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lunes, 20 de enero de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (4)

Capítulo Tercero
EL HERIDO CONVERTIDO 
(junio 1521-marzo 1522)

     Entre el 30 de mayo y el 2 de junio, puesto que permaneció en Pamplona "de 10 a 12" días, Iñigo tomó el camino de Loyola. Su herida estaba muy lejos aún de haberse cerrado. "Los franceses lo transportaron en camilla", como lo afirma él mismo (1), hasta el castillo de su familia. La caballerosidad triunfaba hasta el fin en este epílogo de la guerra de Navarra.
     A pesar de las precauciones tomadas, el trayecto entre Pamplona y Loyola era demasiado largo para que se pudiera evitar todo accidente. El aparato que sostenía la pierna rota se descompuso. Y cuando Iñigo llegó a Loyola, los médicos y cirujanos de los alrededores declararon que era necesario de nuevo romper y ajustar los huesos en su preciso lugar. Ningún relato es más interesante que lo que Ignacio dictó al Padre González de Cámara en 1553. Lo transcribimos aquí (2). La operación fue muy dolorosa puesto que el santo, treinta años después, la calificaba de "carnicería".
     "Esta carnicería se hizo de nuevo; y él en ésta, como en todas las demás que había sufrido antes, no dijo una sola palabra, ni dio otras señales de dolor que la de apretar fuertemente los puños. Sin embargo iba de mal en peor, no podía comer y experimentaba ya otros accidentes que ordinariamente son indicio de muerte. Llegado el día de San Juan, como los médicos tenían poca confianza de su curación, se le aconsejó se confesara; y así recibió los últimos sacramentos la víspera de San Pedro y San Pablo, día en que los médicos dijeron, que si antes de la medianoche no experimentaba mejoría, se le podía dar por muerto. El enfermo era ya antes devoto de San Pedro, y plugo a Nuestro Señor que a la medianoche misma comenzó a mejorar; y la mejoría fue aumentando tanto que algunos días después se le juzgó fuera de peligro".
     San Juan Bautista era el patrón de los Oñaz, como San Pedro el de los Loyola. Desde hacía siglos aquellas fechas del 24 y 29 de junio eran sagradas en la casa solar. ¿Qué de admirable tiene que Iñigo haya notado la coincidencia de hechos tan importantes como su confesión in extremis y la curación inesperada que siguió?
     Mientras que el herido de Pamplona estaba en Loyola en manos de los médicos, Andrés de Foix proseguía su marcha victoriosa, en medio de una población que se sometía a sus ejércitos, o que huía para organizar la resistencia (3). Al rumor de la rendición de Pamplona, los habitantes de Azpeitia Y Azcoitia se reunieron para deliberar. Enviaron a Tolosa a preguntar qué era lo que debían hacer; y a la vuelta de los mensajeros se determinó tomar las armas. En Azpeitia se fundían balas para las escopetas, se recorrió la montaña para reclutar soldados, se hizo un estandarte cuya tela de seda fue proporcionada por la iglesia de San Sebastián, la comerciante María de Lagarraga dio el listón para la Cruz, y ciento dos hombres salieron al mando del Capitán Juan López de Ugarte acompañados por dos sacerdotes y un tambor. (4)
     En Castilla se produjo el mismo movimiento bélico. El Consejo real que se había mostrado tan indiferente a las cartas de alarma del Duque de Nájera, despertó al fin de su letargo. En pocos días la caballería, la infantería y la artillería se reunieron y se acumularon. Andrés de Foix, mal político y mal general, se lanzó hacia Castilla en lugar de establecerse sólidamente en Navarra. Conforme al parecer de un coronel de su infantería, llegó a licenciar a un gran numero de infantes gascones. El condestable, el Duque de Nájera, las comunidades mismas reunían tropas: Valladolid envió mil doscientos hombres, Segovia mil, Medina novecientos, Salamanca y Toro mil doscientos, Avila seiscientos, Burgos cien; Toledo a despecho de su obstinada rebelión hizo oferta de soldados. (5) Todas estas fuerzas reunidas formaron un ejército numeroso y decidido a quebrantar el sitio de Logroño, ya cercado por Andrés de Foix. Un incidente vulgar precipitó los acontecimientos. El cuartel general francés se había instalado en el Convento de los Franciscanos. Mientras que el estado mayor cenaba con todas las candelas encendidas, en una amplia sala, la noche del 10 de junio, un atrevido ciudadano de Logroño escaló el muro, apuntó hacia los convidados y disparó, matando a un oficial. Dudando entonces de su seguridad y temeroso de una traición, Andrés de Foix levantó el sitio y volvió a Navarra.
     Después de una discusión muy viva, entre un rival y el Duque de Nájera, acerca de quién tendría el mando de las tropas, el Duque ganó. Salió de Logroño con Pedro Vélez de Guevara que mandaba en la plaza, y con los refuerzos llegados de Guipúzcoa y de Alava se puso a escaramucear, pisando los talones a los franceses, y luego acabó por adelantarse a ellos. Después de un consejo de guerra tenido en Esquiroz, la tarde del 30 de junio, el Duque de Nájera, decidió cortar a Andrés de Foix su retirada a Pamplona obligándole a aceptar el combate. A una legua al Sur de Pamplona tuvo lugar el choque. El condestable de Castilla, Pedro Girón, antiguo Comunero, Francés de Beaumont y Pedro Vélez de Guevara se distiguieron en la batalla. Las tropas de las provincias vascas iban a la vanguardia. La artillería fue capturada, gran número de capitanes y aun el mismo Andrés de Foix se rindieron a Francés de Beaumont. El ejército francés desbaratado retrocedió hasta Fuenterrabía. La victoria de Noáin (30 de junio), tuvo por forzosa consecuencia la toma de Pamplona, en donde el Duque de Nájera volvió a entrar sin disparar un tiro. Para su honor y el de la Corona de Castilla, (6) la capitulación del 19 de mayo había sido vengada.
     Mientras que tan alegres noticias partían para Flandes a fin de anunciar la victoria a Carlos V, Pedro de Zavala se apresuró a ir a Azpeitia para contar aquellas hazañas de los guipuzcoanos. El Consejo de la ciudad de Azpeitia dio al mensajero cien maravedíes de recompensa. (7) Entre todos, el herido Iñigo debió regocijarse más que nadie; y puede uno figurarse al convaleciente en su lecho de dolor oyendo encantado, de labios de Pedro de Zavala, el relato del triunfo de Noáin.
*
*      *

     Poco a poco volvieron al enfermo las fuerzas, y los huesos de la pierna rota acabaron por soldarse. Pero los cirujanos de Azpeitia habían tomado mal sus medidas.
     "Abajo de la rodilla, (8) dice Iñigo, un hueso se encontraba a caballo sobre otro, de donde resultaba que la pierna se acortó; y además el hueso salta de tal manera que la pierna perdía su elegancia. Entonces él que no podía conformarse con aquello (porque continuaba con el designio de seguir en el mundo) y estimando que aquel defecto le afearía, preguntó a los cirujanos si se podía cortar aquella excrecencia. Se le respondió afirmativamente, pero diciéndole que el dolor sería aún más vivo que los que ya había sufrido, porque su cuerpo estaba ahora sano y la operación reclamaría algún tiempo. A pesar de todo y para satisfacción de su vanidad quiso someterse a la operación; su hermano mayor se asustó, protestando que en cuanto a él jamás se atrevería a afrontar semejante suplicio". Pero Iñigo lo sufrió con su energía ordinaria. Cortado el hueso, se trató de alargar la pierna por medio de linimentos y de tracciones metódicas. El martirio duró mucho tiempo, el paciente tendido en su lecho, con la pierna fija en un aparato y en la imposibilidad de moverse, pasó largos días en su cuarto; nada le importaba con la idea de que una vez curado podría calzarse las hermosas botas ajustadas que estaban de moda entonces. Una vez en convalecencia no tardó en preguntarse cómo emplear las largas horas del día; hizo que entendieran los de casa que leería con gusto libros de caballería. Se había aficionado a esas lecturas durante sus ocios de paje en casa del Duque de Nájera y en la de Velázquez, tesorero de Castilla. El mismo confiesa que le gustaba mucho tal género de literatura (9). Pero no se encontró en el castillo ninguno de aquellos volúmenes que le gustaban, como el Amadís de Gaula. Impreso en Sevilla en 1496 el Amadís era durante la juventud de Iñigo una especie de novedad que constituía sus delicias. Antes de la venida de Magdalena de Araoz, la casa de Loyola, a juzgar por los testamentos, no contaba con un solo libro. Y fue ella muy probablemente la que llevó allá la Vida de Jesucristo de Ludolfo, y un volumen de la Vida de los Santos que fueron los que ofrecieron a Iñigo en 1521 para ocupar sus ocios de convaleciente. (10)
     La obra del cartujo sajón había sido traducida por Fray Ambrosio Montesinos (11) e impresa en Alcalá en 1502, y la traducción española de Santiago de Vorágine, (12) comúnmente llamada Flos Sanctorum, circulaba en la península desde 1480. Iñigo leyó estos volúmenes a falta de otros y él mismo nos describe el singular efecto que estas lecturas produjeron en su alma.
     Estas eran breves pero seguidas de largas reflexiones. La vida de Nuestro Señor y la de los Santos le atraían por su belleza moral; la nobleza de las almas, irradiando a través de los actos y las palabras, ejercían sobre él una especie de fascinación. ¿Por qué no iría él a su vez por aquellos caminos difíciles pero gloriosos? Mas pronto, todos los recuerdos del mundo se precipitaban como un torrente en su espíritu, (13) arrastrando su pensamiento hacia los sueños de otro tiempo: sueños de proezas guerreras y de galanterías mundanas. En su ardiente imaginación, las hazañas de los Amadís se unían a las visiones de guerra de Nájera y de Pamplona, para conducirle hacia las fantasías de glorias conquistadas con la punta de la espada. Es verdad que había sido vencido en aquella fortaleza de la que tenía el mando el tímido Herrera; pero había otros jefes más valerosos; y él mismo podría a llegar a ser un jefe; ¿acaso su palabra a pesar de su juventud no había exaltado por un momento a los soldados prontos a desfallecer? Sin duda su heroísmo había sido muy mal recompensado. Ni Herrera, ni Nájera, ni el Consejo de Castilla, ni el Cardenal regente de Tortosa, ni el Emperador Carlos V se habían preocupado por saber qué le había sucedido, o para ofrecerle alguna recompensa. Pero ¿qué importan los favores? Y además ¿no llega acaso un momento en que el valor doblega a la fortuna, domina a la envidia y arranca los beneficios a los príncipes?
     Y en medio de este porvenir brillante con que soñaba mezclaba otra clase de victorias; veía entre las damas de la corte una muy alta señora, "más que marquesa, más que duquesa", son sus mismas expresiones. (14) Probablemente designaba con estas palabras nada menos que a Germana de Foix, que fue la segunda mujer de Femando el Católico. En sus andanzas con el tesorero de Castilla, Velázquez, Iñigo había ciertamente encontrado a la sobrina de Luis XII. A la muerte del príncipe su marido, Germana tenía 23 años. (15) Sus ligas con los navarros enmedio de la competencia que dividía a los castellanos y a los aragoneses, la había hecho tan sospechosa, como sus ligas con los franceses. El advenimiento de Carlos V, le había cerrado toda salida hacia los supremos honores. Retirada primero a un monasterio del Abrojo, cerca de Valladolid, acabó por casarse con un príncipe alemán, el Marqués de Brandeburgo; pero este matrimonio hecho en Barcelona en 1519 pronto se deshizo por la muerte del Marqués. En la lejana Valencia que gobernaba con su marido, Germana podía ser para Iñigo un ídolo de ensueño.
     Pensaba en ella largamente, tres o cuatro horas seguidas sin que se diera cuenta de la carrera del tiempo "pensando en lo que tendría que hacer a su servicio, en los medios que había de tomar para ir a encontrarla al país donde se hallaba, en las palabras que le dirigiría, y en los hechos de armas que llevaría a cabo en su honor" y todo esto le ilusionaba hasta el punto de no darse cuenta cómo era "imposible a causa del alto rango de esta señora, que se realizaran nunca sus sueños". (16)
     Y cuando había tocado así con el dedo la vanidad de estos castillos de naipes forjados por su imaginación, Iñigo volvía al quid prodest del Evangelio y a los ejemplos de los Santos; entonces le venía el deseo de irse muy lejos de los suyos y de su patria hasta Jerusalem, de retirarse a algún desierto donde viviría solo como pobre, con los pies desnudos, en una ermita desprovista de todo, a la manera de los Padres del desierto que no tenían otro alimento que el agua de las fuentes y las yerbas amargas. (17)
     En estas alternativas de pensamientos contrarios, el espíritu meditativo del joven soldado se absorbía, sin perderse. No se abandonaba siempre a sus ideas sin arrancarse muchas veces voluntariamente al encanto que le producían. Y poco a poco llegó a analizar los estados de su alma que eran como el resultado fatal de aquellos movimientos de la naturaleza y de la gracia. Las alegrías del mundo entrevistas en sus sueños dorados dejaban su corazón vacío, seco, disgustado; mientras que en los momentos en que su mirada se fijaba en las perspectivas de una vida cristiana llevada a la manera de la de los Santos, una alegre paz reinaba en su alma. En un principio cayó en la cuenta de esta diversidad sin darle importancia alguna. Pero un día se hizo la luz en él, se admiró del fenómeno y se puso a profundizar las causas de esto; y la experiencia le dictó esta conclusión: que sufría los impulsos contrarios del espíritu del mal y del espíritu de Dios. (18) "Tal fue, nos dice él mismo, la primera consideración razonada que hizo en materia espiritual." (19)
     Y  esto fue en el horizonte de su vida como un fanal encendido. A partir de aquí comienza a reflexionar más seriamente en su vida pasada y en la necesidad que se le imponía de hacer penitencia. Esta conclusión fue la única en que se detuvo su espíritu, confirmada por el recuerdo de los ejemplos de los santos. (20) ¡Qué prácticas generosas de mortificación hay en la vida de todos ellos! Las había leído en el Flos Sanctorum. De todos los rincones de su memoria los hechos subían en tropel para decirle que debía ser su imitador. Así estaba resuelto, cuando se curara, a emprender un viaje a Jerusalem y a sazonar esta piadosa peregrinación con todas las abstinencias y todas las disciplinas que puede desear un corazón generoso inflamado en el amor de Dios. (21)
     A medida que sus sueños iban por estos nuevos caminos, sentía acabarse en él la fascinación de las grandezas y alegrías humanas que hasta entonces le habían dominado. Y sus santos deseos fueron confirmados cierto día por una visita de Dios, maravillosa y soberanamente eficaz.
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* *

     "Estando en vela una noche, (son los mismos términos con que lo dictó al Padre González de Cámara) vio claramente una representación de Nuestra Señora con el Santo Niño Jesús. De esta vista recibió durante un espacio de tiempo notable una consolación extremada, y quedó con tal disgusto de toda su vida pasada, y especialmente de la impureza, que le parecía que de su alma habían sido arrancadas todas las impresiones que hasta entonces estaban allí como grabadas. (22) Desde ese día hasta el mes de agosto de 1555 en que se escribe esto, (continúa dictando el Santo) jamás dio el menor consentimiento a ningún pecado impuro, y por este efecto, el suceso de esta visión se puede juzgar haber sido de Dios, bien que (Iñigo) no se atreve a determinarlo."
     Nos gustaría saber con precisión la fecha de esta gracia insigne y de esta noche transformadora; sólo podemos conjeturarla. Sería más o menos hacia el 15 de junio cuando Iñigo llegó a Loyola; la curación de la fractura habría durado unos cuarenta días; la aserradura del hueso después de la curación necesitaría un descanso prolongado, e Iñigo nos dice él mismo, que se pasaron muchos días para estirarle la pierna. Esto nos llevará al mes de agosto. Sabemos además por él mismo, que no había acabado la lectura de Ludolfo cuando fue visitado por Nuestra Señora; y que por otra parte después de su conversión apareció completamente cambiado a los suyos, lo que le permitió "servir a sus almas" con sus conversaciones. (23)
     Pues bien, hay en la vida doméstica de los Loyola, en la fecha del 27 de agosto, un hecho notable en el que es imposible no percibir la mano de Iñigo. No habremos olvidado el Convento de San Francisco fundado en Azpeitia en 1497 por Catalina de Loyola. Aquel lugar santo era en 1521 el objeto de las más ásperas querellas entre el rector de la iglesia de San Sebastián Juan Anchieta, y Martín García de Loyola. Durante quince años el rector se había encarnizado públicamente contra las monjas con actos incalificables, mientras que los Loyola sostenían a las pobres religiosas. Pero a partir de 1519 hubo un cambio. El sobrino del rector fue muerto en la casa de los Emparan, aliados de los Loyola, y Juan Anchieta se declara entonces por las Isabelitas con manifestaciones de cariño, iguales a su furor de otro tiempo; es en la iglesia de su monasterio donde determina ser enterrado. Un cambio paralelo había mudado a los Loyola contra las monjas reconciliadas ya con el cura. En su insensata cólera habían pedido y obtenido de la corte de Roma, una sentencia de excomunión para obligarlas a quitar del techo de su casita, no concluida aún, una miserable campanita. Pero en 1521 y precisamente en el mes de agosto se hace la paz. Un servidor de Loyola va a buscar a Burgos al Provincial de los Franciscanos Fray Bernardino de Salcedo. Se tienen en el castillo unas conversaciones amistosas, y todo se arregla. Se duelen de los procesos entablados y renuncian a ellos. Martín García de Loyola ofrece a las Isabelitas un terreno contiguo a su Monasterio; el clero de Azpeitia confirma todos los acuerdos convenidos; y en cuanto a los dos adversarios, que desde hacía cerca de 20 años se atacaban mutuamente, en una especie de duelo tragicómico, determinan ambos que serán enterrados en la iglesia de San Francisco, como si quisieran dar destimonio por esta fraternidad en la muerte, de la verdad de su reconciliación en este mundo. (24)
     Es difícil no ver en el acuerdo del 27 de agosto de 1521 el primer fruto del apostolado doméstico de Iñigo convertido. Transformado en lo más íntimo de su alma pecadora por una mirada de la Virgen bendita, empezaba ya a transformar en torno suyo el corazón de los otros. Así pues creemos que sería el 15 de agosto cuando María Santísima lo visitó en su cuarto de enfermo.
     Entre tanto perseveraba en sus lecturas y sus piadosos deseos. Las cosas de Dios se hicieron cada vez más el centro de su vida. Cuando conversaba con los suyos no les hablaba sino de Dios; cuando estaba solo pasaba el tiempo en orar y leer. Le vino al pensamiento hacer algunos extractos de sus lecturas, desde que comenzó a dar algunos pasos por la casa. En un cartapacio en cuarto, de papel pulido y rayado, se puso a escribir, con tinta roja las palabras de Nuestro Señor, y las de la Virgen con tinta azul. Así llenó trescientas páginas con su más hermosa letra y mientras que los rasgos del evangelio y los ejemplos de los santos pasaban de los libros a su cuaderno, se avivaba en él el deseo de caminar sobre las huellas de Cristo y de sus amigos. (25)
     A pesar de estos ardores por el bien y de estos gustos por la oración, no parece que entonces Iñigo haya recurrido a los sacramentos con más frecuencia que antes. Se puede creer fácilmente que en la capilla del Castillo, la imagen de la Virgen de la Anunciación recibió de él frecuentes visitas. Acaso los domingos oía allí la misa con los suyos; los clérigos eran bastante numerosos en Azpeitia para poder hacer aquel servicio al patrón de la iglesia y además entre ellos se contaban, fuera de Pero López, rector de la iglesia desde el once de enero de 1520, a los dos bastardos Andrés de Loyola y Martín de Oñaz. Pero en Azpeitia, como en toda España entonces, la costumbre era comulgar solamente en Pascua y en el lecho de muerte. Iñigo no dará entrada sino más tarde a otras prácticas más racionales. Por el momento, la gracia insigne que le había hecho el cielo era separarlo por completo de las vanidades y locuras del mundo de que había estado cautivo por tanto tiempo. Y las circunstancias le favorecían.
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*      *

     Durante el otoño de 1521, aquella guerra de Navarra, que acabó para Iñigo en Pamplona, tuvo varias vicisitudes en las fronteras de Guipúzcoa y de Francia. Fuenterrabía fue sitiada por Andrés de Foix. Diego de Vera la defendió en nombre de Carlos V, y si todos los defensores se le hubieran asemejado, la ciudad no hubiera sido tomada nunca. En torno de aquel bastión de su país, los guipuzcoanos se hicieron fuertes, y entre ellos Martín García de Loyola era de los más aguerridos. La fidelidad y el valor no duró desgraciadamente sino un solo día, el 16 de octubre, porque el 17 comenzó la desbandada; el 18 algunos capitanes hablaron de rendirse, puesto que toda esperanza de resistencia eficaz se había perdido; Martín García de Loyola, Juan Ortiz de Zarauz y algunos otros trataron en vano de levantar los ánimos; el contagio de la cobardía ganó a las tropas y el 19 los franceses entraron en la ciudad. (26)
     Cuando Martín García volvió a Loyola para contar esta triste historia, ¿cómo Iñigo no habría de reforzar su desprecio a las cosas humanas y una resolución más firme de huir de este mundo, en el que las bajas pasiones eran tan fuertes y el valor tan raro? Si acaso la máxima que repetirá más tarde no llegaba todavía a sus labios, el sentimiento que expresa era ya muy profundo en su corazón: Quam sordet terra dum coelum aspicio! En los preciosos dictados al Padre Cámara nos confía que, en aquellos días en Loyola maduraba su resolución de entregarse del todo a Dios, y "el más grande consuelo que recibía era mirar al cielo y a las estrellas; lo que hacía muchas veces y por largo tiempo." (27) Y a medida que su mirada se explayaba en los esplendores del cielo estrellado, "sentía en su alma un generoso deseo de servir a Nuestro Señor". El deseo de ir en peregrinación a Jerusalem se afirmó fuertemente en su espíritu, y no esperaba para ejecutarlo otra cosa que el estar curado completamente.
     No dejaba de pensar alguna vez en el género de vida que llevaría después de su vuelta de Jerusalem. A ciertas horas le venía el deseo de ir a llamar a la puerta de la Cartuja de Sevilla, "sin decir quién era, a fin de que no se hiciera el menor caso de él; y allá no comer otra cosa que yerbas." (28) Recayendo sobre esta idea en otros momentos le parecía que el hecho de estar sujeto a una regla no le permitiría satisfacer a su gusto "el odio que había concebido contra sí mismo;" y entonces le parecía mejor conservar su libertad e irse por los caminos, para ser dueño de sus austeridades. (29) Sin embargo, por si acaso, envió a Burgos a un criado del castillo "y le encargó que se informara de la regla de los Cartujos" de Miraflores; y quedó muy contento de las noticias que le trajo. (30)
     Conforme a las confidencias hechas a González de Cámara, Iñigo al recorrer el Flos Sanctorum parece haberse interesado particularmente por la historia de Santo Domingo y la de San Francisco. Hace notar que se decía frecuentemente a sí mismo: "Santo Domingo hizo esto, San Francisco aquéllo; yo debo hacerlo también;" (31)aquellas hermosas acciones, cuando detenía en ellas su pensamiento, eran como un aguijón que lo excitara a "empresas difíciles" por amor del Señor y no había ninguno de aquellos proyectos generosos que no le parecieran "fáciles de ponerlos en obra." (32)
     Sin embargo, el convertido no parece haber tenido nunca la idea de entrar en un convento de los hermanos menores o de los hermanos predicadores. En su retiro de Loyola, el único deseo de vida religiosa que se presentó a su espíritu fue el de hacerse hijo de San Bruno. Quizás era esto para él un modo de agradecer lo que debía a Ludolfo. Pero es necesario ver ciertamente en la preferencia que daba a la lejana Cartuja de Sevilla sobre la Cartuja de Burgos más cercana, el deseo de ocultarse en un claustro en donde permanecería desconocido.
     Pero aun este plan no era sino un vago bosquejo. Iñigo no tenía otra decisión firme sino la de peregrinar a los Santos Lugares. Y solamente sería a su vuelta de aquel piadoso viaje cuando tendría que examinar si había de encerrarse en la Cartuja andaluza, sin decir quien era, a fin de ser despreciado de todos.
     Un día —probablemente a principios de marzo de 1522— Iñigo se decidió en fin, a salir de Loyola. Sin estar completamente curado se sentía lleno de vigor. Dijo, pues, a su hermano Martín García: "Señor, el Duque de Nájera sabe que ya estoy restablecido; será bueno que vaya a Navarrete para saludarlo." (33) Los profundos cambios que se habían operado en el corazón de Iñigo no habían escapado a las personas de su casa. Sin que, según parece, hubiese declarado a sus parientes sus verdaderos designios, éstos sospechaban alguna cosa. El viaje del criado enviado a Miraflores permitía suponer que Iñigo pensaba en dejar el mundo, mucho más que en recobrar su puesto en casa del antiguo Virrey de Navarra. Este, por lo demás, había perdido el favor de su soberano. Ni las calurosas recomendaciones del almirante de Castilla, ni siquiera el glorioso éxito de Noáin, que había arrojado a los franceses fuera de Navarra, ni la importancia de la casa de los Manrique de Lara, habían podido proteger al antiguo jefe de Ignacio contra las más calumniosas sospechas. Sin duda el detalle de aquella lamentable historia de un grande de España, reducido a la nada y tratado como sospechoso en sus propias tierras, no había llegado al castillo de Loyola. Pero se sabía al menos que desde el 21 de agosto de 1521, los gobernadores del reino, (34) aun cu Logroño, o tal vez en Pamplona, habían elegido por Virrey de Navarra al Conde de Miranda; y que el Emperador Carlos V, a despecho de todas las memorias de Manrique de Lara, había confirmado la elección de los gobernadores. ¿Que verosimilitud existiría de que el soldado de Pamplona, curado ya de su herida, quisiese seguir la suerte de un Virrey desposeído?
     Por eso Martín García sospechó que aquel viaje a Navarrete ocultaba otro proyecto. A la primera manifestación de Iñigo, tomóle aparte y le condujo a un cuarto, después a otro, afin sin duda de asegurar mejor el secreto de su conversación. En ésta púsose a representarle sus admiración y a rogarle insistentemente que no se ocultara; todo el país fundaba en él las más grandes esperanzas, y él mismo por cierto, debía saber bien todo lo que valía. Por largo tiempo Martín García se extendió en semejantes propósitos, que tendían a apartar a Iñigo del deseo que tenía de dejar la casa solariega de sus padres. (35) Como se puede pensar, aquellos elocuentes llamamientos se quebraron ante una resolución firmísima. Hacía ya meses que los proyectos del herido convertido estaban sólidamente madurados. Ya nada del mundo le interesaba, el porvenir brillante de que le hablaba su hermano no era sino una verdadera locura para el lector de la Vida de Cristo y del Flos Sanctorum. A los discursos de Martín García, Iñigo debió responder con una sonrisa, como un dulce obstinado que no quiere rendirse. Sin embargo, el futuro peregrino de Jerusalem conservó su secreto. Su respuesta fue tal, dijo más tarde al Padre González, que "sin traicionar a la verdad, de lo que se hacía gran escrúpulo, pudo escapar de su hermano." (36)
     Los preparativos se hicieron, pues, como si se tratara del viaje a Navarrete. Vestido conforme a su rango, con sus armas, seguido de dos criados y acompañado por uno de sus hermanos, Iñigo montó sobre una mula; y diciendo adiós a los suyos, conmovidos por una separación cuyo misterio permanecía oculto, tomó el camino de Oñate, el país de su cuñada Magdalena de Araoz. En su bagaje el caballero llevaba un poco de dinero, un libro de las Horas de Nuestra Señora, una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, y el famoso cuaderno en 4°. que encerraba en trescientas páginas la médula de la vida de los santos y del Evangelio.

NOTAS
(1) González de Cámara n. 2.
(2) Id. n. 2 y 3.
(3) Sandoval, op. cit. 503-505; Boissonnade op. cit. 550 y 551.
(4) Azpeitia, Arch. mun.
(5) Carta, del Condestable al Capitulo de Córdoba, 29 de mayo de 1521.
(6) Sandoval, I, 505; Boissonnade, 552-555; Danvila XXXVIII, 209,-211, 214-218.
(7) Azpeitia, Arch. mun. Cuentas de 1522.
(8) González de Cámara n. 4.
(9) González de Cámara n. 5.
(10) Id. n. 5.
(11) Juan Catalina García, Ensayo de tipografía complutense, Madrid. Téllez, 1880, 1-2: Bartolomé Gallardo, Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos, Madrid, 1863, I, 714.
(12) Gallardo, I, 519.
(13) González de Cámara, n. 6-7.
(14) Id. n. 6.
(15) Sandoval, I, 127, 141, 491.
(16) González de Cámara, n. 6.
(17) Id. n. 7-8
(18) Id. n. 8
(19) Id. n. 9.
(20) Id. n. 9.
(21) Id. n. 9.
(22) Id. n. 10.
(23) Id. n. 11.
(24) Arch. del Convento de las Isabelitas, Azpeitia, Lizarralde, op. cit. 102-104.
(25) González de Cámara, n. 11. Ver la Nota 8 Apéndices.
(26) Sandoval, I, 541. Henao, Averiguaciones, VII, 10.
(27) González de Cámara, n. 11.
(28) Id. n. 12.
(29) Id. n. 12.
(30) Id. n. 12.
(31) Id. n. 7.
(32) Id. n. 12.
(33) Id. n, 12.
(34) Salazar de Castro, Historia de la casa de Lara, II, 175, Sandoval dice que gobernadores del reino pasaron en Pamplona los meses de julio y agosto de 1521.
(35) González de Cámara, n. 12.
(36) Id. n. 12.
P. Pablo Dudon S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

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