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jueves, 29 de agosto de 2013

VERACIDAD Y SECRETO PROFESIONAL (1)

     La virtud de la veracidad es propia de toda persona bien nacida. Pero para la enfermera o el médico no es solamente una cualidad de que deben estar adornados; es, más bien, algo que deben poseer para cumplir adecuada y dignamente con su profesión.
     La moderación es una característica propia de todas las virtudes. Por eso se dice que puede uno pecar contra las virtudes por exceso, es decir, traspasando los límites de la moderación, o, por defecto, no adecuando las exigencias de esa virtud.
     La veracidad exige moderación en el uso del gran don del lenguaje. Esta virtud es poseída por aquellos que dicen habitualmente toda la verdad cuando ésta debe ser dicha: por el que no se excede diciendo la verdad cuando ésta no debe ser dicha (por ejemplo, en la violación del secreto profesional); o, por defecto, cuando se expresa sólo parcialmente la verdad (por ejemplo, llenando de un modo incompleto y, por lo mismo, descuidadamente, las cartillas clínicas).
     La virtud de la veracidad es, por cierto, anulada del todo por una mentira no justificada. El mentir es considerado umversalmente como una costumbre degradante y detestable, de tal manera, que no debe ser necesario inculcar a la enfermera que la mentira debe estar completamente desterrada de su vida profesional.
     La mentira es el uso deliberado de una expresión moral contraria a lo que uno piensa acerca de una cosa.
     La inmoralidad intrínseca de la mentira está en el abuso que se hace de una facultad dada por Dios. El hombre fué creado por Dios y dotado de una naturaleza que es social e individual. Según su naturaleza, el hombre está destinado a vivir en sociedad. Dios ha dotado a su naturaleza con la perfección del lenguaje, para que el hombre, viviendo en sociedad, poseyese un medio apto para comunicar sus pensamientos a sus semejantes. Por consiguiente, una mentira es un abuso deliberado de una dote de nuestra naturaleza. En la mentira, en vez de usar el lenguaje para manifestar nuestros pensamientos, el hombre lo usa para un fin opuesto al que Dios ha pretendido otorgándoselo. Es una perversión de la ley natural y una acción destructiva de la finalidad divinamente establecida del lenguaje. Tal es la base irracional que hace que la mentira sea intrínsecamente mala.
     El fundamento extrínseco de la inmoralidad de la mentira reside en el hecho de que la veracidad es una virtud tanto social cuanto individual. La acción armoniosa y efectiva de la sociedad depende de la habilidad del hombre para tener fe y confianza en la palabra de su semejante. Por esta razón, una mentira es no solamente un acto inmoral personal: es también una acción social perniciosa.
     El hombre es un ser social por naturaleza. Ninguno es ley para sí mismo. Una actitud frente a la vida, basada en un grosero individualismo, reduce al hombre al nivel de la bestia. En este nivel la supervivencia del más fuerte es la ley de la naturaleza. En cambio, el hombre patentiza su propia naturaleza espiritual en la medida de su ayuda al débil. Una persona verdaderamente espiritual ve a Cristo en su compañero. Una persona realmente inteligente nunca olvida que los hombres son criaturas de Dios; que todos viven en sociedad, no por elección individual, sino debido a un plan divino, y que todos deben esforzarse por vivir en armonía para poder conseguir con su trabajo su destino eterno. El individualismo grosero es tan innatural como inmoral.
     El médico y la enfermera son partes integrantes de una profesión mirada en todas partes como social. Su paso por la vida tiene como finalidad en todos sus actos el deseo de amar y servir a sus semejantes. Para ellos, en particular, todo hábito socialmente denigrante, como la mentira, es una flagrante contradicción en su vida, orientada hacia los ideales de la profesión que ejercen dentro de la sociedad.
     Además, y sobre el doble fundamento racional de la inmoralidad de la mentira, un médico o enfermera católicos conocen a perfección desde su infancia el mandato divino: «No dirás falsos testimonios ni mentirás.» Su determinación sincera debe ser vivir según los ideales de la virtud de la sinceridad en cada uno de los aspectos de su profesión.
     Las relaciones a los doctores, así como los registros sobre las cartillas, deben ser claros, concisos, suficientemente detallados, con una cuidadosa presentación de los hechos. Las cartillas útiles requieren observación crítica, juicio prudente y mucha práctica. Las cartillas, cuidadosamente presentadas, no contienen el producto de la imaginación o de las conjeturas de una enfermera.

Restricción mental.
     Es, sin duda, muy posible para un médico o enfermera moldear sus vidas de acuerdo con los ideales de la virtud de la veracidad. Hay, sin embargo, en el ejercicio de la profesión momentos en que no será tan fácil no caer en la tentación de mentir.
     Se presentarán ocasiones en las que no podrán decir la verdad, porque la revelación de ciertos hechos constituiría una violación del secreto profesional.
     El médico o enfermera jamás resolverán el problema diciendo una mentira, porque la mentira es intrínsecamente mala y, por consiguiente, nunca lícita.
     Por otra parte, será imposible que se pueda guardar el silencio, en primer lugar, porque ese silencio podría a veces ser tomado como un consentimiento dado a una afirmación sugestiva hecha por el paciente y, además, porque muchos de los que preguntan con insistencia exigen una respuesta, y con frecuencia es difícil complacer a esa gente sin crear una escena desagradable.
     Todo profesional en Medicina, digno de su profesión, está notablemente determinado a ser virtuoso. Su posición no es envidiable cuando ni la prudencia ni el tacto le permiten permanecer en silencio, y, por otra parte, está moralmente obligado a no revelar una verdad ni a decir una mentira. El uso cuidadoso de una restricción mental será la solución de tales dificultades.
     La restricción mental es el uso de una expresión que tiene dos significados: uno es la interpretación obvia y usual de las palabras, y otro, que es menos obvio, y que corresponde menos frecuentemente a la significación de las mismas palabras. La interpretación obvia es la que da el que habla, a juicio del que escucha; la menos obvia es la que el que habla atribuye realmente a las palabras.
     Un ejemplo nos ayudará a aclarar el concepto de la restricción mental. Supongamos que un paciente está postrado en cama con una temperatura de 39,5° y pregunta al médico: «¿Qué temperatura tengo?» El doctor piensa que el paciente ha de identificar la expresión "temperatura normal» con 36-37°, que es la temperatura de una persona sana. El constata también que la temperatura de 39,5° es la temperatura «normal» de una persona que se encuentra en las condiciones físicas de su paciente. Dado que no le es permitido declarar a su paciente su temperatura, ni le es lícito mentir, contesta con naturalidad: «Su temperatura es normal».
     En este ejemplo, el doctor no ha dicho una mentira. Una mentira es un abuso del lenguaje, que consiste en el uso deliberado de una expresión que es contraria en su significado al pensamiento y convicción interna del que habla. En este caso, ha usado una expresión que tiene dos significados, y el que él intenta corresponde, sin duda, a la respuesta dada: la temperatura del paciente es normal según las condiciones físicas del enfermo.
     El criterio que debe regular el uso de la restricción mental es éste: la expresión que se usa en el acto, ¿representa el pensamiento de la persona que habla? ¿Podría una persona inteligente, analizando la expresión, descubrir el sentido menos obvio de la respuesta? Si esto es así, el que habla no ha dicho, en verdad, una mentira; se ha usado una expresión que representa de hecho el pensamiento de la mente del que habla.
     En las condiciones debidas, puede suceder muy bien que la expresión «yo no lo sé» pudiera ser una restricción mental. Una persona inteligente sabe que el secreto profesional liga estrechamente a los médicos y enfermeras. La pregunta que se hace, para obtener una información médica confidencial, por parte de una persona que no tiene derecho a saber lo que pregunta, puede muy bien encontrarse con la respuesta indicada. Se daría en este caso una restricción mental y no una mentira, porque esa expresión, usada según las condiciones antes indicadas, puede significar que no sabe algo que pueda comunicar al que pregunta.
     Con la restricción mental, el que habla no engaña al que pregunta. Sucede más bien que el que escucha da una interpretación apresurada a las palabras que oye, y así se engaña a sí mismo.
     Aun cuando una restricción mental no sea una mentira, es fácil darse cuenta de que frecuentemente producirá los mismos efectos que ésta. Por esto no es lícito el uso indiscriminado de la restricción mental.
     Primero, nunca se debe usar la restricción mental cuando el que pregunta tiene derecho a la información que solicita. Esta persona usa de su derecho al preguntar; no responder en el sentido más obvio es violar un derecho ajeno. Por consiguiente, una enfermera no puede usar la restricción mental al ser interrogada por el doctor acerca del estado físico del paciente.
     Segundo, debe existir una razón proporcionada para que se pueda hacer uso de la restricción mental. Tiene que seguirse de la restricción mental un bien mayor para el que escucha que el mal o inconveniente que se le seguiría sin hacer uso de la restricción. El uso justificado de la restricción mental lleva consigo una aplicación del principio de doble efecto.
     El ejemplo arriba aducido es uno entre los muchos que pueden ocurrir cada día. La enfermera o el médico se enfrentarán a menudo con preguntas de mayor trascendencia. Ellos deben sacar provecho de estas experiencias. La primera vez que se encuentran en estas situaciones puede ser que no salgan de ellas tan airosos. Sería muy provechoso pensar sobre las respuestas que pudieran haber sido dadas en las ocasiones que ya se han presentado. De esta manera estarían prevenidos para cuando se volviera a repetir la misma interrogación.
     Finalmente, la restricción mental no debe ser considerada como un abuso del lenguaje. Cuando no se dan las condiciones requeridas, es, ciertamente, inmoral e ilícita. Pero, cuando se dan de hecho esas condiciones, tenemos en la restricción mental un recurso inapreciable para mantener nuestros ideales morales intactos, y es la mejor ayuda para preservar inviolada la reputación de un enfermo frente a las preguntas indiscretas de un tercero.

Naturaleza del secreto.
     Antes de entrar en el análisis del secreto profesional, vamos a precisar la naturaleza del secreto y distinguir bien tres clases del mismo.
     Un secreto es una noticia oculta, que pertenece por derecho estricto a una persona, no pudiendo lícitamente otro sujeto poseer dicha noticia en contra de la voluntad razonable de la persona a quien asiste el derecho; si de hecho ha llegado a conocimiento de otro (lícita o ilícitamente), no puede ser usada o divulgada de un modo lícito en contra de la voluntad razonable de aquel a quien pertenece de derecho.
     Los moralistas suelen distinguir tres especies de secreto: secreto natural, secreto prometido y secreto comiso.
     El secreto natural es aquel que impone una obligación basada en la ley natural. Todos los hombres están obligados, por justicia y por caridad, a no revelar cualquier secreto, que pueda causar una injuria a sus semejantes en lo tocante a cualquiera de sus derechos naturales. Por esta razón, no se requiere ningún contrato, ni expreso ni tácito, para dar fuerza al secreto natural. El poseedor del secreto no necesita saber si la información privada que posee ha llegado a conocimiento de otra persona. Lo único que se requiere es que alguien haya llegado a conocer algo y a constatar que no es públicamente conocido, y que dañaría a aquel a quien se refiere si fuera publicado.
     Resumiendo: la violación del secreto natural es un pecado grave, si se pretende o se prevé un grave daño como efecto de la revelación. Es, por el contrario, una falta leve, si el daño que se intenta y se sigue en la realidad es solamente leve.
     El secreto prometido se denomina así, porque la obligación de mantenerlo proviene de una promesa libremente otorgada y aceptada. El distintivo del secreto prometido es que la promesa sigue a la adquisición de la noticia. Sucede con frecuencia que el sujeto natural y prometido se juntan. Así, puede uno conocer incidentalmente algo acerca de otra persona; le causaría un daño si fuera revelado. Aquel a quien se refiere el secreto, puede pedir y obtener la promesa de que nada se traslucirá acerca del asunto. En este caso tenemos un secreto, a la vez, natural y prometido.
     El secreto prometido, que no es a la vez un secreto natural, funda su obligación en la fidelidad a la palabra dada. La noticia confidencial que lleva consigo esta clase de secreto, es tal, que su revelación puede no injuriar a la persona a quien se refiere. La violación del secreto meramente prometido, es, por tanto, una falta leve contra la virtud de la veracidad.
     El secreto comiso, encomendado o confiado, es aquel cuya obligación se deriva de un acuerdo concertado previamente a la información que se hace. Este acuerdo antecedente se lleva a cabo con la finalidad de que el secreto sea mantenido rigurosamente por aquel a quien se hace la información. Por esto los moralistas defienden que el secreto comiso se basa en un contrato oneroso o en un cuasi-contrato.
     El convenio previo, condición indispensable para que se dé un secreto comiso, puede ser implícito o explícito. Es explícito cuando el acuerdo relativo al secreto es pedido y dado formalmente. Es implícito o tácito cuando no interviene ningún acuerdo relativo al secreto, pero el oficio o funciones de la persona, a quien se confía el secreto, hace clarividente que la confidencia ha de ser fiel o rigurosamente mantenida.
     La violación del secreto comiso ordinario (exclusivo del secreto profesional) es una falta contra la justicia commutativa. Siempre que tal violación se intenta para infligir un daño grave a quien el secreto hace referencia, o se prevé que ha de derivarse ese daño grave, se comete un pecado grave. De otro modo, la violación de un secreto confiado es pecado venial.
     El secreto comiso implícito es conocido por los moralistas con el nombre de secreto oficial, porque la confidencia se hace, y la obligación de guardar secreto surge precisamente, a causa del oficio que ejerce el depositario del secreto. Más comúnmente se denomina secreto profesional. Este es el que se merece más consideración por parte de los médicos y enfermeras.

Secreto profesional.
     El primer paso necesario en el estudio del secreto profesional es determinar el concepto propio y adecuado de «profesión». Comúnmente el término «profesión» es empleado hoy en día, y con frecuencia, en un sentido muy alto. En diccionarios acreditados se encuentra definida la profesión como «una ocupación que, propiamente, supone una educación liberal o su equivalente, y un trabajo mental más bien que manual».
     Un concepto mucho más restringido de la «profesión» ha de tenerse cuando nos referimos a aquellos campos de trabajo que están ligados por el «secreto profesional». Las primeras líneas de la obra Principies of Medical Ethics of the American Medical Association nos suministran un concepto satisfactorio de «profesión». Se establece allí que «una profesión tiene por objeto primordial servir, en la medida de lo posible, a la humanidad, siendo el premio o lucro una finalidad subordinada».
     La práctica de la Medicina es, sin duda, una profesión. Pero inmediatamente surge esta pregunta: ¿qué personas en concreto han de decirse ligadas por el secreto profesional médico? En otros tiempos era fácil la respuesta, pero hoy la materia es de todo en todo diferente. Se ha ensanchado el campo de la Medicina y parcelado extraordinariamente en especializaciones. El resultado inevitable de esta expansión y especialización es una división del trabajo médico entre varias clases de personas. Para citar solamente a algunas de ellas, recordaremos al médico de cabecera, al especialista, al farmacéutico, al técnico del laboratorio, al cuerpo de doctores del hospital, a los cirujanos y enfermeras.
     La solución del problema descansa aparentemente en la aplicación del principio que puede enunciarse así: «Todos aquellos que pertenecen a la profesión médica, y comparten alguno o algunos de los varios deberes que incumben a esta profesión, están ligados por el secreto profesional.»
     La respuesta a las dos cuestiones propuestas a continuación nos ayudará a determinar si una persona pertenece o no a la profesión médica:
     Primera. Esa persona de quien se trata, ¿presta un servicio que pueda denominarse verdaderamente médico?     Segunda. ¿Adquiere esa persona la información confidencial del enfermo incidentalmente o en virtud del ejercicio de su oficio médico?
     Siempre que la respuesta a entrambas preguntas sea afirmativa, hay que decir que subsiste la obligación del secreto profesional. Por tanto, es evidente que el médico de cabecera, el especialista, las enfermeras, el cirujano, los farmacéuticos y técnicos del laboratorio, están comprendidos en el sector de los que quedan ligados por el secreto profesional. No se crea que la lista presentada es definitiva. La inclusión de cualquiera otra clase de personas está subordinada a la aplicación del principio antes aducido.

El juramento de Hipócrates.
     La tradición en la guarda del secreto ha caracterizado a la profesión médica ya desde los tiempos más remotos. Esta tradición se halla expresada en el antiquísimo Juramento de Hipócrates, médico griego (460-359 a. C.). El Juramento es considerado, al menos en lo sustancial, como obra de Hipócrates. Se sabe, sin embargo, que ha sufrido algunas variaciones incidentales después de la aparición del cristianismo. El Juramento contiene el siguiente pasaje, que hace a nuestro propósito:
     «Y cualquiera cosa que yo vea u oiga en el transcurso de mi profesión o fuera de ella en mi convivencia con los hombres, si ello es cosa que no debe ser dada a la publicidad, yo jamás la divulgaré, considerando que tales noticias son secretos sagrados.» 

     La ausencia de protección legal no implica necesarimente que un tribunal civil podrá siempre exigir la revelación de lo conocido con ciencia profesional. Ello solamente indica que el tribunal no reconoce derecho legal alguno, por parte del miembro de la profesión, a negar lo que conoce en virtud de ésta. Absolutamente hablando, puede el tribunal demandar la información y puede considerar al profesional como en oposición a la justicia si se niega a testificar. En la práctica, no obstante, los tribunales civiles muestran de ordinario una conveniente limitación en sus indagaciones, cuando aparece claro que sus preguntas recaen sobre contenidos de secreto profesional.
     «La persona consultada debe ser un médico profesional en el sentido corriente de la palabra. Esto no incluye al cirujano veterinario, ni al farmacéutico. Tampoco comprende a la enfermera, a no ser actuando como asistente de un practicante profesional.»
     En muchos casos, en que no existe ninguna ley-estatuto al respecto, no se ha de presionar a la enfermera tocante a la información ciertamente adquirida en función de su profesión. Si un tribunal insiste acerca de tal revelación, aborda la enfermera un problema moral que se estudiará en el presente capitulo.
     Las leyes-estatutos, adoptadas por varios Estados, ofrecen analogías suficientes para poder sintetizar su contextura general.
     a) El privilegio es otorgado por la ley al enfermo para su protección, no por deferencia a la dignidad del doctor o de la profesión médica. De aquí que el miembro de la profesión médica no se halle en libertad de revelar noticias confidenciales concernientes al enfermo. El privilegio sólo puede ser renunciado por el paciente. El permiso para renunciar al derecho no debe ser fácilmente otorgado por el tribunal civil. Tal renuncia de ordinario sólo será concedida cuando la información que ha de hacerse no comporta baldón alguno para el finado.
     b) Al igual que todos los privilegios concedidos por la ley, el estatuto debe tener una interpretación liberal, habida siempre cuenta, sin embargo, de la finalidad a que se endereza el privilegio estatuido.
     c) El privilegio sobrevive al paciente; es decir, aun después de la muerte de éste, la profesión médica debe continuar manteniendo el secreto, referente al finado, en cualquier caso procesal que pudiera surgir en adelante e implicar al paciente fallecido.
     d) Una relación definida debe existir entre el paciente y el miembro de la profesión médica. No es necesario que esta relación arranque del hecho de haber sido consultado el miembro de la profesión por el paciente. De hecho, el privilegio existe aunque el enfermo sea tratado sin consentimiento en un caso de caridad, o bien cuando es atendido en contra de su voluntad y oposición expresa.
     e) El privilegio atañe tan sólo a la información confidencial, no a cualquier noticia que es pública y notoria y que ha adquirido ocasionalmente el miembro de la profesión médica durante la asistencia al enfermo.
     f) El enfermo tiene derecho a este privilegio aunque el miembro de la profesión médica no haya recibido el pago, gratificación o salario. De donde, tanto los pacientes que han sido recibidos a título de caridad, como aquellos que son remisos en cumplir sus obligaciones pecuniarias, gozan de este privilegio.
     g) El privilegio comprende toda información confidencial obtenida de palabra, por examen y observación, así como por referencias de aquellas personas que rodean al paciente.
     h) Los comunicados confidenciales, hechos por el paciente en apoyo de criminales designios, no caen bajo este privilegio.
     i) Siempre que un paciente instituye un pleito de impericia en contra de la profesión médica, se considera que ha renunciado a su derecho al secreto. El derecho de propia defensa habilita al miembro de la profesión médica a informar acerca del caso y condición del paciente en tales circunstancias.
     j) Tan sólo el contenido del comunicado confidencial está respaldado por el privilegio. El hecho de la consulta, el tiempo, el número de consultas o tratamientos, el lugar y duración de los mismos, no caen dentro del privilegio. Aun en aquellos Estatos en que vige el estatuto-ley, la protección dispensada al paciente por el estatuto es de tipo negativo. El miembro de la profesión médica no debe ser presionado por el tribunal civil a revelar comunicados profesionales, ni le es lícito hacerlo. Pero el estatuto no proporciona protección alguna al enfermo, al considerar la violación como un acto punible por la ley.

     Un paciente que ha sido víctima de la violación del secreto profesional, puede, desde luego, entablar juicio en contra del ofensor. La acción debe llevarse a efecto por daño, contrato o por daño proveniente de contrato. Muy verosímilmente, la parte injuriada tendría que probar que se ha seguido formalmente el daño, antes que la ofensa pudiera verse expuesta a réplica. El mero hecho de la violación del secreto profesional, sin daño alguno emergente, con dificultad constituiría un juicio favorable al enfermo.
     Una segunda sanción protectora del paciente es la acción que entablaría la misma profesión médica contra aquel miembro que osara violar el secreto profesional. Convicto el reo, la Asociación Médica castigaría al ofensor hasta con la expulsión.

El propietario del secreto.
     Por lo regular, el enfermo es él solo el propietario del secreto médico. La posesión, uso y disposición de tales secretos es un estricto derecho del paciente. Un miembro de la profesión no tiene, de ordinario, más derecho a hacer pública tal información confidencial que el que tendría en orden a arruinar la reputación del vecino o a robar su propiedad privada. (Hay casos extraordinarios en que la revelación del secreto se impone: estos casos serán estudiados en el apartado Revelación del secreto. Al presente nos referimos tan sólo a las situaciones ordinarias.)
     En el caso de los niños, los padres o, en su defecto, los tutores legales, son reconocidos como los propietarios de la información confidencial. Ellos son también los legítimos propietarios de tal conocimiento en lo que concierne a los dementes u otros sujetos que aún no han alcanzado el nivel mental de los niños.
     En casos de locura o deficiencia mental en grado inferior, los padres o tutores no tienen derecho a todos los secretos, sino tan sólo a aquellos que deben conocer en orden a poder cuidar de sus personas. Se presume, con razón, que un loco o deficiente mental accedería con gusto a que se tenga ese conocimiento. El mismo principio hay que aplicar a las personas de edad que han pasado a ser dependientes de otras.
     El caso de los menores de edad que han llegado al uso de la razón, y de los mayores que viven todavía con sus padres, presenta un problema algo más difícil.
     Los padres están moralmente obligados a mirar por la educación intelectual, moral y física de sus hijos. Para alcanzar este objetivo, es con frecuencia necesario poner a los hijos bajo el cuidado de la profesión médica. Los moralistas estiman que los miembros de la profesión médica pueden y deben proporcionar a los padres y tutores una relación de lo que han conocido mediante el examen del niño. Si el menor de edad hiciese voluntariamente referencias personales, creen los moralistas que, a menos de darse una razón proporcionada para la revelación, el personal médico debe mirar tales confidencias como secretos de promesa o secretos naturales.
     Los padres no tienen los mismos deberes de responsabilidad sobre los hijos mayores; tienen, sin embargo, obligaciones especiales tocante a la seguridad de la propia familia. De donde, siempre que los padres juzguen necesario para los intereses de toda la familia someter a examen médico a un mayor de edad, tienen derecho a exigir y recibir relación exacta de las condiciones físicas del examinado. En ciertos casos, el doctor que examina a un paciente, actúa en interés de una corporación. Así, un examen físico pudiera ser exigido por una Compañía de seguros antes de expedir una póliza, o por una Escuela de enfermeras o Comunidad religiosa antes de admitir a un postulante. En estos casos la persona examinada cede espontáneamente a la demanda de la Corporación, Escuela o Comunidad en orden a que se cercioren acerca de la salud antes de proceder a la admisión. En tales coyunturas, obra el doctor como agente de esas entidades, y tiene lugar un convenio implícito o acuerdo explícito con la persona postulante, a ñn de que se expida una relación exacta que ponga al corriente a los en ello interesados.
     Llamamos la atención sobre lo que sigue: Si un doctor se ve obligado a rechazar a un postulante, debe extender la repulsa en los términos más generales dentro de lo posible. Más bien que redactar un informe que comprometa seriamente el crédito de la persona, debe el médico impulsar al interesado a retirar la súplica de admisión.
     Un caso semejante se presenta cuando el Gobierno somete al personal militar movilizado a examen físico. El Estado tiene derecho a exigir el servicio militar de sus ciudadanos en tiempo de guerra, y para ello se hace necesario, entre otros medios, el examen físico.
     Huelga decir que el Estado no ha de buscar el informe confidencial no requerido para sus designios, y debe dar los pasos conducentes al mantenimiento del secreto del informe facultativo de los examinados.
     Una advertencia final, útil tanto para los pacientes como para los miembros de la profesión médica. Aun cuando el paciente sea el propietario del secreto, hay ocasiones en que su revelación supondría una injusticia para con su familia, amigos o corporación a que pertenece. A menos de presentarse una razón suficientemente grave, el enfermo no tiene derecho a descubrir tal secreto, ni puede legalmente dar licencia para obrar así a ningún miembro de la profesión médica.
Charles J. McFadden (Agustino)
ETICA Y MORAL

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