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jueves, 6 de junio de 2013

La madrecita.

     Tiene el Evangelio dos páginas en pleno contraste.
     En la primera de ellas, Herodes, rey usurpador, tiembla ante el temor de ver disputado su trono, y vuelca su crueldad sobre los niños indefensos, ordenando su matanza.
     En la otra, la figura delicada y sublime de Jesús aparece abrazada a un niño.
     Fué en Cafarnaun, en casa de un buen amigo adonde el Maestro acababa de llegar. Los niños, atraídos por su dulzura y acostumbrados a sus caricias, se le acercan, le rodean, buscan sus atenciones.
     Jesús aprovecha, según su costumbre, esta circunstancia para aleccionar a sus discípulos; toma a uno de los niños, lo sienta cabe Sí, lo abraza, y, mostrándolo a los suyos, les invita a imitar su inocencia y a empequeñecerse por la humildad hasta hacerse tan chiquitos como aquel pequeñuelo. Para finalizar su lección, les dice:
     «Quien recibiere a un niño como éste en mi nombre, a Mí me recibe»
     ¿A cuál de estos dos personajes imitas tú?
     En la vida hay momentos en que te sientes Herodes, y serías capaz de ordenar o, por lo menos, aplaudir una matanza de niños.
     — ¡Qué traviesos son! Si no dejan nada en paz. Todo lo cogen, lo revuelven, lo enredan, lo rompen... Con ellos no se puede tener orden, ni limpieza, ni tranquilidad. Todo se vuelve ruidos, estrépitos, carreras, chillidos, portazos... Las sillas les sirven para hacer trenes; las escobas, de caballo; las mesas, de tribunas; las camas, de ring de combate: los ovillos, de bombas de mano; los abrigos, de capotes de torear...
     Parece que tienen dentro a todos los demonios. Lo que no se les ocurre a ellos no se le ocurre a nadie.
     Todavía las niñas... Pero también las niñas tienen lo suyo. El otro día me encontré a mi hermanita Tere cociendo en una lata de conservas, llena de agua, que hacía de marmita, el «huevo» de zurcir medias de la tía. Y vo me había vuelto loca buscándolo. ¡Como para matarla!
     No te sientas Herodes; tú también fuiste niña e hiciste travesuras; tus padres, con paciencia, te fueron educando.
     He aquí lo que tienes que hacer ahora con tus hermanitos: tener paciencia, mucha paciencia, y ayudar a tus padres a educarlos.
     Las travesuras de los niños no son de suyo pecado; pueden llegar a serlo, y es lo que debe evitarse mediante la educación. Su naturaleza, en plena carrera de desarrollo, cargada de vitalidad, les empuja a una movilidad constante, y, en algunos momentos, vertiginosa; su falta de experiencia, más aún, su falta de reflexión y la cortedad de su vista intelectual, todavía bastante nublada por el sueño en que han llegado a la vida, no les permite darse cuenta de las consecuencias que sus acciones pueden acarrear. Ven el presente; el futuro no les preocupa, o lo sueñan a su gusto.
     La alegría es resultado natural de su inocencia, de la ausencia de preocupaciones y de esa misma miopía intelectual.
     Todos estos factores combinados originan eso que nosotros llamamos travesuras, y que a ti, con frecuencia, te desespera.
     ¿Son malos los niños traviesos? No; por regla general, los traviesos, si se les educa bien, dan un resultado estupendo.
     Hace falta eso: educarlos bien. Es una misión sagrada y trascendental que gravita sobre tus padres y en la cual tú debes ayudarles. Es realizar las enseñanzas de Jesús: «El que recibiere a un niño como éste, en mi nombre, a Mí me recibe.»
     Ya lo sabes: cuando te dedicas a tus hermanitos y les atiendes, cuando haces para con ellos de madrecita, es como si se lo hicieses a Jesús.
     —Padre: ustedes todo lo arreglan poetizándolo Ya les quisiera ver luchando con estos trastos que me ha dado Dios por hermanos. Ya veríamos qué es lo que decían.
     Diríamos, sencillamente, que son muy traviesos; que hay momentos desagradables en que se muestran insoportables; pero que, aun así y todo, hay que tener paciencia, sacrificarse y atenderles con cariño, porque Jesús ha dispuesto que lo que hagamos por ellos se considere como hecho a El.
     ¿No dices que amas a Jesús y deseas servirle? Pues sirve a tus niños. Así lo ha dispuesto El, y a nosotros no nos queda otro camino que hacer lo que El quiere.
     Poesía, no, realidad. Es realidad que tus hermanitos son unos trastos; pero es también realidad que cada vez que les lavas o peinas, les sirves el desayuno o les arreglas para ir al colegio, les llevas de paseo o les enseñas a rezar, juegas con ellos o les reprendes una falta, prestas un servicio a Jesús; das un paso hacia el reino de los cielos.
     ¿Te puedes sentir ahora Herodes? ¿Discurres aún como aquellos discípulos incomprensibles, a quienes molestaban los niños y Jesús hubo de amonestar: «Dejad a los niños que vengan a Mí. No se lo estorbéis, porque de ellos es el reino de los cielos»?
     Si Jesús tuviese contigo la intransigencia que tú tienes con tus hermanos, ¿qué sucedería?
     ¿Eres perfecta, sin defecto alguno? Por desgracia, no; tienes muchos defectos, de los cuales quieres y debes enmendarte. Pues ese es el problema a resolver con tus hermanitos. Hay que corregirles sus defectos, pero no rechazarlos y tratarlos con desdén o intolerancia.
     No te revuelvas furiosa contra sus trastadas, mientras tu conciencia, al examinarla, te arguya a ti de no pocas travesuras para con Dios.
     ¿Has oído hablar de Mari-Luz Camacho? Tenía veintisiete años, cuando hace muy pocos, en la puerta de una iglesia de Méjico, cayó atravesada por las balas de los enemigos de Jesús con el grito de ¡Viva Cristo Rey! en los labios.
     Era una chica moderna, atractiva, inteligente, y, sobre todo, muy piadosa, muy enamorada de Jesús. En diversas ocasiones, durante la persecución mejicana, había dado pruebas de valor y de estar dispuesta a todo por Cristo.
     Aquella mañana de domingo, cuando en una de las iglesias de la capital mejicana oían la santa misa los niños de la catequesis, un grupo de sicarios intentó asaltarla para prenderla fuego.
     Mari-Luz se dió cuenta de ello y quiso evitar la profanación del templo y el atropello de los niños.
     No había nadie para impedirlo, y ella, ¿qué podría hacer? No dudó un momento; se lanzó a la puerta; se enfrentó con la chusma y la contuvo. El valor de aquella muchacha sorprendió a los forajidos; algunos se retiraron; otros se le acercaron. A una blasfemia respondió con un «¡Viva Cristo Rey!»
     Una descarga cerrada subrayó su último «Viva».
     Su cadáver quedó tendido en la puerta del templo; pero los niños se salvaron por ella (J. Husselein S.J. Heroínas de Cristo. Luz entre tinieblas).     A ti no se te pide tanto como a Mari-Luz Camacho; no se te pide el sacrificio de tu vida; pero sí el sacrificio de ciertos gustos, caprichos y comodidades para tolerarlos y educarlos.
     Tolerarlos no quiere decir que condesciendas con lo que esté mal, no, sino que no rabies y no te desesperes; antes, por el contrario, con el mayor cariño posible les reprendas, corrijas, castigues, orientes, aconsejes y alecciones; en una palabra: eduques.
     En tu caso, como en el de la muchacha mejicana, el interés de los niños está unido con la gloria de Jesús. Ya sabes que El ha dicho que cuanto hagas a un niño se lo haces a El.
     Y ¡cuántas chicas saben realizar este ideal sublime!
     En la sociedad actual, a pesar de sus lacras, se encuentran muchas madrecitas. Su figura grácil aparece nimbada con una aureola maternal. ¡Cómo se agigantan y agrandan cuando sustituyen a la madre que la muerte les arrebató o al lado de ella son como una prolongación suya!
     Parece que la madre se ha duplicado, pero con una ventaja: que en su doble se ha acercado más a los hijos y ha acortado la distancia que imponen los años.
     Y los niños sienten más calor y más dulzura, porque son dos los rostros sonrientes que se inclinan sobre sus cunas, dobles las rodillas sobre las que se les sienta para aleccionarles en la vida, doble el pecho donde refugian su cabecita en las primeras crisis de su existencia, dobles los labios que les besan y les dicen cosas bellas, dobles los ojos que irradian luz sobre los suyos, dobles las manos que les sostienen para que no caigan, y si caen, les levantan; doble el corazón que les ama, y doble el ángel visible de la guarda que les lleva hacia el cielo.
     ¡Con qué agradecimiento llama Santa Teresita del Niño Jesús madrecita a su hermana Paulina!
     Con no menor me decía un muchachote fornido, señalando a su hermana, algo mayor que él:
     —Para mí, ésta ha sido una verdadera madre. Si no es por ella, yo hubiese sido un desgraciado.
     No todo es trabajo, vencimiento y sacrificio en este oficio de madrecita; Dios ha puesto en él muchas compensaciones.
     La primera ventaja que de él se sigue es un entrenamiento estupendo para el día de mañana.
     Las muchachas de hoy seréis las madres de mañana. Necesitáis prepararos, y el cuidado y educación de vuestros hermanos os entrena y capacita para tan difícil y sagrada misión.
     Los sacrificios de ahora son un ahorro para después, cuando se coseche el fruto de lo que en la actualidad se siembra. La que en la juventud se ha habituado a vencerse para atender a los pequeños, luego lo hará con la mayor naturalidad, sin que aquellos sacrificios le resulten penosos.
     Hay más: los niños son unos trastos, pero son unos ángeles. Tienen momentos de horror; pero también momentos deliciosos.
     ¿No es verdad que has disfrutado ratos muy agradables teniendo en tus brazos a ese muñequito bonito, de tez de raso, ojitos de cielo, boquita de capullo y manecitas inquietas, que es tu hermanito más pequeño? Sus juegos, sus sonrisas, sus balbuceos ininteligibles te han entusiasmado. Entonces sí te sentías verdadera madrecita.
     ¡Si te atreviste a disputar a vuestra misma madre las preferencias infantiles!
     —Me hace más caso a mí que a ti. Prefiere más estar conmigo que contigo.
     Y el pequeño egoísta, con ganas de broma y jaleo, parece que, efectivamente, te sonríe con más fruición a ti, compensándote de las incomodidades que te ha proporcionado.
     Ha crecido tu hermanita; es un angelito gracioso, escapado de un cuadro de Murillo, con su media lengua que no acaba de soltarse y sus constantes sorpresas ante nuevos descubrimientos. Se acuesta en tu mismo cuarto, en una camita colocada junto a la tuya. La han confiado a tus cuidados; tú recibes sus infantiles confidencias de aspecto simplista y de ingenuidad encantadora. Vas observando su despertar a la vida; los sentimientos se desperezan, las pasiones en embrión comienzan a agitarse, se revelan las inclinaciones, aparece el temperamento, su corazoncito desata sus afectos, muy pegadito al tuyo, todo ello envuelto en tu solicitud, más que fraternal, maternal.
     Y va creciendo; te acosa a preguntas, acuciada por una curiosidad innata; de tus labios brota luz para su entendimiento... Le acompañas al colegio...; le ayudas a soñar con la primera comunión; va contigo a la iglesia, y juntas os preparáis para recibir a Jesús...
     Eres una madrecita cuando la besas y cuando la reprendes... cuando enjugas sus lágrimas y cuando con el castigo le haces llorar; cuando juntas jugáis, juntas reís, juntas soñáis y juntas rezáis...
     No me extraña que Isabel Leseur, al regresar de un veraneo con sus hermanos y sobrinos, escribiese en su diario: «Tener los niños cerca de mí, ocuparme de ellos, procurar educarlos en el gran sentido de esta palabra, y grabar en esas almas cosas que no se borran jamás; ocuparme un poco de todos, esforzándome en convertir nuestro hogar en un centro viviente, dándole un alma; todo esto ha llenado mis días en esta última temporada y su precioso recuerdo no se me olvidará» (
Elisabet Lessur: Diario y pensamiento de cada Dia).     Tampoco a ti se te olvidará; porque, no lo dudo, tú también sabes ser una madrecita.

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