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jueves, 17 de julio de 2014

In suplicium aeternum

 Al eterno suplicio
     ¡Al suplicio eterno, al eterno sufrir!
     Allá irán los condenados.
     Suplicio y eterno, esas son las dos características del que la Sagrada Escritura llama locus tormentorum, el lugar de los tormentos, el lugar ubi nullus ordo, sed sempiternus horror inhabitant, en donde habitan el eterno desorden y el sempiterno horror.
     Por un breve gozo, un eterno penar.
     ¡Qué locura, qué insensatez la del pecador!
     ¡Qué desvarío!
     Suplicio: puedo amontonar en mi imaginación tormentos, dolores, sufrimientos..., todo ello será apenas un débil bosquejo de aquel suplicio.
     Eterno: pasarán los días, correrán los años, volarán los siglos..., y el condenado seguirá en su sempiterno dolor..., y la esperanza no lucirá jamás para él.
     Suplicio: doble: el pecador se apegó a las criaturas; a ellas permanecerá apegado eternamente: pena de sentido;
     el pecador se apartó voluntariamente de su Creador; eternamente permanecerá apartado de Él: pena de daño.
     Eterno: sin consuelo..., sin remisión..., sin fin. «Dejad toda esperanza los que aquí entráis.»
     Y esa eternidad, toda entera, pesará sobre el condenado constantemente, sin descanso. ¡Oh, si pudiera hacerse siquiera la ilusión de que sus penas terminarán algún día!...
     El condenado buscará a quien culpar de su condenación..., y no se hallará sino a sí mismo. Y el gusano roedor de la conciencia, ese «que no muere» —según la palabra infalible de Cristo—, comenzará su oficio. Y roerá..., y roerá..., y roerá sin que acabe jamás.
     ¡Ay!, la pena del remordimiento: es eterno; por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Confesión sin arrepentimiento, confesión sin perdón, confesión sin fruto... El gusano que no muere seguirá royendo...
     ¿Por qué no pienso yo más en ese suplicio eterno?
     ¿No sería ese pensamiento fortaleza en mi debilidad, sostén en mi flaqueza, estímulo en mi tibieza, auxilio en el peligro?...
     ¿Por qué no dejo que me iluminen ahora las luces de ese fuego que no se extingue, que entonces estarán encendidas, pero que no servirán ya para alumbrar?
     Y ¿para qué amargar mi vida con ese pensamiento?
     Para que no me encuentre algún día perdido para siempre en las tinieblas oscuras de esa noche de eterno dolor.
     Suplicio... Eterno... Ese es el castigo del pecado.
Alberto Moreno S.I.
ENTRE EL Y YO

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