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lunes, 16 de marzo de 2015

LA VIRGEN NIÑA

     Presentemos el primer retrato. Será el de la Virgen niña.
     Se piensa poco en la Virgen niña.
     La razón es clara. El Evangelio no nos habla de la niñez de María. La primera vez que nos la presenta es una joven desposada con José.
     Para saber algo de la Virgen niña tenemos que acudir a las conjeturas y a la tradición.

I
     ¿En qué ambiente colocaremos a la Virgen niña?
     Una tradición, que se remonta hasta el siglo II, nos dice que la Virgen nació en Jerusalén, junto a la probática piscina.
     Un templo allí levantado aun ahora sigue conmemorando el hecho.
     Jerusalén, orgullo y gloria para todos los judíos, lo era de una manera especial para María.
     Era la ciudad donde asentaron su trono los antepasados de la Virgen, los reyes de Judá; sus cenizas descansaban en la necrópolis jerosolimitana.
     El alma de la Virgen tenía que empaparse de imágenes y de ideas mesiánicas y ningún sitio mejor que Jerusalén.
     Y dentro de Jerusalén, buscaremos a la Virgen niña en la casa de sus padres, que se levanta junto a la probática piscina.
     Cerca de la puerta por donde pasaban las ovejas destinadas al sacrificio.
     Cerca de aquella piscina, en torno de la cual se congregaban multitud de lisiados: ciegos, cojos, tullidos, y esperaban a que el ángel del Señor descendiera a remover el agua; porque el primero que bajara a la piscina quedaba sano.
     Entremos en el hogar de la Virgen niña.
     De sus padres nada nos dice el Evangelio.
     La tradición nos cuenta que se llamaban Joaquín y Ana y que eran ya de edad avanzada.
     La Iglesia los venera en los altares y la razón nos dice que tuvieron que ser muy santos.
     Aquella niña era la obra más preciosa de la Santísima Trinidad y Dios tenía que ponerla en manos muy seguras.
     Después se la encomendaría a José; y de José nos dice el Evangelio que era «vir justus», un hombre santo, el más santo después de la Madre de Dios.
     Los padres de María tuvieron que ser muy santos también.

II
     Y ¿qué hacía María en el hogar de sus padres?
     Murillo, no es solamente el pintor de la Inmaculada, es el pintor de género que se complace en sorprender las escenas de los niños: desde los golfillos que comen uvas y juegan a los dados, hasta el Niño Jesús que juguetea con la paloma o acaricia el corderito blanco.
     Murillo quiso trasladarse también en espíritu a la casita de los padres de María y sorprender una escena encantadora y muy real, aunque los vestidos no correspondan a la época.
     Santa Ana sentada sostiene sobre las rodillas un libro y se lo explica a su hija. María es una niña candorosa de mirada inteligente y profunda. Está de pie y escucha con atención las explicaciones de su madre.
     Al lado, en el suelo, la cesta de las labores.
     ¡Qué escena tan real y tan simbólica...!
     Las flores necesitan ambiente propicio para crecer.
     María era humilde como la violeta, y como ella crece en el retiro de su hogar.
     María fue niña. Aunque tuvo uso de razón muy temprano, exteriormente siguió todas las fases del crecimiento corporal y manifestaciones del alma.
     Fue niña y tuvo en grado eminente la virtud característica de las niñas; la inocencia que se reflejaba en su semblante.
     Fue niña, pero no tuvo ninguna de las pasioncillas que disminuyen la amabilidad de los niños: la envidia, la ira, la pereza...
     Fue niña y crecía como las niñas; pero no pasó por esa crisis que padecen las niñas, en que la tristeza va poniendo sombras en el semblante y recelos en la mirada.
     Crecía y crecía como un sol que sube hasta el cénit sin encontrar nubes en el camino.
     Crecía la Virgen niña y crecía al lado de su madre, como deben crecer todas las niñas.
     Ni la madre debe apartarse de sus hijas para ir a divertirse, ni las hijas deben apartarse de su madre.
     La niña debe crecer al lado de su madre, como la yedra crece adherida siempre al tronco del árbol junto al cual nació.
     Muchos enemigos tratarán de apartar a la niña del lado de su madre.
     Las amigas la dirán: Ya eres mayor; tienes que desprenderte de esa tutela. Tu madre es una tirana y una anticuada; las madres modernas dan más libertad a sus hijas.
     Las pasiones la dirán: Tienes que divertirte; y para divertirte la presencia de tu madre es un estorbo.
     El mundo la dirá: Yo te ofrezco todo lo que deseas, pero te pongo una condición: que te desprendas de tu madre; ella no le permitiría disfrutar de todo lo que yo te daría.
     Lo primero que hizo el hijo pródigo para dar rienda suelta a sus pasiones, fue alejarse de su casa y de su padre.
     De ahí le vinieron todas las desgracias.
     Es la historia de todas las hijas pródigas: alejarse del hogar y de la compañía de su buena madre.
     La Virgen niña está de pie al lado de su madre; y su madre está sentada.
     La niña de pie, en actitud de respeto.
     Aunque sea más santa que su madre, porque ha obrado en ella grandes maravillas el Omnipotente, su madre es representante de Dios, por eso está sentada en el trono de reina del hogar, que Dios la ha preparado, y la Virgen niña respeta a su madre porque ve en ella al mismo Dios.
     Si las madres con su conducta se hicieran dignas representantes de Dios, podrían sentarse en su trono de reinas del hogar y ser respetadas.
     La madre de María está sentada, en actitud de mandar. La Virgen niña de pie, en actitud de obedecer.
     Es hija y los hijos deben obedecer a sus padres que mandan en nombre de Dios.
     La madre de María tiene sobre las rodillas un libro y por él está enseñando a su hija.
     La madre debe ser la primera maestra de sus hijos.
     Ella les enseña las oraciones que han de rezar, y las primeras nociones de la religión.
     Ella es la confidente que recoge las preguntas de su hija y las responde con delicadeza y con sinceridad.
     Porque sabe esto la niña tiene confianza con su madre y la madre la va iniciando en los misterios de la vida; de tal manera que del alma de su hija vayan desapareciendo las nieblas de la ignorancia sin que el alma se oscurezca con las sombras del pecado.
     Instruir sin hacer pecar.
     Labor delicada que no la pueden hacer las amigas, que debe hacer la madre.
     ¿Qué libro explica la madre de la Virgen a su hija?
     La Sagrada Biblia. El libro que contiene los orígenes de la humanidad y la historia gloriosa del pueblo escogido.
     La historia patria de María.
      El libro que contiene los preceptos de Dios: el catecismo de los hebreos.
     El libro que encierra las profecías del Mesías: el relicario de las esperanzas de Israel.
     Leía la madre las primeras páginas de aquel libro. Allí estaba el origen de las tribulaciones que aquejaban a la humanidad.
     El demonio engañó a la mujer. Ella fue la primera que gustó la fruta prohibida y la que introdujo la muerte en el mundo.
     Por eso en las comitivas fúnebres la mujer hebrea ocupaba la presidencia.
     Al oírlo el rostro de la Virgen niña se cubría de tristeza.
     La madre continúa leyendo. Pero será también una mujer la que aplaste la cabeza de la serpiente infernal.
     El rostro de la Virgen niña vuelve a iluminarse con luces de alegría y de esperanza y allá en el fondo de su alma se hace una pregunta, y eleva una oración.
     —¿Quién será esa mujer dichosa? — Señor, que aparezca pronto en la tierra.
     Otro día la Virgen niña oye de labios de su madre las historias gloriosas de las heroínas de Israel. Las historias de Jael, Dévora y Judit.
     —La mujer es débil —dice su madre— pero Dios se sirve de instrumentos pequeños para realizar obras grandes.
     El corazón de María vibra de emoción y aprende y repite con entusiasmo los cánticos de Dévora y de Judit y de la hermana de Moisés que llevaba su mismo nombre: Mirián.
     Ella, niña débil, ayudada por Dios, está dispuesta a realizar las más difíciles empresas.
     A la niña María la emocionaban sobre todo los salmos de David y de Salomón.
     La emocionaban porque aquellos reyes eran sus antepasados; ella era de la casa de David.
     La emocionaban sobre todo, porque aquellos salmos eran una profecía del Mesías y una súplica pidiendo su venida y la liberación de Israel.
     Y ella, que con ciencia infusa conocía el estado de las almas, repetía con fervor aquellas plegarias.
     «Tú, Señor, lo has jurado a David.»
     «Dichosos los que vivan en el día del Mesías.»
     La madre de María cerraba el libro y cogía la cesta de las labores.
     La hija se sentaba al lado de la madre y las dos comenzaban a trabajar.
    Mientras hilaban y tejían los vestidos, la madre explicaba a su hija las virtudes de la mujer fuerte, como Dios la describe en la Escritura.
     Ella teje los vestidos propios y los del esposo y de los hijos y hasta de los mismos criados.
     En su casa nadie tiene que temer el frío y la nieve del invierno.
    Y todavía le sobra tiempo a la mujer fuerte para tejer telas finísimas y venderlas a los mercaderes y acrecentar así la hacienda de su casa.
     Mientras la madre y la hija trabajan, llegan a sus oídos los lamentos continuos de los enfermos que esperan junto a la fuente la bajada del ángel que les cure.
     A la niña María aquellos lamentos le parecen los de todas las almas que piden la venida del Mesías para que les cure las llagas del pecado.
     Y en el fondo de su corazón sigue repitiendo los salmos de David, para que Dios cumpla pronto sus promesas.

III
     La madre saca de paseo a su hija por las afueras de Jerusalén, y la muestra el escenario de los hechos que ha leído en la Escritura.
     El monte sobre el cual está construido el templo, es el monte Moria. María recuerda la historia de Abrahán y de su hijo Isaac.
     Pobre padre, ¡cuánto debió sufrir!
     Por la ladera de aquel monte subía acompañado de su hijo que llevaba la leña del sacrificio. La victima sería el joven. Lo había mandado Dios, y el padre, obediente, con el corazón deshecho, subía a la cumbre del monte, para sacrificar a su propio hijo.
     ¡Qué padre tan heroico! ¡Qué sufrimiento tan grande el suyo!
     Las miradas vagan por los alrededores de la ciudad. La madre muestra a su hija otro monte: aquel es el monte Calvario y allí ejecutan a los malhechores.
     Al ver aquel monte el corazón de la Virgen niña se encoge de terror y palpita con emociones extrañas. Su alma se inunda de tristeza misteriosa. No sabe por qué.
     En su paseo vespertino la madre y la hija contemplan con agrado las obras de embellecimiento del templo que había emprendido Herodes.
     Al ver cómo se levantan poco a poco las paredes de mármol blanco, la madre hace reflexionar a su hija.
     Dios quiere que las almas sean templos suyos, porque desea vivir en ellas.
     El templo del alma ha de ser blanco con la blancura de la pureza. Ninguna mancha de pecado debe mancillar esa blancura. Los adornos de ese templo deben ser las virtudes.
     Al oír las reflexiones de su madre, la Virgen niña se reconcentra dentro de sí misma; y ve el templo de su alma blanco, mucho más blanco que los muros de mármol; lo ve sin mancha ninguna de pecado y adornado con todas las virtudes y dones del Espíritu Santo, y en medio de ese templo, llenándolo todo, ve a Dios que habita en él, y habla con Dios y le dice: Yo te haré el templo de mi alma cada día más hermoso para que vivas a gusto en él.

IV
     Los días festivos, la madre lleva a su hija a las solemnidades del templo.
     Era un espectáculo sangriento que emocionaba y entristecía a la Virgen niña.
     Rebaños de bueyes y ovejas en medio de balidos y bramidos, caían sacrificados bajo el cuchillo de los degolladores.
     Las túnicas blancas de los sacerdotes se salpicaban de sangre.
     Sonaban los tambores, los címbalos y las trompetas. Un vaho de sangre impregna el ambiente.
     Se aspira el olor acre de la grasa quemada mezclado con el perfume del incienso precioso.
     Los paisanos que presencian la hecatombe se regocijan y baten palmas pensando que con aquellos sacrificios quedan libres de toda desgracia y colmados de bendiciones.
     La Virgen niña piensa que aquellos sacrificios son símbolo de otro sacrificio y de otra víctima más agradables a Dios: aquel cordero que, según los profetas, iría al sacrificio sin balar.
     Mientras aquella víctima no viniera, ella le ofrecía a Dios el sacrificio de su corazón; y el sacrificio de aquel corazón subía, subía hasta el trono del Señor.
     En el hogar de sus padres a la sombra del templo de Jerusalén la Virgen niña crecía en edad, en gracia y en sabiduría a los ojos de Dios y de los hombres.
     ¡Qué retrato tan encantador el de la Virgen niña!
    Guárdale bien en tu alma, recuérdale con frecuencia e imítale.

V
     Cuando Jesucristo predicaba por los campos de Palestina, un día cogió a un niño pequeñuelo y dijo a sus oyentes: «Si no os hiciereis como este niño, no entraréis en el reino de los cielos.»
     Hoy ese mismo Jesús te muestra a su Madre Santísima, niña pequeña, y te dice: «Si no te hicieres como ella, no entrarás en el reino de los cielos.»
     Por doble motivo debes imitar a la Virgen niña.
     Por ser niña y tener la inocencia y la pureza que Jesucristo quiere que los hombres aprendan de los niños.
     Y por ser la niña más santa que ha pasado por la tierra, donde se encuentran todas las virtudes que debe practicar el cristiano.
     En el cuadro de Murillo, ya descrito, dos ángeles vuelan sobre la niña María sosteniendo una corona de rosas en la mano.
     Es la corona de gloria que la Virgen está tejiendo con sus actos virtuosos.
     Imita a la Virgen. El ángel de la Guarda también recoge las rosas de tus méritos y con ellas va tejiendo la corona de gloria que pondrá en el cielo sobre tu frente.
Juan Rey S.I.
RETRATOS DE LA VIRGEN I
Ecce Mater tua

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