han solucionado en gran parte el problema con el uso de miembros artificiales. A menudo es difícil darse cuenta de si una persona posee miembros artificiales.
     Por lo que toca al complejo de inferioridad en su aspecto psicológico, no hay que olvidar que el uso de miembros artificiales ha llegado a ser bastante común en la sociedad. Las personas mutiladas no son ya algo extraño a la sociedad, ni inspiran esa especie de lástima deprimente que cansaban en tiempos antiguos. Felizmente, ya no es corriente contemplar mutilados cojeando durante toda su vida, sirviéndose de unas muletas y con los miembros amputados a la vista de los demás. En su mayor parte, los mutilados que reciben un miembro artificial son entrenados en su uso, y los que son capaces de una actitud psicológica correcta dentro de su desgracia, viven sin grandes preocupaciones y hasta con un cierto bienestar.
     Tratándose de medios extraordinarios, excepción hecha de los dos casos citados al principio de este capítulo, no hay obligación alguna de ponerlos en práctica. Sin embargo, vamos a analizar el caso siguiente: un joven soldado, por lo demás completamente sano, recibe una herida en una pierna que hace necesaria la amputación para salvar la vida. Además de la salud y de la juventud, tiene dinero, educación y la oportunidad de un futuro que le sonríe en la vida. Desde el punto de vista de la ciencia médica, no hay dificultad alguna en proporcionarle un pierna artificial; posee también la capacidad física e intelectual para adquirir con facilidad el uso del miembro artificial. Yo no creo que le fuese licito a este joven renunciar a la amputación y dejarse morir. Por estas razones, me parece evidente que, dado el progreso de la Medicina, la amputación puede ser considerada como un medio ordinario y obligatorio. Esto en el supuesto de que no existan complicaciones adicionales, y dicha amputación sea necesaria para la conservación de la vida. Si existen complicaciones adicionales como factores agravantes, fácilmente estos medios resultan extraordinarios y no obligatorios. Una enfermedad en los huesos puede hacer imposible el uso del miembro artificial; la edad avanzada u otras circunstancias quizá dificulten en extremo el uso conveniente de tales miembros artificiales. En estas circunstancias o en otras parecidas no se ve la obligación moral de someterse a la amputación de un miembro importante (brazo o pierna) del cuerpo.


I) Esperanza fundada de suceso.
     Al principio de este capítulo, los medios de conservar la vida han sido clasificados como ordinarios si incluyen una «esperanza fundada de beneficiar al enfermo». Es decir, sería ridículo clasificar un medio como ordinario y, por consiguiente, obligatorio, solamente porque es capaz de hacer sobrevivir a la persona. Este modo estrecho de pensar no estaría de acuerdo con el sentido común ni con los principios morales.
     Tradicionalmente han enseñado los teólogos que nadie está obligado a usar medios inútiles para cumplir los preceptos afirmativos (Nemo ad inutile tenetur). Ya hemos dicho antes que sus afirmaciones en concreto, sobre lo ordinario o extraordinario de ciertos tratamientos, no pueden ser tenidos en cuenta a causa de los deficientes conocimientos y progresos de la ciencia en aquellos tiempos. Así, por ejemplo, algunos afirman que las operaciones mayores no son obligatorias, porque son peligrosas o de resultado incierto.
     Pero el principio fundamental de que nadie está obligado a lo inútil es tan válido ahora como entonces, y nosotros no dudamos en afirmar que una operación o tratamiento son «inútiles» si no llevan consigo una esperanza fundada de beneficiar al paciente, y, como fué explicado en la sección anterior, si ese beneficio que ha de recibir el paciente no ha de durar un tiempo conveniente. No dándose estas condiciones, no se puede hablar de una «esperanza fundada de suceso», y, por tanto, el medio resulta extraordinario.


J) Conveniente prolongación del tiempo de vida.
     Es evidente que la medida de la obligación que tiene un enfermo de someterse a un procedimiento quirúrgico, está, en parte, muy determinada por el tiempo de vida que tal procedimiento le promete. Tratándose de años, la operación podría ser considerada como ordinaria; no así si sólo es cuestión de pocas semanas. En este último caso ha de considerarse como extraordinaria, a no ser que una circunstancia externa, como sería la necesidad de tiempo para prepararse para la muerte, la convirtiese en obligatoria.
     Bien podemos considerar un principio de Teología moral el siguiente: «el deber de conservar la vida propia no incluye el deber de usar medios, que prolonguen la vida durante un espacio de tiempo tan breve, que apenas sea digno de tenerse en cuenta" (parum pro nihilo reputatur)
     Bastante hemos hablado sobre este punto en la sección acerca dr la alimentación intravenosa.
     Por todas estas razones, reputamos extraordinarios los medios artificiales conducentes a sustentar una vida, por otra parte, sin esperanzas e incurable. Si el enfermo desea su uso atendiendo a sus con veniencias o a una cierta prolongación de su vida, se debe acceder a esos deseos. En todo caso, no se sea demasiado fácil para diagnosticar como sin esperanzas e incurable al enfermo que presente apariencias de serlo.
     Una recomendación final a los médicos: El doctor no urja de ordinario o recomiende medios extraordinarios cuando un juicio razonable y científico afirme que tales medios, aunque de resultados favorables, no han de contribuir a prolongar la vida, sino durante un breve periodo de tiempo; exceptúase el caso del que no está preparado espiritualmente para morir. Tampoco se debe urgir a la familia el recurso a esas medidas extraordinarias para salvar la vida de las personas queridas cuando solamente existe una posibilidad aparente o superficial de que el recurso a las mismas ha de ser favorable, y el coste correspondiente ha de significar un grave desequilibrio económico para la misma familia.
     En esta materia no debemos perder de vista el hecho de que la vida es el don más apreciado; casi todos los enfermos están profundamente convencidos de que han de recuperar la salud. Cicerón llegó a decir que «ninguno es tan viejo que no crea en la posibilidad de vivir un año más todavía». Personalmente he podido observar lo difícil que es el convencerse de que no se ha de recobrar la salud aun tratándose de crisis extremas. A veces, a pesar de un juicio seguro del médico, los ojos de más de un enfermo brillan con esperanza y creen a las palabras tranquilizadoras de amigos y familiares. En estas terribles circunstancias, el enfermo y su familia se agarrarian a un clavo ardiendo si de él dependiera la salvación de la vida. Seria muy inconveniente que el médico mantuviee en pies sus esperanzas y agravase la situación mental y financiera recomendando medios extraordinarios, que gozasen de una probabilidad muy escasa de proporcionar algún beneficio al enfermo.


K) El grado de bienestar en la supervivencia.
     De acuerdo con el buen sentido, hay una razón suficiente para recurrir a medidas extraordinarias, cuando existe una esperanza fundada de buen suceso y de proporcionado bienestar para el futuro. Lo contrario sería si el enfermo, aun saliendo bien de un tratamiento de ese género, se viese sujeto a un estado de grave dolencia permanente (dolencias físicas, grave incapacitación, perturbaciones mentales), debidas posiblemente a las mutilaciones necesarias en el procedimiento quirúrgico.
    Nótese, sin embargo, que a veces es muy difícil prever el grado de dolencia o de incapacitación que se ha de seguir de un procedimiento quirúrgico, y mucho más difícil predeterminar la reación psicológica del paciente al encontrarse con un cuerpo mutilado. Muchos pacientes quedan sorprendidos ante la postura por ellos mismos tomada frente a los problemas creados por la cirugía.
     En un gran porcentaje de casos es fácil también prever con claridad las dificultades verdaderamente graves y permanentes que acompañarán lo que suele llamarse un «suceso» en cirugía. Si se da esta previsión, estaríamos de nuevo ante un caso extraordinario no obligatorio, ya que, según la definición, no existe una esperanza fundada de un beneficio para el paciente sin un excesivo dolor u otra grave inconveniencia, lo que no se verifica en los casos mencionados.
     En los casos en que se trata de previsión de un futuro no favorable, la decisión corresponde naturalmente al paciente mismo, y si éste fuera un niño, a aquellos que son responsables de su salud. En algunas circunstancias, un enfermo puede darse perfecta cuenta de los escasos resultados de un procedimiento quirúrgico y, sin embargo, querer someterse a él. Los motivos de esta decisión podrán ser temporales o espirituales, pero, en cualquier caso, el derecho de inclinarse por una u otra parte es suyo y no huy por qué impedírselo. Naturalmente, el paciente, al tomar la decisión, debe tener en cuenta lo que esa decisión puede significar para los demás. Sería improcedente y egoísta un modo de proceder que echase sobre los demás cargas permanentes físicas y económicas, cuando aquellos que han de sufrirlas quizá ni deseen ni puedan soportarlas.


L) Pudor excesivo.
     Algunos teólogos de otros tiempos consideran que la repugnancia de una mujer a ser tratada por un médico, podría constituir una grave incomodidad, que moralmente la desligaría de la obligación de someterse a un determinado procedimiento.
     Personalmente me es poco simpático este modo de pensar de esas mujeres. Es natural que debemos tener siempre en cuenta los aspectos subjetivos de la moralidad. Y no debemos forzar a una mujer a obrar en contra de su conciencia cierta, aunque sea errónea. Bien pudiera suceder que, actuando de esta manera, la obligásemos a convertir en pecado formal lo que de otra manera hubiera sido solamente material. No obstante esto, el moralista debe preocuparse, con la debida prudencia, de conformar con la ley natural la conciencia extraviada de esa persona. Siendo esto posible, no cabe duda que su actitud debe ser mirada como efecto de una educación deficiente, que ha creado un falso concepto del pudor. Sería necesario entonces que los responsables de la dirección moral de esas personas trabajasen por hacerles comprender lo equivocado de su modo de pensar.


M) Dolor intenso.
     El dolor agudo y desesperante en una operación fué considerado por los antiguos moralistas como una grave incomodidad. Evidentemente, hablaban en tiempos en que no se conocía la anestesia, siendo las operaciones mayores algo que había de infundir verdadero espanto. Hoy no existe el problema, aparte de que otros calmantes hacen posible que el período después de la operación sea de un relativo confort. Así, pues, objetivamente hablando, no parece que el miedo al dolor pueda justificar moralmente la omisión de una operación necesaria.

N) Distancia de los centros de asistencia médica.
     Consultando a los moralistas de hace varios siglos, hay que distinguir bien entre los principios cuya validez y obligatoriedad de ordinario no se discute, y los ejemplos con que pretendieron ilustrar dichos principios. Esto es lo que puede fácilmente caer en olvido. Santo Tomás, en el siglo XIII, presenta principios magistrales que confirma a veces o aplica a los fenómenos naturales, interpretados según los conocimientos científicos de aquel tiempo. Los progresos de la ciencia en los tiempos de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton hicieron caer en el ridículo algunos de los ejemplos de Santo Tomás. Y de ahí la injusticia de juzgar equivocados los principios porque las aplicaciones no fueron acertadas.
     Algo semejante sucede hoy cuando queremos buscar la solución de los problemas morales en los escritos de los autores clásicos. En muchas obras leemos el principio de que el hombre no está obligado a adoptar medios extraordinarios para conservar la salud. A continuación lo ilutrarán diciendo que un medio extraordinario sería viajar a gran distancia para encontrar un médico competente o un clima saludable. Evidentemente, el moralista de hace más o menos un siglo está pencando en un hombre enfermo, liando sus bártulos en un asno y haciendo frente, quizá durante un par de meses, al tiempo, a los lugares inhóspitos, a los bandidos, a los feroces animales y, en último término, con la perspectiva acaso de no volver a ver a la familia. Hoy, en la mayoría de los casos, no existen estas dificultades. Claro está que no tratamos aquí de viajes que hubiera que hacer al polo o a la jungla amazónica. Se trata de vijes a ciudades civilizadas, donde existen especialistas famosos o lo suficientemente hábiles y con clinicas acondicionadas. Ni tampoco se trata de viajes intercontinentales, ya que la mayor parte de las ciudades de cada continente se hallan provistas de especialistas que se han doctorado en las mejores clínicas del mundo. Tratándose de operaciones, bien puede decirse que toda operación que no pueda llevarse a cabo en dichas grandes ciudades, de suyo, seguramente debe mirarse como una medida extraordinaria (independientemente del viaje requerido para ella). En otras palabras, no concibo la falta de medios ordinarios para salvar la vida en la mayor parte de las grandes ciudades del mundo. Tocante al viaje, tratándose, por ejemplo, de una persona residente en Nueva York, que tiene que desplazarse una, dos o tres mil millas para ir al Colorado o a Arizona a causa del clima, o también, si es el caso de un campesino que deba ir a Los Angeles, Chicago, Filadelfia, Boston, Nueva York, para un diagnóstico o tratamiento médico, no creo que tal distancia, independientemente de otras consideraciones, implique una incomodidad grave.
     Es natural que otros factores, aparte de la distancia, impliquen una grave incomodidad. Los gastos del viaje pueden superar las posibilidades económicas; quizá no sea posible mantenerse en un clima determinado por falta de trabajo, de capacidad para ciertos trabajos, etc.
     Nótese también que nos referimos a casos en los que un juicio de un médico prudente considera el clima o la asistencia médica en un lugar distante, capaces de resolver el problema de la salud del enfermo. No aludimos a los otros casos en los que, contra el parecer del doctor que ha designado una enfermedad como incurable, el enfermo o sus familiares se empeñan en ir a clínicas distantes, solamente porque son famosas, en busca de lo humanamente imposible.
     Podemos ilustrar nuestro caso con el ejemplo siguiente: un hombre percibe unos 10.000 dólares anuales en una firma de Nueva York. Según el parecer de un médico experto, este hombre necesita una residencia permanente en algún otro lugar como Colorado, Arizona o La Florida. La firma en la que él trabaja tiene representación en alguna de esas ciudades y está conforme con que sea transferido a la ciudad recomendada por el médico, quizá con una pequeña disminución de salario. A menos que circunstancias ajenas creen graves dificultades, creo sea un deber moral del enfermo trasladarse a la ciudad en la que el doctor prudente piensa que ha de resolverse el problema de su salud.
     Por el contrario, si se trata de una persona residente en Nueva York, físicamente imposibilitada (un mutilado, por ejemplo), de una ordinaria High School de educación, que va pasando gracias a la ayuda de su familia y de los buenos amigos, su traslado a una ciudad distante, donde tuviese que permanecer alejado de tales personas y faltándole toda esa ayuda por ellos suministrada, indudablemente constituiría una incomodidad grave y no existiría la obligación de intentarlo. Este ejemplo indica cómo otros factores, distintos de la distancia que ha de recorrerse, pueden entremezclarse y alterar la solución del problema. En casos como éstos hay que reconocer que los lugares propicios para la salud están casi completamente privados de industria; el empleo es escaso; el número de convalecientes y de personas que desean siquiera un empleo temporal y con salarios más bajos de lo normal, excede con mucho los empleos disponibles. Consecuencia de este estado de cosas es que un mutilado como el que hemos presentado no puedo esperar mantenerse convenientemente en tales lugares.


O) Gastos excesivos.
     Es, por desgracia, un hecho el que la hospitalización, especialmente en los Estados Unidos, importa una buena cantidad de dinero. Las personas que han tenido que ver con una hospitalización durante algunas dias, saben muy bien que dos mil dolares no son suficientes para cubrir los gastos de médicos, cónsul tas, cirujanos, rayos X y tests de laboratorio, alguna que otra operación, enfermeras privadas, cámaras de oxígeno y antibióticos.
     En estos casos, fríamente considerados, es evidente que la asistencia médica requerida, si se lleva a la práctica, terminaría arruinando a toda una familia. Indudablemente constituye una grave pérdida la desaparición de los ahorros familiares, y posiblemente de la misma propiedad de la casa, si se tiene que llegar a la hipoteca.
     Claro está que el caso presentado aquí es uno en concreto: el alcance de la obligación de una persona en la búsqueda de asistencia médica es juzgada a la luz de las circunstancias económicas de esa vida en particular. Por consiguiente, en teoria, si los gastos requeridos por la asistencia médica causan un grave perjuicio a una determinada familia, no creo sea obligatorio a uno de sus miembros someterse a dicho tratamiento.
     En la práctica somos reacios a admitir que en nuestra nación, una persona no pueda asegurarse los medios ordinarios de conservar la vida solamente a causa de la cuestión económica. Estamos orgullosos de nuestros seguros de hospitalización, de la ayuda de las agencias públicas y privadas de sanidad.
     Y, sin embargo, aunque hemos hecho un retrato exacto de nuestra sociedad, se sabe muy bien que a veces es muy difícil que la gente pobre se asegure el tratamiento que requieren sus enfermedades. No faltan dilaciones en la asistencia, investigaciones sobre su pobreza, que impiden el remedio adecuado, tratamientos hechos por médicos jóvenes y sin experiencia y numerosos otros contratiempos que a veces constituyen la suerte de las personas necesitadas. Y mientras muchos doctores y hospitales prestarían sin dificultad servicios gratuitos aislados, la cosa cambia cuando se trata de una prestación gratuita de hospitalización a largo plazo o de todo un curso de tratamiento.


El deber del médico
     Cuando un médico toma a su cargo la asistencia de un enfermo, está moralmente obligado a prestarle todos los medios razonablemente requeridos por el paciente para conservar su salud. Como queda dicho, el enfermo está obligado a utilizar los medios ordinarios, pero también tiene estricto derecho a aprovecharse de los extraordinarios si se determina por ellos. En consecuencia, también a la prestación de estos medios extraordinarios está obligado el médico si no implican una petición irracional.
     En algunos casos, la petición del paciente puede no ser atendible. Si, por ejemplo, se refiere a medidas extraordinarias sobre cuya naturaleza, coste, probabilidad de suceso o consecuencias, se ha formado un concepto erróneo. Quizá a causa de su estado físico, circunstancia emocional, inconsciencia o educación, sea imposible hacerle comprender la inconveniencia de sus requerimientos. En tales circunstancias, el médico no está obligado a otra cosa que a prestar aquella asistencia que el enfermo desearía si estuviese completamente en sus cabales, teniendo la información debida acerca de sus exigencias. (Esto no otra cosa que una de las aplicaciones del principio del acto voluntario interpretativo, v. cap. 2).
     Además, y por encima de los deberes que incumben al médico por razón del contrato con el paciente, hay otros que le atañen como miembro de una profesión desinteresadamente dedicada al bien común de la humanidad. Los ideales de su profesión son de un orden muy noble y elevado. Deber es del médico vivir en conformidad con tales ideales aun cuando le exijan más de lo que de suyo entraría en las obligaciónes de contrato con el enfermo.
     Nos parece muy acertada la síntesis que transcribimos a continuación acerca de las obligaciones del médico:
   1) No es contrario al bien común reconocer a un enfermo como incurable y cesar en la aplicación de un tratamiento. Pero lo seria el no esforzarse por buscar un remedio para la enfermedad en sí misma.
   2) El médico debe ensayar todos los remedios probables a su disposición mientras exista, al menos, una esperanza, aunque ligera, de sanar al enfermo o de impedir el progreso de la enfermedad. Esto exige el bien común y a ello debe someterse el doctor mientras el enfermo no se oponga. El enfermo está en su pleno derecho de rehusar el medio que fuere extraordinario.
   3) Cuando un médico y su consulta declaran una enfermedad incurable, la decisión relativa a un tratamiento ulterior ha de hacerse expresa o implícitamente en función de los intereses o deseos del enfermo. Dicho tratamiento incluye el uso de todos los medios naturales para conservar la vida (alimento, bebida, etc.), la asistencia de una enfermera, medidas apropiadas para aliviar física o mentalmente al enfermo y la oportunidad para prepararse para la muerte. Puesto que la norma profesional de los médicos de conciencia varía en lo relativo al uso de ulteriores medios, tales como ayudas artificiales para la vida, el doctor es libre en conciencia para usar los que crea convenientes en cada caso. Generalmente hablando, podría decirse que no existe obligación moral de usarlos, a no ser que ofrezcan alguna esperanza o proporcionen algún beneficio al paciente sin desproporcionada inconveniencia para otras personas, si no existen circunstancias especiales o si la no aplicación de tales medios puede redundar en desprestigio de la profesión» (Fr. Gerald Kelly, S. J., Theological Studies, dec., 1951, pp. 555-556).


Charles Mc Fadden (Agustino)
ETICA Y MEDICINA 

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