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martes, 14 de enero de 2014

Ad perdendum eum

Para matarle


     Cuando Herodes buscaba al Niño Jesús —me dice el Evangelio en la frase del ángel a San José— lo buscaba ad perdendum eum: para matarle.
     Así me busca a mí también el demonio.
     Para matar en mi alma la vida de la gracia.
     Y me busca con encarnecimiento. Y con una constancia que aterra. Y con furia: como «león rugiente»"; me dice el Apóstol San Pedro.
     Y me busca con inteligencia y con astucia.
     Estudia mis gustos, mis aficiones. Examina mis lados débiles. Busca aliados en mis pasiones. Y va, poco a poco estrechando el cerco.
     Algunas veces me asusta, y entonces, cuando me ve miedoso y cobarde, ataca. Otras veces parece infundirme valor para que lo desafíe todo. Halaga mi sensualidad. Atrae mi codicia. Ilusiona mi tendencia al orgullo. Me hace presumir de mí mismo, de mis fuerzas...
     No le importa prometerlo todo..., aunque después no haya de dar nada.
     Siempre que le es posible, abusa de mi inexperiencia para que me exponga al peligro.
     En ocasiones, me llena de confianza en mí mismo, para que no vea el peligro donde realmente está, y me infunde esa presunción absurda, que es señal segura de mi derrota.
     Insiste para que no descubra a nadie mi tentación y afronte la lucha solo. Así está más segura su victoria. No quiere pelear con dos a la vez; tiene la esperanza de vencerme; pero cuando me ve acompañado por mi director espiritual, prefiere retirarse y esperar mejor ocasión: a él no le importa mucho esperar...
     No tiene otro interés que perderme, matar mi alma.
     Todo lo da por bien empleado para lograrlo.
     No le importa —como no le importó a Herodes— hacer perecer a muchos inocentes con tal de que yo caiga entre sus manos.
     A eso viene con sus tentaciones.

     Tentaciones con apariencia de bien: Herodes pedía a los Magos que le comunicasen el hallazgo del Niño: ut et ego veniens adorem eum. Y la matanza de los inocentes demostró bien lo que el astuto pretendía.
     El demonio sabe muy bien que si me revelara sus intenciones perversas, yo estaría dispuesto a luchar para no dejarme sorprender. Y él no quiere lucha, porque es cobarde; pero atado, que no muerde sino al que se le acerca.
     Tentaciones con apariencia de necesidad: mía o de otros; conservar mi salud, defender mi buen nombre, ayudar a mi hermano... Pero detrás, él con sus engaños y con sus redes listas...
     Tentaciones manifiestas, quizá las menos peligrosas;
pero que, sin embargo, si me descuido, me harán sucumbir. No puedo nunca fiarme de mí mismo.

     Hay otros Herodes, aliados del demonio: son los tibios, los flojos, los que me quieren apartar con sus ejemplos o con sus palabras insidiosas del cumplimiento de mi deber, de la observancia de mis Reglas, de mis deseos de perfección.
     Esos también quieren perderme.
     De esos tengo también que defenderme.
     Muchas veces más peligrosos porque se me venden como amigos, deseosos de mi bien: reprochan lo que llaman mis exageraciones, mis escrúpulos; se interesan por mi salud, por mi bienestar... Pero latet anguis in herba. Su cola serpentina, como dice San Ignacio, aparece de repente, y me muestra lo que pretendían.
     Contra esos Herodes, que puedo encontrarlos en todas partes, tengo que estar alerta.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO

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