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lunes, 29 de septiembre de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (15)

LIBRO III
EL MAESTRO ESPIRITUAL
Capítulo Décimotercero 
LA COMPOSICIÓN DEL LIBRO DE LOS  EJERCICIOS (1522 -1540) 

     Hay acerca de la composición del libro de los Ejercicios Espirituales, una opinión de la que se podría precisar su fecha y los nombres de sus vulgarizadores, y es ésta: en la gruta de Manresa la Virgen misma dictó e Ignacio de Loyola escribió, este libro famoso.
     Ya hemos anotado en la vida del convertido de 1521 las intervenciones maternales de María; todavía tendremos que señalar otras. En los orígenes de una obra destinada por la Providencia a colocar en el camino de salvación y de perfección a tantas almas, a través de los siglos, sería inadmisible el rehusar una parte a Aquella que la Iglesia, con San Bernardo, considera como el acueducto de la  gracia y que ciertos teólogos llaman la corredentora de los cristianos.
     Iñigo salió de Loyola, llevando sobre su pecho una imagen de Nuestra Señora de la Piedad. En el camino, se arrodilló en el Santuario de Nuestra Señora de Aranzazú, ofreció algunos ducados para adornar una imagen de María en Navarrete, e hizo voto de castidad. Llegado a Montserrat delante de la milagrosa estatua de la Virgen, veló toda una noche. En Manresa, María mostrará en sus numerosas apariciones, que ama a su siervo con un amor privilegiado. Pero si el Evangelio de San Lucas no fue escrito bajo el dictado de la Virgen ¿cómo los Ejercicios Espirituales habrían podido serlo?
     En 1625, el Padre Mucio Vitelleschi, General de la Compañía de Jesús, hizo pintar un cuadro en el que María, teniendo al Niño Jesús en sus brazos, parece hablar a Ignacio que está de rodillas con la vista levantada y la pluma en la mano, presto a escribir. Al pie de aquella tela se lee: Dictante Deipara, discit et docet. Ahora también, en lo alto del altar de la Santa Cueva de Manresa, se ve un bajorrelieve de Grau, en mármol blanco, que representa la misma escena. Estas imágenes del siglo XVII no son un instrumento de superchería; son el símbolo expresivo de una verdad cierta; a condición de no interpretarlas en un sentido groseramente literal. María ciertamente ayudó mucho al ejercitante de Manresa. (1)

     Desde los primeros años del siglo XVII, la gruta de Manresa, llamada hoy Santa Cueva, ha sido el objeto de una gran veneración. El marqués de Aytona la cedió en propiedad a los jesuítas el 27 de marzo de 1602. Poco después, por deseos de Margarita de Austria, algunos fragmentos de esta roca bendita fueron enviados a la Corte en diciembre de 1602. Se construyó en la excavación, una capilla dedicada a San Ignacio mártir (1603). Iban allí las gentes a orar y obtenían favores milagrosos. El duque de Monteleone fue en peregrinación de agradecimiento a este lugar en 1606. Los obispos de Vich tenían la costumbre de hacer allí una visita frecuente. Después de la canonización de San Ignacio en 1622 los trabajos de ampliación y ornato comenzaron, y la afluencia de visitantes se aumentó extraordinariamente. Nada más legítimo. La Santa Cueva merece su nombre; fue santificada por la penitencia y la oración de Ignacio de Loyola. (2)
     Pero no está establecido por ningún documento, que Iñigo haya residido en ella exclusivamente, durante cualquier período de su estancia en Manresa. Al decir del mismo santo, y de los testimonios manresianos del proceso, está averiguado que tuvo por domicilio en el principio, y por un poco de tiempo, el hospital de Santa Lucía, y después el convento de los Padres Predicadores. Una celda monacal era un lugar propio para escribir; pero una gruta llena de maleza y estrecha, no. No podrá pues decirse, sinceramente, y contra toda verosimilitud que los Ejercicios Espirituales fueron escritos en la Santa Cueva (3).
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     Además, el libro no fue escrito de un solo tirón; hubo entre sus páginas diversas, muchas y largas interrupciones. A González de Cámara, cuando le preguntaba de qué manera había escrito el libro, Ignacio de Loyola respondió textualmente:
     “Los Ejercicios no fueron hechos completamente en un solo tiempo. Las cosas que yo observaba haberme sido útiles, las anotaba a medida que sucedían, por escrito; porque pensaba que podrían también ser útiles a otros; como por ejemplo, el método del examen particular” (4). Así mismo los métodos de elección fueron deducidos de “la consideración de esta variedad de espíritus”, cuyos impulsos el herido de Pamplona comenzó a discutir “cuando estaba aun en Loyola, tendido sobre su lecho de convalecencia”. (5)
     Estas líneas son decisivas. Caracterizan maravillosamente el libro: este no es, sino una serie sistemática de anotaciones experimentales recogidas en tiempos diversos. Estos tiempos comienzan en Manresa en 1522, para acabar en Roma hacia 1540. En la primera de estas fechas, Iñigo tenía un cuaderno que servía para esto; veinte años después, el librito tiene ya su forma definitiva, en la que casi nada se cambiará, hasta que se le imprima, por primera vez, en 1548; en 1522, es decir durante el año que pasó en Manresa, la substancia de los Ejercicios, para emplear la palabra de Laínez, (6) era ya una cosa fija.
     ¿En qué consiste esta substancia? Se podrá sobre ello discutir sin fin; pues los elementos verdaderamente iluminadores nos faltan, desde el momento en que los diversos manuscritos autógrafos y primitivos no han sido conservados. Pero dado que los Ejercicios Espirituales son esencialmente un encadenamiento de verdades para meditar, y de reglas para observar, a fin de llegar a ordenar la vida según Dios, es manifiesto que cierto conjunto de estas verdades y de estas reglas, según el testimonio de Laínez, data de Manresa.
     La historia misma de Iñigo, que ya hemos contado, confirma este testimonio iluminándolo. No solamente puede Ignacio entregar un manuscrito que llama los Ejercicios Espirituales al inquisidor parisiense Mateo Ori, que le interrogaba en 1535; sino que en Salamanca, en 1527, hizo lo mismo, para calmar las inquietudes del provisor eclesiástico, el bachiller Frías. Sabemos algo de lo que contenían estos papeles, por los testigos interrogados en los tres procesos instruidos por los inquisidores de Alcalá en 1527, y por los dichos de los manresanos en el proceso de beatificación de 1595. En Manresa, como en Alcalá, Iñigo inculcaba la observación del decálogo, la huida del pecado, la práctica de la meditación y del examen cotidiano, de la confesión y de la comunión semanaria. Expone meditaciones y explica documentos espirituales; enseña man
eras de orar, cómo ha de portarse uno en las tentaciones, Estas breves indicaciones de los oyentes nos recuerdan por una palabra, que acaso han retenido de tal o cual página del libro de los Ejercicios, lo que nosotros conocemos ahora.
     Desde 1522 Iñigo escribió, pues, de su mano, un cuaderno que comprende, además de las reglas de elección, las reglas sobre los escrúpulos, las reglas sobre el discernimiento de los espíritus, las tres maneras de orar, el método de meditación según las tres potencias del alma; avisos para la meditación, el examen general y el particular, la confesión y la comunión, y algunos temas de meditación. Es imposible precisar más en qué consistía el libro inicial de los Ejercicios. Pero basta esto para justificar la bula de canonización del santo, en lo que afirma de que los Ejercicios fueron compuestos por un hombre sin letras.
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     El gran cronista de la orden de San Benito, Fray Antonio de Yepes, quiere a toda costa que Iñigo haya derivado el libro de las enseñanzas del Ejercitatorio de Cisneros; y que la redacción de los Ejercidos Espirituales se sitúe en el tiempo en que los estudios hechos en las Universidades le dieron competencia en materia tan esencialmente teológica (7).
     Algunos años más tarde, en 1641, esta doble tesis fue nuevamente defendida en un volumen titulado: De la religiosa formación de San Ignacio por los benedictinos. El libro era audazmente burlón. El jesuíta milanés, Juan Rho, respondió con vehemencia por un escrito: Acates a Constantino Cayetano. El panfleto, que en efecto había aparecido bajo el nombre de Constantino Cayetano, fue desaprobado por el Capítulo benedictino de Ravena, en un acto solemne en 1644. La Compañía de Jesús, en Congregación General, dio las gracias a la Orden de San Benito por su protesta. El libelo fue puesto en el índice el 18 de noviembre de 1646. Pero esta condenación no impidió que la leyenda sobreviviese, en una especie de sueño, interrumpido a veces por brusco despertar. (8)
     Por el contrario, es preciso tener por ciertas las conclusiones siguientes: que de 1522 a 1540 los Ejercicios Espirituales sufrieron algunos retoques; hace ya mucho tiempo que Nadal lo dijo, con la autoridad propia de un gran confidente de San Ignacio, pero la substancia data de Manresa, como lo hemos anotado; y la derivación del libro de Cisneros es una fábula.
     En el libro de Cisneros, hay como dos libros yuxtapuestos; un tratado en 29 capítulos, por lo demás bien difusos, acerca de la oración y la unión con Dios; un manual de asuntos de oración en 18 capítulos en los que todavía abundan las teorías. La obra está destinada a los monjes. Así, el autor, sin despreciar la división clásica entre la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva, se extiende sobre todo acerca de la vida contemplativa, a la que consagra casi la mitad del volumen. La obra está redactada en el lenguaje especial de los teólogos y de los místicos. Entre la literatura espiritual de su tiempo y de la Edad Media, que, desde las llanuras de los Países Bajos, a las orillas del Rhin, del Sena y del Tíber, llegó hasta las montañas de Cataluña, Cisneros mira, reflexiona, hace su elección y transcribe lo que le parece propio a sus designios. Se podría hacer una edición polícroma del Ejercitatorio, con la que resultaría la prueba visible de que el libro casi enteramente está tomado de otros libros. (9)
     Nada se parece menos que esto al trabajo de Ignacio de Loyola. Los Ejercicios Espirituales están escritos en un lenguaje común, popular, sin rasgo alguno de cuidado literario o de refinamiento escolástico. Ninguna teoría se bosqueja en él. Los principios generales de la vida espiritual, su fin, sus medios, sus etapas, todo esto se supone conocido y se recuerda con una palabra breve, luminosa, práctica. Ninguna disertación acerca de los beneficios o de la necesidad de la meditación cotidiana, del examen cotidiano, de la confesión y de la comunión frecuente. El maestro se limita a sugerir algunas reglas. Y estas reglas, por lo demás (meditaciones según las tres potencias, aplicación de sentidos, maneras de contemplar los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos del Evangelio; preludios, coloquios, repeticiones, maneras de orar, examen general y particular), no se encuentran presentadas de esta manera en ningún otro. Ni Cisneros ni nadie suministran estas indicaciones, con esta claridad de detalles, esa coherencia de conjunto. Con mayor razón, no se podrá descubrir en Cisneros alguna cosa tan interesante como la meditación fundamental, la del pecado, del infierno, del reino de Jesucristo, de la Encarnación, de las dos banderas, de las dos clases o binarios de hombres, de los tres grados de humildad y del amor espiritual. En ninguna parte, tampoco, Cisneros presenta esta serie de observaciones vividas, que se llaman anotaciones, adiciones, reglas para la distribución de limosnas, reglas del sentido católico. Si como es probable, el peregrino leyó el Ejercitatorio, no lo copió ciertamente.
     Las semejanzas que se intentan encontrar entre los dos libros no son sino una veintena de fórmulas; y puesto aparte este formulario, lo esencial de los Ejercicios, su método, sus documentos y meditaciones características son en todo propiedad de San Ignacio. Ha sido necesaria la cómoda rutina de una tradición para velar a las miradas una verdad tan manifiesta.
     Sabemos por Iñigo mismo que descubrió la Imitación en Manresa y que en Loyola, durante su convalecencia, tomó numerosas notas de Ludolfo. En Manresa la biblioteca de la Seo había recibido la Vita Christi en legado del médico Nicolás Clergué en 1520.
     Es probable que también en el convento de dominicanos se encontrara este libro. Iñigo así pudo completar y revisar los preciosos textos de que había sacado en otros tiempos tantas luces y provecho para su alma.
     Dejamos a los eruditos el cuidado de señalar una tras otra, todas las reminiscencias de la Imitación y de la Vida de Cristo que se encuentran en los Ejercicios; este trabajo nos parece tan fácil como vano. (10) Lo que importa sobre todo es notar cuáles fueron los procedimientos de lectura de Iñigo.
     Este hombre, de quien todo el mundo alaba desde hace siglos los dones de gobierno, comenzó desde los primeros días de su conversión, por gobernarse excelentemente a sí mismo. La eminente prudencia de que dio siempre prueba en la tramitación de asuntos delicados, la aplicó en los asuntos de su propia perfección. Amaba a Dios, ciertamente, y con todo el fuego de un corazón magnánimo cuyos ardores consumieron su vida antes de tiempo; pero al mismo tiempo, organizará con toda su cabeza, el servicio de ese Dios al que ama con todo su corazón. Hasta en los períodos de su vida en que sobreabundan las luces y las consolaciones de arriba, conserva los hábitos de introspección constante.
     Con mayor razón, pasa por el filtro de un examen riguroso los pensamientos de los hombres aun de aquellos a quienes tiene en grande estima. Seguramente, creía que eran verdaderos amigos de Dios el místico autor de la Imitación y el cartujo que escribió la Vida de Cristo. Pero también sabía que la vida espiritual es esencialmente experimental; que los dones son diversos; que la regla suprema es la de la Escritura: Omnia probate; quod bonum est tenete. Se puede estar cierto de que no hay una anotación hecha por Iñigo, de acuerdo con el texto de Ludolfo o de Tomás de Kempis, que no haya sido constatada por su experiencia personal. Esto es lo que da al libro de los Ejercicios, aun en aquellos pasajes que dependen de la Vida de Cristo y de la Imitación, ese acento propio que no engaña; este sonido ignaciano, que no tiene nada de Ludolfo, ni de Tomás de Kempis. Asimismo, los detalles tomados a otros, han sido repensados a solas por este lector; y por eso no se les encuentra jamás en el estado puro en él, si se puede decir así, sino amalgamados en otras fórmulas, generalmente más impresionantes y mejores, y en todo caso diferentes de aquellas con las que conservan alguna semejanza. Esto aparece hasta en la distribución de los misterios del Evangelio, trabajo que es, sin embargo, de un orden más material. Esto es más visible dondequiera que la vida espiritual propiamente dicha entra en cuestión.
     No hay que olvidar que Dios conduce a su servidor. El no sabe nada de su destino, pero Dios sí lo sabe. Al salir de Montserrat Iñigo quería simplemente hacer una parada de algunos días en Manresa, antes de ir a Barcelona para embarcarse. Dios lo retuvo allí diez meses en su escuela. Gradualmente instruyelo por boca de los sacerdotes, por medio de libros piadosos y sobre todo por las ilustraciones del cielo. La humildad del peregrino, su ardor en la oración, su valor en la penitencia, su caridad con los pobres y los enfermos, su celo para llevar a las almas a una vida plenamente cristiana, atraen sobre él las miradas cada día más complacientes del Eterno Padre. Las visiones, los éxtasis se multiplican, por medio de los males Dios hace sentir su bendición e ilumina al maestro espiritual que ha querido formar El mismo en Manresa. Tal es la maravillosa conducta de la Providencia. Quien dude de esto, no comprenderá nada del origen primero de los Ejercicios.
     Varios se han preguntado, si durante su estancia en París, Iñigo no había tenido algún contacto con la espiritualidad de los Hermanos de la Vida Común. Ya hemos expuesto en el Capítulo precedente, cómo y por qué se pudo hacer este encuentro. No reanudaremos este asunto aquí sino lo dejamos para una simple nota.
     Si Iñigo, en París, recorrió la Rosaleda de Mombaer y las Ascensiones de Gerardo de Zuphten y notó en ellas alguna cosa útil, lo habrá hecho con este procedimiento interno y vivo que ya hemos caracterizado; y lo habrá asimilado a su substancia de soldado cristiano, de vasco, de español de tiempo de Carlos V, de apóstol decidido a expresarse a la manera del pueblo, según los datos de su propia experiencia, y para utilidad del mayor número de fieles, aunque fuesen muy ignorantes.
     No se pueden imaginar obras más diferentes de los Ejercicios que la Rosaleda y las Ascensiones Espirituales. Sólo pueden dudar aquellos que jamás leyeron el texto de los Doctores Windesheimianos; Gerardo de Zluphten en sus Ascensiones Espirituales, y Mombaer en su Rosaleda, permanecen siempre escolásticos, de lenguaje sabio pero bárbaro; amigos de divisiones simétricas y complicadas; y habituados a expresar su pensamiento sutil y doctoralmente. Cisneros ha calcado pacientemente sus obras. Iñigo no tuvo ni la tentación de hacerlo.
     De una manera general, es preciso razonar del mismo modo acerca de todos los libros de los que se podría afirmar, con certidumbre o verosimilitud, que cayeron bajo los ojos de Iñigo de Loyola, entre 1521 y 1540.
     Sea por ejemplo la meditación de las dos banderas. Sería inútil negar una semejanza completa entre el texto de Ignacio de Loyola y el de Wemer, abad de San Blas (11).
     Salta a los ojos, desde el momento en que se le compara sin prevención. Es difícil que tal coincidencia sea efecto de una casualidad. Pero de esto a una calca preconcebida hay mucha distancia. En el estado actual del problema nadie podrá demostrar que Ignacio, en París, leyó ese díptico de los dos señores, sea en el Líber Deflorationum de Werner, sea en las Miscellanea de Hugo de San Víctor. El hecho es simplemente posible. Por otra parte, es cierto que en Ludolfo, se encuentran dispersas en diversos lugares las ideas de los jefes, de las banderas y de los combates, la oposición de las consignas de Cristo y Satán; un retrato de Jesús modesto, dulce y gracioso; la antítesis de Jerusalem y de Babilonia; el encarnizamiento del demonio en prender en sus redes o cadenas a los pobres humanos (12).
     ¿Pero qué inconveniente hay en admitir que la redacción de las dos banderas en su estado actual, es contemporánea del tiempo en que Iñigo estudiaba en París? ¿En qué, los Ejercicios y su autor son menos admirables por esto? Tal cosa no podrá demostrarse por ninguno. Y en revancha, cómo brilla la superioridad del texto ignaciano por la simple yuxtaposición de las dos páginas en columnas paralelas. Dejemos a un lado los preludios y los coloquios, en donde es característica la huella personal de Iñigo. Tomemos la sola comparación de los ejércitos del bien y del mal. Los dos jefes están acampados de diversa manera, los dos ejércitos están opuestos de otro modo y lo mismo las dos arengas en el libro de los Ejercicios. Breve, simple, y fuertemente, Iñigo nos impresiona con un cuadro rápido y vivo y ¡qué análisis más profundo en la oposición de los dos programas! El ternario ignaciano (pobreza, humillaciones, humildad) sobrepuja al ternario wernerano (pobreza, humildad, paciencia); es más lógico, más psicológico, más teológico y ¡cuánto mejor se ordena a la ascética práctica que es el fin de todo el libro de los Ejercicios!
     No es por el único motivo de recordar la necesidad del combate cristiano, por lo que Iñigo recuerda la doctrina agustiniana de las dos ciudades, y la doctrina evangélica de los dos señores. En su lugar, la meditación de las dos banderas tiene un fin preciso, del que Wemer no tenía ni siquiera la idea. Por la serie gradual de sus Ejercicios, Iñigo ha puesto ya al alma del que medita en la disposición general de seguir a Nuestro Señor, modelo de todos los elegidos, ejemplo acabado de la perfección a la que hay que conformar el corazón despegado de todo mal. Pero quiere precisar esta buena voluntad general; y aunque ya la ha llevado con la consideración de la vida íntima y pública del Salvador a su máximum de intensidad, sabe cuánto en la elección de un estado de vida o en la reforma de las costumbres del estado de vida ya escogido, la mala naturaleza se encabrita contra las decisiones generosas, que la llevan al sacrificio de sí misma. He aquí por qué en el momento de llegar a esta elección presenta al alma este díptico de los dos jefes, de los dos ejércitos, de las dos vidas que se oponen, a fin de que la resolución se determine por el partido más conforme con la doctrina de Jesucristo. Allí solamente está la verdadera vida, digna de ser vivida; y si, yendo rectamente a su término de la conformidad que se le predica, el alma se determina a seguir la vida religiosa, la vida apostólica (o a renovarse) Iñigo tiene razón en lo que desea; porque es precisamente para multiplicar en la Iglesia tales almas para lo que quiere trabajar con todas sus fuerzas.
     He aquí como aprovechándose de algo tradicional, aunque recibido de los últimos que supieron señalar su huella en un viejo metal, Iñigo logró aún darle un troquel nuevo.
     La misma reflexión se impone a quien considera los tres párrafos consagrados en los Ejercicios a las tres maneras de humildad. Desde que se han meditado en la Iglesia por los cristianos las humillaciones de Jesucristo, la necesidad de la humildad ha sido predicada por todos los maestros de la vida espiritual. Desde San Pablo, los más famosos Padres del desierto, San Agustín, San Benito, San Bernardo, San Buenaventura, Gerson, Hugo de San Víctor, Tomás de Kempis, Savonarola, Ruisbrochio y cuántos otros han exaltado la humildad en páginas más o menos célebres; muchos se han complacido en señalar grados por los cuales el corazón humilde va sumergiéndose cada vez más en su nada. Todo el mundo sabe que Savonarola distingue tres grados; Ruisbrochio cuatro, Hugo de San Víctor siete, San Benito y San Bernardo doce. Si Iñigo leyó estos doctores durante su estancia en París, no tomó de ellos nada. Ninguna de aquellas divisiones tiene ni la fuerza, ni la profundidad, ni la claridad de la fórmula ignaciana.
     Resulta siempre una misma conclusión: los anteriores elementos de la ascética cristiana recibieron de Ignacio de Loyola una señal que no pertenece sino a él. (13)
     Después de Manresa, este escritor de quien Dios mismo fue el maestro, no dejó de retocar su obra. Nadal nos lo dice en términos expresos, “el fondo de los Ejercicios se enriquecía, las fórmulas se mejoraban”. ¿En qué medida o en qué épocas exactamente? Imposible es determinarlo. Es probable que la peregrinación a Jerusalem ayudó a retocar las páginas consagradas a los hechos de la vida del Salvador. El apostolado de Barcelona y de Alcalá debió de darle cierto conocimiento de las almas, que pudo proveerle de algunos retoques para las reglas del discernimiento de espíritus. Es preciso decir lo mismo y a fortiori del Apostolado parisiense, azpeitiano e italiano.
     De París en donde Iñigo pasó siete años como estudiante de letras humanas y divinas, datan ciertamente aquellos pasajes de los Ejercicios poco numerosos que tienen un color escolástico.
     En París también fueron redactadas las reglas para sentir con la Iglesia. Durante su estancia en Alcalá, Iñigo pudo concebir por la polémica de Zúñiga y de Erasmo, alguna idea acerca de los errores de Lutero. Pero es cierto que fue en París en donde tuvo la ocasión de 
comprender exacta y plenamente el peligro de la Reforma, para la Iglesia. Vio allí con sus propios ojos a los imprudentes que pactaban con los apóstatas, repitiendo alguna de sus fórmulas novadoras; allí arrancó a Francisco Javier de la seducción de los humanistas que luteranizaban. Mucho antes de la respuesta dada por la Sorbona a Francisco I el 30 de agosto de 1535, acerca de los principios a que había que someter a Melanchton, quien deseaba tener una conferencia con los doctores parisienses, Iñigo ya sabía perfectamente qué afirmaciones debía oponer un católico a las negaciones y a las tendencias del protestantismo. En los primeros meses de su estancia en París, bajo la presidencia de Antonio du Prat, canciller de Francia y arzobispo de Sens, se tuvo un Concilio provincial como ya lo hemos dicho. El fin de los Prelados y los doctores reunidos era precisamente el dar una regla de fe segura a los fieles; en medio del estrépito de las disputas, y frente a las predicaciones temerarias de los evangelistas de Meaux sostenidos por Margarita de Navarra quisieron aquéllos trazar a los creyentes y a las costumbres, la línea recta que habían de seguir. Y por esto las deliberaciones del Concilio no quedaron en secreto perdidas en procesos verbales y guardadas bajo llave entre los archivos del clero. Sino que el doctor Clichtove tuvo el encargo de publicar las actas y los decretos. Y en el año 1529 este volumen apareció en la librería de Colines. Es en este folleto firme y claro, en donde hay que buscar la fuente de que Iñigo de Loyola sacó sus reglas de ortodoxia católica. Entre los dos textos, el paralelismo es evidente, desde que se los confronta. (14)
     Quizá puedan creerse también como contemporáneas de su estancia en París las reglas para distribuir limosnas y las reglas de temperancia, por lo menos en su redacción definitiva.
     Es cierto que el problema de la limosna se presentó para Iñigo desde su misma conversión: en Manresa, en Jerusalem, en Barcelona, en Alcalá, en todas partes, daba lo que tenía y en todas partes también mendigaba para socorrer a los pobres. Para hacer esta hazaña generosa, no tenía más que seguir el espíritu evangélico que le animaba. Si se quiere, fue en Ludolfo y en Cisneros donde aprendió la estima y la práctica de las obras de misericordia. Pero parece evidente que fue en París donde Iñigo principalmente sintió la necesidad de escribir unas reglas acerca del buen uso de los bienes de este mundo. El mismo, entonces, distribuía mucho dinero; tuvo que acón
sejar a Peralta, Castro y Amador acerca del abandono de sus bienes; para sí y para sus compañeros de Montmartre, en consecuencia del voto de pobreza, tuvo que resolver lo que harían de sus legítimas; un poco más tarde en Azpeitia, tuvo que estudiar qué parte, Martín García señor de Loyola, y también los clérigos Pero López de Loyola y Andrés de Loyola, darían a los pobres de sus rentas. En vista de todo esto, convenía a la prudencia de Ignacio de Loyola el tener una línea de conducta claramente trazada.
     Parece también que es preciso decir lo mismo de las reglas sobre la temperancia. En Alcalá, Iñigo no vivió con sus compañeros. Pero no fue asi en Santa Bárbara, en donde vivía con Javier y Fabro en el mismo cuarto. Después de los votos de Montmartre, hubo un comienzo de vida común entre estos pobres evangélicos. Algunas veces tomaban juntos su comida. Es verosímil que entre otras instrucciones que destinaba a aquellos que dejaba, para irse a España, Iñigo habrá escrito las Reglas para ordenarse en el comer.
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     En su apología de los Ejercicios, escrita a mediados de 1553, Nadal dijo: “cuando escribió en Manresa una buena parte de los Ejercicios, Ignacio no había estudiado todavía; más tarde fue con un celo increíble como comenzó a entregarse al estudio, primero en España, después en esta Academia de París tan célebre en el mundo cristiano; durante muchos años, siguió el curso de Artes, y el de Teología, con una constante aplicación y perseverancia singular, y con gran fruto. Acabados sus estudios, hizo un cuaderno con aquellas notas primitivas de Manresa y Alcalá, les añadió muchas cosas y retocó el conjunto.”  (15)
     ¡Cuán precioso sería este texto, si el autor hubiera entrado en detalles tópicos! Tal cual está, nos ilumina mucho. Las adiciones y retoques de París, probablemente de Venecia y aun de Roma han producido uno tras otro, el manuscrito llamado de Pedro Fabro; (16) el manuscrito latino de 1541 llamado Versio prima; (17) el manuscrito español llamado autógrafo (18) porque contiene numerosas correcciones de la mano del mismo Ignacio; y finalmente el texto entregado a los censores romanos para la impresión de 1548.
     Cuando se comparan al libro impreso de 1548, los manuscritos de que acabamos de hablar, no se notan sino muy ligeras diferencias. De donde se sigue que a la hora en que Paulo III dio a la Compañía de Jesús su Carta Romana, el libro de los Ejercicios era ya el Manual que nosotros conocemos ahora.
1.- Ver la Nota 11. Apéndices.
2.- J. Nonell, La cueva de S. Ignacio en Manresa, Manresa, 1909, 43-44, 4649; 51, 53, 67-73.
3.- Ver la Nota 11. Apéndices.
4.- Gonzalez de Cámara, n. 99.
5.- Id. n. 99.
6.- Script. S. Ign. I, 103.
7.- Crónica General de la Orden de S. Benito, IV, 235.
8.- En la Edición Crítica de los Ejercicios, el P. Codina ha vuelto sobre la discusión que ya había hecho acerca de este punto en los Orígenes de los Ejercicios.
9.- El P. Watrigunt hizo esta demostración, C. B. E. n. 59, pág. 69-76.
10.- En la Edición Crítica de los Ejercicios, el P. Codina ha hecho notar y discute todos estos loca parallela.
11.- El P. Fernando Tournier fue el primero a lo que creo, que demostró esta semejanza; Etudes 5 de junio de 1910, 644-665. El P. Codina la discute en Los Orígenes y también en la Edición Critica de los Ejercicios, 125-126.
12.- Ibid. 148. Ver allí todos estos pasajes de Ludolfo.
13.- Hace unos diez años el P. Segismundo Brettle, O. M., fue el primero en señalar las semejanzas entre los Ejercicios y el Tractatus ritae spiritualis, y la Contemplacio molt devota de S. Vicente Ferrer.
14.- Ver la Nota 12. Apéndices.
15.- Ep. Nadal, IV, 826. Post consummata studia congessit delibationes illas primae exercitiorum, addidit multa, digessit omnia.
16.- El manuscrito de Pedro Fabro, está numerado 154, en los Archivos históricos de Colonia. En 1764 el autógrafo existía aún; el P. Reiffenberg lo vio en los Cartujos. El manuscrito actual no es sino una copia. Este texto recuerda en muchos lugares la Versio prima del manuscrito latino de 1541; es menos perfecto y por consiguiente anterior. Por lo que concluimos que en los retiros dados en Colonia en 1543 y 1544 el hombre de Dios usaba un Manual ya fijo hacia el fin de su estancia en París.
     El manuscrito latino 2004, del fondo de la Reina Cristina de Suecia, en la Biblioteca Vaticana, es de mano del humanista inglés Juan de Helyar. Es un cartapacio de estudiante, en el que se mezclan notas de gastos, cartas escritas, extractos de autores, redacciones personales, con notas de ejercicios. Helyar encontró a Ignacio en Venecia lo más tarde a principios de 1537, o acaso en 1536. Desgraciadamente sus notas de ejercicios no nos ofrecen sino documentos ignacianos incompletos. Muchos pasajes recuerdan textualmente la Versio prima y el manuscrito de Fabro. Pero faltan muchas cosas; por ejemplo, las Anotaciones, la serie completa de los Misterios de Cristo, muchas reglas, la contemplación final Ad amorem. Da la impresión de una cosa trunca. Y por consiguiente este manuscrito tan interesante, no puede servirnos para fijar el estado de los Ejercicios en 1536.
     El texto de Helyar y el de Fabro están reproducidos en la edición crítica de Monumenta 579-623, 624-648. Ya en 1914 el P. Paul Debuchy había publicado en CBE, agosto do 1914 nn. 52-53, el texto del manuscrito de Colonia. Un poco antes el P. Fernando Tournier como lo atestiguan sus papeles, había preparado una edición del manuscrito de Helyar, con una larga introducción sobre el autor y sus relaciones con Reginaldo Polo.
17.- En la edición crítica de los Ejercicios, se encontrará el texto de esta Versio prima, y una explicación sobre ella. La explicación está en las páginas 160-171; el texto corto, con el del autógrafo español, la versión de Freux y la versión de Roothan.
18.- Los Editores de Monumenta en su edición crítica de los Ejercicios, han publicado el texto español autógrafo y lo describen en las págs. 138 a 147.

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