Vistas de página en total

lunes, 16 de diciembre de 2013

San Ignacio de Loyola (1)

Prefacio del Autor

     Al iniciar mi relato, se encontrará la bibliografía crítica (En la presente traducción se omite la bibliografía inserta en el original francés, por ser demasiado extensa y por figurar en ella muchos libros que no circulan en México, aparte de que en las notas al pie de las páginas hallará el lector abundante información de autores, libros y documentos) de los principales trabajos consagrados a la historia de San Ignacio de Loyola. Aquí recordaré solamente algunos libros franceses, por medio de los cuales, los jesuítas han tratado de dar a conocer al fundador de su Orden; y diré las razones que existen para ensayar un muevo esfuerzo.
     La primera en fecha de las biografías de San Ignacio de Loyola, se imprimió en Nápoles en 1572. Pedro de Rivadeneyra tradujo él mismo su libro del latín al español; y esta vida nueva, apareció en Madrid en 1583. La obra era un testimonio de un hijo muy querido de Ignacio, y un delicioso escritor; con frecuencia ha sido reeditada y traducida a otras lenguas. La primera traducción francesa, debida a la pluma del P. Favard, salió a luz en 1599 en Aviñón.
     En 1650, el P. Daniel Bartoli escribió una historia más extensa, y, como la de Rivadeneyra, tuvo mucho éxito. Las reediciones y las versiones en diversas lenguas fueron numerosas. A pesar de su mérito, ta obra del célebre jesuíta italiano no se tradujo al francés antes del siglo XIX; en su tiempo no tuvimos de ella más que una traducción latina debida al P. Luis Jarrin.
     Es una especie de descuido, que se explica. Los jesuítas franceses de entonces trataban de hacer una obra personal. Con ocasión de la canonización de San Ignacio, en 1622, el P. Pedro Morin publicó, en la casa del famoso editor parisiense Cramoisy, una vida inspirada en la de Rivadeneyra. Y por el contrario fue a Bartoli, al que pretendió resumir el P. Juan de Bussiere, en un volumen impreso en Lyon, en 1670. Nueve años después, el P. Domingo Bouhours publicó también una vida de San Ignacio de Loyola. El designio de este perfecto humanista fue el de dar a Francia, en el más puro idioma del reino de Luis XIV, lo esencial de los libros de Bartoli, de Maffei y de Rivadeneyra. De 1679 a 1856, esta vida fue con frecuencia reimpresa, y más en el siglo XIX, que en los precedentes.
     Cuando no reeditan a Bouhours, los jesuítas franceses contemporáneos se contentan con traducir a Rivadeneyra y a Bartoli. A este modesto sistema se ciñeron principalmente el P. Terrien (1893), el P. Michel (1893) y el P. Clair (1891). Los dos últimos se dieron cuenta de los inconvenientes de su elección; por medio de notas trataron de satisfacer las exigencias de los lectores modernos, y registrar las conquistas del trabajo histórico llevado a cabo en torno de los orígenes de la Compañía de Jesús. Si estos beneméritos escritores vivieran aún, serían los primeros en conceder que su obra es insuficiente para nuestro tiempo.

     Desde hace treinta años se ha escrito mucho sobre San Ignacio. Sus cartas, publicadas con gran cuidado por tres jesuítas españoles, han sido más cuidadosamente editadas en la colección de Monumento Histórica Societatis Jesu. En esta colección figura la correspondencia de los primeros compañeros del fundador; la Crónica de la naciente Compañía, redactada por Polanco; el Memorial del P. Fabro; el Comentario de Simón Rodríguez; la inestimable autobiografía, dictada por decirlo así, por San Ignacio al P. González de Cámara; los procesos canónicos instituidos en España, para la beatificación del siervo de Dios. Además, los Ejercicios espirituales y el texto original en español de las Constituciones han tenido ya su edición crítica. Finalmente los estudios sobre España, Portugal, Italia, Alemania, Francia y el Papado en el siglo XVI, se han multiplicado. Gracias a este enorme trabajo, ¡cuántos datos de gran valor hemos adquirido! Hoy estamos en la posibilidad no sólo de controlar a historiadores tan acreditados como Bartoli y Rivadeneyra, sino de escribir una vida de San Ignacio verdaderamente nueva.
     Los trabajos históricos sobre la Compañía de Jesús ordenados y estimulados por el M. R. P. Luis Martín, durante su generalato, han dado por resultado los libros firmados por los PP. Antonio Astrain, Bernardo Duhr, Enrique Fouqueray, Pedro Tacchi Venturi y Francisco Rodríguez. Cada uno de estos autores, con excepción del P. Duhr, ha trazado la historia de San Ignacio, teniendo presente en especial, uno a España, otro a Francia, otro a Italia, otro a Portugal. El P. Tacchi Venturi, tiene la ventaja de ser uno de los últimos en fecha, pues su volumen apareció en diciembre de 1921: y acerca del período italiano de la Vida de San Ignacio, no tiene igual.
     ¿Me atreveré yo, después de lo dicho, a anunciar que la obra presente tendrá aún algo nuevo? Se me creerá sin duda, cuando se sepa que he tenido entre mis manos los papeles del P. Leonardo Cros, y que, reanudé siguiendo sus pasos sus propias investigaciones, sin prohibirme otras personales. El P. Cros, fue un infatigable escudriñador de bibliotecas y archivos. Trabajaba muy de prisa; pero sus jornadas de obrero comenzaban muy temprano, acababan muy tarde y duraron más de veinte años. Era hijo de un notario. De la atmósfera respirada en su casa paterna, heredó el gusto de hojear los legajos de familia. Ya sabemos por sus libros cuánto ha revelado hacerca de las familias de Regis y de Javier. Sobre los Loyola había ya emprendido, con el mismo éxito, las mismas incansables investigaciones. Cuando murió dejó sobre su mesa de trabajo, un regular número de "fagotins" (así los llamaba él, Literalmente: "hacecillos de leña") listos para la impresión. Estos "fagotins" son un poco pesados, con el estorbo de muchos textos que se acumulan sin descanso, para la mayor fatiga del lector. Muchas de esas páginas no tocan, sino de lejos, a Ignacio de Loyola; pero si no hubiera yo tenido esos "fagotins" a mi disposición, no hubiera podido hacer tan fácilmente el libro que firmo, porque no contendría tantos nuevos y curiosos detalles españoles. La probidad y el agradecimiento me obligan a rendir en este prefacio, un público homenaje a los pacientes trabajos del P. Cros.
     En estos últimos años, las obras de Enrique Bóhmer sobre la Compañía de Jesús, tuvieron particularmente en Alemania y en Francia, un legítimo éxito. Era natural que se notase, en un historiador protestante, el pacífico y laudable esfuerzo de justicia, al que los jesuítas no están habituados de parte de los hijos de Lutero y Calvino. El Sr. Bóhmer ha trabajado con conciencia y método. Es sabroso oponer sus dichos a los errores de los incrédulos, que amontonan a cargo de la Compañía, toda una serie de cuentos pasados de moda: viniendo de un reformado, quizás no se rechazarán a priori sus palabras, como las de los católicos. Pero fuera de este punto de vista polémico, el Sr. Bóhmer no es para el historiador de San Ignacio, un poderoso auxiliar. Ha bebido en fuentes ya abiertas y conocidas de todos antes de él.
     Además de los documentos suministrados por el P. Astráin, el P. Cros y el P. Tacchi Venturi, soy deudor sobre todo, a los Monumenta Histórica Societatis Jesu, mina extraordinariamente rica de las más valiosas informaciones. La sustancia de muchos de mis capítulos la he obtenido de esta colección.
     En general, los antiguos historiadores de San Ignacio han abstraído casi completamente a su héroe del tiempo y del espacio. Yo he procurado evitar este grave defecto. Sin que creamos tan determinadamente como Taine, en la ley del medio, debemos confesar que para ver como conviene a un gran hombre de otros tiempos, es indispensable volver a colocarlo en medio de sus contemporáneos. Esto es de tal evidencia que me admiro de tener que decirlo. Espero que en esta nueva historia de Ignacio de Loyola, se percibirán, con más claridad las líneas del cuadro real dentro del que se desarrolló esta vida extraordinaria del fundador de la Compañía de Jesús. Antes de dominar a sus allegados, recibió mucho de ellos, y es preciso conocerlos aun para ver hasta qué grado los dominó. En los designios de la Providencia lo interior estuvo en función de lo exterior.
     En la evolución del trabajo histórico, el siglo XIX señala una feliz etapa: los espíritus se han hecho más exigentes, y más familiarizados con los métodos rigurosos. Gustan mucho aún, los relatos cautivadores, sobre todo en Francia en donde el arte de contar siempre tuvo gran favor: pero se exige más aún la exactitud. No me atrevo a envanecerme de que en este libro la narración pique en cada págína más y más la curiosidad. Pero en todo caso, gracias a las investigaciones hechas, podría yuxtaponer al presente volumen, otro entero de lo que los eruditos de nuestro gran siglo llamaban: las pruebas. En éste los críticos, los espíritus difíciles de contentar y los fervientes amigos de San Ignacio, encontrarían los textos importantes, con la discusión indispensable para justificar afirmaciones y negaciones, preferencias y silencios, a que me he atenido. Pero la crisis económica que aflige ahora a este mundo, atormenta también a los autores. Para contenerme en los límites de este solo volumen en octavo, he reducido mis notas a lo estrictamente indispensable.

     El año de 1921 ha traído consigo el centenario de aquella herida del sitio de Pamplona, que fue para Iñigo de Loyola, la ocasión de su admirable conversión; 1922 nos recuerda 1522, es decir, la laboriosa cuna espiritual de Manresa, en la que el convertido de Loyola, se hizo un amigo de la oración y un apóstol: nos recuerda también al glorioso 1622, que vió las fiestas de la canonización del fundador de la Compañía de Jesús. En 1934 celebraremos el cuarto centenario de los votos hechos en Montmartre por Ignacio y sus primeros compañeros. Tan grandes fechas, nos invitan a exaltar la memoria del admirable siervo de Dios; tanto más cuanto que su magnanimidad es un ejemplo que vale para todos los siglos.
     Hoy, salvo en algunos raros países de Europa y América, la Compañía de Jesús lleva una existencia miserable, cohibida por leyes impías. Políticos que se vanaglorian nada menos que de representar a la libertad, dosifican al mínimo a los jesuítas las facultades de existir, poseer y obrar, dando rienda suelta a los empresarios de la corrupción de costumbres, del juego y de la revolución social. Tal parece que la prosperidad de un pueblo moderno exige esta contradicción y esta iniquidad. Para las víctimas de esta denegación de la justicia, nada tan reconfortante como el espectáculo de la vida de San Ignacio. Al contemplar a este luchador heroico, se adquiere imperturbable paciencia, con la certidumbre de la constancia y del triunfo en un día próximo.
     En cuanto a los jesuítas que gozan de un franco pasaporte para desplegar su celo apostólico, y aun reciben alientos de los mismos poderes públicos, ¿no convendría que se acuerden de que los apoyos terrestres son frágiles e insuficientes, y que el favor divino debe indispensablemente unirse al de los hombres? Sin eso las obras emprendidas ni serán fecundas para la salvación de las almas, ni podrán resistir a la mordedura del tiempo. Y ¡cuántas páginas de la vida de San Ignacio inculcan a sus hijos esta necesaria lección!
     Los tiempos en que vivimos, a despecho de los grandes esfuerzos de descristianización llevados adelante en la vieja Europa, son notables por la expansión del catolicismo hasta lejanos países. Nunca jamás tantas columnas de misioneros habían surcado las regiones paganas. En este ejército de la conquista evangélica, los jesuítas se encuentran en todas partes: en la América del Sur y la del Norte; en el Japón, en la China y en las Indias; en Ceylán, en las Filipinas y en Australia; en Egipto, en Siria, en Armenia y en Constantinopla; en el Africa del Norte, en el Congo, y en el Cabo. Más vivamente aún que en el siglo XVI, las reacciones de la política europea se hacen sentir hoy en el mundo de ultramar. Gobiernos que acusan a los religiosos en Europa se interesan al mismo tiempo por su lejano apostolado, a menos que se ingenien para transportar a las colonias, los instrumentos de tortura legal fabricados para uso de las metrópolis llamadas civilizadas y libres. En medio de las dificultades que comprometen su reclutamiento, de la resistencia con que tropiezan, de la pobreza que sufren, y bajo los climas mortíferos que los diezman, los misioneros no podrán encontrar nada tan luminoso para su espíritu, ni tan cálido para su corazón, como la historia del Jefe cuyo ardor creó su milicia, a fin de conquistar por ella el mundo para Jesucristo.
     A juicio de la historia exacta, Ignacio de Loyola es un gran hombre; la Iglesia ha proclamado infaliblemente que es un gran santo. Tan noble vida merecería un escritor genial. Sin duda las cosas maravillosas hablan por sí mismas: pero ¡cuánto mejor lo hacen cuando la palabra del que las relata se iguala a ellas! Si para pintar a los santos que son resplandecientes imágenes de Dios, faltan los colores a los más ricos artistas, ¿a qué se reducirá la paleta de aquellos que pertenecen al vulgo? En este relato sucederá muy frecuentemente que admirables realidades se entreverán en cuadros medianamente trazados. ¡Que San Ignacio me perdone; y que mis lectores suplan mi impotencia!
París, 31 de julio de 1921 a 1933.

Introducción

     Cuando se haya leído hasta el fin esta historia aparecerá claramente, como lo espero, que San Ignacio de Loyola fué un eficacísimo reformador de la Iglesia. En pocas páginas conviene recordar, desde ahora, cuan necesaria era esa renovación de la sociedad cristiana.
     Este cuadro puede delinearse de diferentes modos. Pero es más cómodo quizás y aún más sugestivo, el darle por centro la figura de un Papa famoso. A principios del siglo XVI, el espectáculo que ofrece la Iglesia a las miradas del historiador se sintetiza bastante bien en el Pontificado de Julio II.
*  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *
     Julio II, al nacer se llamó Julián de la Róvere. Su familia establecida en Abbizzoía, aldehuela de Liguria, cercana a Savona, era tal vez de linaje noble; ciertamente era pobre, aunque la fortuna de haber dado dos Papas a la Iglesia la haya hecho tronco de Príncipes. Sixto IV, antes de ceñirse la tiara, había sido un profesor famoso en las Universidades de Padua, Boloña, Pavía, Siena, Florencia y Perusa. Llevaba con honor el hábito de San Francisco. Su piedad, su virtud, su saber, lo llevaron en mayo de 1464 al generalato de su Orden; luego fué creado Cardenal (18 de septiembre de 1467), y finalmente subió al Pontificado. Como Papa, procuró en gran manera el mejoramiento de los suyos. De sus tres jóvenes sobrinos: Bartolomé de la Róvere llegó a ser Obispo de Massa (1473) y luego arzobispo de Ferrara (1475); Pedro Riario y Julián de la Róvere fueron hechos Cardenales en un mismo día (16 de diciembre de 1471), Julián tenía tan sólo 28 años. (L. Pastor. Historia de los Papas desde el fin de la Edad Media (trad. francesa) París Plon.)     Las precoces grandezas, en medio de la corrupción babilónica de Roma, no facilitaban a este joven la virtud. Colmado por su tío de muchos y ricos beneficios eclesiásticos, sin hablar de las abadías que se le dieron en usufructo, recibió los títulos de Arzobispo de Aviñón y de Bolonia, de Obispo de Lausana, de Coutances, de Viviere, de Mende, de Ostia, de Valletri. El Cardenal-sobrino tenía rentas enormes y tentadoras. Usaba de ellas para proteger a los artistas, y también para llevar una vida de lujo principesco, en su palacio de San Pedro Ad víncula, cuyo nombre vacío de sentido, no recordaba ya la gloria heroica del primer Papa cargado de cadenas. Menos codicioso que Juan de la Balue, menos disoluto que Federico Sanseverino o que Bautista Orsini, menos fastuoso que Ascanio Sforza, y menos imprudente que Rodrigo Borgia, Julián de la Róvere (ibid. IV, 223; V. 351-358) no deja por eso de ser un hombre del "quatrocento", un Cardenal del Renacimiento, hasta por el fuego de las pasiones de su juventud.
     Sin embargo, no era, propiamente hablando, lo que se llama un libertino. La impaciencia del yugo y el deseo de un gran puesto, la virtud en el sentido de Maquiavelo, son el verdadero sello de su carácter. La política lo atrae y lo absorbe. Legado en Francia (febrero a octubre de 1476) bajo el reinado de Luis XI, salvador de Roma cuando Alfonso de Calabria, favorecido por la facción de los Orsini, amenaza con un golpe de mano la ciudad eterna; candidato del Rey de Francia y del Rey de Nápoles en el cónclave de 1492, desde hora temprana se le señaló para los más grandes negocios. Cuando su rival Rodrigo de Borgia fué electo Soberano Pontífice (11 de agosto de 1492) Julián de la Róvere fué a esconderse en su Obispado de Aviñón. De allí no salió sino entre los equipajes de los reyes de Francia cuando Carlos VIII (1494-1495) y Luis XII (1499) pasaron los Alpes para conquistar el Milanesado. Para radicarse en Roma, esperó la muerte de Alejandro VI (18 de agosto de 1503). Su influencia en el cónclave hizo fracasar la candidatura del Cardenal de Amboise; y la suya hubiera tenido éxito, sin el antiguo rencor de Ascanio de Sforza; pero el reinado de Pío III fué tan corto (22 de septiembre a 18 de octubre de 1504), que desde la apertura del segundo cónclave de 1504, Julián de la Róvere rebasó todas las oportunidades y fue electo Papa en una sola mañana. (
Pastor Op. cit. V. 407, 417; VI. 182. 194)
     Tal es en pocas palabras la carrera del hombre que a principios del siglo XVI llegó a ser el Jefe de la Iglesia. Y esta misma carrera permitía pronosticar lo que había de ser el Pontificado de Julio II.   
     Cuando se entra en el Vaticano, por la puerta de servicio que da a la Vía Angélica, al extremo norte del cuartel de los suizos, desde el umbral, se ve lucir a lo lejos sobre los basamentos que sostienen el Museo de inscripciones antiguas, la frase: Julián de la Rovére, Ligur, sobrino de Sixto IV. El poderoso edificador ha dejado sus huellas en el palacio de los Papas. De él proviene el inmenso edificio que une los departamentos de los Borgia con el Belvedere de Inocencio VIII; de él, las logias que rodean el admirable patio de S. Dámaso; de él los frescos de la Sixtina, y los de las Stanze; de él en fin la fundación de los cuatro pilares enormes destinados a sostener la cúpula de San Pedro. Entre todos los Papas del Renacimiento, no hay uno solo, ni León X, que haya ideado tan grandes maravillas y que haya podido asociar a sus proyectos artistas tales como Bramante, Miguel Angel y Rafael. Julio II fué el más atrevido y el más afortunado Mecenas de las artes. (ibid. VI, 405-416)
     Guichardin estima que Julio II no tenía de sacerdote sino la sotana y el nombre. El alemán Gregorovius repitió, agravándolo, el juicio del historiador florentino; para éste, Julio II "es una de las figuras más profanas y más antieclesiásticas que se hayan exhibido en la Silla de San Pedro". Tales fórmulas son exageradas. Estos autores han recordado únicamente los días de tempestad, en los que el Papa lleno de cólera hacía temblar a todos ante él; los días de placer en que se entregaba a la cacería; los días de política cuando el cuidado del Estado lo absorbía por completo, y los días de fiebre guerrera, cuando este Vicario de Jesucristo llevaba coraza y grandes botas, y apresuraba las marchas de sus tropas en campaña, levantándose el primero, y acostándose el último, como un espartano, duro a la fatiga e indiferente a las intemperies. A pesar de todo esto Julio II fué algo más que un soldado o que un político de altura.
     Su infancia se desarrolló en la atmósfera de un convento franciscano, entre las irradiaciones de piedad de su tío el futuro Sixto IV. Esa religiosidad profunda de los primeros años, pudo evaporarse al soplar el viento de las pasiones, en el orgullo de la grandeza, por el contagio de los escándalos romanos y entre el barullo del gobierno. Pero el fuego divino alentó siempre en aquel ardoroso corazón. Y esto se mostró a las claras en los últimos días del Papa. Obligado a guardar cama el día de Navidad de 1502, los pensamientos de la eternidad surgieron por sí mismos en su espíritu. Hablaba de ello a menudo sin dejar por eso de interesarse en los negocios. El enfermo no salía ya de esas "estancias" en las que el pincel de Rafael había pintado en frescos inmortales, la breve fórmula del saber dejada por Pico de la Mirándola: Philosophia quaerit, Theologia invenit, Religio possidet. Cuando los pasos de la muerte se dejaron oír en el umbral de su aposento, el anciano pontífice los oyó sin temblar. Lúcido, tranquilo, arregló con Pares de Grasis (4 de febrero de 1513) sus últimas voluntades y sus funerales. Algunos días más tarde (16 de febrero) dió algunas instrucciones para la 5a. sesión del Concilio de Letrán; e insistió en el asunto el 19, en la plenitud de su inteligencia y su voluntad. El 20 se confesó, recibió el Viático, hizo llamar a los Cardenales a los que habló en latín, como en un Consistorio, pidiéndoles sus oraciones, recomendándoles el temor de Dios y la observancia de su Ley, y les instó para que en las próximas elecciones siguiesen las prescripciones de su Bula del 15 de febrero. Por la noche entregó su alma a Dios. Eso era morir como Papa.
     Julio II no olvidó ciertamente nunca que él era el Papa. Su Bula contra la simonía en los Cónclaves se remonta a los primeros años de su reinado, y da testimonio del noble cuidado de poner al Vicario de Jesucristo, desde el día de su elección, en una independencia completa. El cuidado de propagar la fe cristiana fue muy vivo en Julio II; dió Obispos a las flamantes colonias americanas, misioneros a las Indias, a Etiopía, al Congo; deseaba convertir al Shah de Persia, y miró por los hussitas de Bohemia, La defensa de la pureza doctrinal no le dejó indiferente, como lo atestiguan la campaña contra los Marranos de Roma (1503-1513); el suplicio de cuatro dominicos suizos que engañaban al pueblo con falsos milagros; la condenación del antropomorfismo de Pedro de Luca; el establecimiento de los inquisidores en Toul, Nápoles y Benevento; los altercados con los soberanos de Inglaterra, de España, de Hungría, de Saboya y de Venecia, cuando lesionaban los derechos de la Iglesia. Su acción se hizo también sentir en la reforma de los Monasterios de Italia, de Francia, de Suiza y de Irlanda; arregló la vida conventual de los religiosos estudiantes en las Universidades, reorganizó la Congregación benedictina de Monte Casino; redujo a cierta unidad a las múltiples familias de San Francisco; estableció la autoridad de la Gran Cartuja sobre otras casas de la Orden; tomó algunas medidas tendientes a la prosperidad de los Olivetanos y de los Agustinos de San Salvador, y confirmó los nuevos estatutos dados por San Francisco de Paula a los mínimos.
     Tales son las huellas que de su actividad apostólica nos conserva el corto bulario de Julio II. Prueban que Guichardin y Gregorovio lo calumnian, cuando afirman que el indigno sobrino de Sixto IV no tenía nada de sacerdote. Hasta los mismos esfuerzos de Julio II para restablecer por medio de las armas el patrimonio de San Pedro en toda su integridad, proceden de un sentimiento de religión; porque en ese patrimonio veía la garantía de la independencia espiritual del Pontífice Romano, y el único medio de escapar al vasallaje que sufrieron los Papas de Aviñón. Así lo ha reconocido el protestante alemán Burchard, cuando, en su libro sobre el Renacimiento en Italia, llama a Julio II, el "salvador del Papado".
     Cuando se mira en la Galería de Oficios en Florencia, el retrato en el que Rafael fijó para la posteridad la figura de Julián de la Rovere, se experimenta cierta especie de inquietud. El Papa está sentado en un sillón; su barba ya gris cae sobre la muceta roja; la cabeza está inclinada más que por la edad, por el peso de las preocupaciones, y la mirada profunda y viva, parece escrutar, sin poderlos penetrar, peligrosos problemas. No aparece allí como un triunfador, sino más bien como un luchador que no ha cumplido aún su destino. La fuerza irradia de esa cabeza enérgica; se adivina que Julio II la ha empleado sin medida, pero sin tampoco agotarla. Se encuentra uno con el hombre que supo resistir a Bramante, cuando éste quería, en su plan de la Basílica de San Pedro, cambiar de lugar el sepulcro de los Apóstoles; con el hombre que fue capaz de hacer volver a Roma, vencido y dócil, a Miguel Angel que había huido furioso de la ciudad; con el hombre que arrancó de manos sacrilegas y codiciosas, pedazo a pedazo, todo el dominio temporal de los Papas; con el hombre que libertó a la Ciudad Eterna de las facciones y del bandolerismo; con el hombre que arrojó a los extranjeros de Italia; con el hombre que supo coligar contra Venecia rebelde al poder espiritual, a Francia, España y el Imperio, y más tarde poner en jaque a Maximiliano y a Luis XII, sin que jamás tuviera miedo a la batalla, o cansara su diplomacia. No obstante, esta cabeza reflexiona con una seriedad impresionante y sus ojos parecen fijarse en algún objetivo determinado que parece lejano y difícil. Julio II murió sin haber emprendido la reforma de la Iglesia, que tanto necesitaba.
     Cuando Lutero se levantó en Alemania, como profeta, contra la orgía de Babilonia, no pasó de ser un monje cansado de los vínculos de sus votos, un doctor infiel a la tradición tanto como a la Biblia, un corruptor de la moral, y un sembrador de discordias civiles. En la víspera de su muerte, decía: "Si yo supiera que había de vivir cien años aún, y dominar, por la gracia de Dios, no solamente las intrigas, las sediciones y las tempestades actuales, sino también las del porvenir, veo claramente que a pesar de esto no habríamos logrado procurar la paz para nuestros descendientes, porque el diablo vive y reina". El protestantismo es un sistema formulado por Lutero, implantado y sostenido por la fuerza de los príncipes, apóstatas como el mismo Lutero. Ese monje elocuente, jovial, grosero, orgulloso, sensual y atormentado por íntimos terrores, trajo a menos, lejos de aumentarlas, la religión, la justicia, la moralidad en el pueblo alemán; a las miserias de la Iglesia de su tiempo añadió nuevas miserias (J
anssen, L'Allemagne et la Reforme (tr. franc.) París Plon, II, 67-88, 116-128, 231-240, 491-592; III, 58-92, 449-460, 591-595).
     Por detestable que fuera el remedio propuesto por Lutero, lo ofrecía como un remedio. El favor que encontró, da testimonio de la realidad de las llagas profundas de la religión. Desde hacía más de cien años, la Iglesia Católica estaba roída por un mal devorador. Era el designio de Cristo fundador de la Iglesia, que la divina virtud de su verdad y de su vida se comunicara a los hombres por el canal de una jerarquía humana. Pero aun revistiendo a los sacerdotes, a los obispos, a los Papas, con el poder de enseñar, de santificar y de gobernar a los fieles, les dejó, sin embargo, el peligro de su libre arbitrio. Si es verdad que su indignidad no quita nada a su poder, no obstante, sí se arruinaba su prestigio; se esterilizaba su acción. De allí esos empobrecimientos de la vida divina de la Iglesia.
     Pues bien, cuando Julio II subió al trono pontificio las causas de este empobrecimiento eran muy poderosas.
     Según las teorías de Marsilio de Padua y de Guillermo Occam, en el siglo XIV la idea de la monarquía eclesiástica había sido falseada. La estancia de los Papas en Aviñón durante setenta años, prolongó y agravó el cisma de occidente, y el Concilio de Basilea (
Noel Valois, Le Pape et le Conclie de Bale, París, Picard 1909, I, 215-310; II, 127-303) consumó aquella crisis en la que parece sucumbir la autoridad de los Papas. Un humanismo antipapal, (Imbart de a Tour, Les origines de la Reforme, París, Hachette, 1909 II, 314-345) antimonacal, antimedioeval, anticristiano, precipitó, gracias a la invención de la imprenta, la decadencia de las costumbres, el descrédito de las antiguas instituciones, el desprecio de la filosofía tradicional, la difusión de la atrevida blasfemia y el renacimiento del paganismo. Contra esas fuerzas disolventes, que disocian la fe y la virtud, hubiera sido necesaria la presencia de Papas, obispos y sacerdotes modelos.
     Los mediocres, los vacilantes, los indignos, fueron arrastrados por ese torrente, que ellos debían haber contenido.
     Tal es la pesada herencia que el pasado arrojó sobre los hombros de Julio II, a principios del siglo XVI.
     El mal era profundo, muy extendido e inveterado. Para remediarlo, el Papa no tendría más de diez años de vida; y no era un santo. No hizo más que concebir proyectos y dar un ligero empuje a la acción de los reformadores que habían aparecido antes de él. El Concilio de Letrán es la prueba de su buena voluntad.
*  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *  *
     Desgraciadamente no era tan sólo la Curia Romana la que tenía necesidad de una reforma. En toda Italia abundaban los escándalos, y con ellos los eclesiásticos de todo rango destruían en lugar de edificar; cardenales, obispos, sacerdotes, monjes, se daban al juego, a negocios sospechosos, a la lujuria, en tanto que los esenciales deberes de la predicación y la administración de los sacramentos eran abandonados. En muchas ciudades, las Academias que ostentaban nombres frivolos reclutaban a los amantes del libertinaje. Tal vez y más intenso que en cualquier otra parte, florecía en Italia el humanismo destructor de las creencias. (Pietro Tacchi Venturi, S. J. Storia della Compagnia di Gesu in Italia, Roma, Albrighi, 1910. I. 33, 46, 143, 154, 164, 168, 183; E. Rodocanachi, La Reforme en ltalie, París. Picard. 1920, I. 46, 138, 196-206)
     Mucho antes que por Lutero, Alemania fué lanzada a la revolución contra el Papa por Juan Huss; y Juan Wesel, despreció las indulgencias, el culto de los santos, el purgatorio, el sacramento de la penitencia, de la eucaristía y de la extremaunción. Entre los obispos, los curas y los monjes del imperio ¡ay! no faltaban quienes eran completamente indignos de su estado. La Iglesia de Alemania era la más rica de la cristiandad; pero sus riquezas la corrompieron, y a causa de ello el respeto a las tradiciones cristianas y a los jefes espirituales quedó muy quebrantado. (
Janssen op. cit., II, 575-586).     En Francia se vió un espectáculo semejante. Había allí un galicanismo antipapal. Las elecciones de los obispos y la adjudicación de los beneficios estaban manchadas por los más graves abusos; muchos de los conventos estaban relajados; el clero, a causa de que varios de sus miembros eran inferiores a su cometido, ya no era un oráculo incontrastable para el país. (Imbart de la Tour, op. cit. II, 107, 115, 227, 240, 290, 306).
     En medio de la decadencia universal, la Iglesia de España parece, a primera vista, ofrecer un espectáculo glorioso. Los reyes católicos, Fernando e Isabel, no solamente habían realizado la unidad de España en el Norte (1474-1479), conquistando Navarra (1512), recobrando el Rosellón (1492), añadido Nápoles a sus dominios de Sicilia (1504), extendido su imperio hasta las Américas descubiertas por Colón (1492-1494); sino que también habían arrebatado al Islam el reino de Granada (1491), y la costa del Africa del Norte, desde Orán a Trípoli (1509-1510). El aliento de las Cruzadas palpitó en el alma cristiana de los dos soberanos y en la de su primer ministro, el ilustre Cardenal Jiménez de Cisneros. Pero no tienen solamente la intención de hacer temblar al mundo con el rugido del león simbólico que se yergue en su blasón; más alto que el estandarte de Castilla, quieren enarbolar en las tierras conquistadas, como lo hicieron en la Alhambra de Granada, la Cruz de Jesucristo. Esta monarquía, extraordinaria por la rapidez y la extensión de sus conquistas, estaba animada por un espíritu religioso, que penetró en sus leyes, levantó sus monumentos y animó toda su civilización.
     Por desgracia se encontraba impotente para reformar las costumbres de un gran número. Las orgías y las violencias de Pedro el Cruel y de los príncipes, sus tristes émulos, habían desaparecido en la noche de los años (1350-1369), mas el tiempo no había curado los males de la sociedad española. En las mismas puertas del reino de Carlos V, el pueblo vivía ignorante y rudo; el clero de los monasterios y de las parroquias resistió a las reformas de los Concilios; los prelados intrigantes, profanos, indignos, no escasearon ni aun en las sedes más ilustres. Los Fonseca, Carrillo, Carvajal, Ayala, y otros aún, deshonraban su estado, muchos tenían la desvergüenza de enterrar con ellos a sus sacrilegas descendencias. Antes de escandalizar a Roma, los Borgia habían ostentado sus vicios en el reino de Valencia. Un bastardo de Fernando el Católico ocupaba la sede de Zaragoza. Las lejanas expediciones que dan a la monarquía las tierras del Nuevo Mundo estaban lacradas por salvajes episodios: marinos y comerciantes rivalizaban en lujuria. El relajamiento había invadido gran número de claustros con novicias sin vocación; la clausura de los monasterios de mujeres era quebrantada de la manera más vergonzosa. Los beneficiados eclesiásticos olvidaban cumplir los deberes que condicionan el derecho de recibir las rentas de sus beneficios: la palabra de Dios ya no se predicaba a los fieles sino en raros sermones, carentes de doctrina y de celo; el comulgatorio estaba tan desierto como los confesionarios, salvo en las fiestas de Pascua. La fe permanecía, pero mal iluminada y desprovista de las buenas obras sin las que no se puede asegurar la salvación.
     En definitiva, España, como el resto de Europa Occidental, estaba minada por males profundos. Y si se puede decir con verdad que las ideas falsas circulaban en ella menos que en Alemania, en Italia, en Francia, es preciso convenir en que las costumbres estaban en ella en igual decadencia; y que el Evangelio no era ya sino por excepción la ley soberana de las almas bautizadas. (
V. de la Fuente, Historia Eclesiástica de España, IV, 363, 366, 372, 376, 380, 393, 444, 447, 450. Astráin Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (2a. ed.) I, 72-82. En las páginas de la Introducción que añade a su texto primitivo, el P. Astráin cita testimonios y evoca los hechos más decisivos).
*
*      *
     Sin embargo, allí como en el resto de la cristiandad, los cánones de los Concilios, al mismo tiempo que dan testimonio de seculares males, prueban que la Iglesia tiene la voluntad de aplicarles un remedio. Y no ha de creerse que en el siglo XVI todo es ruina y desorden. En ese tiempo que la mirada apasionada de Lutero consideraba todo como una imitación de Gomorra, los testigos no faltan a la verdad, ni los modelos a la virtud.
     Benedicto XII, Gregorio XI, Bonifacio IX, son hombres instruidos, íntegros y nobles; Nicolás V, Pío II, Paulo II, Julio II, muestran cualidades más brillantes aún. Juan XXII ofrece a los ojos de todos una vida austera como un paisaje de su Quercy; Urbano V, es venerado ahora en los altares. Los cardenales Capranica, Albergad, Albornoz, Torquemada, Jiménez, Nicolás de Cusa, Bessarion, son glorias de la Iglesia. Y qué obispos tan admirables San Andrés Corsino, de Fiesole; San Antonino, de Florencia, y San Lorenzo Justiniano, de Venecia.
     El canciller Gerson, Tomás de Kempis, Dionisio el Cartujo, Taulero, Suso, Ruysbroeck; los fundadores de la vida común en los Países Bajos, los amigos de Dios en Suiza y en Alemania, los Jerónimos españoles o italianos (Juan de Erfurt y Bartolomé de Santo Domingo) son almas todas de Dios. Con mayor razón podemos considerar como eminentes servidores de Cristo a San Vicente Ferrer, San Bernardino de Siena, San Juan Capistrano, el bienaventurado Diego de Alcalá, los beatos Amadeo de Portugal y Nicolás de Flue, San Juan Nepomuceno, Santa Catarina de Siena. Santa Francisca Romana, Santa Brígida de Suecia, Santa Coleta y Santa Juana de Arco.
     En medio de un mundo desolado, sus oraciones, sus virtudes, sus inmolaciones, su apostolado, suben al cielo como una poderosa protesta; estos santos auténticos demuestran que aun en los días de desgracia y de vergüenza, la Iglesia por algún título merece aún la nota de santa. Sus ejemplos unidos a los esfuerzos de los buenos sacerdotes, de los buenos obispos y de los buenos Papas, hacen circular por el cuerpo de la sociedad cristiana una sangre pura; y esa sangre mantiene la vida comprometida por las toxinas mortíferas que se llaman las faltas de los pecadores, los vicios del clero y los errores de los herejes.
     Y esto es precisamente lo que condena la empresa de Lutero. Antes que él, otros han trabajado eficazmente en la reforma de la Iglesia y no la han curado completamente, porque la naturaleza humana permanece indefinidamente sujeta al mal. y porque el plan de la Providencia es el de respetar el juego peligroso de la libertad. Es verdad que estos maravillosos médicos de las almas fueron muy raros, pero su acción fue real y constante, y así preservaron a la Iglesia de la muerte.
     El siglo XVI por su historia opone a la pretensión orgullosa del monje de Wittemberg una réplica más decisiva aún. En el curso de esta edad que Julio II inaugura se levantan otros vengadores del decálogo desconocido, de la majestad divina desafiada por los pecadores o los heresiarcas. Paulo III reorganiza el Santo Oficio constituyéndolo supremo tribunal de la fe (1542), establece el Index (1543), abre el Concilio de Trento (13 de diciembre de 1545). Esta asamblea, combatida por terribles influencias contrarias, durará 20 años. Pío IV dará fin a sus trabajos (15 de diciembre de 1563). Todavía vivimos nosotros de aquellos tesoros reunidos en ese Concilio, en el que Papas ilustres trabajaron enérgicamente en aplicar las reformas.
     Pero ¡cuánto más difícil y más breve hubiera sido la acción de aquellos Pontífices, si en torno de ellos no hubiera surgido una legión de hombres inspirados por Dios para mostrar al mundo, en su misma vida santa, todo el esplendor del Evangelio: Cayetano de Thiena, fundador de los Theatinos (1524), Mateo de Rosi, fundador de los Capuchinos (1528), Jerónimo Emiliano, fundador de los Somasca (1528), Antonio Zacarías, fundador de los Barnabitas (1530), Felipe de Neri, fundador del Oratorio (1548), Juan Leonardo, fundador de los Clérigos regulares de la Madre de Dios (1574), Camilo de Lelis, fundador de los clérigos ministros de los enfermos (1585), Juan de la Barrera, reformador de los Cistercienses Franceses (1587), Pedro Fourier, fundador de los canónigos de San Agustín (1587), Francisco Caracciolo, fundador de los Clérigos Regulares Menores (1588), César de Bus, fundador de los Doctrinarios (1592), y las mujeres que rivalizan con los hombres en ardor e iniciativa: Juana de Valois, que establece las Anunciatas (1500), Angela de Mérici, que instituye las Ursulinas (1537) y Teresa de Jesús, que reforma el Carmelo, (1562)!
     Todas estas almas elegidas predican y realizan la santidad; su ejemplo y su palabra la propagan. Y es en medio de esta pléyade magnífica de verdaderos reformadores de la Iglesia en donde aparece Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. No vamos a compararlo con los otros, mucho menos a levantarlo sobre ellos. Para dar gloria a Dios, de la que él fue el instrumento, bastará decir quién es y qué hizo en el siglo que conoció la crisis del Renacimiento, las devastaciones de la Reforma y las atrevidas hazañas de los descubridores de continentes.
P. Pablo Dudon, S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

No hay comentarios: