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sábado, 16 de noviembre de 2013

EL SACRIFICIO DE LA MISA (25)

TRATADO I.- Visión general
PARTE II: La misa en sus aspectos principales 
8. Condiciones del recinto

     309. Es un indicio espléndido de la vitalidad y de la amplitud del culto cristiano el que, siendo, por una parte, tan espiritual que casi se evade de las limitaciones del espacio, haya creado en todas las naciones tales obras maestras de arte en la arquitectura y en la imaginería, que no existe otro movimiento espiritual en la historia de la humanidad que pueda comparársele.  

El culto cristiano no está ligado a un lugar determinado
     No es nuestra intención investigar tan a fondo como lo hicimos en otros problemas el del recinto sagrado, marco exterior de la celebración eucarística. Sólo trazaremos algunos rasgos y dibujaremos la línea genética de algunos de los más esenciales que guardan relación directa con la misa.
     Una de las innovaciones más radicales que trajo el cristianismo fué la de no ligar el culto a determinados lugares sagrados, como por entonces eran los montes o la obscuridad misteriosa de la selva; ni siquiera al templo de Jerusalén. Cualquier sitio era apto para el culto cristiano, pues este nuevo pueblo es ahora el templo de Dios (2 Cor VI, 16; 1 Cor III, 16). «porque desde la salida del sol hasta el ocaso se ofrece en todo lugar a mi nombre un sacrificio nuevo» (cf. Mal. I, 11). Ni en el Garizim ni en Jerusalén se encontrará el verdadero santuario, sino en todas partes donde haya hombres que adoren a Dios en «espíritu y verdad» (cf. lo IV, 21 ss.)  

Mesa y recinto, gérmenes de la arquitectura cristiana
     Si en los primeros siglos el cristianismo se habla tan pocas veces y con tan poco interés del recinto destinado al culto, la razón de ello no hay que buscarla solamente en las circunstancias persecutorias de los tiempos. La comunidad he reunía para el culto dominical allí donde un cristiano podía poner a disposición un recinto algo amplio; se celebraba el sacrificio eucarístico en los mausoleos e incluso en las cárceles (Cf. Eusebio Hist eccl., VII, 22, 4). Esta libertad de movimiento, que por principio era tan propia del culto cristiano, se mantuvo en siglos posteriores y hasta el presente. También entre nosotros puede celebrarse la Eucaristía al aire libre o en cualquier otro recinto profano, si hace falta, y no se exige más separación del mundo que el ara, sobre la cual han de descansar las sagradas especies, y aun esta condición últimamente se facilita por el permiso de utilizar en su lugar el antimensium, como es costumbre en la Iglesia oriental (El permiso se dió a los capellanes del Ejército; carta del nuncio apostólico en Berlín del 26 de marzo de 1942). Se exigía, en verdad, el mínimum de dos circunstancias para el culto cristiano: una mesita donde depositar las sagradas especies y un recinto para la asamblea del pueblo. De estos dos elementos, cuando las circunstancias históricas se hicieron más propicias, arrancó la espléndida evolución de la arquitectura y arte cristianos, cuyas primeras raices hemos de buscarlas ya antes de Constantino.

Las ideas encarnadas m el templo cristiano
     310. Es muy significativo que en las lenguas románicas se haya impuesto para hablar del edificio eclesiástico una palabra que alude primordialmente a la idea de asamblea: ecclesia, iglesia, église, etc., y que, por el contrario, en otras lenguas la denominación se derive del edificio: Kirche, church, etc., pasando luego también a la idea de asamblea. En efecto, el edificio no es más que la concreción material de la idea comunitaria, la morada fisica que se construye para los templos vivos de Dios y que se vuelve a levantar de nuevo cada vez que fuerzas ciegas de la naturaleza o desvarios humanos lo destruyen. Por eso refleja en su construcción la estructura del templo vivo. La Iglesia de Dios se compone del pueblo fiel y del clero, y estas dos ideas encarnan en las dos partes de la Iglesia: la nave y el presbiterio o el coro, en cuyo extremo estaba antiguamente la cátedra del obispo. Hay más: la comunidad cristiana, según antigua costumbre, dirigía su mirada hacia oriente, al Resucitado, cada vez que se disponía a orar; por eso la Iglesia tiene tanto de nave que navega rumbo a oriente. Esta «orientación» empezó en las iglesias de Asia y se impuso en Europa y regiones occidentales, de suerte que el ábside mira hacia la aurora, armonizando la orientación del edificio material con la dirección que toma la comunidad cristiana orante.

Santificación del edificio, a imitación de los templos vivos
     Ni se olvida de aplicar tampoco al edificio material la consagración de los templos vivientes; lo mismo que los hombres se consagran, también la iglesia y el altar quedan ungidos y santificados en sí mismos. En la consagración de la iglesia según el antiguo rito galicano, que, unido a tradiciones romanas, sobrevive en el actual pontifical romano como rito para la dedicación de las iglesias, es interesante observar cómo se va siguiendo paso a paso la aplicación sucesiva de los sacramentos al cristiano: casi como si fuera un ser racional, primero se «bautizan» la iglesia y el altar, rociándolos por todas partes con agua bendita; luego se «confirman», ungiéndolos con el santo óleo y solamente después de esta preparación se celebra sobre el altar y en la iglesia la Eucaristía.

El altar en los tres primeros siglos
     311. El corazón de la Iglesia y el foco en el que se concentran todos los rayos es el lugar del sacrificio, el altar. Esto nos parece a nosotros una cosa muy natural; sin embargo, no ha sido siempre así, sino que es el efecto de una cierta evolución. En las basílicas de la antigüedad, la atención se centra en algo más vital y humano: en la cátedra del obispo o más bien en el obispo mismo, sumo sacerdote que ofrece la Eucaristía a Dios. Pasa como un poco inadvertida la consideración material de las ofrendas; la mesa sobre la que se depositan las ofrendas se considera como mero instrumento. No es el altar, en el sentido de las religiones precristianas, el que por un mero contacto santifica los dones apropiándolos a la divinidad. Nuestra ofrenda es sagrada y consagrada a Dios por su propia naturaleza y no necesita del altar. Tal concepción rima con las noticias de los siglos III y IV, que dicen que el altar no formaba parte de la construcción del templo, sino que el diácono, antes de cada celebración eucarística, colocaba en el presbiterio una mesa de madera. Sin embargo, al ahondarse la consideración y el aprecio de la ofrenda material de pan y vino, por las que el sacrificio de la Nueva Alianza cobra un sentido más humano, y al penetrar más en la conciencia de la Iglesia la orientación al mundo de las criaturas, el altar se afianza como forma arquitectónica y litúrgica. En el siglo IV se construyen ya algunos altares de piedra, y a partir de este siglo esto es lo ordinario. Pero siempre permanece su forma de simple mesa.

El sacerdote, ¿de cara al pueblo o dándole la espalda?
     312. A esta mesa se llega el sacerdote al comenzar el sacrificio. ¿Se colocará de cara al pueblo o dándole la espalda? Hechos históricos, a lo menos de Roma y regiones por ella influenciadas, nos demuestran que desde el principio se dieron los dos casos, que aun hoy se admiten en las rúbricas del misal romano (Ritus serv., V, 3): o que el celebrante mire en la misma dirección que el pueblo, como es hoy la costumbre en Occidente y Oriente, y parece que así fué siempre. La ley según la cual habían de mirar hacia oriente todos los que hacían oración, y por supuesto el celebrante, fué ejerciendo un influjo cada vez mayor en los fieles del principio de la Edad Media, al punto de que durante toda esta época el celebrante sigue esa orientación a modo de caudillo que marcha al frente de su pueblo y ofrece sus oraciones y sacrificios a Dios en nombre de la comunidad. 

¿Dónde se coloca el altar?
     Con esta regla general se relaciona el problema del sitio que se ha de asignar al altar dentro del recinto de la iglesia. Sorprende el hecho de que, apareciendo tantas veces en el decurso de la historia de la arquitectura la rotonda, rarísimas veces encontremos el altar en el centro; lo mismo se ha de decir de las iglesias orientales con su forma de cruz y cúpula. El altar se sitúa siempre en un nicho o en el ábside, que se añade a la rotonda generalmente al lado oriental (Braun, I, 390-393). Por otra parte se advierte la tendencia de la antigüedad cristiana a colocar el altar en un sitio intermedio entre el presbiterio y la nave de la iglesia, pero que caiga más bien dentro de la última.

El presbiterio se separa de la nave 
313. A principios de la Edad Media apunta la idea le alejar el altar del pueblo, trasladándolo hacia el fondo del ábside en el presbiterio. Es la expresión arquitectónica de aquel movimiento espiritual que acentúa cada vez más el carácter sacrosanto y misterioso del altar, reservando su acceso a sólo el clero. En Oriente queda el altar en el centro del presbiterio, sin arrimarlo a la pared del fondo, pero se le separa del pueblo y se le oculta a sus miradas por el Iconostasio. A medida que en Occidente se acerca el altar cada vez más a la pared del fondo del presbiterio, éste se amplía en las iglesias románicas de una manera extraordinaria, convirtiéndose en los conventos y colegiatas en verdadera iglesia de clérigos, necesaria por cierto por el aumento considerable de su número en el culto divino. Las simples barandillas que aislaban este recinto de la nave se convierten en verdadera pared que, más que al altar, separa al clero del pueblo (Braun, II, 665s.). Esto tuvo por consecuencia erigir delante de esta pared, a la que corresponde en las catedrales españolas el trascoro, otro altar mayor, que, como «altar de la cruz», altar de los seglares, está dedicado a funciones religiosas populares.
     Con la desaparición de los cabildos en las colegiatas fué desapareciendo también poco a poco esta pared. El mismo proceso lo podemos observar hoy día en algunas catedrales españolas, de las que en los últimos decenios se viene quitando el coro del centro de la nave (
Al pasar por Pamplona el año 1940 el traductor, estaban quitando el coro de la nave, y el canónigo encargado de las obras le habló de la tendencia general a quitar los coros de las naves, enumerándole algunos ejemplos.—N. del T.). La arquitectura barroca se preocupó de restablecer la unidad interna del recinto, sin alterar por cierto la posición del altar.

El altar, adornado como mesa
     314. ¿Cómo no registrar también la evolución notable que ha sufrido el altar, desde la mesa sencilla de los primeros siglos hasta los retablos riquísimos de la Edad Media y de nuestro tiempo? No siempre presidió en tal evolución una idea clara sobre la función especifica de los altares. Merece todos los honores y distinción como asiento del augusto misterio. Este pensamiento se encuentra ya en tiempos anteriores a Constantino (Orígenes. In Iesu Nave, hom. 10, 3: PG 12, 881). Adornaban entonces el altar como se adorna una mesa, cubriéndolo con manteles preciosos. San Crisóstomo tuvo que corregir una vez el celo excesivo en esta materia, que olvidaba otros deberes más importantes (San Crisóstomo, In Matth., hom. 50, 4: PG 58, 509). Ecos últimos de este modo de honrar los altares los recogemos en los antipendios actuales, que cubren solamente la parte anterior de los mismos.

Barandillas, gradas, baldaquino
     Para dar mayor realce a los altares, pronto se emplearon barandillas y gradas. El altar de la Iglesia que en el año 314 fué consagrada en Tiro estaba rodeado por unas barandillas muy artísticas (Eusebio, His. eccl., X, 4: PG 20, 865s.). Medio de acentuar aún más su importancia fué el colocarlo en una prominencia a la entrada al presbiterio. Sólo a partir del siglo XI (Braun, II, 178ss.) se usaron en Occidente gradas propiamente dichas, y aun hoy día faltan en muchas iglesias españolas. Como adorno más digno que los altares ostentaban a fines de la antigüedad se consideró el pabellón en forma de baldaquino o también de ciborio fijo. Esta especie de amparo superior ponia más de relieve su carácter de mesa.

El fondo del ábside
     Cuanto más se arrimaba el altar a la pared del ábside, tanto más se sentía la necesidad de incluir a ésta en el conjunto del altar mediante un ornato más suntuoso que realzara la mesa sagrada. Siempre se había distinguido la pared del ábside por una ornamentación más especial, y a tal fin se escogían con preferencia representaciones gráficas que expresaran ideas centrales de los dogmas cristianos; por ejemplo, la cruz gloriosa, el cordero triunfante, el buen Pastor en medio de un paisaje paradisíaco o, finalmente, Cristo sentado, como rey de la gloria eterna, sobre su trono y rodeado de los santos, de sus apóstoles y de los ancianos del Apocalipsis. Más tarde se introdujo como figura central la imagen del Crucificado. Y aun cuando se ponga sobre el altar un cuadro mural, como ocurre en el gótico, no se abandona la tradición antigua, y se usa como motivo imperante la escena de la crucifixión, única o, por lo menos, principal imagen (Braun, II, 533. Ejemplos, 1. c., 532s. A veces se trata de altares laterales).

El altar, sepulcro de mártir
     315. La costumbre varió cuando a partir del siglo XI se fué haciendo común erigir encima del altar o detrás de el una construcción con imágenes, el llamado retablo. En sus motivos se ve variedad múltiple, desplegando la Iconografía cristiana toda su riqueza (Braun, II, 445ss.). Llama la atención la ausencia casi completa, como motivo iconográfico, del misterio central de nuestra redención. SI aparece la Imagen del Crucificado, la representación es de tonos muy realistas, viéndose el crucifijo rodeado siempre de un sinnúmero de figuras violentas (Braun, II, 456). Se ha olvidado que el sentido de la imagen en el altar no es que narre vividamente acontecimientos históricos, sino que sea una profesión de fe y un impulso a la esperanza. Con más frecuencia se encuentra la representación del santo a quien está dedicado el altar o la iglesia y cuyas reliquias (ateniéndose a la costumbre antigua) están depositadas en él. Se le rodea muchas veces de otros santos. Aqui tenemos la explicación de la preferencia por las imágenes de los santos, que tanto se repiten en los altares. La razón hay que buscarla en la intima relación que desde principios de la Edad Media tiene el altar con el sepulcro del mártir, y a cuya veneración se entrega apasionadamente la piedad del pueblo cristiano. Las rivalidades que de esta predilección popular podían surgir entre los santuarios de los mártires y las iglesias destinadas al culto regular de la comunidad cristiana (Tales rivalidades se palpan en un documento de la Iglesia egipcia del final de la antigüedad cristiana, los Canones Basilii, c 33 (Riedel, 250): «Si personas incultas en los santuarios de los mártires se atreven a negar el derecho de la iglesia (parroquial), y menospreciando no quieren someterse a ella, entonces la Iglesia católica las separa como herejes. Así como el sol no necesita de la luz de un candil, así la Iglesia católica no necesita de las reliquias de los mártires... El nombre de Cristo basta para honrar a una Iglesia, porque la Iglesia es la esposa de Cristo, a la que ha redimido con su sangre». A circunstancias parecidas parece que se debe un sermón del monje egipcio Schenute, escrito en 431, que cita Braun. I, 652 654s.) se procuraron evitar proveyendo a todas las iglesias parroquiales de reliquias de mártires (Braun, I, 525-661, especialmente 656ss.). Como casos aislados, tenemos noticias de que en los siglos VI y VII se encerraban las reliquias en el mismo cuerpo del altar, como hoy se manda para todos los altares (Cod. lur. can., can. 1198, § 4).

Arcas con reliquias encima del altar; el retablo
     La gran veneración por las reliquias de los mártires empujó a las autoridades eclesiásticas a dar un paso que hasta entonces nadie se había atrevido a dar, y que ni siquiera se ha dado todavía hoy en Oriente, a saber, el consentir que se colocasen sobre el altar cosas ajenas a la celebración eucaristica. Entonces se empezó a hacer una excepción con las arcas de las reliquias (Eisenhofer, I, 370). Era natural que se permitiera hacer lo mismo con las imágenes de los santos, quedando con esto libre el camino para la evolución de los retablos, de los trípticos y de la superestructura barroca, bajo cuyo peso desaparece la mesa del altar como si fuera algo enteramente secundario (Unicamente por lo que se refiere a su longitud, el altar se ensanchó bastante desde que se empezó a distinguir entre el lado de la epístola y el del evangelio). Para salvar la idea céntrica del altar y poner algún dique a la desorientación en los criterios de su ornamentación, aparece como medida compensadora el que en el siglo XI se empezara a colocar un crucifijo cercano y visible (Braun, Das christliche Altargerat, 469ss.). costumbre que todavia hoy es obligatoria (Missale Rom., Rubr. gen., XX. De los demás objetos sagrados se tratará en la explicación particular. Cf. además las obras citadas de J. Braun y el resumen en Eisenhofer, I. 342-376).

P. Jungmann, S.I.
EL SACRIFICIO DE LA MISA

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