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viernes, 3 de enero de 2014

ASISTENCIA DE LA VIRGEN MARÍA A LAS BENDITAS ALMAS DEL PURGATORIO

CAPITULO II

     Provechos en favor de las almas del Purgatorio por la devoción que durante la vida han tenido a la Santísima Virgen.—Generalidades acerca de los auxilios prestados por los elegidos del cielo a los difuntos.—Realidad y modo de la asistencia especial que reciben de la Madre de Dios.—Indulgencia y Bula "Sabatina".— Cuestiones incidentales.

     I. La providencia maternal de la Santísima Virgen sobre los hijos que le fueron confiados en el Calvario sigue a éstos más allá de la muerte. Y como hay muchos que al salir de esta vida de prueba no son juzgados dignos de ser admitidos sin retraso en la gloria, aun cuando hayan muerto en gracia de Dios, vamos, ante todo, a explanar cuál sea sobre ellos la bienhechora influencia de la Madre de Dios.
     Artículo es de la fe católica que las almas condenadas a las expiaciones del Purgatorio pueden ser, no sólo aliviadas en sus padecimientos, sino también libertadas por las oraciones, satisfacciones y buenas obras, por la ofrenda y aplicación que se les hace del Santo Sacrificio; en una palabra, por los sufragios de los vivos (Professio fidei a M. Paleologo, in C. Aecum. LuGdun. II Gregorio X oblata. Profesion de fe renovada en el Concilio de Florencia en el Decreto de Unión. Por último, en el Concilio de Trento (seas. 25, de Purgatorio) se dice que la Iglesia Católica enseña, instruida por el Espíritu Santo, conforme a las Sagradas Escrituras y a la antigua tradición do los Padres y de los Santos Concilios, no sólo que hay Purgatorio, sino "que las almas detenidas en el Purgatorio son auxiliadas por los sufragios de los fieles y por el Santo Sacrificio del Altar").
     Sin embargo, si la Iglesia ha definido el valor y utilidad de los sufragios ofrecidos por los fieles de la tierra en favor de sus hermanos muertos sin haber expiado perfectamente sus culpas, no hallamos una definición semejante sobre la asistencia que esas mismas almas pueden recibir de los bienaventurados del cielo. La causa está, sin duda, en la naturaleza de los errores que motivaron las definiciones. Los herejes atacaron, ya la existencia misma del Purgatorio, ya la facultad que pueden tener los vivos de socorrer a las almas que la Justicia divina purifica en él. Rechazaron igualmente la invocación de los Santos y el poder que tienen de interceder cerca de Dios por aquellos que caminan aún por las sendas de la vida mortal. La Iglesia opuso sus anatemas a una y otra negación. Si no pronunció sentencia expresa sobre la cuestión especial que nos ocupa, fué porque la verdad sobre este punto no había sido formalmente atacada. Pero como los dos errores condenados tenían por consecuencia natural la exclusión de toda intervención auxiliadora de los elegidos del cielo en favor de las almas que sufren en el Purgatorio, la Iglesia no ha podido rechazarlas sin que la misma intervención no se derive también como una consecuencia de sus decretos.
     Por lo demás, ni la naturaleza de las cosas, ni la enseñanza práctica de la Iglesia dejan duda alguna sobre esta materia. Hemos dicho: la naturaleza de las cosas. Según doctrina de Santo Tomás, dos cosas concurren a que los sufragios de los vivos aprovechen a los difuntos: la caridad, que une a unos con otros en la unidad del mismo cuerpo viviente de Cristo, y la intención que tienen los vivos de socorrer a los muertos. Resulta de aquí —continúa el santo Doctor— que, entre las obras que podemos ofrecer a Dios para auxiliar a las almas que sufren, ocupan el primer lugar aquellas en las que más se revela la comunión en la caridad, o la intención directa de aliviar al prójimo. Desde el primer punto de vista, ningún sufragio por los difuntos iguala a la ofrenda del sacrificio del altar; porque la Eucaristía, por su naturaleza, es el Sacramento de la unión, el principio y el vínculo de la caridad, puesto que contiene a Cristo, en quien toda la Iglesia está unida como sobre el más inquebrantable de los cimientos... Desde el segundo punto de vista, la preeminencia sobre las demás buenas obras es de la oración, porque la oración tiene la propiedad de encaminarse por una intención más directa hacia aquel por quien se invoca la misericordia divina (S. Thom., Supplem., q. 71, a. 9).
     Ahora bien: ¿quién puede dudar que por estos dos títulos, los bienaventurados del cielo puedan asistir a los miembros de Cristo, imperfectamente purificados aún, y por esto impedidos de entrar con ellos en la gloria? ¿No les están unidos en caridad? No ya solamente por una caridad cuyos lazos pueden, desgraciadamente, relajarse y hasta romperse por la fuerza de las tentaciones y de las pasiones, sino por una caridad que nada puede destruir ni disminuir jamás. Unos y otros, en efecto, están confirmados en el amor, y los que gozan y los que sufren están unidos para siempre, vivos, al cuerpo vivo de Cristo, cabeza de todos.
     ¿Qué obstáculo habrá, pues, que los pueda separar y prohibir a los ya dichosos compadecerse eficazmente del sufrimiento de los otros? ¿Será quizá que, ignorando sus pruebas, no pueden tener intención de socorrerlos? Pensar así es desconocer las condiciones de conocimiento en que están los elegidos en el cielo. Su ciencia sobre las cosas del Purgatorio no es como la nuestra, tan vaga, tan obscura, tan indeterminada. Con la mirada misma con que contemplan las infinitas bellezas de Dios, sus ojos llegan hasta aquellas prisiones donde el Señor retiene a sus hijos y a sus hermanos. Y si no penetran todos sus misterios; si no oyen, cada uno en particular, todos los gritos de amor y de angustia, todas las súplicas que exhalan aquellas almas, a lo menos, ven y oyen todo lo que conocen, según la medida de beatitud y de caridad que tienen en el Señor. Por consiguiente, por este estilo también sobrepujan a los fieles que viven en el destierro, y mejor que nosotros pueden volver su intención hacia el alivio y liberación de sus hermanos del Purgatorio.
     En apoyo de esta verdad invocaremos, además, la enseñanza práctica de la Iglesia. La encontramos en la Liturgia, es decir, en las oraciones que la Iglesia Universal ha puesto, en todos los tiempos, en los labios de sus hijos y de sus sacerdotes; porque, según el testimonio del gran Papa San Celestino, la ley de la oración responde a la ley de la creencia y la manifiesta.
     Esto no quiere decir que los fieles de la tierra no posean medio alguno para aliviar a sus hermanos que sufren que les sea exclusivamente propio; por ejemplo, el sacrificio del altar, la limosna, las indulgencias concedidas por la Iglesia. Lo que decimos es que Dios no ha rehusado a sus elegidos, ya coronados de gloria, el honor y la felicidad de ayudar a las almas de quienes su Justicia exige un complemento de expiación.
     Un hecho, entre otros, demuestra hasta qué punto la Iglesia primitiva estaba convencida de la asistencia prestada por los Santos del cielo a las almas de los difuntos, y es la costumbre, tan cara a los primeros cristianos, de procurarse un sepulcro cerca de las tumbas de los mártires; práctica que se hizo vulgar entre ellos, sobre todo desde el siglo IV, y tan frecuentemente recordada por la fórmula Ad martyres, ad Sanctos; ante, retro, martyres, etcétera. En efecto, ¿qué pretendían nuestros antepasados en la fe cuando querían poner sus despojos mortales en contacto tan inmediato como les era posible con las santas reliquias? Conciliarse el favor y la protección de los elegidos de Dios; merecer ser asistidos por ellos después de su muerte, y, por consiguiente, obtener, gracias a esa protección poderosa, una entrada más pronta y más cierta en el reino del Padre celestial.
     Esta intención se nos revela, no sólo por la naturaleza misma de los hechos, sino también por una multitud de inscripciones y textos antiguos. Hallaránse éstos en las obras especiales que tratan de las Antigüedades cristianas (Véase, por ejemplo, el Diccionario de las Antigüedades cristianas de Martigny, en las palabras "Ad Sanctos ad Martyres").
     "No comprendo —dice San Agustín— de qué podría servirles a los muertos el ser enterrados cerca de la memoria de los Santos, si no es con la intención de que los que, los han amado, viendo cerca de quién reposan sus muertos, los recomienden a esos mismos Santos como a patronos que deben asistirlos con sus oraciones cerca de Dios" (De cura pro mortuis gerenda, c. 4, n. 6. P. L., XL, 696). Doctrina desarrollada igualmente por San Maximino de Turín en su homilía sobre los mártires Octaviano, Adventicio y Solutor: "Los mártires nos protegen durante la vida y nos reciben en el momento de la muerte; allí, para preservarnos de la mancha del pecado; aquí, para arrancarnos al horror del infierno. Y por esto quisieron nuestros antepasados que nuestros cuerpos estuviesen unidos a los huesos de los Santos" (Hom de SS„ 81. P. L., LVII, 428).
     Paulino de Nola obedecía al mismo sentimiento de piedad cuando hacía transportar los restos de su hijo adolescente, Celso, cerca de los mártires de Complutum (Hoy Alcalá, en España), probablemente los dos hermanos Justo y Pastor, coronados juntos en el año 304, durante la persecución de Diocleciano. Esto atestigua él mismo en una de sus poesías más bellas: "Lo hemos enviado a la ciudad de Complutum, a fin de que, estando unido a los mártires por la unión de la tumba, saque de la sangre de los Santos la virtud que purifica las almas" (Poem., XXXIV, vera. 606, sqq. P. L„ LXI, 689). Por último, para citar un ejemplo más, Constantino quiso también ser sepultado en medio de los monumentos elevados por su munificencia a los doce Apóstoles en la basílica que les había dedicado en Constantinopla. "Y a esto —dice su historiador Eusebio— fue movido por dos motivos: primero, por el deseo de participar de las oraciones que los fieles dirigirían a los Apóstoles; después, y sobre todo, por la firme convicción de que la memoria de ellos sería de gran utilidad a su alma" (Vita Constantino, 1. IV, c. 60. P. G., XX, 110, sq.).
     Santo Tomás, hablando de los auxilios que los vivos pueden prestar a los difuntos, trae estas dos razones para explicar la utilidad que hay de ser enterrado en un lugar sagrado. "Quod ulterius sepultura in loco sacro mortuo podest, non quidem ex ipso opere operato, sed magis ex ipso opere operante, dum scilicet vel ipse defunctus, vel alius, corpus ejus in loco sacro disponens, patrocinio alicujus sancti eum committit, cujus precibus per hoc credendus est adjuvari, et etiam patrocinio eorum qui loco sacro deserviunt, qui pro apud se tumulatis frequentius et specialius orant" (In IV Sentent., D., 45, q. 2, a. 3, sol. 3).
     Notemos de paso que el satisfacer este deseo dio lugar en varias ocasiones a lamentables abusos. Uno de los mayores fué la mutilación de los monumentos consagrados a las mártires. Estos monumentos estaban adornados con frescos; más de una vez estas pinturas fueron destruidas, a lo menos en parte, por manos indiscretas, que no temieron estropearlas para introducir loculi en el lugar más próximo a los sarcófagos en donde reposaban las santas reliquias. (Véase a Martigny, Dictionnaire. .., en las palabras "Arcosolium", etc.)
     Así se ven realizadas en el cuerpo místico de Cristo las hermosas palabras de San Pablo cuando, celebrando la unidad que debe unir armoniosamente todas sus partes, decía: "En cuanto un miembro padece, todos los demás lo padecen; en cuanto un miembro es glorificado, todos los demás se regocijan con él" (I Cor., XII, 26). Seguramente que los justos detenidos en el Purgatorio son dichosos de la felicidad de sus hermanos que antes que ellos han llegado a la bienaventuranza; por consiguiente la caridad que los anima debe necesariamente inclinar a los bienaventurados comprensores a compadecerse de los miembros que sufren, pues son parte del mismo cuerpo, y, por ende, a socorrerlos en sus pruebas y presente penar.

     II. Después de estas nociones generales, no olvidemos que debemos hablar especialmente de la benditísima Madre de los hombres. Si los fieles de la tierra y los Santos del cielo pueden y quieren socorrer a sus hermanos del Purgatorio, ¿es posible que María no quiera o no pueda esto mismo como ellos y más que ellos? Cosa incomprensible sería esta, puesto que Ella está más unida que todos los otros a esas almas por los lazos de la caridad; puesto que su amor a ellas es incomparablemente más grande que todo otro amor; puesto que nadie, fuera de Dios, conoce tan claramente como Ella sus aspiraciones, angustias y lamentos; porque Ella sigue siendo la Esperanza en la morada de la expiación como lo fué en el tiempo de peregrinación; puesto que de esta comunión de los Santos que reúne entre sí las tres grandes partes del reino de Dios, la Iglesia militante, la Iglesia triunfante y la Iglesia purgante, Ella es, después de Jesucristo, el nudo y el centro; Ella es verdadera madre de toda la familia de Dios.
     ¿Queréis, sobre este punto, un testimonio brillante de la misma Santa Iglesia? Leed las oraciones litúrgicas, y muy especialmente las que los sacerdotes dirigen a Dios, por orden suya, en el santo sacrificio de la Misa: "¡Oh, Dios, que concedes tan liberalmente el perdón y que amas la salud de los hombres!, rogamos a tu clemencia que, por la intercesión perpetua de la Bienaventurada Virgen María y por la de todos los Santos, aquellos de nuestros hermanos... que han salido de este mundo lleguen a la herencia de la eterna beatitud" (Oraciones del Misal de difuntos).
     Los Santos exaltan al unísono este oficio misericordioso de la Reina del Cielo. Ella consuela, Ella anima, Ella alivia y da la libertad. No contentos de atestiguarlo, hacen también algunas aplicaciones muy asombrosas. Según San Ildefonso, cada vez que en el año litúrgico se celebra la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, hay para todas las almas del Purgatorio un gran alivio de sufrimiento. María hace participar del gozo del cielo y de la tierra a la tenebrosa cárcel del dolor (Serm. 5 de Assumpt. (ínter dubios). P. L., XCVI, 203. Debemos añadir que varios intérpretes han pensado que el autor hablaba aquí del infierno y de los condenados. Sería de aquellos que pia quadam temeritate habrían tenido por admisible un momento de alivio en los suplicios eternos, en los días en que la Iglesia celebra los más grandes misterios de nuestra salud; opinión que no sería ni tolerable en nuestros días. Por lo demás, el texto, como decimos, se puede entender del Purgatorio). Santa Francisca Romana, tan conocida por sus maravillosas visiones, fue favorecida con la contemplación de la gloria de la reina del Cielo en su triunfante Asunción. "Comprendió que todas las almas detenidas entonces en el Purgatorio entraron en seguida, en pos de la Madre de Dios, a reinar con Ella para siempre, de igual modo que las almas de los antiguos Padres encerradas en el limbo habían acompañado a Cristo, subiendo al cielo, el día de su Ascención" (Hippol. Maracci. Cleric. Regul., Fundatores mariani, c. 28 (Romae, 1648), p. 262).
     En las Glorias de María, San Alfonso Ligorio se hace eco, complaciente y convencido, de relatos y de asertos parecidos. Recuerda, en particular, el pasaje en que el canciller Gerson muestra a Jesucristo elevándose al cielo con su Madre, "y alrededor la cautividad del Purgatorio libertada por el honor de Aquella a quien el Señor se disponía a coronar como la soberana de la gracia, la Reina y la Madre de misericordia" (Tract. IV, super Magníficat. Opp., t. IV, p. 287). Algunas líneas después menciona también la piadosa opinión del venerable Dionisio Cartujano, según la cual se renueva este mismo favor cada año en las solemnidades de Pascua Florida y de Natividad. "Todos los años —dice este doctor y grave autor— la Santísima Virgen, en el día de la Natividad del Señor y de su Resurrección, baja al Purgatorio, acompañada de multitud de ángeles, a fin de sacar de allí un gran número de almas" (Serm. in Assumpt., 2. Cf. S. Alph. de Lig., Glorias de María, p. I, c. 8, 5 2).
     San Pedro Damiano cuenta a propósito de esto un caso curioso que dice haberlo sabido de un sacerdote fidedigno, que a su vez lo refería como sucedido hacía poco en Roma, "ante paucos annos". Helo aquí, traducido literalmente del latín. Una mujer de Roma entró el día de la Asunción en la Basílica erigida en honor de la Virgen Santísima en el Capitolio. Grande fue su sorpresa al ver allí a una de sus vecinas que había muerto un año antes. No pudiendo acercársele, por la muchedumbre de gente que llenaba e! templo, fue a esperarla al salir de la iglesia en una callejuela por donde tenía que pasar. "¿No eres tú, Marozia, mi vecina —le dijo—, la que murió hace algún tiempo?" "Sí, la misma soy." "¿Y cómo estás ahora?" La otra le confesó que había sufrido mucho en el Purgatorio por algunas faltas de su niñez, de las cuales se había confesado, pero sin recibir la absolución. "Hoy —continuó— la Reina del mundo ha rogado por nosotros, y me ha sacado a mí y a otras muchas del lugar de la expiación; y es tan grande la muchedumbre de almas así libertadas, que sobrepuja al número de los habitantes de Roma. He aquí por qué visitamos en acción de gracias los lugares consagrados a nuestra gloriosa Señora." Y como prueba de la verdad de la aparición, la feliz cautiva de la divina justicia anunció a su amiga que dentro de un año moriría ella también. Lo que sucedió exactamente. (S. Petr. Damian., Opuse. XXXIV, Disput. de variis apparition. et miraculis. c. 3. P. I,.. CXLV, 586. 587.)
    Las Revelaciones de Santa Brígida están llenas de seguridades, dadas por la misma Virgen Santísima, respecto de ésta su protección a sus hijos y siervos del Purgatorio. "Yo soy la Reina del Cielo —decía un día a nuestra Santa—; yo soy la Madre de la misericordia... y la senda por donde vuelven a Dios los pecadores. No hay pena en el Purgatorio que yo no endulce y que por mí no sea menor de lo que fuera sin mí" (Revelat. S. Birgittae, 1. VI, c. 10, t. II, p. 16). Otra vez, la Bienaventurada Brígida oye al Hijo decir a su Madre: "Tú eres mi Madre, Tú eres la Reina del Cielo, Tú eres la Madre misericordiosa, Tú eres el consuelo de los que están en el Purgatorio, y la esperanza de los pecadores de la tierra".


     Revelat., 1. I, c. 16, t. I. p. 88. Hemos querido citar estos textos de la Santa, ya porque son de gran consuelo para los devotos de María, ya porque generalmente los reproducen defectuosamente, con referencias inexactas. Por lo demás, entiéndase bien que los hechos relatados, en estás últimas páginas, como otros del mismo género, no es obligatorio creerlos. Lo que de ellos debemos sacar, sobre todo, es una persuasión muy fundada del misericordioso poder de María para aliviar y librar a las almas que sufren y que ponen su esperanza en Ella.

     III. ¿De qué manera socorre María a sus hijos y siervos que gimen en el Purgatorio? Hay, sobre esta cuestión, respuestas unánimes, y otras más o menos discordantes. Diremos primero lo que piensan de acuerdo Doctores y teólogos, teniendo una sola e idéntica doctrina; veremos después sobre qué puntos difieren, y cómo la divergencia está más en las palabras que en las cosas.
     El primer modo, y quizá el más frecuente, que tiene María de socorrer a sus hijos del Purgatorio es el pensamiento y voluntad que inspira a los fieles que aun viven, de orar, de sufrir y de trabajar por su libertad. No pensabais, tal vez, en vuestros hermanos difuntos, y de repente os sentís conmovidos de su estado, llenos de afán por auxiliarlos y apresurarles la hora en que, libres de toda deuda, sean admitidos al festín eterno. Es que la Madre de esos dichosos infortunados os llama para secundar su misericordia.
     Un día, Juan Jiménez, santo Coadjutor de la Compañía de Jesús, derramaba su corazón ante una imagen de la Virgen Inmaculada. Mientras oraba le vino una especie de escrúpulo sobre su poco celo y compasión por las almas del Purgatorio, "Jiménez —le dijo entonces una voz misteriosa, pero muy clara—, acuérdate de los difuntos." "Sí, lo haré" —respondió el devoto siervo de María—. Y desde aquel día hasta el de su muerte, esto es, durante ocho años que vivió después, ofreció todas sus buenas obras de mortificación y devoción por las almas del Purgatorio (P. L. de Lapuente, Vida del P. Baltasar Alvarez, c. 44).
     ¡Cuántos otros casos pudiéramos narrar como este si nos fuera permitido descorrer el velo que oculta la acción divina en los corazones! Puesto que le agrada a Nuestra Señora el mendigar así nuestros sufragios para las almas que le son queridas, entremos en sus designios de misericordia y no temamos hacer demasiado para secundar su dulce influencia (Estas consideraciones prueban que es muy conveniente abandonar en manos de María todas nuestras obras satisfactorias, para que disponga de ellas como quiera en favor de los difuntos que con especial designio quiere socorrer).
     Admiremos las sendas de la Providencia. Nuestro Señor, con la infinidad de sus méritos y la superabundancia de sus satisfacciones, podría pagar en un momento todas las deudas de la Iglesia paciente. ¿Por qué no lo hace? Es un secreto de su corazón y de su justicia. Podemos saber, a lo menos, que si de este modo se ha ligado a Sí mismo ha sido para dar a los hombres, y particularmente a su Madre, parte mayor en la obra de sus liberalidades. Ahora bien, la Madre misma entra también en las miras del Hijo. Ella pretende igualmente aliviar a los muertos por medio de los vivos; quiere deber la libertad de las almas de sus hijos tanto a nuestra caridad como a su propio crédito; hace callar, en cierto modo, su compasión, a fin de que tengamos más libre campo para la nuestra. Por lo demás, en cuanto nos ve responder a sus inspiraciones, sus maternales sufragios se añaden a nuestras obras y duplican su precio a los ojos de la Justicia divina. Para responder a este designio del Hijo y de la Madre han concedido, sin duda alguna, los Pontífices tantas indulgencias aplicables a los difuntos en las mismas oraciones y otros ejercicios de devoción en honor de esta dulcísima Virgen (El P. M. Philpin. de P., sacerdote del Orat. de Londres, Union de Marie aux fidéles... I part., ch. 7).
     A este primer modo de auxilio puede María juntar otro segundo: ofrecer por esas almas cautivas de la divina Justicia, no ya satisfacciones actuales, puesto que el estado de la bienaventuranza excluye toda posibilidad de sufrimiento y de expiación, sino los méritos expiatorios de su carrera mortal. Forman, es verdad, después de las satisfacciones de Cristo, el tesoro de la Iglesia; pero su Hijo no la ha desposeído en tal grado para enriquecer a su Esposa de la tierra que no pueda ella misma disponer de esos méritos según su libre querer.
     Hasta aquí están de acuerdo los teólogos. Donde cesa la unanimidad de doctrina es cuando se trata de decidir si las oraciones de la Santísima Virgen bastan, por sí mismas, para obtener de su Hijo la liberación de los miembros pacientes de Cristo o un alivio de sus tormentos (Belarmino enseña expresamente que podemos con simples oraciones, fuera de toda satisfacción, socorrer a las almas de los difuntos (De Purgatorio. 1. II, c. 15). Teófilo Raynaud concede este poder a las oraciones de los viadores, y lo niega más probablemente a las de los compresores (Scapulare Marianum..., 2, V, Opp., t. VII, p. 289). Suárez, hablando en general de las oraciones separadas de toda satisfacción, considera "piadosa, probable y tal vez verdadera" la opinión que les atribuye el poder de aplacar a la divina Justicia. No obstante, es, según él, "muy incierta y muy poco fundada en razón". En efecto, nadie puede obtener por sí mismo, independientemente de toda satisfacción, y por el único mérito de sus propias oraciones, la remisión de la pena merecida por sus infidelidades. Ahora bien, lo que no se puede hacer en favor de sí mismo, se puede menos aún en favor de los otros; porque en esta clase de materias, y en igualdad de circunstancias, la oración es más eficaz cuando se ruega por sí mismo. Por consiguiente, pedir que las almas del Purgatorio sean libertadas gratuitamente, es decir, independientemente de su propia satisfacción o de todo género de pago ofrecido por ellas, pedir esto es exponerse a no ser escuchado.
     Esto, sin embargo, no quiere decir que sean inútiles y vanas las oraciones que dirigimos a Dios para que se digne aliviarlas en sus penas. ¿Por qué? Porque entendemos, que nos conformamos al orar con el orden de la Providencia divina, que hace depender de la expiación la remisión de la pena, o total o parcial. Por consiguiente, con el carácter propio de impetración que la oración tiene, ofrecemos, implícitamente por lo menos, el valor satisfactorio inherente a las plegarias de esta vida mortal (Suárez, De Sacr. Penitentiae, D. 48, s. 6, p. 504 ed. Venet., 1748). De aquí esta conclusión manifiesta: que las oraciones de la Santísima Virgen para conseguir a las almas del Purgatorio o el alivio o la cesación de sus penas, deberían tener como acompañamiento sus satisfacciones personales, o quizá inclinar a su misericordioso Hijo a que hiciese, en favor de las almas singularmente patrocinadas por Ella, una aplicación especial de sus méritos propios (22).


     Suárez pregunta si los Santos del cielo pueden obtener de Jesucristo con sus oraciones que aplique Él mismo los difuntos la cantidad de bus propias satisfacciones necesaria y suficiente para que sean libertados. Una libertad así concebida sería gratuita por parte del donatario y de sus abogados ; pero la Justicia tendría, sin embargo, plena satisfacción por parte de Cristo. El gran teólogo no juzga improbable este género de sufragio. Con todo, no cree que los Santos piden, a lo menos regularmente, un modo semejante de aplicación o de remisión. Y es que Jesucristo, causa y origen universal de toda remisión de la pena, habiendo establecido instrumentos y como causas segundas para aplicar sus satisfacciones, no acostumbra a hacer la aplicación por Sí mismo, fuera de los medios instituidos por Él. Si, pues, lo hace alguna vez, es por una economía especial, que no cae ni bajo la ciencia, ni bajo la ley (1. c.. p. 605).
     Si los Santos no pueden, por su propia autoridad, ofrecer como paga a Dios las satisfacciones de los otros elegidos, puesto que no les pertenecen, nada les impide solicitar la ofrenda de ellas de los que las poseen. Y este es un medio más para la Santísima Virgen de socorrer a sus hijos; porque ¿habrá algún habitante del cielo que vacile en presentar a Dios el Tesoro entero de sus propias satisfacciones por un deseo de su Reina y en favor de los que Ella protege? En fin, como sucede frecuentemente que los sufragios ofrecidos en la Iglesia por ciertas almas determinadas no les son aplicables, o porque Dios les ha recibido ya en su gloria, o porque les había arrojado de su faz a causa de sus crímenes, y no hay ya perdón para ellas, ¿no se puede creer que Dios Nuestro Señor transfiera este beneficio a las almas que le son designadas por los deseos de María?
     Así pueden conciliarse prácticamente dos opiniones contrarias en apariencia: la opinión según la cual los Santos y la Reina de los Santos no pueden con sus oraciones solas hacer cesar, ni aun aliviar, la prueba de los justos condenados al Purgatorio, y la opinión que les atribuye este poder de impetración, aun cuando esas oraciones, por el estado de bienaventuranza, no tengan, como las nuestras, mérito expiatorio; porque toda oración hecha en el cielo por María lleva consigo la ofrenda de una satisfacción proporcionada al alivio que solicita: satisfacción de la misma Virgen, satisfacción de Jesucristo, satisfacción de otros Santos, que se sienten harto dichosos de poner sus méritos a disposición de su Madre, Madre de todos.
     Entre los socorros concedidos por la Santísima Virgen hay uno que merece particular mención: son las visitas de los ángeles. Nada, tal vez, hace comprender mejor este beneficio que el relato evangélico de la agonía del Salvador: "Y Jesús, habiendo tomado con Él a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, comenzó a entristecerse y afligirse. Y les dijo: Mi alma está triste hasta la muerte... Y alejándose un poco se postró con la faz contra la tierra, orando y diciendo: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya..." (Matth., XXVI, 37-40). He aquí, guardadas las debidas proporciones, el ejemplar y el tipo de uno de esos justos que gimen en el lugar de la expiación su angustia, sus deseos, su completo abandono al querer de Dios, su agonía.
     "Entonces se le apareció un ángel que le confortaba" (Luc., XXII, 43). Es la visita de un enviado de María. ¿Qué hace? Conforta a esa alma. ¿Cómo lo hace? A veces llevándole de parte de su Reina el anuncio de una próxima libertad; a veces diciéndole cuánto su Madre le ama y qué gozo será para Ella el estrecharle algún día en sus brazos, feliz ya y purificado. Sin duda que este alma justa sufre con paciencia y sin desesperación los rudos golpes de la Justicia; sin duda sabe que la Madre de quien ha querido ser hijo se interesa por sus dolores desde el cielo. Pero ¡qué consuelo y fortaleza sentirá al recibir estos mensajes, al escuchar los alientos que le envía, al saber por su enviado que dentro de poco estará con ella, o, al menos, que su querida Señora lo tiene presente en su pensamiento y en su corazón!
     Juzguemos de ellos por lo que sentiríamos nosotros si, hundidos en un abismo de amargura, viniese un ángel de parte de María para decirnos que esta Señora nos protege y nos ama. La agonía podría prolongarse, como tal vez siguió la de Nuestro Señor después de la aparición del Angel; pero ¡cuánto más fuertes seríamos para soportar el peso del dolor! ¿Quién no ha leído en las obras de Santa Teresa uno de esos relatos en que aparece la Santa desolada, abatida, sin luz, sin esperanza y como separada de su Criador y Señor? De repente, una voz resuena en el fondo de su corazón: "No temas, yo estoy contigo." Y esta palabra, tan corta, tan sencilla, disipa las nubes, vuelve la calma, pacifica, fortifica para días, semanas y meses. Algo análogo produce la palabra de la Madre de misericordia en sus hijos del Purgatorio; y he aquí porque las visitas angélicas de que nos hablan tantos devotos y santos autores no pueden ser ni inútiles a los que las reciben ni indignas de Aquella que las envía.

     IV. Parece que hemos olvidado casi del todo la cuestión especialmente anunciada por el título del capítulo presente, a saber: de qué utilidad puede ser una devoción singular a la Santísima Virgen para las almas que la divina Justicia purifica en el Purgatorio antes de admitirlas en la mansión de los elegidos. Ahora bien: cuando hablamos de esta devoción, sin pretender excluir la que esas mismas almas profesan actualmente en el lugar de la prueba, principalmente hablamos del culto, del respecto, de la oración y del amor que ofrecieron a María durante su vida mortal. ¿Será cierto que la Santísima Virgen, tan misericordiosa para todas las almas pacientes que, con un mismo corazón y una misma voz, la suplican volver hacia ellas sus compasivos ojos, tenderá una mano más piadosa y benigna a aquellas que en el mundo la han honrado más?
     No hay duda en esto, por regla general. ¿A quién, pues, digámoslo de paso, se dirige la promesa de una pronta libertad concedida por la divina misericordia a la devoción del Escapulario si no es a los servidores particulares de María? Nada, por otra parte, es más conforme a las disposiciones de la Providencia divina en el gobierno de los hombres. ¿Por qué quiere Dios que los Santos intercedan por nosotros cerca de su misericordia, y que sus gracias pasen, en cierto modo, por las manos de ellos antes de llegar a nosotros? A fin de honrarlos Él mismo y para que nosotros los honremos con Él. Por consiguiente, cuanto más glorifiquemos a María, Reina de todos, con nuestros votos y oraciones, tantos más títulos adquirimos para recibir por Ella los dones de Dios. Ya hemos demostrado esto tratándose de los vivos. Ahora bien: no vemos qué impedimiento pueda haber para que el privilegio de siervos de María no les siga después de la muerte; todo, por el contrario, tiende a persuadirnos que son ellos, en el Purgatorio, objeto especial de su activa conmiseración. Tal ha sido el sentir de los santos, como acreditan los diferentes textos en los cuales han celebrado la protección de esta Señora, extendiéndose hasta las almas pacientes. Testigo, entre mil otros, la aplicación que hace San Bernardino de Sena a María de este pasaje de la Escritura: "He caminado sobre las ondas del mar" (Eccli., XXIV, 8). "Si camino sobre esas olas es a fin de visitar a mis siervos y de asistirlos en sus necesidades, porque soy tu Madre." Ahora bien: el Santo, por las olas de que aquí se trata, entiende las penas del Purgatorio. Nada, por otra parte, es más corriente en las obras escritas en honor de Nuestra Señora que este título, u otro semejante: María socorre a sus siervos en el Purgatorio (S. Alphons. Lig., Glorias de María. 1» p., c. 8, § 2).
     Se podría objetar que María debe una asistencia especial a los que están más adentro en el Corazón de su Hijo, aunque haya recibido de éstos, homenajes menos explícitos y menos frecuentes. Dos respuestas hay para esta dificultad: la primera, que es extremadamente raro que la devoción a María y la santidad no hayan corrido parejas. Pero sin rechazar el caso de una devoción más expresa con menos santidad, responderemos con una doctrina claramente expuesta por el Doctor Angélico. Enseña que la perfección de la gracia no es necesariamente la medida de los auxilios concedidos a las almas de los difuntos en el Purgatorio. Tal persona rica, por ejemplo, por quien se celebran muchas misas, será libertada más pronto que aquel pobre a quien no se ha concedido semejante favor, aunque este último, por el beneficio mismo de la pobreza, sobrepuja al otro en santidad y deba serle eternamente superior en la gloria (S. Thom., in IV Sentent., D. 45. q. 2, a. 4. sol. 1, ad 827). De manera que puede suceder que un alma, por haber honrado más constantemente a la Reina del Cielo, aunque esté menos cargada de méritos, sea visitada por Ella más misericordiosamente y transportada más pronto del lugar de la expiación al eterno descanso. Y esta es la conclusión que se deduce, si no erramos, del privilegio de la Indulgencia Sabatina, entendido según toda la propiedad de los términos.

     V. Hemos hablado del primer privilegio concedido al Escapulario de Nuestra Señora del Carmen: la gracia de una buena muerte y, por consiguiente, la liberación del infierno. Pero hay otro favor, no menos extraordinario, prometido igualmente con ciertas condiciones a los cofrades del mismo Escapulario, esto es, la pronta liberación de las penas del purgatorio. Este privilegio, como fácilmente se ve, es diferente del primero en cuanto al objeto, puesto que no se trata ya de librarse del fuego eterno, sino de las penas expiatorias de la otra vida. Difiere también en cuanto al origen y en cuanto a las condiciones requeridas para disfrutarlo.
     Primero, el último privilegio, llamado comúnmente privilegio sabatino, privilegium, diploma sabbatinum, o, mejor dicho, Indulgencia Sabatina, se distingue, por su origen, de la Gran Promesa. En efecto, no está comprendido en la revelación hecha a San Simón Stock el año 1251. Fué sesenta años más tarde cuando la Madre de misericordia, Nuestra Señora del Carmen, se dignó manifestárselo al Papa Juan XXII, probablemente en la víspera de su elección. La Bula por la cual el Pontífice habría promulgado este favor, con otros varios concedidos a la Orden del Carmen, sería del 3 de marzo, en el año sexto de su pontificado (1322).
     Varias cuestiones de gran importancia se suscitan respecto a este documento y a la parte de su contenido que concierne más directamente a la Indulgencia Sabatina.
     La primera cuestión es sobre la autenticidad de la Bula pontificia y, por consiguiente, del privilegio que promulga. Imposible es tratar asunto semejante en algunas páginas. Habría que hacer una larga disertación para agotarlo, y no es este su lugar. Si el galicano Launoy no vió en la Bula Sabatina más que una grosera mixtificación; si, en su tiempo, los bolandistas, en la persona del sabio Paprebrock, dudaron del valor del documento pontificio hasta considerarlo más verosímilmente como apócrifo ("Suspecta est mihi Bulla Sabbatina.— Non vacat mihi nunc deducere minutim argumenta quibus supositionem moraliter certam ostendere non sit difficile", dice Paprebrock en sus Respuestas a los ataques dirigidos contra él por los carmelitas (Resp. 291), otros escritores de la Compañía de Jesús, de acuerdo con los religiosos Carmelitas, han combatido para sostener su autenticidad. Tales, por ejemplo, los que ya hemos visto luchar en defensa de la Gran Promesa: el P. Raymond, en el siglo XVII, y en nuestros días el Padre Clarke, cuyo notable estudio acaba de ser traducido del inglés al francés. Las mayores dificultades consistían en la imposibilidad de presentar el autógrafo de la Bula del 3 de marzo de 1322 por no hallarse el texto de Juan XXII en el Bulario Romano, en el estilo anormal y bastante obscuro del documento y, por fin, en el silencio que guardaron los escritores carmelitas respecto al privilegio en cuestión durante casi todo el siglo XIV. Los que deseen conocer a fondo las soluciones dadas a cada una de estas dificultades, vean los dos autores últimamente citados. Si no dan plena evidencia, no dejan de ser soluciones serias y de gran peso.
     Benedicto XIV, en su Tratado de las Fiestas de la Virgen Santísima, examina también la cuestión. No la resuelve allí tan francamente, en sentido afirmativo, como parece haberlo hecho en algunas palabras que se leen en su obra sobre la Canonización de los Santos.
     Sea como quiera, la época de las controversias debe ser considerada como cerrada prácticamente por un decreto muy sabio del Papa Paulo V. Hacia fines del siglo XVI se levantaron discusiones extremadamente vivas a propósito de la Bula Sabatina y del privilegio que promulga, primero en Portugal y después en todo el mundo cristiano. Al principio del siguiente siglo se vió al inquisidor de Avignon llegar hasta prohibir a los religiosos Carmelitas el predicar dicho privilegio delante de los fieles (El P. Pablo de Todos los Santos ha referido la historia de esta ardiente controversia en su Clavis aurea, p. II, c. 15. En cuanto al Decreto de Paulo V, puede verse en el Bulario de loa Carmelitas, t. I, p. 62; t. III, p. 601).
     La causa fue llevada al Tribunal de la Santa Sede. Y entonces la Santa Inquisición, por orden de Paulo V, promulgó el decreto siguiente, alabado por el mismo Launoy, dice Benedicto XIV, y recientemente aprobado de nuevo por la Congregación de Indulgencias en 19 de diciembre de 1886: "Que se permita a los Padres del Carmen predicar al pueblo que puede creer piadosamente en la asistencia esperada por los hermanos y cofrades de la Hermandad de Nuestra Señora del Carmen, a saber: que esta divina Señora ayudará con sus continuas oraciones, sufragios y méritos, y con una protección especial después de su muerte, principalmente el sábado (día que le está consagrado por la Iglesia), a los hermanos y cofrades muertos en caridad, con la condición de que hayan llevado durante su vida el escapulario, guardado la castidad propia de su estado, rezado el Oficio Parvo o, si no pueden rezarlo que hayan observado los ayunos de la Iglesia y se hayan abstenido de carne los miércoles y sábados, como no sea que la fiesta de Navidad caiga en uno de esos días" (Este decreto fue publicado en Roma el 15 de febrero de 1615, en el Palacio del Santo Oficio).
     Las lecciones del Breviario Romano para la fiesta de Nuestra Señora del Carmen concuerdan con el decreto de Paulo V. Léese, en efecto, en dichas lecciones que la Santísima Virgen consuela en el Purgatorio con una ternura maternal "a aquellos de sus hijos que, después de haberse alistado en la Cofradía del Escapulario, han guardado fielmente las prácticas prescritas, y que además, según una piadosa creencia, su protección los hace pasar pronto, quantocius, a la patria celestial"


     Officium D. V. M. de Monte-Carmelo, lec. 6. No serán inútiles algunas reflexiones para la buena inteligencia de estos textos. Ni el decreto, ni la lección del Breviario, reproducen literalmente las palabras de la Bula Sabatina, atribuida a Juan XXII, porque esta Bula, tal como la citan generalmente, decía: "Si los cofrades del Carmen, al salir de este mundo, se van en seguida al Purgatorio, Yo, su Madre, bajaré a él graciosamente el sábado siguiente a su muerte, y los libraré." La promesa es igual siempre, sustancialmente; pero la segunda redacción, la que el Santo Oficio permite predicar, está redactada de tal suerte que omite lo que más vivamente fue atacado en la primera, tomada rigurosamente a la letra; es decir, el fijar la libertad para el sábado que sigue inmediatamente a la muerte, y la bajada corporal de la Santísima Virgen al Purgatorio.

     Y no sólo este último punto fue omitido por la Sagrada Congregación, sino que hasta prohibió el representar a la Santísima Virgen bajando al Purgatorio para sacar de él cada sábado a las almas de los cofrades que habían realizado las condiciones requeridas: "Porque —dice el P. Teófilo Raynaud— una representación semejante, fundada sobre una interpretación inexacta del texto de Juan XXII, podría ser causa de error para los simples y los ignorantes. Era propia para hacerles considerar esta bajada como personal, mientras que sólo es impersonal, es decir, que consiste en la asistencia otorgada por esta buena Madre, como se nota muy bien, y con cuidado, en el Decreto de Paulo V. Parecería, en efecto, poco conveniente al estado glorioso que la Santísima Virgen se hubiese comprometido con una promesa solemne a dejar el cielo tan a menudo para penetrar así en las tenebrosas mansiones del Purgatorio. Esta es también la razón por la cual los teólogos enseñan que las apariciones de las almas glorificadas son, por regla general, puramente impersonales. Por lo demás, el socorro prometido a los siervos de María no se disminuye por esto de modo alguno, como bien claramente se ve." (P. Theoph. Raynaud, Scapulare Marianum..., Ü, f>. Opp., t. VII, p. 289.)

     Sería interesante estudiar más minuciosamente lo que dicen buen número de autores respecto a las visitas hechas por la Virgen Santísima a sus clientes del Purgatorio. Pero es una cuestión muy compleja, en la que faltan elementos de solución. Puédense, no obstante adelantar algunas proposiciones muy verosímiles. Primero, que tales visitas, si a veces ocurren, deben ser excepciones de la regla común. El Decreto del Santo Oficio citado mas arriba nos mueve a creerlo así, sobre todo si se trata de visitas personales, es decir. de esas visitas en las cuales bajaría en persona la Virgen divina y en su propia realidad. La rareza de semejantes manifestaciones se podría deducir también de lo que pasa entre la Virgen y los hombres que viven en el mundo. Porque, según ya lo hemos notado (II p., I. VIII. c. 5 p. 132), el sentir común de los teólogos es que Nuestro Señor y su Madre Santísima no se revelan, sino en visitas impersonales, es decir, por representaciones objetivas, y reales, y a veces simplemente imaginarias y subjetivas. ¿Es necesario advertir, que tratándose de los justos del Purgatorio no puede tratarse de visiones imaginarias, siendo así que estando separados de sus cuerpos solo pueden ejercer operaciones espirituales. Por igual razón no podrían percibir sensiblemente representación alguna objetiva y real. Sí, pues, la Virgen Santísima se digna manifestarles su presencia, es únicamente del modo que conviene a los espíritus. 
     Según ya hemos dicho, este decreto puso fin a las discusiones. No resolvía la cuestión teórica, pues no afirmaba absolutamente la autenticidad de la Bula y de la promesa. Decidía solamente que se permite predicar el privilegio Sabatino, y que tiene el grado de probabilidad requerida para que se pueda creer piadosamente, es decir, con fe humana, sin temeridad ni ligereza. Esto bastaba, y desde esta época no se puede señalar una oposición seria, y la piadosa creencia es generalmente admitida sin contradicción.
     A decir verdad, tales son las condiciones requeridas para gozar el privilegio, que, aun haciendo abstracción de la Bula Sabatina, sería razonable el contar con el socorro prometido. Guardar la ley de la castidad, rezar el Oficio de la Virgen, ayunar y guardar abstinencia para honrar a la Santísima Virgen, Madre de los cristianos; ganar numerosas indulgencias concedidas por la Iglesia a la devoción del Escapulario; morir, en fin, en estado de gracia después de haber perseverado en estas santas prácticas, ¿no es esto suficiente para esperar confiadamente la protección singular de la Santísima Virgen y la pronta libertad del Purgatorio? Vosotros, los que pretendéis que llenar las condiciones a las cuales está unida la realización de la promesa sería comprar a poco precio los magníficos privilegios que encierra, ¿ignoráis que la Iglesia no pide tanto para conceder una indulgencia plenaria, es decir, una indulgencia que, ganada en su totalidad, basta para extinguir las mayores deudas a la divina Justicia? Por consiguiente, no se puede, por lo menos, atacar la autenticidad de la indulgencia sabatina bajo el pretexto de que el privilegio es algo exorbitante. Además, ¿quién se atreverá a combatirlo por esa razón, cuando la Iglesia ha supuesto tantas veces la verdad de las promesas, ya concediendo numerosas indulgencias a la devoción del Escapulario, ya dando, por el órgano de sus Congregaciones, aclaraciones y decisiones auténticas sobre las condiciones exigidas para tener derecho a la asistencia especial afirmada por la Bula?.


     Así, por ejemplo, un Decreto de la Congregación de Indulgencias, expedido el 22 de junio de 1842, decide que el poder de imponer el Escapulario no implica por sí mismo el de conmutar, en caso de necesidad, la recitación del oficio de Nuestra Señora en cualquiera otra buena obra. De igual modo una respuesta de la misma Congregación (18 agosto 1803) declara que un sacerdote o un religioso, rezando su Oficio acostumbrado y realizando las otras condiciones, puede ganar por el mismo hecho la Indulgencia Sabatina, sin añadir el Oficio Parvo de la Virgen.

     VI. Quédanos por averiguar por qué la Santísima Virgen, siendo por una parte tan compasiva y misericordiosa y por otra tan poderosa sobre el Corazón de su Hijo, no pide o no obtiene universalmente para todas las almas en pena la más pronta y entera libertad del Purgatorio. Parece que la gloria de Dios y su amor se unen para reclamar esto. Su amor, porque los que sufren son los hijos muy amados de su corazón maternal; la gloria de Dios, porque, una vez transportados del lugar de la prueba a la eterna bienaventuranza, esos dichosos cautivos cantarán allí más libremente y honrarán más perfectamente al Dios que los ha salvado.
     He aquí lo que pensamos nosotros con nuestras escasas luces. Pero no consideramos que la misericordia de María, como la de Jesús, como la de Dios, el Padre de las misericordias, está compuesta de sabiduría tanto como de bondad. Una misericordia que no estuviese marcada con el sello de la sabiduría, no sería ni conveniente a Dios ni digna de su Madre. Por consiguiente, aun cuando la miseria, y sobre todo la miseria moral, sea el objeto de la misericordia, Dios no está obligado a usar de ella, tanto menos cuanto más se hunda en el mal la criatura (Thom.. in IV Sentent., D. 46, q. 2, a. 1, sol. 1. ad 2 et 3). Ahora bien: la sabiduría para Nuestra Señora, es conformar sus pensamientos y voluntades al beneplácito divino. Por consiguiente, como Dios no quiere, y esto es obra de su sabiduría, privar enteramente a su justicia de las reparaciones debidas por los culpables, ni dar a éstos la ocasión de no vengar en sí mismos las injurias de Dios, con el pretexto de que la misericordia lo cubrirá todo, independientemente de sus propias satisfacciones, María no puede ni quiere quitar a sus hijos totalmente la pena merecida por sus pecados.
     Añadid esta otra consideración, ya indicada más arriba. Esta excesiva condescendencia llegaría hasta arrebatar a los vivos el honor y el gozo de socorrer a sus hermanos, y relajaría, de consiguiente, los lazos de caridad que deben unirnos a todos en la unidad del mismo cuerpo místico bajo nuestra cabeza, Cristo.
  Esta consideración del cuerpo místico de Cristo plantea una cuestión muy interesante, relativa a las almas del Purgatorio. ¿Están ellas, gracias a la unidad del cuerpo, de que son miembros vivos; están ellas repetimos, en estado de ayudarnos con sus oraciones, y, por consiguiente, podemos nosotros acudir útilmente a su intercesión? La respuesta de los maestros antiguos es generalmente negativa, y esta respuesta la apoyan con Santo Tomás sobre dos principios. Estas almas no conocen nuestras oraciones, y aunque las conociesen, su condición no les permitiría interceder en nuestro favor, porque están en un estado de castigo bajo el golpe de la divina Justicia. Lo que les conviene, pues, no es rogar por los otros, sino que los otros rueguen por ellas. (S. Thom., 2-2, q. 83, a. 4, ad. 3 ; a. ad. 3. Cf. Navarr., Enchirid., de Orat., in praelud., n. 26 et 29; Paludan., Ricard, y otros, in IV Sent., D. 15).


     Sin embargo, desde aquellos remotos tiempos ha habido en el sentir de los teólogos un cambio, como se puede constatar recorriendo sus obras. Suárez, en particular; Belarmino, Gregorio de Valencia y Medina, por no hablar de otros, tienen como muy probable la opinión contraria a la de los antiguos Doctores de las Escuelas. (Cf. Suárez, de Religione, 1. T de Orat. in communi, c. 10, nn. 25-28; c. II, nn. 16, sqq. ; Bellarm., de Purgatorio, 1. II, c. 15; Gregor. de Valentía, t. III, D. 6, q. 2, puncto 6; Medina, Cod. de Orat., q. 4 et 5.) Y los hechos parecen confirmar el sentir abrazado por ellos ; porque una multitud de fieles se encomiendan a la protección de estos justos, reconociendo por señales extremadamente verosímiles que han recibido de ellos el auxilio deseado.

     Además, los dos principios sobre los cuales se fundaban para negar esta asistencia de las almas pacientes parecen bastante dudosos. Ciertamente que el lugar de la expiación no presta el conocimiento que los Santos del cielo tienen de nuestras oraciones y necesidades. Pero si los justos del Purgatorio no ven ni éstas ni aquéllas en la luz de Dios, por intuición, ¿por qué no han de saberlo por revelación, sea que Dios se lo manifieste por Sí mismo, sea que se valga del ministerio de los ángeles? No es, pues, por el lado del conocimiento por donde les puede venir la imposibilidad absoluta de rogar por nosotros.

     Ahora bien, su condición presente tampoco parece obstáculo. Es cierto que esas almas están bajo el peso de la Justicia divina, incapaces de satisfacer por sí mismas a las exigencias de esa misma Justicia, pero son amadas de Dios como almas confirmadas en el amor suyo. Su pena es la de los hijos, y no la de los esclavos o enemigos. Nosotros estamos unidos con ellas en el corazón de nuestro común Padre por los lazos de la caridad más estrecha. Siendo todo así, ¿por qué no han de interesarse por nosotros, conmoverse por nuestros peligros, inclinarse a implorar la bondad divina en favor de los que las invocan y ser, en fin, misericordiosamente escuchadas? Nosotros mismos, aunque nos sintamos cardados de deudas, tenemos la confianza de rogar por nuestros hermanos, y ser escuchados cuando lo hacemos.
     Tales son las principales consideraciones alegadas por los teólogos más recientes, por Suárez sobre todo, y confesamos que nos han parecido de gran peso.
     Un hecho contado por San Gregorio Magno confirmaría esta opinión si estuviera ciertamente probado. El Santo cuenta que un diácono llamado Pascasio, hombre de gran reputación de santidad, curó a un endemoniado con la sola aplicación de una dalmática que cubría su sepulcro. Y más tarde se mostró a Germán, obispo de Capua, como alejado todavía del cielo y en un penoso estado de expiación (S. Greg. M.. Dialog., IV. c. 4).
     Santo Tomás comprendió el argumento que se podía sacar de este hecho para establecer el Derecho de invocar útilmente a las almas del Purgatorio, puesto que la oración tácita del energúmeno y de los que rogaban por él al diacono Pascasio había sido escuchada. Sin poner en duda el milagro, se contenta con responder "que lo que principalmente se debe mirar en el milagro es la fe y la devoción del que ruega. He aquí a Jesucristo que dijo a la hemorroísa "tu fe te ha salvado" (Matth. IX, 22). Por consiguiente, como estaban convenidos de que el diacono dicho se hallaba en la gloria, por la excelencia que habían visto en sus méritos, le rogaban como a bienaventurado, y esta oración fue escuchada, gracias a la fe de los que la hacían; no porque Pascasio hubiere rogado él mismo por el energúmeno, en el Purgatorio, sino para que su vida recibiese de Dios el testimonio que merecía". (In Sentent. l. IV, D. 15, q. 4, sol. 1 ad 3). ¿No parece mas sencillo el decir, una vez admitido el hecho, que los Santos del Purgatorio, aunque nada puedan obtener para ellos mismos, pueden obtener para nosotros las gracias pedidas por su intercesión?
     ¿Será todavía necesario decirlo? Nos parece que los mismos justos, en medio de sus pruebas, prefieren este orden de providencia a cualquier otro que los perdonase totalmente. Porque es una necesidad como natural a las almas abrasadas del todo en el amor divino, y tales son los justos del Purgatorio, el sufrir en expiación de sus infidelidades. A quien pidiese una prueba, podríamos mostrarlas por millares en las historias de los Santos más ilustres. Cierto que desean con ansia ver a Dios; pero este deseo está subordinado a la pasión que sienten de lavar con sus lágrimas y con su sangre, si pudiesen, las menores injurias hechas a la majestad divina.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES

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